En la entrega más atrevida, Gómez Sánchez revive el espíritu de rebeldía y de adolescencia que se hizo manifiesto en Diario de viaje. Aquí, el amor, la fiesta y el ir y venir con el cine hacen parte de la misma película. Puro recuerdo. Crítica y autobiografía.
Veinte horas no es nada (8): lo público es privado
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Lila, ve aquí a quien se acerca. (Lila, poebujo, era otra hembra amiga, una fox terrier de lo ido, muerta y aquí estaba. Tú me oyes como el carbonero.). Remito a Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996), versión en Vimeo, minuto 21.
Santiago: ¿La música cómo?
Cristian: Es una expresión del ser humano, y es un arte.
Santiago: ¿Y el cine?
Cristian: ¿El cine? Es lo mismo (Cruz, fuera de cuadro, toca el tambor), todo lo que es arte, hermano, es una expresión del ser humano, es un mensaje que quiere dar una persona… a todo el mundo (y en voz baja, a Cruz –que sigue fuera de cuadro) ¿Sí o no?
Yo parpadeé. Di dos pasos atrás en mi alma (eso no se ve, no se ha visto). Quise resguardarme, pero sabía que de lo que un testimonio tan sencillo y confrontador como ese generaba en mí, no podría huir. Yo no estaba de acuerdo con lo que Cristian decía, pero hoy vuelvo a ver lo que quedó de esa experiencia en el relato del documental y veo que nadie se toma el trabajo de ir hasta el suelo levantado del misterio, ni yo, hasta esa tierra desbrozada del horizonte de los sucesos declinando, porque nadie sabía, ni yo, nadie tiene por qué saber la trampa que nos estaba poniendo el mundo. Digámoslo, si se coteja este fragmento con el pasaje posterior en el que vemos a Cristian opinar más precisamente sobre el Festival de Cine de Cartagena en sí, dos días más tarde, arribaríamos a un dilema infranqueable como documentalistas (que es lo que Joche dice ser en el minuto 32: 17 de nuestra versión del documental en Vimeo). En efecto, en ese lapso diabólico (33:07-33:23), Cristian nos responde a todos:
¿El Festival de Cine? Es la oportunidad que le dan a los productores de cine, a todos los loquitos que están en el séptimo arte y ra ra ra, de expresarse ellos mismos, y una nota [o sea, con ironía, cheverísimo], ¡ja, ja, ja!
A estas alturas del documental en su edición final y a esas alturas de nuestra misma experiencia en la noche segunda o tercera del viaje, ese diálogo nocturno y callejero, ribeteado por la marihuana, el ron y el perico barato, era, por supuesto, un diálogo exiliado del Festival, y nuestro contacto bajo con el mundo parecería esconder un interés francamente contrario a lo que la calle nos decía, como si con un discurso emancipatorio quisiéramos llegar lejos: tener éxito, y así nos estuviéramos traicionando a costa nuestra, o revelando sin saber nuestro propio, futuro fin como colectivo o industria cultural del naciente neoliberalismo. Allí, Cristian, sin decirlo, también se refiere a Andrés y a mí y a nuestros compañeros de la UPB y nuestros profesores de cine (Carlos Henao y muchos otros), que al contrario que Cruz y Joche tratábamos de prestar atención al Festival y asistir a las películas y ruedas de prensa, y por eso ya evitábamos el descontrol de Cristian y de lo que sucedía alrededor de las grabaciones descentradas, caóticas, de nuestros compañeros en la realización del documental. Por su parte, estos veían en nosotros –y no se equivocaban del todo– a unos soñadores del oropel de la alfombra roja y la influencia mediática o, al menos, de los panteones del mundo del cine, de Chaplin en adelante: yo seguía pensando en Wenders, y traté de entrevistar a Mayolo. Sin embargo, según el hilo de las palabras de Cristian, que yo no perdía, sobre todo en el momento de revisar lo grabado y tejer el guion de edición, el arte, o al menos este arte, el arte del cine, este mensaje que una persona quiere darle “a todo el mundo”, solo sería una especie de desgaste, porque requeriría de un festival para “expresarnos nosotros mismos”. Y esa contradicción imperceptible era lo cierto del caso, aplicable a muchos otros eventos similares. Son aquellos los tiempos de Gaviria, la globalización, el gobierno ha cerrado FOCINE, la cultura debe ser autosostenible según el Consenso de Washington y la nueva película de Cabrera no ha cosechado ni de lejos el éxito que había tenido un año atrás La estrategia del caracol (Cabrera, 1993), que había puesto a volar a tantos y al país a “creer en el cine, en nuestro cine”. Entre tanto, el “mensaje” que Cruz y Joche bregaban a darle también “a todo el mundo” desde el video rastrero sería más bien un mensaje que pudiera bastarse en su propia ironía, hasta donde llegue, para que lo sepa bien claro el que lo viere. Pero como sucedía con otras obras contraculturales de todos los tiempos, con el surrealismo, con el rock, todo lo que hacía a nuestro documental era una continuidad secreta, incluso negada o dolida, de lo que criticábamos, incluyendo lo que en los textos no se decía, el tráfico de poderes –como cuando me invento “un pequeño escarceo romántico” (35:02-35:06) sin consultarlo con la supuesta pareja que resultaba implicada– y la subyugación del sexo al poder (a veces subvertida en acto de resistencia), como se puede ver en esa misma secuencia, cuando un realizador y mi amiga (feminista) hacen fiesta con un (buen) chiste sobre la violación (35:14-35-18). Si nadie chistó jamás fue porque Diario de viaje, en relación con sus sujetos y el propio entorno social, no es sino un jugueteo de verdades a medias, y eso se condice mejor que nada con lo que es la propia vida. Pero el hecho real es que no sobrevivimos a ese afeite.
¿Era posible ir más allá? ¿No se mitologiza todo mensaje por profanador o certero que sea?
¿No queda tras él una oscura idealización? Quisiera hacer ahora una digresión al respecto.
Una confesión sobre esta experiencia que acepta el no poder salir de esa luz circense.
En últimas lo público también es privado, llavería: física artificial del bando. Es decir que, en nuestro documental, la palabra “mensaje” (según Cristian), proyectada desde lo autista o drogo que Pascual Gaviria llamará “ensimisme de la cámara” nuestro cuando reseñe la novela Madera Salvaje (2009, 129), o en tanto virtud derivada del Directo, como lo entiende el profesor Campo (1998, 78), sería en verdad un suceso emanado como si nada “a todo el mundo” –una imagen capturada, conservada, editada y difundida–, y Cristian estaría identificando a esa emanación dirigida, artificial, del cine documental, no como definición común del arte, sino en últimas, quizá, como arte de la definición común. Resulta obvio, si lo miramos bien, que para nosotros era como si el sujeto callejero fuese cualquiera, una cabeza parlante y voz del pueblo (vox pop) que nos encontramos por ahí, pero nadie es cualquiera, chico, ni en la calle ni en el baile, sino uno mismo, te doy mi palabra, y también él –y su palabra– se volvían un “ensimisme” nuestro potencial, querido dar o al fin sí expresado “a todo el mundo”, como es debido (cree uno). No es esa imagen la verdad, por supuesto, ni tampoco nuestro mensaje “una verdad”, ni “su verdad” el testimonio que nos dé cualquiera, porque esto es documental y, entonces, si es cine, habrá de ser arte, persona a persona: te lo digo solo a ti. Por eso, en este contexto del relativismo bobo o satánico que condenaba Luis Alberto, la caída de los grandes relatos que decía Lyotard, nuestro andar descalzo a ratos de los maderos era el solo andar descalzo del ser humano, y un añadido, sintomático, excesivo andar para todo el mundo, alienado, enfermo, loquito. Si el otro me veía sin camisa por la calle decía es disfraz, o a pie limpio en un centro comercial, fingen, natural el zapato. Quien haya llegado hasta este punto de la digresión, que aún no termina, puede alzar los ojos en este momento y pensar en cambio lo que es no verse, no poder, y así no le pido paciencia: se la recomiendo. Ese giro del puerco espín giratorio no te recibe ya, y tú eres bautizado, sin saber. Esto queda, esto se va: todo pasó por nuestras manos.
Me explico. Cristian (Belfegor) sabía que nadie está oyendo “el mensaje”. Solo uno, tú.
Y ni le importaba, pero entonces uno qué hace aquí sin ser, sino dejado, para todo el mundo.
Mi documental no, el viaje –y el documental en él– empieza a devolverse por las ramas del tiempo fatal, a perderse en las raíces de la historia real, y uno como en tu novela es agitado por los mares envueltos del mar en otra cosa aun más virgen que el tiempo. Recuperemos la experiencia, por dentro y por fuera, en el tiempo de los tiempos, recuperemos la luz si es posible, aunque no lo sea, porque estamos vivos: destruyámosla, porque ahí está, muerta a medias, ruina y andamio, pintémosla. La música es lo que vive, que por siempre llega, y tú solo la recibes. Te habla y tú no la entiendes; tú solo eres su dueño, eres su sueño. Esto es diario de viaje sin cursivas, sin autor, inédito, nunca escrito. Como el ahora, un solo escándalo para lo que nació ayer, coso de todos los días que busca sombra, tumbao, puya. Yo bañándome en la residencia al otro día (cinco de marzo de 1995), con Cristian durmiendo en la pieza el trasnocho y los amigos haciendo fiesta para asustarlo –aunque él es el susto y Joche sentencia: este man nos va a robar a todos y lo vamos a terminar queriendo–, leo en un rincón: viaje perpetuo, pero no hay nada, ese es el mensaje de anoche y vuelvo y leo y no hay nada donde dice viaje perpetuo. Me acomete un vértigo, un vértigo ético. La verga se me empina de solo pensar en la semana que se viene, y sin embargo la pregunta que surgirá de aquí en adelante, todos los días, será muy simple, cada noche y cada mañana, hasta el sol de hoy: ¿vivir o no, si se ha vivido?
Tanto cine que uno ha visto y darse cuenta de que la película era una sola, interminable.
De que llaman a la puerta y no hay nadie, y vuelven a tocar, lady Macbeth, tú arrecha: abre.
¿Fue que me salí de todo o solo lo público es privado y la cultura, el arte, simple pagamento?
Vértigo ético, eso que expiamos. Había grandes cortinones en los cines de antes, ya no, recuerdo mientras me enjabono, eran casi un concepto mugroso antes del video y las pantallas digitales, maloliente, ¿yo me perdí en aquel como creí entonces a mis seis añitos? Sí. Y hoy, entre la noche segunda y el día tal de mi viaje definitivo –cortinón, telón entre actos, separación de eventos, de lo público y lo privado y ese cine que sobrenada allí adentro como rito colectivo oscuro, oscuro–, recuerdo que la compa salvaja no está aquí, en Cartagena, sino en su práctica universitaria por ***, Córdoba, que al fin me da miedo herirla, que mejor nada y que mi amor presocrático sí anda por ahí pero ya no importa, a todo le dice todo bien, ya nada importa, lo dice Luis en el artículo de hoy, y por algo Baúl me aconsejaba que recuerde que el varón es el de la iniciativa, panita, siga mi consejo, y hay una rumba esta noche con ***, todo es posible aún, pero ahí en el borde de esta pared y la otra y el suelo infecto dice todo es viaje perpetuo no escrito en el rincón, pa que lo sepas… Manejo las ganas, con ganas de comerme al mundo, y vuelvo a respirar adentro: no puedo olvidar lo que me pasó anoche, el fondo de las letras amarillas escritas en el aire delante de mí; nada está escrito. De pronto, atención, salta aquella respuesta, como para que tengas todo ese cuidado de aquí en adelante en tus clases nuevas de teoría, polémicas. Es aquella respuesta en el baño público de las residencias Media Luna la última lección del pasado infinito que no viste. Fue en el cine Dux, lo recuerdo bien, iba yo con mi padre y mis hermanos a ver Dos hombres y un destino (Butch Cassidy & the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969), a fines de los setenta, en rotativo, mi hermana con sus amigas veía en el Ópera Sonata de otoño (Höstsonaten, Ingmar Bergman, 1978), y las aguas me llevaron a los baños de Angra Mainyu y no sé si volví muy distinto pero ya era otro, penetré los cortinones, de regreso, y aquello me olía ahora a coño de Pielroja, a aliento de tabaquera desmedida, a aguardiente y grajo profundo, ese perfume que no sentimos con el olfato sino que se sube por la piel, que nos escuece, yo era muy niño como para saberlo, el recuerdo es tan fugaz, como para haber ido solo al baño de Angra Mainyu y, sin darme cuenta, entrar al baño de mujeres y encontrarme con mi profesora altiva, pecosa, pelirroja, ese día creí perderme y en el cortinón de vuelta lo olvidé todo hasta esta mañana, a Luz Helena, la que me había dicho gallinazo con una sonrisa el primer día de kínder, dos semanas atrás, porque yo delante de todos alcé la mano y le pregunté cuando preguntó si había más preguntas por qué era tan bonita, yo quería saberlo, y después, en la tarde, me señaló que a las mujeres se les respeta, antes de subirnos al bus, pues yo por agradarle la estuve acosando todo el día, y ahora en ese baño del Dux estaba tan distinta, con los labios encendidos, no parecía ella, la roja melena suelta, y me reconoció con un gesto de pasmo inexplicable… Luego, el lunes, en la sala de profesores oímos las risas festivas mis amiguitos y yo y muy clara la frase suya me iba a violar, las carcajadas de las otras profes, y yo no sé qué es qué y luego él es divino, dice otra, los demás niños me miran con envidia y yo me pongo a contarles cosas indecibles. A los días Luz Helena no vuelve al colegio nunca más. ¿Sigo aquí, después de veinte, cuarenta años, diciendo lo indecible solo porque lo privado es público, o voy dando por estos lados brutos al mismo recinto mudo adonde las tragedias suceden pero no se ven, no se saben? La respuesta es simple. Todo pudor se debe a la condena.
Estaba allí, ido, se me bajó, iniciando mi praxis de la dejación, en la bisagra de mis días.
Y llega la otra y esa noche me dice riéndose *** me tocó la cuca sin saludar, y halagada.
Y no, no, no, pero yo perdí y él ganó.
Entendiendo yo, comprometiéndome a que este abandonado es o debe de ser el hijo galano de sí mismo en tanto madre o solo hembra harapienta que saca fuerzas, deprimida tal vez, de donde no las hay, para la vida, con dos gatos recién nacidos o dos pechos o dos niños de brazos, doña Gilma, la difunta, mal nutridos, Andrés y Yaqui, yo los conocí, mareada del hambre ella también, fuerzas de donde no las hay para la propia vida y la de los otros que somos contigo, y canta: las fuerzas del crítico joven ante la música que recibes, Santito, se te acabaron, dirás antes que nada en este baile como la profe presocrática que te buscó en las escaleras, todo bien, Caicedo derrotado por su imagen en la cinta menos taquillera de Truffaut (La historia de AdelaH. [L’histoire d’Adèle H., 1975]) –por más que el autor, un soldado que te mira fascinado, piense, es toda una diva–, pero al contrario que los locos de amor: verás tu propia vida como un hijo dado, compadre, y cada película impar, porque a la realidad se le respeta, era cierto, así que ya descree de todo juicio estético, nada sabes aún, y de toda valoración moral, esa es la conclusión a este otro lado de la hora nona de la verdad rotunda: que el viaje perpetuo termina a cada rato, dejados tú y yo embola a lo que esa sucia luz nos diga en su ensamble cortesano, y ahora sí cálzate y niégala, para pum bai, niégala, oyé, así como lo enseña el cortinón, para pum bai ba, y te lo pide la clase.
Al volver al cuarto Cristian me dedica El mulato y dice Andrés ya sabe pero no sabe.
Al fin, el hombre a mí no me robará nada. “Usted me trató como cristiano”, fue su adiós.
Ahora editaré el pagamento, me digo, hilaré el canto de su mensaje y me daré a su misterio.
*
(9) Como tal vez lo sepan, a Andrés Caicedo sus amigos le decían Pepito Metralla por darle como loco a la estruendosa máquina de escribir hasta en las fiestas.
Obra citada
Campo, Ó. (1998). “Nuevos escenarios del documental en Colombia”. Kinetoscopio, vol. 9, n.º 48, pp. 72-84.
Gaviria, P. (2009). “‘Madera Salvaje’ de Santiago Andrés Gómez”. Revista Universidad de Antioquia, pp. 129-130.
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VEINTE HORAS NO ES NADA: LO PÚBLICO ES PRIVADO (08)
En la entrega más atrevida, Gómez Sánchez revive el espíritu de rebeldía y de adolescencia que se hizo manifiesto en Diario de viaje. Aquí, el amor, la fiesta y el ir y venir con el cine hacen parte de la misma película. Puro recuerdo. Crítica y autobiografía.
Veinte horas no es nada (8): lo público es privado
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Lila, ve aquí a quien se acerca. (Lila, poebujo, era otra hembra amiga, una fox terrier de lo ido, muerta y aquí estaba. Tú me oyes como el carbonero.). Remito a Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996), versión en Vimeo, minuto 21.
https://www.youtube.com/watch?v=rvArijaH-b8&feature=youtu.be
Yo parpadeé. Di dos pasos atrás en mi alma (eso no se ve, no se ha visto). Quise resguardarme, pero sabía que de lo que un testimonio tan sencillo y confrontador como ese generaba en mí, no podría huir. Yo no estaba de acuerdo con lo que Cristian decía, pero hoy vuelvo a ver lo que quedó de esa experiencia en el relato del documental y veo que nadie se toma el trabajo de ir hasta el suelo levantado del misterio, ni yo, hasta esa tierra desbrozada del horizonte de los sucesos declinando, porque nadie sabía, ni yo, nadie tiene por qué saber la trampa que nos estaba poniendo el mundo. Digámoslo, si se coteja este fragmento con el pasaje posterior en el que vemos a Cristian opinar más precisamente sobre el Festival de Cine de Cartagena en sí, dos días más tarde, arribaríamos a un dilema infranqueable como documentalistas (que es lo que Joche dice ser en el minuto 32: 17 de nuestra versión del documental en Vimeo). En efecto, en ese lapso diabólico (33:07-33:23), Cristian nos responde a todos:
¿El Festival de Cine? Es la oportunidad que le dan a los productores de cine, a todos los loquitos que están en el séptimo arte y ra ra ra, de expresarse ellos mismos, y una nota [o sea, con ironía, cheverísimo], ¡ja, ja, ja!
A estas alturas del documental en su edición final y a esas alturas de nuestra misma experiencia en la noche segunda o tercera del viaje, ese diálogo nocturno y callejero, ribeteado por la marihuana, el ron y el perico barato, era, por supuesto, un diálogo exiliado del Festival, y nuestro contacto bajo con el mundo parecería esconder un interés francamente contrario a lo que la calle nos decía, como si con un discurso emancipatorio quisiéramos llegar lejos: tener éxito, y así nos estuviéramos traicionando a costa nuestra, o revelando sin saber nuestro propio, futuro fin como colectivo o industria cultural del naciente neoliberalismo. Allí, Cristian, sin decirlo, también se refiere a Andrés y a mí y a nuestros compañeros de la UPB y nuestros profesores de cine (Carlos Henao y muchos otros), que al contrario que Cruz y Joche tratábamos de prestar atención al Festival y asistir a las películas y ruedas de prensa, y por eso ya evitábamos el descontrol de Cristian y de lo que sucedía alrededor de las grabaciones descentradas, caóticas, de nuestros compañeros en la realización del documental. Por su parte, estos veían en nosotros –y no se equivocaban del todo– a unos soñadores del oropel de la alfombra roja y la influencia mediática o, al menos, de los panteones del mundo del cine, de Chaplin en adelante: yo seguía pensando en Wenders, y traté de entrevistar a Mayolo. Sin embargo, según el hilo de las palabras de Cristian, que yo no perdía, sobre todo en el momento de revisar lo grabado y tejer el guion de edición, el arte, o al menos este arte, el arte del cine, este mensaje que una persona quiere darle “a todo el mundo”, solo sería una especie de desgaste, porque requeriría de un festival para “expresarnos nosotros mismos”. Y esa contradicción imperceptible era lo cierto del caso, aplicable a muchos otros eventos similares. Son aquellos los tiempos de Gaviria, la globalización, el gobierno ha cerrado FOCINE, la cultura debe ser autosostenible según el Consenso de Washington y la nueva película de Cabrera no ha cosechado ni de lejos el éxito que había tenido un año atrás La estrategia del caracol (Cabrera, 1993), que había puesto a volar a tantos y al país a “creer en el cine, en nuestro cine”. Entre tanto, el “mensaje” que Cruz y Joche bregaban a darle también “a todo el mundo” desde el video rastrero sería más bien un mensaje que pudiera bastarse en su propia ironía, hasta donde llegue, para que lo sepa bien claro el que lo viere. Pero como sucedía con otras obras contraculturales de todos los tiempos, con el surrealismo, con el rock, todo lo que hacía a nuestro documental era una continuidad secreta, incluso negada o dolida, de lo que criticábamos, incluyendo lo que en los textos no se decía, el tráfico de poderes –como cuando me invento “un pequeño escarceo romántico” (35:02-35:06) sin consultarlo con la supuesta pareja que resultaba implicada– y la subyugación del sexo al poder (a veces subvertida en acto de resistencia), como se puede ver en esa misma secuencia, cuando un realizador y mi amiga (feminista) hacen fiesta con un (buen) chiste sobre la violación (35:14-35-18). Si nadie chistó jamás fue porque Diario de viaje, en relación con sus sujetos y el propio entorno social, no es sino un jugueteo de verdades a medias, y eso se condice mejor que nada con lo que es la propia vida. Pero el hecho real es que no sobrevivimos a ese afeite.
¿Era posible ir más allá? ¿No se mitologiza todo mensaje por profanador o certero que sea?
¿No queda tras él una oscura idealización? Quisiera hacer ahora una digresión al respecto.
Una confesión sobre esta experiencia que acepta el no poder salir de esa luz circense.
En últimas lo público también es privado, llavería: física artificial del bando. Es decir que, en nuestro documental, la palabra “mensaje” (según Cristian), proyectada desde lo autista o drogo que Pascual Gaviria llamará “ensimisme de la cámara” nuestro cuando reseñe la novela Madera Salvaje (2009, 129), o en tanto virtud derivada del Directo, como lo entiende el profesor Campo (1998, 78), sería en verdad un suceso emanado como si nada “a todo el mundo” –una imagen capturada, conservada, editada y difundida–, y Cristian estaría identificando a esa emanación dirigida, artificial, del cine documental, no como definición común del arte, sino en últimas, quizá, como arte de la definición común. Resulta obvio, si lo miramos bien, que para nosotros era como si el sujeto callejero fuese cualquiera, una cabeza parlante y voz del pueblo (vox pop) que nos encontramos por ahí, pero nadie es cualquiera, chico, ni en la calle ni en el baile, sino uno mismo, te doy mi palabra, y también él –y su palabra– se volvían un “ensimisme” nuestro potencial, querido dar o al fin sí expresado “a todo el mundo”, como es debido (cree uno). No es esa imagen la verdad, por supuesto, ni tampoco nuestro mensaje “una verdad”, ni “su verdad” el testimonio que nos dé cualquiera, porque esto es documental y, entonces, si es cine, habrá de ser arte, persona a persona: te lo digo solo a ti. Por eso, en este contexto del relativismo bobo o satánico que condenaba Luis Alberto, la caída de los grandes relatos que decía Lyotard, nuestro andar descalzo a ratos de los maderos era el solo andar descalzo del ser humano, y un añadido, sintomático, excesivo andar para todo el mundo, alienado, enfermo, loquito. Si el otro me veía sin camisa por la calle decía es disfraz, o a pie limpio en un centro comercial, fingen, natural el zapato. Quien haya llegado hasta este punto de la digresión, que aún no termina, puede alzar los ojos en este momento y pensar en cambio lo que es no verse, no poder, y así no le pido paciencia: se la recomiendo. Ese giro del puerco espín giratorio no te recibe ya, y tú eres bautizado, sin saber. Esto queda, esto se va: todo pasó por nuestras manos.
Me explico. Cristian (Belfegor) sabía que nadie está oyendo “el mensaje”. Solo uno, tú.
Y ni le importaba, pero entonces uno qué hace aquí sin ser, sino dejado, para todo el mundo.
Comer cuento, Papito Metralla, comer cuento, idos9.
Mi documental no, el viaje –y el documental en él– empieza a devolverse por las ramas del tiempo fatal, a perderse en las raíces de la historia real, y uno como en tu novela es agitado por los mares envueltos del mar en otra cosa aun más virgen que el tiempo. Recuperemos la experiencia, por dentro y por fuera, en el tiempo de los tiempos, recuperemos la luz si es posible, aunque no lo sea, porque estamos vivos: destruyámosla, porque ahí está, muerta a medias, ruina y andamio, pintémosla. La música es lo que vive, que por siempre llega, y tú solo la recibes. Te habla y tú no la entiendes; tú solo eres su dueño, eres su sueño. Esto es diario de viaje sin cursivas, sin autor, inédito, nunca escrito. Como el ahora, un solo escándalo para lo que nació ayer, coso de todos los días que busca sombra, tumbao, puya. Yo bañándome en la residencia al otro día (cinco de marzo de 1995), con Cristian durmiendo en la pieza el trasnocho y los amigos haciendo fiesta para asustarlo –aunque él es el susto y Joche sentencia: este man nos va a robar a todos y lo vamos a terminar queriendo–, leo en un rincón: viaje perpetuo, pero no hay nada, ese es el mensaje de anoche y vuelvo y leo y no hay nada donde dice viaje perpetuo. Me acomete un vértigo, un vértigo ético. La verga se me empina de solo pensar en la semana que se viene, y sin embargo la pregunta que surgirá de aquí en adelante, todos los días, será muy simple, cada noche y cada mañana, hasta el sol de hoy: ¿vivir o no, si se ha vivido?
Tanto cine que uno ha visto y darse cuenta de que la película era una sola, interminable.
De que llaman a la puerta y no hay nadie, y vuelven a tocar, lady Macbeth, tú arrecha: abre.
¿Fue que me salí de todo o solo lo público es privado y la cultura, el arte, simple pagamento?
Vértigo ético, eso que expiamos. Había grandes cortinones en los cines de antes, ya no, recuerdo mientras me enjabono, eran casi un concepto mugroso antes del video y las pantallas digitales, maloliente, ¿yo me perdí en aquel como creí entonces a mis seis añitos? Sí. Y hoy, entre la noche segunda y el día tal de mi viaje definitivo –cortinón, telón entre actos, separación de eventos, de lo público y lo privado y ese cine que sobrenada allí adentro como rito colectivo oscuro, oscuro–, recuerdo que la compa salvaja no está aquí, en Cartagena, sino en su práctica universitaria por ***, Córdoba, que al fin me da miedo herirla, que mejor nada y que mi amor presocrático sí anda por ahí pero ya no importa, a todo le dice todo bien, ya nada importa, lo dice Luis en el artículo de hoy, y por algo Baúl me aconsejaba que recuerde que el varón es el de la iniciativa, panita, siga mi consejo, y hay una rumba esta noche con ***, todo es posible aún, pero ahí en el borde de esta pared y la otra y el suelo infecto dice todo es viaje perpetuo no escrito en el rincón, pa que lo sepas… Manejo las ganas, con ganas de comerme al mundo, y vuelvo a respirar adentro: no puedo olvidar lo que me pasó anoche, el fondo de las letras amarillas escritas en el aire delante de mí; nada está escrito. De pronto, atención, salta aquella respuesta, como para que tengas todo ese cuidado de aquí en adelante en tus clases nuevas de teoría, polémicas. Es aquella respuesta en el baño público de las residencias Media Luna la última lección del pasado infinito que no viste. Fue en el cine Dux, lo recuerdo bien, iba yo con mi padre y mis hermanos a ver Dos hombres y un destino (Butch Cassidy & the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969), a fines de los setenta, en rotativo, mi hermana con sus amigas veía en el Ópera Sonata de otoño (Höstsonaten, Ingmar Bergman, 1978), y las aguas me llevaron a los baños de Angra Mainyu y no sé si volví muy distinto pero ya era otro, penetré los cortinones, de regreso, y aquello me olía ahora a coño de Pielroja, a aliento de tabaquera desmedida, a aguardiente y grajo profundo, ese perfume que no sentimos con el olfato sino que se sube por la piel, que nos escuece, yo era muy niño como para saberlo, el recuerdo es tan fugaz, como para haber ido solo al baño de Angra Mainyu y, sin darme cuenta, entrar al baño de mujeres y encontrarme con mi profesora altiva, pecosa, pelirroja, ese día creí perderme y en el cortinón de vuelta lo olvidé todo hasta esta mañana, a Luz Helena, la que me había dicho gallinazo con una sonrisa el primer día de kínder, dos semanas atrás, porque yo delante de todos alcé la mano y le pregunté cuando preguntó si había más preguntas por qué era tan bonita, yo quería saberlo, y después, en la tarde, me señaló que a las mujeres se les respeta, antes de subirnos al bus, pues yo por agradarle la estuve acosando todo el día, y ahora en ese baño del Dux estaba tan distinta, con los labios encendidos, no parecía ella, la roja melena suelta, y me reconoció con un gesto de pasmo inexplicable… Luego, el lunes, en la sala de profesores oímos las risas festivas mis amiguitos y yo y muy clara la frase suya me iba a violar, las carcajadas de las otras profes, y yo no sé qué es qué y luego él es divino, dice otra, los demás niños me miran con envidia y yo me pongo a contarles cosas indecibles. A los días Luz Helena no vuelve al colegio nunca más. ¿Sigo aquí, después de veinte, cuarenta años, diciendo lo indecible solo porque lo privado es público, o voy dando por estos lados brutos al mismo recinto mudo adonde las tragedias suceden pero no se ven, no se saben? La respuesta es simple. Todo pudor se debe a la condena.
Estaba allí, ido, se me bajó, iniciando mi praxis de la dejación, en la bisagra de mis días.
Y llega la otra y esa noche me dice riéndose *** me tocó la cuca sin saludar, y halagada.
Y no, no, no, pero yo perdí y él ganó.
Entendiendo yo, comprometiéndome a que este abandonado es o debe de ser el hijo galano de sí mismo en tanto madre o solo hembra harapienta que saca fuerzas, deprimida tal vez, de donde no las hay, para la vida, con dos gatos recién nacidos o dos pechos o dos niños de brazos, doña Gilma, la difunta, mal nutridos, Andrés y Yaqui, yo los conocí, mareada del hambre ella también, fuerzas de donde no las hay para la propia vida y la de los otros que somos contigo, y canta: las fuerzas del crítico joven ante la música que recibes, Santito, se te acabaron, dirás antes que nada en este baile como la profe presocrática que te buscó en las escaleras, todo bien, Caicedo derrotado por su imagen en la cinta menos taquillera de Truffaut (La historia de Adela H. [L’histoire d’Adèle H., 1975]) –por más que el autor, un soldado que te mira fascinado, piense, es toda una diva–, pero al contrario que los locos de amor: verás tu propia vida como un hijo dado, compadre, y cada película impar, porque a la realidad se le respeta, era cierto, así que ya descree de todo juicio estético, nada sabes aún, y de toda valoración moral, esa es la conclusión a este otro lado de la hora nona de la verdad rotunda: que el viaje perpetuo termina a cada rato, dejados tú y yo embola a lo que esa sucia luz nos diga en su ensamble cortesano, y ahora sí cálzate y niégala, para pum bai, niégala, oyé, así como lo enseña el cortinón, para pum bai ba, y te lo pide la clase.
Al volver al cuarto Cristian me dedica El mulato y dice Andrés ya sabe pero no sabe.
Al fin, el hombre a mí no me robará nada. “Usted me trató como cristiano”, fue su adiós.
Ahora editaré el pagamento, me digo, hilaré el canto de su mensaje y me daré a su misterio.
*
(9) Como tal vez lo sepan, a Andrés Caicedo sus amigos le decían Pepito Metralla por darle como loco a la estruendosa máquina de escribir hasta en las fiestas.
Obra citada
Campo, Ó. (1998). “Nuevos escenarios del documental en Colombia”. Kinetoscopio, vol. 9, n.º 48, pp. 72-84.
Gaviria, P. (2009). “‘Madera Salvaje’ de Santiago Andrés Gómez”. Revista Universidad de Antioquia, pp. 129-130.
URL: https://revistas.udea.edu.co/index.php/revistaudea/article/view/2084
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