Segunda publicación de la completísima entrega del crítico y realizador Santiago Andrés Gómez que revisa, de adelante hacia atrás, los años convulsos del nacimiento del video en Medellín, del descubrimiento y la creación de un manifiesto creativo, y de los últimos días de una actividad crítica sin descanso en la mítica revista Kinetoscopio, cuando estaba todavía comandada por Luis Alberto Álvarez. Gómez Sánchez desanda pasos y traza un detallado mapa de esos años, cuando descubrió un límite en el oficio de la crítica y una gran puerta abierta en las posibilidades del video. Ricardo Piglia decía con mucho ánimo que “la crítica es la forma moderna de la autobiografía”, estas entregas confirman eso y la imposibilidad de separar el oficio de la vida.
Veinte horas no es nada (2): madera dispersa
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Estaba con quienes me veían como un amigo que los sabía oír. Los maderos en 1993 andábamos esparcidos por el campus de la Universidad Pontificia Bolivariana, en el barrio de Laureles, al oriente de Medellín. Ahora comienzo a hablar desde lo único que tengo, según Chris Marker: hablar desde el yo es ser lo más humilde porque “es lo único que tengo” (eso por lo que llora el guía en Stalker [1979], de Tarkovski, para que no se lo quiten, para que no se lo dañen, “lo único que tengo”). Pero entonces habría que definir aquí al yo como lo dado y como lo posible, o sea algo así como una suma impar. En cualquier caso, sí, lo dado fue eso: éramos por ahí, y yo ya con la idea, tan temprano, de salirme de Kinetoscopio, de huir.
Habría que ir a la Marinilla de principios del siglo xx para entender la pasión envenenada con que yo me entregué a la crítica y por la que mis amigos me miraban con un respeto casi reverencial. Pero esa pasión era solo la del espectador. La del estudioso, como mi papá, en ese pueblo, que salía a hacer las tareas en la calle, bajo el farol, a una cuadra del parque, cuando niño de diez, porque en la casa no había luz, cuenta la leyenda, o que ya maduro, siendo magistrado, se levantaba a las cuatro todos los días “a estudiar providencias” (nunca supe lo que es eso) antes de ir a dar clase de ética en la Universidad Autónoma o de derecho penal en la Universidad de Medellín y luego a la oficina, en el Tribunal Superior de Medellín, del que fue presidente durante los años más rudos. Quiero decir esto, hablando de pasión y atrevimiento, porque mi papá le había dicho a toda Antioquia en directo por radio, por Caracol, el día en que posesionó al gobernador Antonio Roldán Betancur, salubrista público que venía del Urabá, que los acaudalados terratenientes estaban acorralando a la gente. Eso es en 1988. Les dijo ambiciosos en su cara, en un acto público, desafiante. Añadió que el pobre al no ver opción se entregaba a las armas y de ahí la tragedia, conmovido. No era lo común oír eso, que un funcionario le cantara a los nacientes paramilitares encorbatados lo que eran y, para usar su lógica, les dijera malos cristianos, de frente, fariseos.
A mí los hijos de esos empresarios de Urabá me decían en el colegio cuídese, y el apodo para mí era comunista, pues yo decía cosas como que la indiamenta estaba en América antes de que llegara Colón, nada del otro mundo, o que el M-19 no pedía ni proponía nada que estuviera por fuera del sentido común. Desde los catorce pues, me dicen cositas por ahí. Pero mi papá no se le agachaba a nadie tampoco, y relajado. Le dijo rata a Pablo Escobar por Teleantioquia y creo que alguna esquela nos llegó, los familiares llamaban desesperados, el propio Pablo le marcó a la oficina (me cuenta mi padre porque “esa era la voz”), preguntó por él decentemente, mi papá había contestado, con él habla, y el patrón lo saludó así, con su voz de mando, dice papá: “A vos también te vamos a llenar la cabeza de plomo, viejo hijueputa”. Esto por un temerario salvamento de voto de mi padre en el caso de los Prisco.
Mi papá tenía experiencia en cosas de guerra, por los lados de Calarcá en los primeros sesenta, cerquita de Sangrenegra durante los inicios de las FARC, andaba armado, y Chispas lo había puesto en la cabecera de una lista de amenazados. De allá tuvo que irse volado, con mi madre encinta de su primogénita, luego de que liberales o conservadores le pusieran una bomba en el primer piso de la casa, pudo ser cualquiera porque él era incómodo para todos. Pero en una entrevista dijo papá que él sabía que Pablo no le haría nada porque los dos eran muy devotos del Corazón de Jesús. El hecho es que no lo tocó, y entre tanto amigo muerto suyo –todos, creo yo–, eso a veces me parece hasta raro, un misterio. Le decían el Cura Gómez, que por santo. Había rechazado un chequecito por ahí, “para que le ponga los ceros que quiera, doctor”. Él solo se levantó y se fue, en el restaurante del Hotel Nutibara. Se hacía de temer por su paz. Al emisario lo mataron, un alumno descarriado.
Yo, entre tanto, me había puesto a tomar notas en un cuaderno de contabilidad suyo, donde papá hacía las cuentas del hogar con la misma pluma que firmaba sus providencias, cuando leí Páginas de cine, el clásico libro amarillito de Luis Alberto Álvarez (la edición príncipe), tres años antes de que saliera un segundo volumen. No olvido que supe de la muerte de Rodríguez Gacha, y después la celebré, con el libro de Luis abierto, rayando: “Ospina también agarra pueblo, Chalbaud está inflado, Güney dirigió desde la cárcel”. Pero veía mucho cine en televisión, los domingos a las 9 de la noche, Premiere Caracol, veía Cortocircuito (Short Circuit, John Badham, 1986) en el cine Junín con un amigo con el que fui a toda clase de rotativos, a ver Abismo (The Abyss, 1989), de James Cameron en el Radio City, sin saber quién era Cameron, a la que entramos tarde y esperamos hasta verla otra vez desde el principio, o El pasajero de la muerte (The Hitcher, Robert Harmon, 1986), oiga, en el Odeón, qué violencia, qué animal es Rutger Hauer, y Remo Williams: su nombre es peligro (Remo Williams: The Adventure Begins, Guy Hamilton, 1985) dos o tres veces en el Cid, o esa en que Sylvester Stallone es un camionero que hace torneos de pulso, ¿cómo se llamaba?, en Oviedo, que luego supe que a Adri también le gustó 3, y La Bamba (Luis Valdez, 1987), qué belleza de cinta, sí señor, esa sí es película, en Monterrey. Por eso, tal vez, mis amigos en la carrera se admiraban de que el, más que reputado, ya muy visible –y leído y oído– crítico de la radio –y los cineclubes y el periódico y la revista esa– que era yo de adolescente, y que daba clase a los 19 en el Museo de Antioquia a sus profesores de la universidad, los oía sin interrumpirlos cuando hablábamos de cuanta m hubiere, que no discutía con ellos, no les peleaba si les gustaba algo que a mí no, ya fuera una película o lo que sea, un futbolista, el Torito Cañas, murió en su ley, un escritor, qué sé yo, Roa Bastos, probón, Memo Ánjel, que me podía reír cuando reían y llorar cuando lloraban. Y eran años locos por todo lado, ya has visto.
Quien haya vivido el Medellín de fines de los ochenta y principios de los noventa sabrá por qué una señora de la más alta alcurnia de Bogotá me decía, interrumpiendo su sabrosa lección sobre Bertrand Russell: pobre gente, mirando de pronto la televisión frente a la que nos comíamos una torta de fresa con jugo de guanábana, la noticia de Carlos Mauro Hoyos y Andrés Pastrana y Rodrigo Arenas, qué día fue ese, el día en que supe que aquí no hay que hacer, que aquí no hay remedio. Sí, “pobre gente”. Recuerdo estar pasando la Avenida Oriental y sentir un golpe duro en la planta de los pies, desde el asfalto, y a los pocos segundos oír la explosión del carro bomba de la Plaza de Toros de La Macarena (una compañera de la UPB cayó ahí y se murió a los días, sin piel). Ese estallido de profundo eco, y que se hizo familiar para todos, lo viví de cerca un par de veces, al menos, a dos o tres cuadras, en el Parque Bolívar y por el colegio, por el Estadio, aterrador, pero de lejos lo oí infinidad de veces y para todos era conocido. Las estudiantes de un colegio caro de las lomas del Poblado también oían por allá como un barrito que de pronto te explotara al oído, un secreto para todas en la masa que se cuece, y salían en grupo a ver el delgado hongo de humo gris que se alzaba hasta el relativo cielo, al frente de la montaña, el cielo todavía verde o azul en esos relativos días. Y uno caminaba por la glorieta de Don Quijote, pasaba al lado de un carro, un Simca verde, despintado, y pensaba: si este es bomba de mí no queda ni el pasado. Yo los tocaba a todos los carros, acariciaba las latas, y al oír las explosiones me preguntaba: ¿habrá sido mi papá el quemao? Los cuerpos volaban hasta el otro lado del río.
Historias mil que no se saben, no se dicen, porque hay que pasar la página, dicen, ignorar.
En ese ambiente, en el que Pablo era todavía el empleador de todo Medellín, ¿será que miento?, algunos compañeros hablaban del Peo y Aperitivo, que son parceros, y el otro este man es que hablador, seguro el Peo ni lo conoce, pero en las rumbas uno sabía que la repitente invitaba de cuenta de ellos. Uno de nuestros más amigos venía de un barrio lindero del Barrio. Con mayúscula solo había un barrio, uno que uno conociera como el Barrio por excelencia, donde mercábamos la yerba al por mayor y al detal o lo que fuera, armas, eso, pa las que sea, como la Liebre en Sumas y restas(Víctor Gaviria, 2003), todos. Popular, curtido en balaceras, cráneo como pocos, como nadie, la vocación de mi llave César era contar cuentos y ponerlo todo en cuestión, en riesgo. Becado por los curas de la universidad papista por sus notas altas de bachillerato, no quiso seguir cursando ingeniería y nos encontramos un día de protestas por la arbitrariedad de una profesora de televisión que había naturalizado la violencia con el agrado de muchos compañeros mayores que decían que normal, que en los estudios se grita. Nos recibieron en la oficina grande con la compañera Rosario, que sería Secretaria de Cultura Ciudadana muchos años después. Éramos correctos, cumplidores, los voceros del alumnado, los más autorizados, pero quién de los tres más inconforme. La decana, una eminencia del periodismo paisa, dijo aquí valoramos las voces críticas mientras sean respetuosas, etc., etc., etc.
Eran los años en que la injusticia estaba pasada de moda y todo era perfecto mientras siguiera igual.
Nos hicimos amigos, los tres voceros, y así con otros, oyendo Jane’s Addiction, tenga en cuenta usted que Kurt Cobain no había muerto aún y Lollapalooza era el camino sin necesidad de ningún Tarantino en el aire. Todos sabíamos sin escándalo que la plata es la que manda, pero exigíamos un reconocimiento del parcero que cuide las entradas y salidas y el traqueto que pague la ronda, del otro y las otras que hay en mí votando y viéndonos almorzar a todos con Juan Gómez Martínez, el alcalde y el patrón, o sea Pablo Escobar Gaviria, y el rector de la universidad papista, ajá, juntitos en el Barrio Obrero, la foto está por ahí, quién habrá pagado. Rodrigo D (Víctor Gaviria, 1990) en boca de todos, y me armo con otros un seminario de cine documental en el Colombo Americano.
Yo de ese lugar desde hacía años que no salía.
*
(3) Se trata de El vencedor (Over the Top, Menahem Golan, 1987), conocida en España como Yo, el halcón, aunque en Colombia pasó con otro nombre que en Ojo Mágico no atinamos a recuperar. Tengamos en cuenta, de paso, que Menahem Golan, líder junto con Yoram Globus de la memorable compañía Cannon Films, llegó a producir en un mismo año dos obras tan opuestas como Prisioneros de guerra (Missing in Action, Joseph Zito, 1984), un prototipo del exitoso cine de guerra de segunda línea en Estados Unidos, y Corrientes de amor (Love Streams, 1984), una de las creaciones más difíciles de John Cassavetes, quien es tal vez el autor más idiosincrásico, original y rebelde de su tiempo en el cine norteamericano. Es decir, El vencedor, como otros estrambóticos proyectos de Golan, que llegan a incluir nada menos que a Jean-Luc Godard (King Lear, 1987), es mucho más que el rasero negocio, sino la obra personal, de quien fuera ante todo un legendario productor de serie z y un verdadero y estimulante hiato en la noción de cine independiente o de cine arte (las fotos de Golan con Cassavetes y con Godard existen, por supuesto). Añadamos también que, como la saga de Rocky Balboa o una película tan admirable como el primer Rambo (Acorralado [First Blood, Ted Kotcheff, 1982]), que le fascinaba a Maurice Pialat, El vencedor es firmada por ese singular y llamativo guionista que es el propio Sylvester Stallone. Todos estos son aspectos del cine que nos formó en los ochenta a los realizadores de los noventa en Colombia. Este universo se hace presente en el collage de imágenes de televisión de Diario de viaje.
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VEINTE HORAS NO ES NADA: MADERA DISPERSA (02)
Segunda publicación de la completísima entrega del crítico y realizador Santiago Andrés Gómez que revisa, de adelante hacia atrás, los años convulsos del nacimiento del video en Medellín, del descubrimiento y la creación de un manifiesto creativo, y de los últimos días de una actividad crítica sin descanso en la mítica revista Kinetoscopio, cuando estaba todavía comandada por Luis Alberto Álvarez. Gómez Sánchez desanda pasos y traza un detallado mapa de esos años, cuando descubrió un límite en el oficio de la crítica y una gran puerta abierta en las posibilidades del video. Ricardo Piglia decía con mucho ánimo que “la crítica es la forma moderna de la autobiografía”, estas entregas confirman eso y la imposibilidad de separar el oficio de la vida.
Veinte horas no es nada (2): madera dispersa
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
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[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Estaba con quienes me veían como un amigo que los sabía oír. Los maderos en 1993 andábamos esparcidos por el campus de la Universidad Pontificia Bolivariana, en el barrio de Laureles, al oriente de Medellín. Ahora comienzo a hablar desde lo único que tengo, según Chris Marker: hablar desde el yo es ser lo más humilde porque “es lo único que tengo” (eso por lo que llora el guía en Stalker [1979], de Tarkovski, para que no se lo quiten, para que no se lo dañen, “lo único que tengo”). Pero entonces habría que definir aquí al yo como lo dado y como lo posible, o sea algo así como una suma impar. En cualquier caso, sí, lo dado fue eso: éramos por ahí, y yo ya con la idea, tan temprano, de salirme de Kinetoscopio, de huir.
Habría que ir a la Marinilla de principios del siglo xx para entender la pasión envenenada con que yo me entregué a la crítica y por la que mis amigos me miraban con un respeto casi reverencial. Pero esa pasión era solo la del espectador. La del estudioso, como mi papá, en ese pueblo, que salía a hacer las tareas en la calle, bajo el farol, a una cuadra del parque, cuando niño de diez, porque en la casa no había luz, cuenta la leyenda, o que ya maduro, siendo magistrado, se levantaba a las cuatro todos los días “a estudiar providencias” (nunca supe lo que es eso) antes de ir a dar clase de ética en la Universidad Autónoma o de derecho penal en la Universidad de Medellín y luego a la oficina, en el Tribunal Superior de Medellín, del que fue presidente durante los años más rudos. Quiero decir esto, hablando de pasión y atrevimiento, porque mi papá le había dicho a toda Antioquia en directo por radio, por Caracol, el día en que posesionó al gobernador Antonio Roldán Betancur, salubrista público que venía del Urabá, que los acaudalados terratenientes estaban acorralando a la gente. Eso es en 1988. Les dijo ambiciosos en su cara, en un acto público, desafiante. Añadió que el pobre al no ver opción se entregaba a las armas y de ahí la tragedia, conmovido. No era lo común oír eso, que un funcionario le cantara a los nacientes paramilitares encorbatados lo que eran y, para usar su lógica, les dijera malos cristianos, de frente, fariseos.
A mí los hijos de esos empresarios de Urabá me decían en el colegio cuídese, y el apodo para mí era comunista, pues yo decía cosas como que la indiamenta estaba en América antes de que llegara Colón, nada del otro mundo, o que el M-19 no pedía ni proponía nada que estuviera por fuera del sentido común. Desde los catorce pues, me dicen cositas por ahí. Pero mi papá no se le agachaba a nadie tampoco, y relajado. Le dijo rata a Pablo Escobar por Teleantioquia y creo que alguna esquela nos llegó, los familiares llamaban desesperados, el propio Pablo le marcó a la oficina (me cuenta mi padre porque “esa era la voz”), preguntó por él decentemente, mi papá había contestado, con él habla, y el patrón lo saludó así, con su voz de mando, dice papá: “A vos también te vamos a llenar la cabeza de plomo, viejo hijueputa”. Esto por un temerario salvamento de voto de mi padre en el caso de los Prisco.
Mi papá tenía experiencia en cosas de guerra, por los lados de Calarcá en los primeros sesenta, cerquita de Sangrenegra durante los inicios de las FARC, andaba armado, y Chispas lo había puesto en la cabecera de una lista de amenazados. De allá tuvo que irse volado, con mi madre encinta de su primogénita, luego de que liberales o conservadores le pusieran una bomba en el primer piso de la casa, pudo ser cualquiera porque él era incómodo para todos. Pero en una entrevista dijo papá que él sabía que Pablo no le haría nada porque los dos eran muy devotos del Corazón de Jesús. El hecho es que no lo tocó, y entre tanto amigo muerto suyo –todos, creo yo–, eso a veces me parece hasta raro, un misterio. Le decían el Cura Gómez, que por santo. Había rechazado un chequecito por ahí, “para que le ponga los ceros que quiera, doctor”. Él solo se levantó y se fue, en el restaurante del Hotel Nutibara. Se hacía de temer por su paz. Al emisario lo mataron, un alumno descarriado.
Yo, entre tanto, me había puesto a tomar notas en un cuaderno de contabilidad suyo, donde papá hacía las cuentas del hogar con la misma pluma que firmaba sus providencias, cuando leí Páginas de cine, el clásico libro amarillito de Luis Alberto Álvarez (la edición príncipe), tres años antes de que saliera un segundo volumen. No olvido que supe de la muerte de Rodríguez Gacha, y después la celebré, con el libro de Luis abierto, rayando: “Ospina también agarra pueblo, Chalbaud está inflado, Güney dirigió desde la cárcel”. Pero veía mucho cine en televisión, los domingos a las 9 de la noche, Premiere Caracol, veía Cortocircuito (Short Circuit, John Badham, 1986) en el cine Junín con un amigo con el que fui a toda clase de rotativos, a ver Abismo (The Abyss, 1989), de James Cameron en el Radio City, sin saber quién era Cameron, a la que entramos tarde y esperamos hasta verla otra vez desde el principio, o El pasajero de la muerte (The Hitcher, Robert Harmon, 1986), oiga, en el Odeón, qué violencia, qué animal es Rutger Hauer, y Remo Williams: su nombre es peligro (Remo Williams: The Adventure Begins, Guy Hamilton, 1985) dos o tres veces en el Cid, o esa en que Sylvester Stallone es un camionero que hace torneos de pulso, ¿cómo se llamaba?, en Oviedo, que luego supe que a Adri también le gustó 3, y La Bamba (Luis Valdez, 1987), qué belleza de cinta, sí señor, esa sí es película, en Monterrey. Por eso, tal vez, mis amigos en la carrera se admiraban de que el, más que reputado, ya muy visible –y leído y oído– crítico de la radio –y los cineclubes y el periódico y la revista esa– que era yo de adolescente, y que daba clase a los 19 en el Museo de Antioquia a sus profesores de la universidad, los oía sin interrumpirlos cuando hablábamos de cuanta m hubiere, que no discutía con ellos, no les peleaba si les gustaba algo que a mí no, ya fuera una película o lo que sea, un futbolista, el Torito Cañas, murió en su ley, un escritor, qué sé yo, Roa Bastos, probón, Memo Ánjel, que me podía reír cuando reían y llorar cuando lloraban. Y eran años locos por todo lado, ya has visto.
Quien haya vivido el Medellín de fines de los ochenta y principios de los noventa sabrá por qué una señora de la más alta alcurnia de Bogotá me decía, interrumpiendo su sabrosa lección sobre Bertrand Russell: pobre gente, mirando de pronto la televisión frente a la que nos comíamos una torta de fresa con jugo de guanábana, la noticia de Carlos Mauro Hoyos y Andrés Pastrana y Rodrigo Arenas, qué día fue ese, el día en que supe que aquí no hay que hacer, que aquí no hay remedio. Sí, “pobre gente”. Recuerdo estar pasando la Avenida Oriental y sentir un golpe duro en la planta de los pies, desde el asfalto, y a los pocos segundos oír la explosión del carro bomba de la Plaza de Toros de La Macarena (una compañera de la UPB cayó ahí y se murió a los días, sin piel). Ese estallido de profundo eco, y que se hizo familiar para todos, lo viví de cerca un par de veces, al menos, a dos o tres cuadras, en el Parque Bolívar y por el colegio, por el Estadio, aterrador, pero de lejos lo oí infinidad de veces y para todos era conocido. Las estudiantes de un colegio caro de las lomas del Poblado también oían por allá como un barrito que de pronto te explotara al oído, un secreto para todas en la masa que se cuece, y salían en grupo a ver el delgado hongo de humo gris que se alzaba hasta el relativo cielo, al frente de la montaña, el cielo todavía verde o azul en esos relativos días. Y uno caminaba por la glorieta de Don Quijote, pasaba al lado de un carro, un Simca verde, despintado, y pensaba: si este es bomba de mí no queda ni el pasado. Yo los tocaba a todos los carros, acariciaba las latas, y al oír las explosiones me preguntaba: ¿habrá sido mi papá el quemao? Los cuerpos volaban hasta el otro lado del río.
Historias mil que no se saben, no se dicen, porque hay que pasar la página, dicen, ignorar.
En ese ambiente, en el que Pablo era todavía el empleador de todo Medellín, ¿será que miento?, algunos compañeros hablaban del Peo y Aperitivo, que son parceros, y el otro este man es que hablador, seguro el Peo ni lo conoce, pero en las rumbas uno sabía que la repitente invitaba de cuenta de ellos. Uno de nuestros más amigos venía de un barrio lindero del Barrio. Con mayúscula solo había un barrio, uno que uno conociera como el Barrio por excelencia, donde mercábamos la yerba al por mayor y al detal o lo que fuera, armas, eso, pa las que sea, como la Liebre en Sumas y restas (Víctor Gaviria, 2003), todos. Popular, curtido en balaceras, cráneo como pocos, como nadie, la vocación de mi llave César era contar cuentos y ponerlo todo en cuestión, en riesgo. Becado por los curas de la universidad papista por sus notas altas de bachillerato, no quiso seguir cursando ingeniería y nos encontramos un día de protestas por la arbitrariedad de una profesora de televisión que había naturalizado la violencia con el agrado de muchos compañeros mayores que decían que normal, que en los estudios se grita. Nos recibieron en la oficina grande con la compañera Rosario, que sería Secretaria de Cultura Ciudadana muchos años después. Éramos correctos, cumplidores, los voceros del alumnado, los más autorizados, pero quién de los tres más inconforme. La decana, una eminencia del periodismo paisa, dijo aquí valoramos las voces críticas mientras sean respetuosas, etc., etc., etc.
Eran los años en que la injusticia estaba pasada de moda y todo era perfecto mientras siguiera igual.
Nos hicimos amigos, los tres voceros, y así con otros, oyendo Jane’s Addiction, tenga en cuenta usted que Kurt Cobain no había muerto aún y Lollapalooza era el camino sin necesidad de ningún Tarantino en el aire. Todos sabíamos sin escándalo que la plata es la que manda, pero exigíamos un reconocimiento del parcero que cuide las entradas y salidas y el traqueto que pague la ronda, del otro y las otras que hay en mí votando y viéndonos almorzar a todos con Juan Gómez Martínez, el alcalde y el patrón, o sea Pablo Escobar Gaviria, y el rector de la universidad papista, ajá, juntitos en el Barrio Obrero, la foto está por ahí, quién habrá pagado. Rodrigo D (Víctor Gaviria, 1990) en boca de todos, y me armo con otros un seminario de cine documental en el Colombo Americano.
Yo de ese lugar desde hacía años que no salía.
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(3) Se trata de El vencedor (Over the Top, Menahem Golan, 1987), conocida en España como Yo, el halcón, aunque en Colombia pasó con otro nombre que en Ojo Mágico no atinamos a recuperar. Tengamos en cuenta, de paso, que Menahem Golan, líder junto con Yoram Globus de la memorable compañía Cannon Films, llegó a producir en un mismo año dos obras tan opuestas como Prisioneros de guerra (Missing in Action, Joseph Zito, 1984), un prototipo del exitoso cine de guerra de segunda línea en Estados Unidos, y Corrientes de amor (Love Streams, 1984), una de las creaciones más difíciles de John Cassavetes, quien es tal vez el autor más idiosincrásico, original y rebelde de su tiempo en el cine norteamericano. Es decir, El vencedor, como otros estrambóticos proyectos de Golan, que llegan a incluir nada menos que a Jean-Luc Godard (King Lear, 1987), es mucho más que el rasero negocio, sino la obra personal, de quien fuera ante todo un legendario productor de serie z y un verdadero y estimulante hiato en la noción de cine independiente o de cine arte (las fotos de Golan con Cassavetes y con Godard existen, por supuesto). Añadamos también que, como la saga de Rocky Balboa o una película tan admirable como el primer Rambo (Acorralado [First Blood, Ted Kotcheff, 1982]), que le fascinaba a Maurice Pialat, El vencedor es firmada por ese singular y llamativo guionista que es el propio Sylvester Stallone. Todos estos son aspectos del cine que nos formó en los ochenta a los realizadores de los noventa en Colombia. Este universo se hace presente en el collage de imágenes de televisión de Diario de viaje.
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