En Inmóvil como el colibrí, de Henry Miller, se narra la vida de George Dibbern, un peregrino de origen alemán que pasó la mayor parte de su juventud junto a los maoríes de Nueva Zelanda. Dibbern presenció toda la descomposición gradual de su Alemania natal apesadumbrada y troceada por los vejámenes de la guerra. El señor Dibbern, en este panorama, lo perdió todo, excepto un barco de diez metros que había bautizado como Te Rapunga, “el Sol oscuro” en Maorí; dejó a su mujer y a sus hijos, a los que amaba, y zarpó hacía Nueva Zelanda a buscar a la madre Rangi, su madre espiritual maorí. Miller nos recuerda una que otra aserción del alemán: “Sólo puedo encontrar la verdad mediante el pecado. No intentar equivale a no moverse, lo que, a su vez, equivale a vivir muerto.
La muerte es el castigo del pecado; así, pues, no moverse es pecado”. Esos soliloquios podrían emerger de los labios de un Walt Whitman o de un Thoreau, pero a mí me recuerdan antes a un cineasta kazajo que se licenció como piloto en Ucrania, sobrevoló las estepas: Almaty, Oral, Kiev y Moscú; en suelo ruso, el piloto encontró la abadía de su voz interior, un anuncio para estudios superiores en dirección y escritura de guiones; el halcón kazajo tiene un nombre: Serguei Dvortsevoy. ¿Qué tienen en común el marinero germano y el piloto kazajo? El mar y el aire, habitáculos donde el tiempo se suspende. La gran travesía no es una huída, sino la permanente búsqueda, como la del protagonista de La mirada de Ulises (Το βλέμμα του Οδυσσέα, 1995), de Angeloupolus; se busca a tientas la estela de una ausencia que no es más que la excusa para escapar del tedio y el agobio. El espíritu es propenso a flaquear, por eso hay criaturas enigmáticas como Dvortsevoy y Dibbern, seres que piensan por sí mismos y ponen en práctica sus palabras. El marinero llegaría demasiado tarde, su madre maorí, para ese entonces, ya había muerto y por su nacionalidad y el instante álgido de la época lo remitirían al ostracismo de una prisión en Nueva Zelanda, mientras, el aviador dejaría de surcar los cielos y terminaría con una cámara de 16 mm en las diásporas kazajas creando cine de una vitalidad y humanidad que lo emparejaría con maestros del documental como Noriaki Tsuchimoto, Raymond Depardon o Wang Bing.
La tediosa frontera
Uno de los tópicos que se niega a perecer es el del documental y la ficción, tratados muchas veces como dos naciones enemistadas y denostando al que se erige en medio de sus fronteras como un experimentador alucinado. Ya escuchamos los reclamos de la directora belga Chantal Akerman en Venecia: “Quiero decir que no hay diferencia entre el documental y la ficción, ¡no la hay!, una buena película de ficción siempre tiene algo de documental y un buen documental siempre tiene algo de ficción por lo que como jurado hemos decidido no hacer tal distinción”. Ya escuchamos al Herzog titánico y burlesco entrando en escaramuzas ideológicas con los representantes del cinema vérite: “¿La cámara una mosca en la pared silenciosa e imperceptible? ¿qué basura es esa? ¡la cámara debería ser una abeja que pique! Mientras Patricio Guzmán nos recuerda: “Alguna vez, todos nos hemos preguntado si la realidad es sólo apariencia. Tal vez vivimos un mundo donde todas las cosas parecen un sueño colectivo. En concreto, para nosotros, la realidad es el conjunto de la materia que nos rodea pero, sobre todo, es un reconocimiento de los sentidos”. ¿Qué hacemos con este devaneo formal que arde en la pira fílmica?, ¿qué hacemos con los dispositivos ficcionados en los documentales de Imamura y Kazuo Hara?, ¿qué pasaporte le asignamos a Naturaleza muerta (Sanxia haoren, 2006), de Jia Zhang Ke? Más importante aún, ¿qué hacemos con Tulpan, de Dvortsevoy?, ¿seguro es sólo una historia de amor en la agreste estepa kazaja?.
Cortar mata la vida
Durante el rodaje de Paraíso(Счастье, 1996), se suscitó un pleito de aproximamiento entre un experimentado fotógrafo y Dvortsevoy, a raíz de un plano; el plano es el del hijo menor de un pastor nómada, de manera sosegada el pequeño come su desayuno en un cuenco, su vivaz forma de terminar la comida le hace derramarla sobre sus ropas sin percatarse de ello, al acabar de alimentarse la cámara se queda postrada y levemente en picado, mientras el pequeño comienza a sentirse abrumado por el sueño, gira pausadamente su cuerpo, dejándose caer y dándole la espalda a la cámara; en esos cuatro minutos experimentamos, además de poesía de lo cotidiano, la batalla que ganó Dvortsevoy al veterano director que se negaba a filmar ese instante de aquella forma: “¿Usted conoce a Eisenstein y Kuleshov? Esto no es cine, usted necesita hacer planos de la madre del pequeño, de sus hermanos y primeros planos de la creatura mientras se alimenta y construir una secuencia”, sentenciaba el perplejo fotógrafo ante la petición de Dvortsevoy de quedarse filmando al pequeño sin cortar. “Cortar mata la vida” dice de manera mística el señor Dvortsevoy, esta afirmación poderosa del kazajo, que podría ser un Haiku, recuerda al estudio que realizó Pasolini sobre el plano-secuencia: “A diferencia de lo que ocurre en la vida, en el cine, en un film una acción –o signo figurativo, o medio expresivo, o sintagma viviente reproducido, úsese la definición que se quiera– tiene como significado el significado de la acción real análoga –realizada por las mismas personas en carne y hueso en aquel mismo cuadro natural y social–, pero su sentido ya es completo y descifrable, como si ya hubiese ocurrido la muerte.”
El vagón de Dvortsevoy
En la Rusía de Gorbachov, en plena ejecución de la glásnot, ese instrumento que proponía mitigar los agravios pasados a las libertades individuales del pueblo ruso, el director Kazajo, que nunca rueda sin tener una idea previa en la cabeza, se ubica solapado y sereno a un costado de esta diligencia de alimentos a merced de las ventiscas entre coníferas y estepas. ¿Qué es la ruina, sino el indicio de la potencialidad del esplendor pasado? Día del pan (Хлебный день, 1989) no es más que la resonancia del cine de James Benning, Peter Hutton y, de forma más indirecta, una evocación a las ruinas fílmicas de Marquerite Duras y del Pasolini de Apuntes para una Orestíada Africana (Appunti per un'Orestiade africana, 1970). Por las mismas vías por donde pasó el cine-tren de Alexander Medvedkine y de Dziga Vertov, un proyecto que recorrió la Unión Soviética entre 1932 y 1933 con el lema “Hoy filmamos, mañana exhibimos”, más de cincuenta años después, Serguei Dvortsevoy retrata la inminencia de la ruina, el declive del ideal, las proyecciones del cine-tren de Vertov quedan enmudecidas en la gruta insondable del olvido, encontramos una cámara lacónica que observa a un grupo de ancianas y obreros empujar un viejo vagón, los sutiles paneos de Dvortsevoy ya no servirán para dilatar los espacios, serán acaso una deidad incrédula que observa consternada el paso maltrecho del vagón del pan; por estos bosques gélidos no ronda el Dios Pan, tanto hombres como animales marchan hacía un halo lechoso que los cubre con indiferencia, así como la luz dura y áspera de las películas de Rossellini desgarra nuestras entrañas.
Las lágrimas de Vanya
El azar golpetea sinuosamente en las puertas del espíritu creador de Dvortsevoy. Un programa de variedades enseña el extraordinario caso de un hombre ciego solitario llamado Ivan Vanya, el hombre fabrica bolsas valiéndose por sus medios y las regala en la calle; este extraño personaje que parece salido de una novela de Knut Hamsun se apodera de la mirada parda y escudriñadora del director Kazajo. Para el que escribe esto es probable que En las sombras(В темноте, 2004)sean los cuarenta minutos más milagrosos presenciados en una sala.
La energía frente a la cámara
La metodología de Dvortsevoy esta regentada por una convivencia prolongada y propensa a la revelación, pero esta convivencia está lejos de poseer el matiz de invasión o colonialismo que aqueja a gran parte de la producción documental contemporánea, los tiempos internos de los entornos donde Dvortsevoy desarrolla su cine no se ven violentados por las dinámicas de una producción avasalladora que violenta el paisaje cotidiano con su andamiaje de manufactura; lejos de esa invasión bárbara, el Kazajo se guarece con una pequeña cámara digital. Entre silencios y asertivo a lo cotidiano espera encontrar “la energía del plano”, como él mismo la llama. Esta convivencia no se torna vampírica porque Dvortsevoy, a lo largo de la estadía con sus futuros personajes, no los condiciona a designios férreos estipulados en un guión, sino que está escrutando los tiempos de la vida, esos plano-secuencias subjetivos infinitos –como los llamaría Pasolini–, y ganando tiempo.
Las nuevas tecnologías nos permiten ganar tiempo. Le permitieron a Pedro Costa adoptar nuevas prácticas dentro de su cine y sumergirse en el espesor cotidiano sin el aparataje ampuloso que trae consigo mismo toda producción, así puede surgir cine como El cuarto de Vanda(No quarto da Vanda, 2000) o Juventud en marcha(Juventude em marcha, 2006). Costa pasó dos años filmando la película, reduciendo los artificios y las presiones de un sistema convencional de rodaje, y un año editando las 130 horas de material bruto; para Nabuhiro Suwa, Costa había elegido filmar volviendo al ritmo de la vida humana: un ritmo que no está puntuado por el número de días disponibles para la producción. Esta metodología le proporcionaba tiempo y la posibilidad “de ser más paciente, de estar disponible para los otros en cualquier momento”. Costa viviendo años anclado en las fontainhas lisboetas con los inmigrantes caboverdianos y Dvortsevoy siempre en el vórtice más agreste de estepas kazajas, junto a las familias pastoriles nómadas; pero al final hay una pequeña divergencia entre el portugués y el kazajo, mientras Costa edita directamente sobre el material investigativo, Dvortsevoy documenta su estancia en la cámara digital, retrata una serie de instantes particulares donde él cree aconteció la energía del plano, este boceto de singularidades poéticas le sirve a Dvorsevoy para hacer un ejercicio que está más próximo a los postulados de Pasolini que al accionar de Pedro Costa.
Para Pasolini, la vida solo es descifrable plena y verdaderamente después de la muerte: en este momento sus tiempos se estrechan y lo insignificante desaparece, para ese entonces el cine se construye con espectros, en este punto, Dvortsevoy, más que un etnógrafo sería un espiritista; las imágenes que aparecen en películas como Paraiso o Tulpan no son el testimonio de vida de unas comunidades ancladas en las aristas del fin del mundo, sino unas réplicas únicas (vaya contradicción) y vivaces que el cineasta esperó pacientemente para evocarlas de nuevo, esta vez en celuloide.
Dvortsevoy usará el digital para dar cuenta de que la energía se manifestó, en ese sentido probablemente en el material investigativo hayan más de treinta siestas del hijo pequeño del pastor. Dvortsevoy, en una de sus clases magistrales, explica que cuando le preguntó a la madre a qué horas solía hacer las siestas su hijo, esta le contesto que no sabía con precisión ya que el pequeño caía por inercia en cualquier lugar de la casa a cualquier hora del día. Hubo tres capas de percepción de realidad fecundadas por la mirada del director: La primera es cuando el director atisba por primera vez al pequeño quedándose dormido en el suelo, la segunda ya con una cámara digital de muy mala calidad documentando si el fenómeno volvía a ocurrir y la última es la evocación espectral en celuloide, agregando el factor sacratísimo del material consignado en el fotoquímico,“el factor psicológico del soporte”, como Dvortsevoy lo llama. El cine de este director no es tan azaroso como se puede entender en una primera interpretación, más alejado de los etnógrafos y los antropólogos, el acercamiento a sus temas se hace desde una frontera que bebe más de la pintura, la espera luminosa de un Van Gogh o de un Hiroshige hacia su entorno. Su cine es una evocación efímera de que hubo energía frente a la cámara.
Más resultados...
Más resultados...
A PRÓSITO DE SERGEI DVORTSEVOY
El marinero y el aviador
En Inmóvil como el colibrí, de Henry Miller, se narra la vida de George Dibbern, un peregrino de origen alemán que pasó la mayor parte de su juventud junto a los maoríes de Nueva Zelanda. Dibbern presenció toda la descomposición gradual de su Alemania natal apesadumbrada y troceada por los vejámenes de la guerra. El señor Dibbern, en este panorama, lo perdió todo, excepto un barco de diez metros que había bautizado como Te Rapunga, “el Sol oscuro” en Maorí; dejó a su mujer y a sus hijos, a los que amaba, y zarpó hacía Nueva Zelanda a buscar a la madre Rangi, su madre espiritual maorí. Miller nos recuerda una que otra aserción del alemán: “Sólo puedo encontrar la verdad mediante el pecado. No intentar equivale a no moverse, lo que, a su vez, equivale a vivir muerto.
La muerte es el castigo del pecado; así, pues, no moverse es pecado”. Esos soliloquios podrían emerger de los labios de un Walt Whitman o de un Thoreau, pero a mí me recuerdan antes a un cineasta kazajo que se licenció como piloto en Ucrania, sobrevoló las estepas: Almaty, Oral, Kiev y Moscú; en suelo ruso, el piloto encontró la abadía de su voz interior, un anuncio para estudios superiores en dirección y escritura de guiones; el halcón kazajo tiene un nombre: Serguei Dvortsevoy. ¿Qué tienen en común el marinero germano y el piloto kazajo? El mar y el aire, habitáculos donde el tiempo se suspende. La gran travesía no es una huída, sino la permanente búsqueda, como la del protagonista de La mirada de Ulises (Το βλέμμα του Οδυσσέα, 1995), de Angeloupolus; se busca a tientas la estela de una ausencia que no es más que la excusa para escapar del tedio y el agobio. El espíritu es propenso a flaquear, por eso hay criaturas enigmáticas como Dvortsevoy y Dibbern, seres que piensan por sí mismos y ponen en práctica sus palabras. El marinero llegaría demasiado tarde, su madre maorí, para ese entonces, ya había muerto y por su nacionalidad y el instante álgido de la época lo remitirían al ostracismo de una prisión en Nueva Zelanda, mientras, el aviador dejaría de surcar los cielos y terminaría con una cámara de 16 mm en las diásporas kazajas creando cine de una vitalidad y humanidad que lo emparejaría con maestros del documental como Noriaki Tsuchimoto, Raymond Depardon o Wang Bing.
La tediosa frontera
Uno de los tópicos que se niega a perecer es el del documental y la ficción, tratados muchas veces como dos naciones enemistadas y denostando al que se erige en medio de sus fronteras como un experimentador alucinado. Ya escuchamos los reclamos de la directora belga Chantal Akerman en Venecia: “Quiero decir que no hay diferencia entre el documental y la ficción, ¡no la hay!, una buena película de ficción siempre tiene algo de documental y un buen documental siempre tiene algo de ficción por lo que como jurado hemos decidido no hacer tal distinción”. Ya escuchamos al Herzog titánico y burlesco entrando en escaramuzas ideológicas con los representantes del cinema vérite: “¿La cámara una mosca en la pared silenciosa e imperceptible? ¿qué basura es esa? ¡la cámara debería ser una abeja que pique! Mientras Patricio Guzmán nos recuerda: “Alguna vez, todos nos hemos preguntado si la realidad es sólo apariencia. Tal vez vivimos un mundo donde todas las cosas parecen un sueño colectivo. En concreto, para nosotros, la realidad es el conjunto de la materia que nos rodea pero, sobre todo, es un reconocimiento de los sentidos”. ¿Qué hacemos con este devaneo formal que arde en la pira fílmica?, ¿qué hacemos con los dispositivos ficcionados en los documentales de Imamura y Kazuo Hara?, ¿qué pasaporte le asignamos a Naturaleza muerta (Sanxia haoren, 2006), de Jia Zhang Ke? Más importante aún, ¿qué hacemos con Tulpan, de Dvortsevoy?, ¿seguro es sólo una historia de amor en la agreste estepa kazaja?.
Cortar mata la vida
Durante el rodaje de Paraíso (Счастье, 1996), se suscitó un pleito de aproximamiento entre un experimentado fotógrafo y Dvortsevoy, a raíz de un plano; el plano es el del hijo menor de un pastor nómada, de manera sosegada el pequeño come su desayuno en un cuenco, su vivaz forma de terminar la comida le hace derramarla sobre sus ropas sin percatarse de ello, al acabar de alimentarse la cámara se queda postrada y levemente en picado, mientras el pequeño comienza a sentirse abrumado por el sueño, gira pausadamente su cuerpo, dejándose caer y dándole la espalda a la cámara; en esos cuatro minutos experimentamos, además de poesía de lo cotidiano, la batalla que ganó Dvortsevoy al veterano director que se negaba a filmar ese instante de aquella forma: “¿Usted conoce a Eisenstein y Kuleshov? Esto no es cine, usted necesita hacer planos de la madre del pequeño, de sus hermanos y primeros planos de la creatura mientras se alimenta y construir una secuencia”, sentenciaba el perplejo fotógrafo ante la petición de Dvortsevoy de quedarse filmando al pequeño sin cortar. “Cortar mata la vida” dice de manera mística el señor Dvortsevoy, esta afirmación poderosa del kazajo, que podría ser un Haiku, recuerda al estudio que realizó Pasolini sobre el plano-secuencia: “A diferencia de lo que ocurre en la vida, en el cine, en un film una acción –o signo figurativo, o medio expresivo, o sintagma viviente reproducido, úsese la definición que se quiera– tiene como significado el significado de la acción real análoga –realizada por las mismas personas en carne y hueso en aquel mismo cuadro natural y social–, pero su sentido ya es completo y descifrable, como si ya hubiese ocurrido la muerte.”
El vagón de Dvortsevoy
En la Rusía de Gorbachov, en plena ejecución de la glásnot, ese instrumento que proponía mitigar los agravios pasados a las libertades individuales del pueblo ruso, el director Kazajo, que nunca rueda sin tener una idea previa en la cabeza, se ubica solapado y sereno a un costado de esta diligencia de alimentos a merced de las ventiscas entre coníferas y estepas. ¿Qué es la ruina, sino el indicio de la potencialidad del esplendor pasado? Día del pan (Хлебный день, 1989) no es más que la resonancia del cine de James Benning, Peter Hutton y, de forma más indirecta, una evocación a las ruinas fílmicas de Marquerite Duras y del Pasolini de Apuntes para una Orestíada Africana (Appunti per un'Orestiade africana, 1970). Por las mismas vías por donde pasó el cine-tren de Alexander Medvedkine y de Dziga Vertov, un proyecto que recorrió la Unión Soviética entre 1932 y 1933 con el lema “Hoy filmamos, mañana exhibimos”, más de cincuenta años después, Serguei Dvortsevoy retrata la inminencia de la ruina, el declive del ideal, las proyecciones del cine-tren de Vertov quedan enmudecidas en la gruta insondable del olvido, encontramos una cámara lacónica que observa a un grupo de ancianas y obreros empujar un viejo vagón, los sutiles paneos de Dvortsevoy ya no servirán para dilatar los espacios, serán acaso una deidad incrédula que observa consternada el paso maltrecho del vagón del pan; por estos bosques gélidos no ronda el Dios Pan, tanto hombres como animales marchan hacía un halo lechoso que los cubre con indiferencia, así como la luz dura y áspera de las películas de Rossellini desgarra nuestras entrañas.
Las lágrimas de Vanya
El azar golpetea sinuosamente en las puertas del espíritu creador de Dvortsevoy. Un programa de variedades enseña el extraordinario caso de un hombre ciego solitario llamado Ivan Vanya, el hombre fabrica bolsas valiéndose por sus medios y las regala en la calle; este extraño personaje que parece salido de una novela de Knut Hamsun se apodera de la mirada parda y escudriñadora del director Kazajo. Para el que escribe esto es probable que En las sombras (В темноте, 2004) sean los cuarenta minutos más milagrosos presenciados en una sala.
La energía frente a la cámara
La metodología de Dvortsevoy esta regentada por una convivencia prolongada y propensa a la revelación, pero esta convivencia está lejos de poseer el matiz de invasión o colonialismo que aqueja a gran parte de la producción documental contemporánea, los tiempos internos de los entornos donde Dvortsevoy desarrolla su cine no se ven violentados por las dinámicas de una producción avasalladora que violenta el paisaje cotidiano con su andamiaje de manufactura; lejos de esa invasión bárbara, el Kazajo se guarece con una pequeña cámara digital. Entre silencios y asertivo a lo cotidiano espera encontrar “la energía del plano”, como él mismo la llama. Esta convivencia no se torna vampírica porque Dvortsevoy, a lo largo de la estadía con sus futuros personajes, no los condiciona a designios férreos estipulados en un guión, sino que está escrutando los tiempos de la vida, esos plano-secuencias subjetivos infinitos –como los llamaría Pasolini–, y ganando tiempo.
Las nuevas tecnologías nos permiten ganar tiempo. Le permitieron a Pedro Costa adoptar nuevas prácticas dentro de su cine y sumergirse en el espesor cotidiano sin el aparataje ampuloso que trae consigo mismo toda producción, así puede surgir cine como El cuarto de Vanda (No quarto da Vanda, 2000) o Juventud en marcha (Juventude em marcha, 2006). Costa pasó dos años filmando la película, reduciendo los artificios y las presiones de un sistema convencional de rodaje, y un año editando las 130 horas de material bruto; para Nabuhiro Suwa, Costa había elegido filmar volviendo al ritmo de la vida humana: un ritmo que no está puntuado por el número de días disponibles para la producción. Esta metodología le proporcionaba tiempo y la posibilidad “de ser más paciente, de estar disponible para los otros en cualquier momento”. Costa viviendo años anclado en las fontainhas lisboetas con los inmigrantes caboverdianos y Dvortsevoy siempre en el vórtice más agreste de estepas kazajas, junto a las familias pastoriles nómadas; pero al final hay una pequeña divergencia entre el portugués y el kazajo, mientras Costa edita directamente sobre el material investigativo, Dvortsevoy documenta su estancia en la cámara digital, retrata una serie de instantes particulares donde él cree aconteció la energía del plano, este boceto de singularidades poéticas le sirve a Dvorsevoy para hacer un ejercicio que está más próximo a los postulados de Pasolini que al accionar de Pedro Costa.
Para Pasolini, la vida solo es descifrable plena y verdaderamente después de la muerte: en este momento sus tiempos se estrechan y lo insignificante desaparece, para ese entonces el cine se construye con espectros, en este punto, Dvortsevoy, más que un etnógrafo sería un espiritista; las imágenes que aparecen en películas como Paraiso o Tulpan no son el testimonio de vida de unas comunidades ancladas en las aristas del fin del mundo, sino unas réplicas únicas (vaya contradicción) y vivaces que el cineasta esperó pacientemente para evocarlas de nuevo, esta vez en celuloide.
Dvortsevoy usará el digital para dar cuenta de que la energía se manifestó, en ese sentido probablemente en el material investigativo hayan más de treinta siestas del hijo pequeño del pastor. Dvortsevoy, en una de sus clases magistrales, explica que cuando le preguntó a la madre a qué horas solía hacer las siestas su hijo, esta le contesto que no sabía con precisión ya que el pequeño caía por inercia en cualquier lugar de la casa a cualquier hora del día. Hubo tres capas de percepción de realidad fecundadas por la mirada del director: La primera es cuando el director atisba por primera vez al pequeño quedándose dormido en el suelo, la segunda ya con una cámara digital de muy mala calidad documentando si el fenómeno volvía a ocurrir y la última es la evocación espectral en celuloide, agregando el factor sacratísimo del material consignado en el fotoquímico,“el factor psicológico del soporte”, como Dvortsevoy lo llama. El cine de este director no es tan azaroso como se puede entender en una primera interpretación, más alejado de los etnógrafos y los antropólogos, el acercamiento a sus temas se hace desde una frontera que bebe más de la pintura, la espera luminosa de un Van Gogh o de un Hiroshige hacia su entorno. Su cine es una evocación efímera de que hubo energía frente a la cámara.
Tal vez te interese:Ver todos los artículos
EL (INELUDIBLE) OFICIO DE MIRAR
VICIOS DEL TIEMPO - FICCI 63
CARACOLES SOBRE UNA MUJER CON SOMBRERO ALADO (TALLER BIFF)
Reflexiones semanales directo al correo.
El boletín de la Cero expande sobre las películas que nos sorprenden y nos apasionan. Es otra manera de reunirse y pensar el gesto del cine.
Las entregas cargan nuestras ideas sobre las nuevas y viejas cosas que nos interesan. Ese caleidoscopio de certezas e incertidumbres nos sirve para pensar el mundo que el cine crea.
Únete a la comunidadcontacto
Síguenos