Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego (2018)
“No creo que se pueda narrar de un modo donde las palabras solamente cuenten hechos”
Ricardo Piglia
Hay una pequeña obviedad para comentar: esta película no es solo de Ciro Guerra, también es de Cristina Gallego, la productora de todas sus películas anteriores. La historia detrás es que la idea de la película persiguió por mucho tiempo a Cristina Gallego y, una vez estuvo todo listo para rodar, a ella y a su equipo les pareció un paso natural su tránsito a dirigir. Con eso dicho, suponemos que, además de las constantes que tres películas anteriores de Guerra nos pueden dar sobre la posible construcción de un estilo y una mirada particular, hay una nueva impresión, después de todo hay dos nuevos ojos detrás de la cámara. O debería haberla. O quizás no, porque podemos suponer que ellos dos han estado siempre muy bien conectados y entienden perfectamente una misma forma de trabajo que les permite perseguir un objetivo claro y compartido, como en las célebres parejas de directores, donde no es posible discernir qué puso cada par de ojos, son dos miradas totalmente fundidas en una sola. Pensaba, al ver la película, que este cine (Guerra-Gallego) ha inventado un propio modus operandi: encontrar una región (o un lugar concreto) de Colombia poco explorada por el cine (y ojalá por cualquier entidad, que lo filmado funcione como un verdadero descubrimiento), con capacidad –y esto es lo más importante– de deslumbrar al ojo por su poder paisajístico (lindando con el peligro de convertirse en postal), con una historia más o menos poderosa –un hombre que sale a hacer cosas–, más o menos interesante, con alguna cualidad heroica o trágica y que generalmente es disparada por hechos reales. Este modelo, por su estructura, puede llevarlos frente al peligro de convertirse en cineastas oficialistas (La sombra del caminante narra La ciudad de Bogotá, Los viajes del viento La costa caribe, El abrazo de la serpiente La Amazonía, Pájaros de verano La Guajira y Los wayuu; son El gran relato de cada pedazo de tierra).
Pájaros de verano es una película, en la superficie, sobre la codicia y las ganas de tener, sobre el deseo obnubilado de acumular a costa de lo que sea. Temas que ya hemos visto en el cine con frecuencia (sobre todo en el cine estadounidense, el país de la acumulación por excelencia; y no creo que sea una simple casualidad que en Colombia ese también sea un tema tendencioso para el cine, habla quizás de un deseo muy subterráneo de querer ser, querer parecernos). Pero esto no es un reproche. Los cineastas deberán hablar de lo que les plazca, su forma de contar hablará por ellos. Así que miremos esa forma de contar el viaje de varios lustros de una familia que sueña con la gloria y solo alcanza el desastre.
Dividida por cantos, cada uno se ocupa, no de un personaje especial, sino de un momento fundacional en esa estrepitosa búsqueda. El tiempo parece importante, más allá de un simple correr de lo narrativo. ¿Qué hace el tiempo con esa familia y esta familia con el tiempo? El canto de la bonanza, dedicado a los días dorados de la familia, es el que más saca provecho a esa característica. Nosotros, entonces, nos convertimos en lectores de pistas de ese tiempo.
Los directores han dicho que la intención de la película estaba atravesada por encontrar en esta historia un eco mítico, un eco de las grandes tragedias que formaron la manera de contar las historias en la civilización occidental. La película parece exactamente eso: un relato grande, quizás demasiado grande. Todo viene en proporciones enormes, y eso configura la forma de filmar: planos generales, amplios, donde entre todo lo que esté extraordinariamente cuidado y prolijo. Sin embargo, hay un gran reproche que le confiero al film: el asunto poco tiene que ver con la brevedad –y la inoperancia– de sus diálogos (al contrario, resulta justa), o con el desdén por ciertos gestos de sus personajes, o por el terrorífico personaje bufón-bobalicón, el amigo de Rapayet, Moisés (encuentro su presencia en la película inoportuna y tonta), o por insistir en esa (más invento que otra cosa) línea delgada que divide a una familia de un clan –varias veces se repite la necesidad de hacer lo que sea por la familia. ¿Cuál es el poder de una familia? La película no duda de ese poder, queda en cambio encumbrada como una institución más importante que la propia razón–, tampoco tiene que ver con el deleite que le provoca narrar, por encima de cualquier cosa, el nacimiento del mal, esa caída al infierno, ese camino en llamas. El asunto que intento desvelar está en la raíz de la película, en confundir la tradición con lo verdadero; la opulencia y lo pintoresco por la belleza.
¿Qué entiende la película por belleza?, ¿dónde la busca? Parece que para hablar de lo bello la película descansa su confianza estrictamente en el poder estético del desierto, de esos cielos sin límites. Pero se olvida de que al cine le interesa la belleza de los gestos. Estoy dispuesto a afirmar que la película no encuentra momento alguno para abrazar esa posibilidad de amplificar un gesto, para ver en cualquier nimio movimiento el secreto del mundo, algo que se le escape a las palabras. Quizás estuvo cerca: la carrera de caballos, la abuela con la nieta haciendo la mochila. Lo que quiero decir es que la película busca lo bello donde todos suponemos que se encuentra: un atardecer, un paisaje, y corta de entrada la posibilidad de buscar eso bello en otro lado, en un lugar al que solo el cine tiene acceso.
No basta con filmar un par de rituales visualmente interesantes para entrar en esa esfera de lo propio del cine. Está el baile después de la salida de Zaida (Natalia Reyes) del encierro, donde conocemos a Leonidas, talón de Aquiles de la familia, que no en vano se cae en medio de la danza. No aguanta. Es en este “juego” de perseguir al otro, y perseguirlo como se perseguirán después los personajes: uno mirando al frente y otro moviéndose de espaldas, tratando de ver sin los ojos, donde está el único momento especial del personaje de Natalia Reyes (que tantos inexplicables elogios ha recibido), justo ahí donde el destino elige sus próximos días. El momento ocurre al inicio de la película, después Zaida termina por volverse una mezcla entre decorado y personaje/marioneta. También está el momento del luto, cuando la comunidad llora con sus caras tapadas por unas pañoletas que sacude el viento, filmado con un plano fijo que deja ver a casi todos los asistentes. Esto me deja otra idea: parece que hoy se cree que el plano fijo es indiscutiblemente el plano de entrada a algo que podríamos llamar “pureza cinematográfica”... Eso es discusión para otro texto.
Tampoco dejo de pensar que es posible que la película sea prueba de una pequeña teoría que circula por ahí: las películas no son más que una evidencia, un momento homólogo, de lo que pasa detrás de la cámara, donde lo que que sucede entre los personajes es algo así como una reflexión en el agua, “una duplicación simbólica”, de lo que hace el cineasta antes de decir acción, o sea que todas las películas devuelven una imagen de alguien (el director, y quizás su equipo). Pájaros de verano se siente desbordada, como un exceso, una cosa extravagante. La dupla también estaba pensando en acumular, tener y tener, hacer y hacer: “quiero el río y el mar, juntos; quiero avionetas y quiero enterrarlas bajo la tierra; quiero procesiones de burros; quiero enfrentamientos masivos, armas por todas partes; quiero una casa en medio del desierto y quiero, al mismo tiempo, destruirlo todo. Quiero imponer.” La locura también llegó a las sillas de los directores.
Pájaros de verano termina por motivar una pregunta fundamental, una sin respuesta concreta: cómo hacer para que una película no se convierta en una simple ilustración de un guion –una lista de acciones con algunas ideas importantes– y sea algo autónomo, completo, sólido, como una cosa inexplicable. En últimas: cómo es entonces que accede un cineasta a lo bello. Por ahora se me ocurre que tenemos que empezar a dejar de creer que el sentido de las películas es crear imágenes impactantes.
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APUNTES SOBRE LA BELLEZA
Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego (2018)
“No creo que se pueda narrar de un modo donde las palabras solamente cuenten hechos”
Ricardo Piglia
Hay una pequeña obviedad para comentar: esta película no es solo de Ciro Guerra, también es de Cristina Gallego, la productora de todas sus películas anteriores. La historia detrás es que la idea de la película persiguió por mucho tiempo a Cristina Gallego y, una vez estuvo todo listo para rodar, a ella y a su equipo les pareció un paso natural su tránsito a dirigir. Con eso dicho, suponemos que, además de las constantes que tres películas anteriores de Guerra nos pueden dar sobre la posible construcción de un estilo y una mirada particular, hay una nueva impresión, después de todo hay dos nuevos ojos detrás de la cámara. O debería haberla. O quizás no, porque podemos suponer que ellos dos han estado siempre muy bien conectados y entienden perfectamente una misma forma de trabajo que les permite perseguir un objetivo claro y compartido, como en las célebres parejas de directores, donde no es posible discernir qué puso cada par de ojos, son dos miradas totalmente fundidas en una sola. Pensaba, al ver la película, que este cine (Guerra-Gallego) ha inventado un propio modus operandi: encontrar una región (o un lugar concreto) de Colombia poco explorada por el cine (y ojalá por cualquier entidad, que lo filmado funcione como un verdadero descubrimiento), con capacidad –y esto es lo más importante– de deslumbrar al ojo por su poder paisajístico (lindando con el peligro de convertirse en postal), con una historia más o menos poderosa –un hombre que sale a hacer cosas–, más o menos interesante, con alguna cualidad heroica o trágica y que generalmente es disparada por hechos reales. Este modelo, por su estructura, puede llevarlos frente al peligro de convertirse en cineastas oficialistas (La sombra del caminante narra La ciudad de Bogotá, Los viajes del viento La costa caribe, El abrazo de la serpiente La Amazonía, Pájaros de verano La Guajira y Los wayuu; son El gran relato de cada pedazo de tierra).
Pájaros de verano es una película, en la superficie, sobre la codicia y las ganas de tener, sobre el deseo obnubilado de acumular a costa de lo que sea. Temas que ya hemos visto en el cine con frecuencia (sobre todo en el cine estadounidense, el país de la acumulación por excelencia; y no creo que sea una simple casualidad que en Colombia ese también sea un tema tendencioso para el cine, habla quizás de un deseo muy subterráneo de querer ser, querer parecernos). Pero esto no es un reproche. Los cineastas deberán hablar de lo que les plazca, su forma de contar hablará por ellos. Así que miremos esa forma de contar el viaje de varios lustros de una familia que sueña con la gloria y solo alcanza el desastre.
Dividida por cantos, cada uno se ocupa, no de un personaje especial, sino de un momento fundacional en esa estrepitosa búsqueda. El tiempo parece importante, más allá de un simple correr de lo narrativo. ¿Qué hace el tiempo con esa familia y esta familia con el tiempo? El canto de la bonanza, dedicado a los días dorados de la familia, es el que más saca provecho a esa característica. Nosotros, entonces, nos convertimos en lectores de pistas de ese tiempo.
Los directores han dicho que la intención de la película estaba atravesada por encontrar en esta historia un eco mítico, un eco de las grandes tragedias que formaron la manera de contar las historias en la civilización occidental. La película parece exactamente eso: un relato grande, quizás demasiado grande. Todo viene en proporciones enormes, y eso configura la forma de filmar: planos generales, amplios, donde entre todo lo que esté extraordinariamente cuidado y prolijo. Sin embargo, hay un gran reproche que le confiero al film: el asunto poco tiene que ver con la brevedad –y la inoperancia– de sus diálogos (al contrario, resulta justa), o con el desdén por ciertos gestos de sus personajes, o por el terrorífico personaje bufón-bobalicón, el amigo de Rapayet, Moisés (encuentro su presencia en la película inoportuna y tonta), o por insistir en esa (más invento que otra cosa) línea delgada que divide a una familia de un clan –varias veces se repite la necesidad de hacer lo que sea por la familia. ¿Cuál es el poder de una familia? La película no duda de ese poder, queda en cambio encumbrada como una institución más importante que la propia razón–, tampoco tiene que ver con el deleite que le provoca narrar, por encima de cualquier cosa, el nacimiento del mal, esa caída al infierno, ese camino en llamas. El asunto que intento desvelar está en la raíz de la película, en confundir la tradición con lo verdadero; la opulencia y lo pintoresco por la belleza.
¿Qué entiende la película por belleza?, ¿dónde la busca? Parece que para hablar de lo bello la película descansa su confianza estrictamente en el poder estético del desierto, de esos cielos sin límites. Pero se olvida de que al cine le interesa la belleza de los gestos. Estoy dispuesto a afirmar que la película no encuentra momento alguno para abrazar esa posibilidad de amplificar un gesto, para ver en cualquier nimio movimiento el secreto del mundo, algo que se le escape a las palabras. Quizás estuvo cerca: la carrera de caballos, la abuela con la nieta haciendo la mochila. Lo que quiero decir es que la película busca lo bello donde todos suponemos que se encuentra: un atardecer, un paisaje, y corta de entrada la posibilidad de buscar eso bello en otro lado, en un lugar al que solo el cine tiene acceso.
No basta con filmar un par de rituales visualmente interesantes para entrar en esa esfera de lo propio del cine. Está el baile después de la salida de Zaida (Natalia Reyes) del encierro, donde conocemos a Leonidas, talón de Aquiles de la familia, que no en vano se cae en medio de la danza. No aguanta. Es en este “juego” de perseguir al otro, y perseguirlo como se perseguirán después los personajes: uno mirando al frente y otro moviéndose de espaldas, tratando de ver sin los ojos, donde está el único momento especial del personaje de Natalia Reyes (que tantos inexplicables elogios ha recibido), justo ahí donde el destino elige sus próximos días. El momento ocurre al inicio de la película, después Zaida termina por volverse una mezcla entre decorado y personaje/marioneta. También está el momento del luto, cuando la comunidad llora con sus caras tapadas por unas pañoletas que sacude el viento, filmado con un plano fijo que deja ver a casi todos los asistentes. Esto me deja otra idea: parece que hoy se cree que el plano fijo es indiscutiblemente el plano de entrada a algo que podríamos llamar “pureza cinematográfica”... Eso es discusión para otro texto.
Tampoco dejo de pensar que es posible que la película sea prueba de una pequeña teoría que circula por ahí: las películas no son más que una evidencia, un momento homólogo, de lo que pasa detrás de la cámara, donde lo que que sucede entre los personajes es algo así como una reflexión en el agua, “una duplicación simbólica”, de lo que hace el cineasta antes de decir acción, o sea que todas las películas devuelven una imagen de alguien (el director, y quizás su equipo). Pájaros de verano se siente desbordada, como un exceso, una cosa extravagante. La dupla también estaba pensando en acumular, tener y tener, hacer y hacer: “quiero el río y el mar, juntos; quiero avionetas y quiero enterrarlas bajo la tierra; quiero procesiones de burros; quiero enfrentamientos masivos, armas por todas partes; quiero una casa en medio del desierto y quiero, al mismo tiempo, destruirlo todo. Quiero imponer.” La locura también llegó a las sillas de los directores.
Pájaros de verano termina por motivar una pregunta fundamental, una sin respuesta concreta: cómo hacer para que una película no se convierta en una simple ilustración de un guion –una lista de acciones con algunas ideas importantes– y sea algo autónomo, completo, sólido, como una cosa inexplicable. En últimas: cómo es entonces que accede un cineasta a lo bello. Por ahora se me ocurre que tenemos que empezar a dejar de creer que el sentido de las películas es crear imágenes impactantes.
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