De entrada he de confesar el terror que me producen el amor y la vejez. Con el primero nos hemos hecho el quite de muchas formas. No es que odie a la humanidad, pero sí he debido asumir como una realidad –transitoria como todas las realidades- que siempre, en cierto punto, me cuesta mucho abrirme al otro, llámese mamá, papá, amigos o pareja. Siempre hay un momento decisivo en el que el miedo gana, y es bien sabido que el miedo es contrario al amor. Mi esperanza está puesta en que sea “transitoria”, pese a ese par de “siempres” de hasta ahora. Y por eso me ando escarbando cosas. Y también por eso, seguramente, todavía no me atrevo a tirarme por el balcón.
Con la segunda, la cuestión es todavía más compleja. A mi abuela la conocí ya vieja y, en estos años en los que ambas hemos envejecido –ella aún más- y sus arrugas y manchas se han acentuado, yo, salpicada de nostalgia, imagino su juventud cuando me cuenta sus cuentos de otros años. A mi madre, por el contrario, la conocí joven, pero su muerte prematura y dolorosa nos arrebató la posibilidad de su vejez que, yo, salpicada de melancolía, trato de adivinar entre los rostros de las mujeres mayores de tez blanca y ojos verdes. Muy distintas –pero no tan distantes- a mí.
Por alguna extraña razón, desde hace algunos años me ha rondado la sospecha de que voy a vivir mucho tiempo, pese a lo tentador que, en algunas ocasiones, se me antoja el balcón. Eso me llevaría entonces a tener que enfrentar ese temor de verme diferente y apocada. Una reducción estúpida que hace mi mente manipuladora respecto a esa edad madura. La vejez, de la que conozco poco y temo mucho, es encantadora y compleja. Casi tanto como lo es el amor, del que igual temo mucho y conozco poco.
A la hermosa mente a la que se le ocurrió Candelaria, la de un chocoano cineasta con nombre de rockero –según lo describen los medios nacionales–, le pareció buena idea hacer una película que contara la vida de un par de viejos, que son a la vez esposos y amantes, porque resulta que sí se pueden esas cosas. Cuando entrevistó a la que sería su protagonista, Verónica Lynn, esta le dijo respecto al guión: “Lo más hermoso de tu historia es que rasguñas en algo que a la gente no le gusta mirar y yo te lo pongo así: los árboles normalmente tienen arrugas, son toscos y descascarados, pero a las personas les parecen hermosos, ¿por qué yo no puedo ser hermosa?”
Y sí que lo es. Candelaria es lo más hermoso y, si se quiere descarado, que ha llegado a la pantalla grande en mucho tiempo. Llegó para hablar del amor y la vejez, para mostrar su belleza. Entonces aparece ella, Verónica, encarnando a Candelaria. Aparece viva, muy viva. Y aparece desnuda, con una piel arrugada y bella. Eso que no nos gusta mirar. Y cuando se desnuda no lo hace simplemente y ya, sino que hay en cada uno de sus movimientos una sensualidad maravillosa. La mira Víctor Hugo, “que a veces quiere volar como el viento”, con “un cuerpo que jugó a ser libre, que creyó en ideas, en amores, y de sueños imposibles se apegó para reír”. Que hoy luce cansado, como casi todos los cuerpos. “¿Cuándo dejé de verte?”, se pregunta él, Víctor Hugo, cuya voz se la da Alden Knight, un señor encantador, bellísimo.
Siendo maravillosos como son cada uno, juntos, Candelaria y Víctor Hugo, forman una cosa indescriptible que arranca risas y lágrimas por parejo, que conmueve y logra exitosamente eso que, imagino yo, buscan los cineastas: empatía. La alegría del par de viejos se siente propia, y también sus tristezas y frustraciones, pero también su cotidianidad. El telón de fondo es la Cuba del Periodo Especial, en los 90’s, cuando cae el Muro de Berlín y se disuelve la Unión Soviética que, hasta esa época había sido el mayor benefactor de esa isla rara de la que se podrá decir muchas cosas, pero una innegable es la potencia y hermosura de su pueblo.
Uno que va a quedar para siempre en los anales de la historia. Uno capaz de hacer poesía con una cámara de video, un par de zapatos viejos, los famosos tabacos, una bicicleta y cinco pollos que terminan siendo cuatro. Candelaria lleva nuestros ojos a eso que no nos gustaría mirar y nos lo muestra hermoso, maravilloso, y nos señala con sutileza cómo lo único permanente en esta vida es la impermanencia, y envejecer. Y también nuestro camino seguro a un día dejar de existir, que no son la misma cosa.
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CANDELARIA
Candelaria, de Jhonny Hendrix Hinestroza (2017)
De entrada he de confesar el terror que me producen el amor y la vejez. Con el primero nos hemos hecho el quite de muchas formas. No es que odie a la humanidad, pero sí he debido asumir como una realidad –transitoria como todas las realidades- que siempre, en cierto punto, me cuesta mucho abrirme al otro, llámese mamá, papá, amigos o pareja. Siempre hay un momento decisivo en el que el miedo gana, y es bien sabido que el miedo es contrario al amor. Mi esperanza está puesta en que sea “transitoria”, pese a ese par de “siempres” de hasta ahora. Y por eso me ando escarbando cosas. Y también por eso, seguramente, todavía no me atrevo a tirarme por el balcón.
Con la segunda, la cuestión es todavía más compleja. A mi abuela la conocí ya vieja y, en estos años en los que ambas hemos envejecido –ella aún más- y sus arrugas y manchas se han acentuado, yo, salpicada de nostalgia, imagino su juventud cuando me cuenta sus cuentos de otros años. A mi madre, por el contrario, la conocí joven, pero su muerte prematura y dolorosa nos arrebató la posibilidad de su vejez que, yo, salpicada de melancolía, trato de adivinar entre los rostros de las mujeres mayores de tez blanca y ojos verdes. Muy distintas –pero no tan distantes- a mí.
Por alguna extraña razón, desde hace algunos años me ha rondado la sospecha de que voy a vivir mucho tiempo, pese a lo tentador que, en algunas ocasiones, se me antoja el balcón. Eso me llevaría entonces a tener que enfrentar ese temor de verme diferente y apocada. Una reducción estúpida que hace mi mente manipuladora respecto a esa edad madura. La vejez, de la que conozco poco y temo mucho, es encantadora y compleja. Casi tanto como lo es el amor, del que igual temo mucho y conozco poco.
A la hermosa mente a la que se le ocurrió Candelaria, la de un chocoano cineasta con nombre de rockero –según lo describen los medios nacionales–, le pareció buena idea hacer una película que contara la vida de un par de viejos, que son a la vez esposos y amantes, porque resulta que sí se pueden esas cosas. Cuando entrevistó a la que sería su protagonista, Verónica Lynn, esta le dijo respecto al guión: “Lo más hermoso de tu historia es que rasguñas en algo que a la gente no le gusta mirar y yo te lo pongo así: los árboles normalmente tienen arrugas, son toscos y descascarados, pero a las personas les parecen hermosos, ¿por qué yo no puedo ser hermosa?”
Y sí que lo es. Candelaria es lo más hermoso y, si se quiere descarado, que ha llegado a la pantalla grande en mucho tiempo. Llegó para hablar del amor y la vejez, para mostrar su belleza. Entonces aparece ella, Verónica, encarnando a Candelaria. Aparece viva, muy viva. Y aparece desnuda, con una piel arrugada y bella. Eso que no nos gusta mirar. Y cuando se desnuda no lo hace simplemente y ya, sino que hay en cada uno de sus movimientos una sensualidad maravillosa. La mira Víctor Hugo, “que a veces quiere volar como el viento”, con “un cuerpo que jugó a ser libre, que creyó en ideas, en amores, y de sueños imposibles se apegó para reír”. Que hoy luce cansado, como casi todos los cuerpos. “¿Cuándo dejé de verte?”, se pregunta él, Víctor Hugo, cuya voz se la da Alden Knight, un señor encantador, bellísimo.
Siendo maravillosos como son cada uno, juntos, Candelaria y Víctor Hugo, forman una cosa indescriptible que arranca risas y lágrimas por parejo, que conmueve y logra exitosamente eso que, imagino yo, buscan los cineastas: empatía. La alegría del par de viejos se siente propia, y también sus tristezas y frustraciones, pero también su cotidianidad. El telón de fondo es la Cuba del Periodo Especial, en los 90’s, cuando cae el Muro de Berlín y se disuelve la Unión Soviética que, hasta esa época había sido el mayor benefactor de esa isla rara de la que se podrá decir muchas cosas, pero una innegable es la potencia y hermosura de su pueblo.
Uno que va a quedar para siempre en los anales de la historia. Uno capaz de hacer poesía con una cámara de video, un par de zapatos viejos, los famosos tabacos, una bicicleta y cinco pollos que terminan siendo cuatro. Candelaria lleva nuestros ojos a eso que no nos gustaría mirar y nos lo muestra hermoso, maravilloso, y nos señala con sutileza cómo lo único permanente en esta vida es la impermanencia, y envejecer. Y también nuestro camino seguro a un día dejar de existir, que no son la misma cosa.
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