La migración no se puede reducir al mero impulso biológico de buscar mejores condiciones de supervivencia, también es el resultado de una búsqueda de identidad, esa etérea construcción humana movilizada por los sueños y redefinida por su consecución.
Desde luego el cine ha intentado plasmar esta experiencia en la pantalla. Aquí se destacarán estas búsquedas cinematográficas desde tres obras que se alzan desde las periferias de la realización (Senegal, Argentina, Filipinas), historias que, a pesar de desarrollarse con muy distintas sensibilidades, manifiestan la ansiedad y la soledad de la migración, además de mostrar cómo un fallido mestizaje cultural puede, incluso, trastocar la identidad del migrante.
Con su primer largometraje, L’afrance (2001), Alain Gomis indaga el asunto de la migración a través del idealista El Hadj(Djolof Mbengue), un universitario senegalés en París que siempre ha sentido la responsabilidad de regresar a su tierra para aportar a su país con lo adquirido en Francia. Sin embargo, sus deseos, así como su identidad, empezarán a derrumbarse luego de tener un altercado que pondrá en riesgo su estatus migratorio. Indocumentado, tendrá que trabajar ilegalmente y allí empezará a cuestionarse su identidad. Paulatinamente, el hombre lúcido y optimista del comienzo se irá desmoronando atormentado por las contradicciones entre sus convicciones y los deseos no cumplidos.
Dicha con resignación por un personaje del film e inspirada en la vida de millones, la frase: "Los inmigrantes somos como los flamingos: un pie en el agua, otro en el aire y las alas dobladas", encapsula la esencia de L’afrance, pues con ella Gomis nos revela su entendimiento de la migración como ese incierto sentido de pertenencia y el cómo es vivir con la constante amenaza de que los sueños que alimentan esa migración se trunquen y, al final, se termine desdibujando la identidad propia.
Y aunque nunca lo verbalice con sus personajes, Gomiscuestiona también la hipocresía de occidente, que de un lado coloniza los sueños del migrante con unos supuestos de progreso y autoridad, solamente adquiribles en Europa, pero que por otro reduce a un sello –visa– la supuesta universalidad de la civilización y el acceso a ella, recordándole a cada momento, como un chantaje, que su estancia es temporal y que es mejor que regrese a “civilizar” la periferia de donde vino. Para contrarrestarlo, el franco-senegalés acude a lo onírico: lleva a El Hadj a una sabana de Senegal, rodeado de árboles y mucho verde, como invitando a una renuncia, a liberarse de esos sueños impuestos y descolonizarse de ellos con la búsqueda de la verdadera identidad, de una que exista por encima de las fronteras.
¿Y cómo sería la solidez de la idea de identidad para un representante criollo de la Corona española en el siglo XVIII? Este es uno de los múltiples puertos de llegada que nos ofrece Zama (Lucrecia Martel, 2017). Por esta línea, la película confronta la idea de civilización y las ilusiones con la patética vida de Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), un oficial que desde hace buen tiempo se encuentra establecido en un paisaje adusto, una tierra de nadie (hoy tierras del Paraguay), donde guarda la esperanza de ser reasignado a un nuevo puesto en Buenos Aires para poderse reencontrar con su familia y con la identidad que gradualmente ha ido perdiendo en tierras salvajes.
En el primer acto de la película se escucha cómo un prisionero, a modo de oráculo, le recita a Zama: “Hay un pez, que pasa la vida en vaivén, luchando para que el agua no le eche afuera, porque el agua le rechaza, el agua no le quiere. Estos fríos peces, tan apegados al elemento que los repele, emplean todas sus energías en la conquista de la permanencia. Nunca les vas a encontrar en la parte central del río, sino en las orillas”. Esta metáfora marca el destino que le espera al migrante, a la lucha que deberá enfrentar el resto de su vida por permanecer donde no es bienvenido. Repelido no solo por el agua (anhelos) que le da la vida, sino también por la naturaleza misma que, en contravía a lo que Gomissoñó como lugar de iluminación y encuentro con la identidad, Martel usará como la prisión a la que Zama, el migrante civilizador, ha sido condenado. Una naturaleza como espacio de condena que subvertirá los supuestos con que llegó el colonizador a América: anhelos de un nuevo comienzo, creación de riqueza –el Dorado– y avasallamiento de la misma naturaleza. Así, Don Diego será el desecho que represente el fracaso de las ideas del Viejo Mundo, pues si bien es irrefutable que la Colonia transformó el paisaje físico y cultural del Nuevo Mundo, también es cierto que lo que inicialmente lo motivó a venir no tuvo los resultados esperados.
Al final, se verá al patético Zamasin manos, un hombre roto en su corporeidad, con el espíritu derrotado y la identidad desdibujada. Una representación de esa soledad moral, definida por el psicólogo Erich Fromm como la de aquel que no tiene siquiera conexión con los valores, símbolos o normas de donde se encuentra, un aislamiento que termina por absorber lo mejor de él y que tan solo deja al “Doctor Don Diego de Zama (…) el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada(…) un hombre sin miedo”, como ese mero fantasma de las glorias pasadas.
De esa misma forma, el director Miko Revereza encuentra a su padre en el cortometraje ensayístico Disintegration 93-96 (2017): “un hombre desintegrado, pero escondido detrás de la máscara del sentido de seguridad y estabilidad que debe proyectar a su familia”. Un padre que, buscando un mejor futuro, migró ilegalmente a Estados Unidos en 1990; tres años después, y cuando finalmente se estableció, trajo a su esposa e hijo al continente americano, pero para ese momento ese patriarca ya era un hombre diferente, transformado por la soledad y la ansiedad, derrotado por el sacrificio de sus ideales y su subordinación total al trabajo y a la explotación a la que el migrante está expuesto cuando es un indocumentado. Esta, como tantas, es la historia de una familia migrante que creyó en el “American Dream”, pero que de a pocos se desvaneció por la vulnerabilidad que genera el miedo a ser deportados.
Además, Disintegration 93-96 está hecho en su totalidad con videos caseros, que no solo actúan como testimonio de los sueños de la familia haciendo las cosas que la “American Way” les dictaba, sino también la materialización de un “ojo objetivo” que muestra a los Revereza no como indocumentados o ilegales, pero sí como una familia intentando ser feliz.
Así, este cortometraje es también un manifiesto de existencia, como el mismo Revereza lo verbaliza, un testimonio de que esta familia ha estado ahí, un grito de permanencia, resistencia e identidad, eso que precisamente se le ha arrebatado a los migrantes. Pruebas de que han estado, están y estarán aquí, con nosotros.
Mirando en perspectiva estos tres ejemplos de cómo el cine atestigua o construye la idea de migración, se observa que L’afrance y Disintegration 93-96 ejemplifican cómo los migrantes logran construir una identidad que supera las ideas de frontera y de origen-destino, a pesar de los constantes intentos institucionales por negárselas; mientras que Zama actúa como antítesis de estos hallazgos, puesto que su personaje principal, contrario a los Revereza o a El Hadj, nunca supo hallar sentido en otras tierras, nunca comprendió que su identidad no está atada a un espacio físico remoto sino a la forma en que se apropie de su espacio y tiempo presente, por eso, el patético criollo decidió esconderse detrás de una obsoleta máscara de civilización a la que nunca realmente perteneció.
Con estos ejemplos surge una valiosa pregunta para el cine (ficción, no-ficción, inspirado en supuestos históricos o imaginarios literarios): ante la crisis de identidad que supone la migración, ¿pueden los imaginarios que crea el cine ser parte de la construcción de una “identidad migrante” que exista por encima de las fronteras físicas, legales y de identidad? Para mí, que fui migrante, sí puede.
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ENCONTRANDO LA IDENTIDAD EN TIERRA LEJANA
La migración no se puede reducir al mero impulso biológico de buscar mejores condiciones de supervivencia, también es el resultado de una búsqueda de identidad, esa etérea construcción humana movilizada por los sueños y redefinida por su consecución.
Desde luego el cine ha intentado plasmar esta experiencia en la pantalla. Aquí se destacarán estas búsquedas cinematográficas desde tres obras que se alzan desde las periferias de la realización (Senegal, Argentina, Filipinas), historias que, a pesar de desarrollarse con muy distintas sensibilidades, manifiestan la ansiedad y la soledad de la migración, además de mostrar cómo un fallido mestizaje cultural puede, incluso, trastocar la identidad del migrante.
Con su primer largometraje, L’afrance (2001), Alain Gomis indaga el asunto de la migración a través del idealista El Hadj (Djolof Mbengue), un universitario senegalés en París que siempre ha sentido la responsabilidad de regresar a su tierra para aportar a su país con lo adquirido en Francia. Sin embargo, sus deseos, así como su identidad, empezarán a derrumbarse luego de tener un altercado que pondrá en riesgo su estatus migratorio. Indocumentado, tendrá que trabajar ilegalmente y allí empezará a cuestionarse su identidad. Paulatinamente, el hombre lúcido y optimista del comienzo se irá desmoronando atormentado por las contradicciones entre sus convicciones y los deseos no cumplidos.
Dicha con resignación por un personaje del film e inspirada en la vida de millones, la frase: "Los inmigrantes somos como los flamingos: un pie en el agua, otro en el aire y las alas dobladas", encapsula la esencia de L’afrance, pues con ella Gomis nos revela su entendimiento de la migración como ese incierto sentido de pertenencia y el cómo es vivir con la constante amenaza de que los sueños que alimentan esa migración se trunquen y, al final, se termine desdibujando la identidad propia.
Y aunque nunca lo verbalice con sus personajes, Gomis cuestiona también la hipocresía de occidente, que de un lado coloniza los sueños del migrante con unos supuestos de progreso y autoridad, solamente adquiribles en Europa, pero que por otro reduce a un sello –visa– la supuesta universalidad de la civilización y el acceso a ella, recordándole a cada momento, como un chantaje, que su estancia es temporal y que es mejor que regrese a “civilizar” la periferia de donde vino. Para contrarrestarlo, el franco-senegalés acude a lo onírico: lleva a El Hadj a una sabana de Senegal, rodeado de árboles y mucho verde, como invitando a una renuncia, a liberarse de esos sueños impuestos y descolonizarse de ellos con la búsqueda de la verdadera identidad, de una que exista por encima de las fronteras.
¿Y cómo sería la solidez de la idea de identidad para un representante criollo de la Corona española en el siglo XVIII? Este es uno de los múltiples puertos de llegada que nos ofrece Zama (Lucrecia Martel, 2017). Por esta línea, la película confronta la idea de civilización y las ilusiones con la patética vida de Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), un oficial que desde hace buen tiempo se encuentra establecido en un paisaje adusto, una tierra de nadie (hoy tierras del Paraguay), donde guarda la esperanza de ser reasignado a un nuevo puesto en Buenos Aires para poderse reencontrar con su familia y con la identidad que gradualmente ha ido perdiendo en tierras salvajes.
En el primer acto de la película se escucha cómo un prisionero, a modo de oráculo, le recita a Zama: “Hay un pez, que pasa la vida en vaivén, luchando para que el agua no le eche afuera, porque el agua le rechaza, el agua no le quiere. Estos fríos peces, tan apegados al elemento que los repele, emplean todas sus energías en la conquista de la permanencia. Nunca les vas a encontrar en la parte central del río, sino en las orillas”. Esta metáfora marca el destino que le espera al migrante, a la lucha que deberá enfrentar el resto de su vida por permanecer donde no es bienvenido. Repelido no solo por el agua (anhelos) que le da la vida, sino también por la naturaleza misma que, en contravía a lo que Gomis soñó como lugar de iluminación y encuentro con la identidad, Martel usará como la prisión a la que Zama, el migrante civilizador, ha sido condenado. Una naturaleza como espacio de condena que subvertirá los supuestos con que llegó el colonizador a América: anhelos de un nuevo comienzo, creación de riqueza –el Dorado– y avasallamiento de la misma naturaleza. Así, Don Diego será el desecho que represente el fracaso de las ideas del Viejo Mundo, pues si bien es irrefutable que la Colonia transformó el paisaje físico y cultural del Nuevo Mundo, también es cierto que lo que inicialmente lo motivó a venir no tuvo los resultados esperados.
Al final, se verá al patético Zama sin manos, un hombre roto en su corporeidad, con el espíritu derrotado y la identidad desdibujada. Una representación de esa soledad moral, definida por el psicólogo Erich Fromm como la de aquel que no tiene siquiera conexión con los valores, símbolos o normas de donde se encuentra, un aislamiento que termina por absorber lo mejor de él y que tan solo deja al “Doctor Don Diego de Zama (…) el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada(…) un hombre sin miedo”, como ese mero fantasma de las glorias pasadas.
De esa misma forma, el director Miko Revereza encuentra a su padre en el cortometraje ensayístico Disintegration 93-96 (2017): “un hombre desintegrado, pero escondido detrás de la máscara del sentido de seguridad y estabilidad que debe proyectar a su familia”. Un padre que, buscando un mejor futuro, migró ilegalmente a Estados Unidos en 1990; tres años después, y cuando finalmente se estableció, trajo a su esposa e hijo al continente americano, pero para ese momento ese patriarca ya era un hombre diferente, transformado por la soledad y la ansiedad, derrotado por el sacrificio de sus ideales y su subordinación total al trabajo y a la explotación a la que el migrante está expuesto cuando es un indocumentado. Esta, como tantas, es la historia de una familia migrante que creyó en el “American Dream”, pero que de a pocos se desvaneció por la vulnerabilidad que genera el miedo a ser deportados.
Además, Disintegration 93-96 está hecho en su totalidad con videos caseros, que no solo actúan como testimonio de los sueños de la familia haciendo las cosas que la “American Way” les dictaba, sino también la materialización de un “ojo objetivo” que muestra a los Revereza no como indocumentados o ilegales, pero sí como una familia intentando ser feliz.
Así, este cortometraje es también un manifiesto de existencia, como el mismo Revereza lo verbaliza, un testimonio de que esta familia ha estado ahí, un grito de permanencia, resistencia e identidad, eso que precisamente se le ha arrebatado a los migrantes. Pruebas de que han estado, están y estarán aquí, con nosotros.
Mirando en perspectiva estos tres ejemplos de cómo el cine atestigua o construye la idea de migración, se observa que L’afrance y Disintegration 93-96 ejemplifican cómo los migrantes logran construir una identidad que supera las ideas de frontera y de origen-destino, a pesar de los constantes intentos institucionales por negárselas; mientras que Zama actúa como antítesis de estos hallazgos, puesto que su personaje principal, contrario a los Revereza o a El Hadj, nunca supo hallar sentido en otras tierras, nunca comprendió que su identidad no está atada a un espacio físico remoto sino a la forma en que se apropie de su espacio y tiempo presente, por eso, el patético criollo decidió esconderse detrás de una obsoleta máscara de civilización a la que nunca realmente perteneció.
Con estos ejemplos surge una valiosa pregunta para el cine (ficción, no-ficción, inspirado en supuestos históricos o imaginarios literarios): ante la crisis de identidad que supone la migración, ¿pueden los imaginarios que crea el cine ser parte de la construcción de una “identidad migrante” que exista por encima de las fronteras físicas, legales y de identidad? Para mí, que fui migrante, sí puede.
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