La nueva película de Mamoru Hosoda, Mirai (Mirai no Mirai, 2018), se presentará en el FICCI 59, sección Ficciones de acullá. Oscar Cabrera revisa el cine de este japonés.
Hace mucho tiempo, el animador japonés Mamoru Hosoda, con camino recorrido en las prestigiosas productoras de animación Toei y Madhouse, tuvo la oportunidad de dirigir la cinta El castillo ambulante para los legendarios Estudios Ghibli. Sin embargo, tuvo problemas para adaptar la novela en que se basa y no consiguió concretar un storyboard definitivo para empezar, por lo que salió del proyecto y Hayao Miyasaki, el legendario co-fundador del estudio, tomaría las riendas del proyecto.
A la larga fue mucho mejor para Hosoda, pues ahora, con mayor experiencia, podría liberar su fértil imaginación y crear mundos cautivadores y exuberantes con un estilo visual muy personal, “una real marca de la casa”, acercándose a géneros como la ciencia ficción o la fantasía. Largometrajes excepcionales que, por encima de su esplendor estético, casi todos concebidos en su propio estudio, Chizu, explorarían inquietudes, búsquedas y demás gamas de las experiencias o comportamientos humanos.
Actos y decisiones
La chica que saltaba a través del tiempo (Toki wo Kakeru Shoujo, 2006) es la historia de Makoto, una estudiante de secundaria con la habilidad recién descubierta de viajar en el tiempo, concretamente a unos momentos en su pasado. Al principio la utiliza con intenciones egoístas, sin pensar en las consecuencias y creyendo que todos sus cambios son buenos; no obstante, llegan las repercusiones por sus acciones, y el futuro se torna cada vez más difuso.
Aquí se abordan los temores e incertidumbres del porvenir de una manera directa, muy bien contada, y en un tono aparentemente ligero, pero que, en diálogos concisos y breves silencios, transmite las marcas sensibles de una protagonista cuya transformación interna es abismal ante los típicos cambios externos al espacio-tiempo y sus efectos. Al jugar con las elecciones y los sentimientos de la gente que conoce, reorientando sus vidas y evadiendo al principio sus propias emociones o pensamientos acerca de su situación existencial, el golpe será muy duro cuando sea consciente de que aquellas modificaciones no solo perjudicaron a los que la rodean, sino que inclusive llegó a trastocar su identidad y lo que ella creía saber sobre sí misma.
La película es efectiva en la manera honesta y verosímil de plasmar la urgencia de Makoto por confrontar y enmendar sus errores, y funciona como recordatorio de valorar los momentos breves pero significativos del transcurrir vital, pues no todo dura y, por ello, hay que atesorar las memorias que nos dejan avanzar y no estancarnos en un bucle intentando recrear aquello del ayer que nos impide continuar, aceptando con madurez que las cosas no siempre salen como uno las imagina.
En Summer Wars (Sama Wozu, 2009), Hosodaprolonga también la idea del peso de las acciones, pero ahora alrededor de los vínculos familiares –armónicos o disfuncionales–, elemento que se volverá otra constante dentro de su obra. Las conexiones humanas en general y la inherente necesidad de cimentarlas o remendarlas –en caso de que se rompan por cargas o rencillas pasadas– se volverán también la estructura esencial en la filmografía de este realizador japonés.
Nuestro protagonista es Kenji, también un estudiante de secundaria, tímido y reservado, muy hábil en matemáticas y que pasa gran parte de su tiempo en un entorno virtual llamado OZ. En una ocasión especial, Natsuki, su compañera de escuela, le propone acompañarla a pasar vacaciones en la hacienda de su familia; él acepta. Luego, en medio de la celebración del cumpleaños noventa de la bisabuela de su amiga, la matriarca de una familia cuya tradición se remonta a periodos antiguos en Japón, Kenji es falsamente acusado de hackear OZ. La culpa es en realidad de una inteligencia artificial que está descontrolando dicha red, por lo que Kenji, sin proponérselo, termina involucrando a toda la familia de Natsuki en una carrera contra el tiempo para resolver esta crisis que podría poner en peligro a todo el mundo.
Similar en cierta ligereza a su anterior película, también con instantes cómicos, esta dinámica aventura de ciencia-ficción sobre una potencial hecatombe social, política y económica, causada por un incidente de terrorismo informático, introduce y desarrolla con efectividad delicados temas como la desconexión familiar, la evasión o apatía por la dependencia tecnológica en el desmedido uso de los medios digitales –haciendo un paralelo con las redes sociales–, el temor a la soledad o el autoengaño. Todo ello durante el progreso de sus simpáticos personajes con cambios contundentes y tomando decisiones cruciales que desembocan en una esperanzadora conclusión, no solo para Kenji, su protagonista, que se encuentra a sí mismo al hacerse responsable por sus actos, sino para Natsuki y su familia, que restablecen y fortalecen su conexión al superar viejos conflictos y culpas acumuladas por muchos años.
Sin caer en sermones, la película invita a una reflexión: no es solo la importancia de restablecer uniones familiares o humanas, sino la necesidad y lo urgente de conservarlas hoy en una modernidad en la que hace falta preocuparse más por el prójimo.
La responsabilidad y la fortaleza familiar
Los niños lobo Ame y Yuki (Okami Kodomo no Ame to Yuki, 2012) representa el refinamiento narrativo, técnico y emocional de Hosoda, cuando, ahora en el género fantástico, ahonda con mayor profundidad en la intimidad de los seres en pantalla, dentro y fuera de un grupo familiar, cada uno buscando la afirmación de su identidad.
Hana es una estudiante universitaria que se enamora de un solitario hombre lobo. Comienzan a vivir juntos y comparten una vida tranquila, con un amor tan sincero que se materializa en el nacimiento de una niña, Yuki, y luego un niño, Ame. Sin embargo, por un suceso desafortunado, su amado muere y ella sola debe hacerse cargo de ambos niños, una tarea titánica por las características especiales de sus hijos.
Es una obra que pone énfasis en la fortaleza de los vínculos afectivos, la responsabilidad con la familia y, también, en la determinación del espíritu ante una vida cambiante. Al presentar una aproximación más realista y sutil, se configura una disposición en la que las miradas, los gestos y los silencios son relevantes para delinear y navegar por unos personajes que en verdad se escuchan, actúan, piensan y aman como personas. Un relato de fascinante gracia y aparente sencillez, que guarda una carga sentimental verdaderamente densa, preocupándose por balancear el devenir de sus personajes con una sobria y envolvente estética, mientras se toma el tiempo para desarrollar y concretar lo que desea contar.
En sus trabajos previos, Mamoru Hosoda daba pinceladas dramáticas, pero aquí ofrece una gama de entrañables texturas y pigmentos emocionales dentro de un contenido y hermoso relato, cuyas transiciones sentimentales en los personajes son casi imperceptibles. Además de enriquecer las indagaciones de su creador sobre la identidad, las elecciones, la madurez, el peso y la repercusión de nuestras decisiones y la búsqueda del propósito vital, es también un retrato familiar con una bien expuesta y sustentada visión alentadora sobre la condición humana.
Con El niño y la bestia (Bakemono no ko, 2015),Hosoda continúa explorando el ambiente fantástico, pero ahora por medio de la construcción de un universo mitológico y paralelo al nuestro, que se nos revelará de forma ideal para ampliar los temas y conceptos que mejor domina.
Ren, un niño de nueve años, su madre ha muerto e ignora el paradero de su padre, escapa de sus tutores legales lleno de ira, sin poder asimilar su pérdida. Deambulando solo por las calles, por accidente entra a un portal hacia otra dimensión: el mundo de las bestias. En ese momento, el Gran Maestro de artes marciales y líder de ese lugar desea retirarse y reencarnar en una deidad, por lo que ha seleccionado dos posibles sucesores: Iozen, el guerrero favorito de todos allí, con muchos aprendices, y Kumatetsu, un talentoso peleador solitario y airado, al igual que Ren.
Con la esperanza de orientar a Kumatetsu, el Gran Maestro le sugiere que busque un discípulo para que aprenda paciencia y humildad, y así ser apto para sucederlo. Ren termina siendo el aprendiz de Kumatetsu y, aunque su relación al principio es conflictiva o disfuncional, consiguen después encontrar cierto equilibrio; no obstante, Ren, por accidente, termina regresando a su mundo y tendrá que enfrentar aquel pasado que aún oprime su interior.
Más allá de su relación de maestro-alumno –roles intercambiables a lo largo de la cinta–, esta pareja forma un particular vínculo que oscila entre la paternidad y la hermandad disfuncional, una familia sin lazos sanguíneos.
Parecen duros entre ellos y toscos en trato, con conflictos o peleas iníciales, pero en realidad van aprendiendo uno del otro, mientras se conocen y toleran, aunque conserven su fuerte temperamento. Mientras más interactúan, surge una cercanía real con respeto, preocupación y afecto mutuo. Comparten a su modo las responsabilidades que cada uno tiene con sus entornos, sus actos, su pasado y el camino de su vida.
El principal atractivo de la película, y como es habitual en Mamoru, no es el espectáculo visual de fantasía y acción (siempre increíblemente animada), sino el autodescubrimiento, las interacciones y las conexiones entre los protagonistas. El meollo del asunto reside en cómo los personajes dejan a un lado los orgullos y la ira para aceptar las falencias, hacer conciencia y luchar por mejorar física y espiritualmente.
Al final, ambos personajes confrontan sus miedos y barreras emocionales, convirtiéndose en verdaderos guerreros capaces de combatir a sus legítimos oponentes: ellos mismos. El niño enfrenta su pérdida y se fortalece, a la vez que la bestia se vuelve más sabia, siempre descubriendo quiénes son.
El presente y el futuro de Mamoru
Y hemos llegado hasta Mirai (Mirai no Mirai, 2018), donde se continúa desglosando un alma en constante crecimiento, aunque más pura o inocente, al ser un relato que se mueve desde la perspectiva de un niño pequeño, que a pesar de su edad, afronta el pasado de su familia y su impacto en él.
Kun tiene cuatro años. Era el centro de atención para sus padres en un hogar muy tranquilo. Todo cambia cuando nace Mirai, su nueva hermanita. Ahora los adultos le prestan mayor atención a ella. Kun, celoso, se comporta como un niño mimado y molesto con todos; sin embargo, un día se le aparece una adolescente en el jardín de su casa que resulta ser su hermana, viene del futuro para enseñarle a valorar a sus padres y a ella. Entonces el niño, guiado por su hermana ya grande, viaja en el tiempo hacia momentos que lo marcarán profundamente.
Mirai no se conforma solo con mostrarle a Kun cómo irá a crecer (lo vemos enfrentando en su futuro conocimientos, actitudes, sensaciones, sentimientos) sino que lo lleva, además, por una introspección a la memoria histórica de su familia, más allá de sus padres, él y su hermana. Le enseña cómo cada acto, evento o decisión recurrente determina lo que somos, algo muy vasto que cala en lo más hondo del puro y receptivo interior del niño, que en su travesía va apreciando cada vez más a las personas que ama y lo aman.
En sus viajes, el niño aprende de los aciertos o los errores de todos sus familiares, que son antecedentes de gran resonancia emocional y psicológica en su presente y porvenir, lo cual asimila desde su condición con reacciones muy realistas y pensamientos sencillos, aunque cautivadores y honestos.
Es una aventura alucinante, con retazos alegóricos muy interesantes, que ofrece una exploración libre e incisiva sobre lo que significa ser humano. Huye de los clichés melodramáticos de la animación y toma un camino reflexivo y sincero, repleto de matices y muy alejado de ser un producto motivacional, complaciente, orientado a la moraleja simple.
El ser está en perpetua evolución, y todo ese proceso lo ha plasmado Mamoru Hosoda en una obra con una clara sensibilidad para escudriñar las etapas del alma humana. Muestra siempre un compromiso y afecto genuino por esas criaturas suyas, continuamente entre júbilos y tristezas, que buscan su lugar en el mundo y que están acompañados por sus seres queridos. De ese modo, exalta sin artificialidad ni prejuicio los esfuerzos por perseverar ante las enrevesadas y ambiguas rutas de la existencia de sus personajes, siempre con una esperanza real que inspira, sobre todo frente a la difícil actualidad.
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FANTÁSTICA HUMANIDAD. EL CINE DE MAMORU HOSODA
La nueva película de Mamoru Hosoda, Mirai (Mirai no Mirai, 2018), se presentará en el FICCI 59, sección Ficciones de acullá. Oscar Cabrera revisa el cine de este japonés.
Hace mucho tiempo, el animador japonés Mamoru Hosoda, con camino recorrido en las prestigiosas productoras de animación Toei y Madhouse, tuvo la oportunidad de dirigir la cinta El castillo ambulante para los legendarios Estudios Ghibli. Sin embargo, tuvo problemas para adaptar la novela en que se basa y no consiguió concretar un storyboard definitivo para empezar, por lo que salió del proyecto y Hayao Miyasaki, el legendario co-fundador del estudio, tomaría las riendas del proyecto.
A la larga fue mucho mejor para Hosoda, pues ahora, con mayor experiencia, podría liberar su fértil imaginación y crear mundos cautivadores y exuberantes con un estilo visual muy personal, “una real marca de la casa”, acercándose a géneros como la ciencia ficción o la fantasía. Largometrajes excepcionales que, por encima de su esplendor estético, casi todos concebidos en su propio estudio, Chizu, explorarían inquietudes, búsquedas y demás gamas de las experiencias o comportamientos humanos.
Actos y decisiones
La chica que saltaba a través del tiempo (Toki wo Kakeru Shoujo, 2006) es la historia de Makoto, una estudiante de secundaria con la habilidad recién descubierta de viajar en el tiempo, concretamente a unos momentos en su pasado. Al principio la utiliza con intenciones egoístas, sin pensar en las consecuencias y creyendo que todos sus cambios son buenos; no obstante, llegan las repercusiones por sus acciones, y el futuro se torna cada vez más difuso.
Aquí se abordan los temores e incertidumbres del porvenir de una manera directa, muy bien contada, y en un tono aparentemente ligero, pero que, en diálogos concisos y breves silencios, transmite las marcas sensibles de una protagonista cuya transformación interna es abismal ante los típicos cambios externos al espacio-tiempo y sus efectos. Al jugar con las elecciones y los sentimientos de la gente que conoce, reorientando sus vidas y evadiendo al principio sus propias emociones o pensamientos acerca de su situación existencial, el golpe será muy duro cuando sea consciente de que aquellas modificaciones no solo perjudicaron a los que la rodean, sino que inclusive llegó a trastocar su identidad y lo que ella creía saber sobre sí misma.
La película es efectiva en la manera honesta y verosímil de plasmar la urgencia de Makoto por confrontar y enmendar sus errores, y funciona como recordatorio de valorar los momentos breves pero significativos del transcurrir vital, pues no todo dura y, por ello, hay que atesorar las memorias que nos dejan avanzar y no estancarnos en un bucle intentando recrear aquello del ayer que nos impide continuar, aceptando con madurez que las cosas no siempre salen como uno las imagina.
En Summer Wars (Sama Wozu, 2009), Hosoda prolonga también la idea del peso de las acciones, pero ahora alrededor de los vínculos familiares –armónicos o disfuncionales–, elemento que se volverá otra constante dentro de su obra. Las conexiones humanas en general y la inherente necesidad de cimentarlas o remendarlas –en caso de que se rompan por cargas o rencillas pasadas– se volverán también la estructura esencial en la filmografía de este realizador japonés.
Nuestro protagonista es Kenji, también un estudiante de secundaria, tímido y reservado, muy hábil en matemáticas y que pasa gran parte de su tiempo en un entorno virtual llamado OZ. En una ocasión especial, Natsuki, su compañera de escuela, le propone acompañarla a pasar vacaciones en la hacienda de su familia; él acepta. Luego, en medio de la celebración del cumpleaños noventa de la bisabuela de su amiga, la matriarca de una familia cuya tradición se remonta a periodos antiguos en Japón, Kenji es falsamente acusado de hackear OZ. La culpa es en realidad de una inteligencia artificial que está descontrolando dicha red, por lo que Kenji, sin proponérselo, termina involucrando a toda la familia de Natsuki en una carrera contra el tiempo para resolver esta crisis que podría poner en peligro a todo el mundo.
Similar en cierta ligereza a su anterior película, también con instantes cómicos, esta dinámica aventura de ciencia-ficción sobre una potencial hecatombe social, política y económica, causada por un incidente de terrorismo informático, introduce y desarrolla con efectividad delicados temas como la desconexión familiar, la evasión o apatía por la dependencia tecnológica en el desmedido uso de los medios digitales –haciendo un paralelo con las redes sociales–, el temor a la soledad o el autoengaño. Todo ello durante el progreso de sus simpáticos personajes con cambios contundentes y tomando decisiones cruciales que desembocan en una esperanzadora conclusión, no solo para Kenji, su protagonista, que se encuentra a sí mismo al hacerse responsable por sus actos, sino para Natsuki y su familia, que restablecen y fortalecen su conexión al superar viejos conflictos y culpas acumuladas por muchos años.
Sin caer en sermones, la película invita a una reflexión: no es solo la importancia de restablecer uniones familiares o humanas, sino la necesidad y lo urgente de conservarlas hoy en una modernidad en la que hace falta preocuparse más por el prójimo.
La responsabilidad y la fortaleza familiar
Los niños lobo Ame y Yuki (Okami Kodomo no Ame to Yuki, 2012) representa el refinamiento narrativo, técnico y emocional de Hosoda, cuando, ahora en el género fantástico, ahonda con mayor profundidad en la intimidad de los seres en pantalla, dentro y fuera de un grupo familiar, cada uno buscando la afirmación de su identidad.
Hana es una estudiante universitaria que se enamora de un solitario hombre lobo. Comienzan a vivir juntos y comparten una vida tranquila, con un amor tan sincero que se materializa en el nacimiento de una niña, Yuki, y luego un niño, Ame. Sin embargo, por un suceso desafortunado, su amado muere y ella sola debe hacerse cargo de ambos niños, una tarea titánica por las características especiales de sus hijos.
Es una obra que pone énfasis en la fortaleza de los vínculos afectivos, la responsabilidad con la familia y, también, en la determinación del espíritu ante una vida cambiante. Al presentar una aproximación más realista y sutil, se configura una disposición en la que las miradas, los gestos y los silencios son relevantes para delinear y navegar por unos personajes que en verdad se escuchan, actúan, piensan y aman como personas. Un relato de fascinante gracia y aparente sencillez, que guarda una carga sentimental verdaderamente densa, preocupándose por balancear el devenir de sus personajes con una sobria y envolvente estética, mientras se toma el tiempo para desarrollar y concretar lo que desea contar.
En sus trabajos previos, Mamoru Hosoda daba pinceladas dramáticas, pero aquí ofrece una gama de entrañables texturas y pigmentos emocionales dentro de un contenido y hermoso relato, cuyas transiciones sentimentales en los personajes son casi imperceptibles. Además de enriquecer las indagaciones de su creador sobre la identidad, las elecciones, la madurez, el peso y la repercusión de nuestras decisiones y la búsqueda del propósito vital, es también un retrato familiar con una bien expuesta y sustentada visión alentadora sobre la condición humana.
Con El niño y la bestia (Bakemono no ko, 2015), Hosoda continúa explorando el ambiente fantástico, pero ahora por medio de la construcción de un universo mitológico y paralelo al nuestro, que se nos revelará de forma ideal para ampliar los temas y conceptos que mejor domina.
Ren, un niño de nueve años, su madre ha muerto e ignora el paradero de su padre, escapa de sus tutores legales lleno de ira, sin poder asimilar su pérdida. Deambulando solo por las calles, por accidente entra a un portal hacia otra dimensión: el mundo de las bestias. En ese momento, el Gran Maestro de artes marciales y líder de ese lugar desea retirarse y reencarnar en una deidad, por lo que ha seleccionado dos posibles sucesores: Iozen, el guerrero favorito de todos allí, con muchos aprendices, y Kumatetsu, un talentoso peleador solitario y airado, al igual que Ren.
Con la esperanza de orientar a Kumatetsu, el Gran Maestro le sugiere que busque un discípulo para que aprenda paciencia y humildad, y así ser apto para sucederlo. Ren termina siendo el aprendiz de Kumatetsu y, aunque su relación al principio es conflictiva o disfuncional, consiguen después encontrar cierto equilibrio; no obstante, Ren, por accidente, termina regresando a su mundo y tendrá que enfrentar aquel pasado que aún oprime su interior.
Más allá de su relación de maestro-alumno –roles intercambiables a lo largo de la cinta–, esta pareja forma un particular vínculo que oscila entre la paternidad y la hermandad disfuncional, una familia sin lazos sanguíneos.
Parecen duros entre ellos y toscos en trato, con conflictos o peleas iníciales, pero en realidad van aprendiendo uno del otro, mientras se conocen y toleran, aunque conserven su fuerte temperamento. Mientras más interactúan, surge una cercanía real con respeto, preocupación y afecto mutuo. Comparten a su modo las responsabilidades que cada uno tiene con sus entornos, sus actos, su pasado y el camino de su vida.
El principal atractivo de la película, y como es habitual en Mamoru, no es el espectáculo visual de fantasía y acción (siempre increíblemente animada), sino el autodescubrimiento, las interacciones y las conexiones entre los protagonistas. El meollo del asunto reside en cómo los personajes dejan a un lado los orgullos y la ira para aceptar las falencias, hacer conciencia y luchar por mejorar física y espiritualmente.
Al final, ambos personajes confrontan sus miedos y barreras emocionales, convirtiéndose en verdaderos guerreros capaces de combatir a sus legítimos oponentes: ellos mismos. El niño enfrenta su pérdida y se fortalece, a la vez que la bestia se vuelve más sabia, siempre descubriendo quiénes son.
El presente y el futuro de Mamoru
Y hemos llegado hasta Mirai (Mirai no Mirai, 2018), donde se continúa desglosando un alma en constante crecimiento, aunque más pura o inocente, al ser un relato que se mueve desde la perspectiva de un niño pequeño, que a pesar de su edad, afronta el pasado de su familia y su impacto en él.
Kun tiene cuatro años. Era el centro de atención para sus padres en un hogar muy tranquilo. Todo cambia cuando nace Mirai, su nueva hermanita. Ahora los adultos le prestan mayor atención a ella. Kun, celoso, se comporta como un niño mimado y molesto con todos; sin embargo, un día se le aparece una adolescente en el jardín de su casa que resulta ser su hermana, viene del futuro para enseñarle a valorar a sus padres y a ella. Entonces el niño, guiado por su hermana ya grande, viaja en el tiempo hacia momentos que lo marcarán profundamente.
Mirai no se conforma solo con mostrarle a Kun cómo irá a crecer (lo vemos enfrentando en su futuro conocimientos, actitudes, sensaciones, sentimientos) sino que lo lleva, además, por una introspección a la memoria histórica de su familia, más allá de sus padres, él y su hermana. Le enseña cómo cada acto, evento o decisión recurrente determina lo que somos, algo muy vasto que cala en lo más hondo del puro y receptivo interior del niño, que en su travesía va apreciando cada vez más a las personas que ama y lo aman.
En sus viajes, el niño aprende de los aciertos o los errores de todos sus familiares, que son antecedentes de gran resonancia emocional y psicológica en su presente y porvenir, lo cual asimila desde su condición con reacciones muy realistas y pensamientos sencillos, aunque cautivadores y honestos.
Es una aventura alucinante, con retazos alegóricos muy interesantes, que ofrece una exploración libre e incisiva sobre lo que significa ser humano. Huye de los clichés melodramáticos de la animación y toma un camino reflexivo y sincero, repleto de matices y muy alejado de ser un producto motivacional, complaciente, orientado a la moraleja simple.
El ser está en perpetua evolución, y todo ese proceso lo ha plasmado Mamoru Hosoda en una obra con una clara sensibilidad para escudriñar las etapas del alma humana. Muestra siempre un compromiso y afecto genuino por esas criaturas suyas, continuamente entre júbilos y tristezas, que buscan su lugar en el mundo y que están acompañados por sus seres queridos. De ese modo, exalta sin artificialidad ni prejuicio los esfuerzos por perseverar ante las enrevesadas y ambiguas rutas de la existencia de sus personajes, siempre con una esperanza real que inspira, sobre todo frente a la difícil actualidad.
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