Gracias por la invitación a participar en el hit parade comunitario del cine doméstico. Tan pronto como recibí tu mensaje estuve merodeando por los títulos registrados en el transcurso de la década y la natación en su energía creativa tuvo en mí un efecto paradójico: a su vigor reaccioné con desaliento. Constaté que los milagros hechos imágenes filmadas en el reino del Sagrado Corazón de Jesús son el resultado de una larga búsqueda, que acaso se prolongue en el tiempo cuando la precariedad narrativa en el entorno local continúa buceando en la búsqueda de un lenguaje que dialogue con su espectador sin los balbuceos con los que se avanza a nivel imaginario. Tanto en el cine como en la literatura hay una ansiedad de militancia testimonial, que recae al interior de las fronteras nacionales por varias razones, la más legítima de todas, la necesidad de comprender de qué se trata el laberinto del país a través de una cámara o en el paisaje prolongado de una novela, contrastante con una razón que me parece dudosa: la mala conciencia. La tragedia de la violencia ha cifrado una retórica –al menos en dos de sus acepciones: como el arte del bien decir de una manera eficaz para lograr el propósito emocional de un idioma y como la utilización desmesurada de esa misma retórica–, en la que se comprueba el oficio de los realizadores como artesanos adiestrados en los rudimentos de su arte, una condición resuelta por la tecnología al servicio de la forma, teniendo cada geografía un matiz mucho más inspirador que el formal por los dilemas que sugiere: la manera como se moldean en un país los criterios para acercarnos al mundo. Fue entonces cuando el desaliento me agobió. Descubrí que el cine, en líneas generales, se esfuerza por vencer la levedad de sus reflexiones; que su distancia, por ejemplo, con el pensamiento literario, es abismal, quizás por una historia mucho más extensa en el país del oficio narrativo y sus dilemas; que los criterios entre el cine y la literatura se distinguen por sus argumentos, así como por la diferencia en la actitud y el aprendizaje ante el fragmento de la historia que les ha tocado en suerte a un lector y a un cinéfilo –un adjetivo enaltecido por el coleccionismo de títulos antes que por la agudeza ante el fenómeno que representa una película–. Tomo como ejemplo el escenario del río como paisaje flotante y cementerio en el que nadan los cadáveres del Sa(n)grado Corazón de Jesús. Los tomos cinematográficos, filmados desde El río de las tumbas, de Luzardo, han fluido como un territorio acuático en el que los realizadores, con buena o mala fortuna, hacen de sus películas denuncias, sublimadas moralmente por el juicio que se hace a la miseria humana en la oscuridad de la barbarie. Tantas películas fluviales, reflejadas entre sí, me sugieren un enigma: ¿se filma por una necesidad visceral de contar un relato o porque la realidad nos ofrece historias tan estremecedoras que la sociología se impone como un argumento contundente para que el juicio moral aventaje al creativo? La galería de los monstruos hechos cine me sitúa en la suspicacia cuando también me pregunto cuál será el mundo personal del narrador y qué tan sincero puede ser alguien interesado en acercarse a realidades distantes de ese mundo, privilegiándose implícitamente cuando intenta redimir el canibalismo local. Un matiz creativo que también descubro, paralelamente, en otro orden de la vida nacional, limitado por la recurrencia en los juicios de autoridad que animan los argumentos locales. Vampirizamos cotidianamente al tipo de tótems de granito que suavizan nuestra vergüenza –pues Colombia es un país que se enaltece con los héroes que cruzan la frontera, como si hubieran viajado a otro planeta, y redimen la escasez de logros al interior de esa frontera, festejando de manera hiperbólica las aventuras deportivas y el asombro que nos puede producir la mención de un nativo en la Nasa, en Estocolmo o en las galerías europeas que recompensan con justicia el talento–. Evoco entonces una puesta en escena que también se repite de manera infalible: cuando se estrena una película en un festival doméstico, con el equipo de producción en la sala, el final es aplaudido como si el film fuera a cambiar el rumbo de la civilización de Occidente, entrando la película, con el tiempo, después del alboroto épico del estreno, en la rutina que le resta el entusiasmo a su desmesura cuando el rechazo de parte de su público inmediato comprueba que “los héroes culturales” reflejados en el espejo de sus baños no son mas que seres humanos definidos por sus circunstancias. Sí, es cierto, nos han premiado en distintos festivales. Pero a los jurados de esos mismos festivales deberíamos hacerles una revisión antropológica: ¿en realidad premian al cine o a la idea que tienen del cine hecho en América como experiencia para complacer el exotismo de un público distante, que se puede conmover con la miseria tropical, más aún si el tono truculento incomoda moralmente? Todas estas son nociones discutibles, sin duda, pero así quiero explicarte por qué me margino de participar en el hit parade que me pides en términos cinematográficos, pues soy consciente de que ideas como estas siempre serán secundarias ante el hecho cumplido de un film que, tan pronto como ilumina una sala, ya hace parte de la historia. Con un abrazo tan largo como un río kilométrico,
Hugo
PD : A pesar de todo, Pablo querido, te envío los títulos de algunas películas realizadas en la década de 2010, excepcionales y al margen de las rutinas narrativas en el país del Divino Niño, donde hacer cine es un milagro; películas que se sitúan en el laberinto del ser humano donde el entorno, rural o urbano, es un accidente geográfico en el que se revelan sus dilemas con el tono de la autenticidad.
Beatriz González: ¿Por qué llora si ya reí? (Diego García-Moreno, 2010)
El páramo (Jaime Osorio Márquez, 2011)
Apaporis (Antonio Dorado, 2012)
Réquiem NN (Juan Manuel Echavarría, 2012)
La sirga (William Vega, 2012)
Señoritas (Lina Rodríguez, 2013)
La tierra y la sombra (César Acevedo, 2015)
Gente de bien (Franco Lolli, 2015)
Señorita María, la falda de la montaña (Rubén Mendoza, 2017)
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CORRESPONDENCIA
Laboratorios Frankenstein, 20/IX/2020
Pablo queridísimo:
Gracias por la invitación a participar en el hit parade comunitario del cine doméstico. Tan pronto como recibí tu mensaje estuve merodeando por los títulos registrados en el transcurso de la década y la natación en su energía creativa tuvo en mí un efecto paradójico: a su vigor reaccioné con desaliento. Constaté que los milagros hechos imágenes filmadas en el reino del Sagrado Corazón de Jesús son el resultado de una larga búsqueda, que acaso se prolongue en el tiempo cuando la precariedad narrativa en el entorno local continúa buceando en la búsqueda de un lenguaje que dialogue con su espectador sin los balbuceos con los que se avanza a nivel imaginario. Tanto en el cine como en la literatura hay una ansiedad de militancia testimonial, que recae al interior de las fronteras nacionales por varias razones, la más legítima de todas, la necesidad de comprender de qué se trata el laberinto del país a través de una cámara o en el paisaje prolongado de una novela, contrastante con una razón que me parece dudosa: la mala conciencia. La tragedia de la violencia ha cifrado una retórica –al menos en dos de sus acepciones: como el arte del bien decir de una manera eficaz para lograr el propósito emocional de un idioma y como la utilización desmesurada de esa misma retórica–, en la que se comprueba el oficio de los realizadores como artesanos adiestrados en los rudimentos de su arte, una condición resuelta por la tecnología al servicio de la forma, teniendo cada geografía un matiz mucho más inspirador que el formal por los dilemas que sugiere: la manera como se moldean en un país los criterios para acercarnos al mundo. Fue entonces cuando el desaliento me agobió. Descubrí que el cine, en líneas generales, se esfuerza por vencer la levedad de sus reflexiones; que su distancia, por ejemplo, con el pensamiento literario, es abismal, quizás por una historia mucho más extensa en el país del oficio narrativo y sus dilemas; que los criterios entre el cine y la literatura se distinguen por sus argumentos, así como por la diferencia en la actitud y el aprendizaje ante el fragmento de la historia que les ha tocado en suerte a un lector y a un cinéfilo –un adjetivo enaltecido por el coleccionismo de títulos antes que por la agudeza ante el fenómeno que representa una película–. Tomo como ejemplo el escenario del río como paisaje flotante y cementerio en el que nadan los cadáveres del Sa(n)grado Corazón de Jesús. Los tomos cinematográficos, filmados desde El río de las tumbas, de Luzardo, han fluido como un territorio acuático en el que los realizadores, con buena o mala fortuna, hacen de sus películas denuncias, sublimadas moralmente por el juicio que se hace a la miseria humana en la oscuridad de la barbarie. Tantas películas fluviales, reflejadas entre sí, me sugieren un enigma: ¿se filma por una necesidad visceral de contar un relato o porque la realidad nos ofrece historias tan estremecedoras que la sociología se impone como un argumento contundente para que el juicio moral aventaje al creativo? La galería de los monstruos hechos cine me sitúa en la suspicacia cuando también me pregunto cuál será el mundo personal del narrador y qué tan sincero puede ser alguien interesado en acercarse a realidades distantes de ese mundo, privilegiándose implícitamente cuando intenta redimir el canibalismo local. Un matiz creativo que también descubro, paralelamente, en otro orden de la vida nacional, limitado por la recurrencia en los juicios de autoridad que animan los argumentos locales. Vampirizamos cotidianamente al tipo de tótems de granito que suavizan nuestra vergüenza –pues Colombia es un país que se enaltece con los héroes que cruzan la frontera, como si hubieran viajado a otro planeta, y redimen la escasez de logros al interior de esa frontera, festejando de manera hiperbólica las aventuras deportivas y el asombro que nos puede producir la mención de un nativo en la Nasa, en Estocolmo o en las galerías europeas que recompensan con justicia el talento–. Evoco entonces una puesta en escena que también se repite de manera infalible: cuando se estrena una película en un festival doméstico, con el equipo de producción en la sala, el final es aplaudido como si el film fuera a cambiar el rumbo de la civilización de Occidente, entrando la película, con el tiempo, después del alboroto épico del estreno, en la rutina que le resta el entusiasmo a su desmesura cuando el rechazo de parte de su público inmediato comprueba que “los héroes culturales” reflejados en el espejo de sus baños no son mas que seres humanos definidos por sus circunstancias. Sí, es cierto, nos han premiado en distintos festivales. Pero a los jurados de esos mismos festivales deberíamos hacerles una revisión antropológica: ¿en realidad premian al cine o a la idea que tienen del cine hecho en América como experiencia para complacer el exotismo de un público distante, que se puede conmover con la miseria tropical, más aún si el tono truculento incomoda moralmente? Todas estas son nociones discutibles, sin duda, pero así quiero explicarte por qué me margino de participar en el hit parade que me pides en términos cinematográficos, pues soy consciente de que ideas como estas siempre serán secundarias ante el hecho cumplido de un film que, tan pronto como ilumina una sala, ya hace parte de la historia. Con un abrazo tan largo como un río kilométrico,
Hugo
PD : A pesar de todo, Pablo querido, te envío los títulos de algunas películas realizadas en la década de 2010, excepcionales y al margen de las rutinas narrativas en el país del Divino Niño, donde hacer cine es un milagro; películas que se sitúan en el laberinto del ser humano donde el entorno, rural o urbano, es un accidente geográfico en el que se revelan sus dilemas con el tono de la autenticidad.
Beatriz González: ¿Por qué llora si ya reí? (Diego García-Moreno, 2010)
El páramo (Jaime Osorio Márquez, 2011)
Apaporis (Antonio Dorado, 2012)
Réquiem NN (Juan Manuel Echavarría, 2012)
La sirga (William Vega, 2012)
Señoritas (Lina Rodríguez, 2013)
La tierra y la sombra (César Acevedo, 2015)
Gente de bien (Franco Lolli, 2015)
Señorita María, la falda de la montaña (Rubén Mendoza, 2017)
La defensa del dragón (Natalia Santa, 2017)
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