En Cien años de soledad, Gabriel García Márquez describe la invasión de la peste del insomnio que un día llegó a Macondo. Todo el pueblo entra en cuarentena y los que son contagiados sufren y agonizan la tortura de las noches con los ojos abiertos. Alejandro Landes filma en Porfirio lo que podría ser otro Macondo en otra región del país, un pueblo donde invade otra peste: estar despierto. Todo el mundo en este pueblo quiere seguir durmiendo, nadie quiere despertar, porque hacerlo, en este lugar, es reconocer el encierro, las cadenas, el tiempo.
La película abre con el protagonista mientras desayuna. Porfirio es un hombre en silla de ruedas víctima del Estado –recibió un disparo de un policía-. Se escuchan los gritos de un comerciante que anuncia, muy cerca de él, la venta de leche. Voces y ruidos siempre cerca de Porfirio: en este lugar todo se escucha. Su desayuno es interrumpido por un disparo. Motos, gritos y conversaciones continúan. La condición auditiva sigue ampliándose: se escucha el mundo pero nadie parece prestarle atención. Como Porfirio es el único pendiente de los sonidos, la película nos dirá: Porfirio será el único despierto en este relato.
Vemos a Porfirio despertar a su hijo para poderse bañar: el cuerpo inmóvil de su hijo aplaza el momento de abrir los ojos, de enfrentar la peste, y, con ello, la insoportable labor de enfrentar el mundo. El joven tarda en responder hasta que Porfirio, que se niega a perder el poder patriarcal en su hogar, lo obliga a levantarse. Nada en este hogar, que siempre vemos con las puertas y las ventanas abiertas, tendría movimiento sin Porfirio. Es él quien parte la rutina de los que seguirían durmiendo: su pareja y su hijo. Podemos pensar que Porfirio, despierto, pero en un cuerpo retenido, aunque exhausto y obligado a depender de los otros, tiene todo de lo que carece el pueblo: anhelo de abrir los ojos.
Porfirio vende minutos de celular en la puerta de su casa y, conforme el relato avanza, veremos a sus clientes invadirlo hasta su habitación. Estos clientes buscan conectarse con el allá afuera y van revelando la única esencia del pueblo sin nombre: la espera. Un hombre espera por una amante a la que le asegura que tiene una larga lista de mujeres; una mujer con un niño llorando intenta hacer que su interlocutor, probablemente el padre del niño, regrese y responda. Nadie en el pueblo parece tener nada concreto o listo, estamos frente a una sociedad atrapada en el tiempo (Landes no nos da ninguna pista, ningún indicio del tiempo entre las secuencias: pueden pasar días, semanas o meses), en el ruido y en la descomposición física y espiritual de cada uno de sus habitantes. Porfirio también espera la llamada que, asume, dará movimiento a su vida y por la que vale la pena estar despierto: el dinero de la indemnización del Estado.
No resulta difícil que sea la espera la que nos permita relacionar el pueblo que Landes filma con el primer círculo del infierno de Dante: El limbo, donde a todas las almas no bautizadas o privadas de la fe se les impide el acceso a Dios. Aunque lo deseen y lo nombren, nunca conocerán a Dios. El pueblo que Landes filma está a la espera de algo o de alguien que, asumen, dará un nuevo ritmo a sus vidas. No hay ninguna presencia de religión, de espiritualidad o de creencia. Estamos frente a un pueblo ateo donde el ruido ha reemplazado a Dios. Aquí es importante subrayar el oficio de Porfirio: todo el pueblo lo busca para que los comunique con habitantes fuera de este círculo. Las búsquedas son en vano- Nunca nadie contesta. Y cuando los interlocutores devuelven la llamada, Porfirio se ve obligado a responder que es un celular de “minutos”: las respuestas que los clientes buscaban nunca llegarán. Todo en este lugar está estático, hombres armados vigilan en silencio las almas, los cuerpos robustos dan vueltas entre las calles y el calor, tal como lo filma Landes, es insoportable, ofuscante. Pocos lugares de escape tiene este lugar que está siempre en los mismos tonos naranjas: un poco de fábula y un poco de infierno que nos impide, como a los habitantes, saber en qué momento del día estamos. Pueblo circular de gritos y peleas, de rabia y de ruido, de machismo y asfixia.
A Landes lo seducen -es lo más presente en Porfirio y en Monos, su trabajo posterior- los cuerpos no canónicos. Su interés, en ambas películas, no es la de perseguir personajes sino cuerpos y sus interacciones en determinadas geografías. Me atrevo a pensar en el cine de Landes como una apuesta-atentado, o, mejor, varias apuestas, por revolcar y cuestionar lo que pensamos como cine queer. Un cine que huye de los estigmas y que atiende otras latitudes en constante enfrentamiento con la institución del Estado y que deslegitima el orden del mundo a través de personajes enfocándose en sus cuerpos. Landes filma la batalla de los cuerpos con el territorio, en Porfirio desde el impedimento de un cuerpo en el acceso al territorio, es decir un cuerpo para el que este mundo no tiene espacios y lo invalida constantemente. En Monos, al otro extremo,son los cuerpos disidentes, transformados y de apariencia libre, los que se apropian de un territorio. Las dos películas comparten los cuerpos de la guerra y es desde este lugar que el director plantea otra lectura de la guerra en el cine nacional. Me pregunto si será la distancia geográfica y las múltiples nacionalidades de Landes lo que le permiten filmar a Colombia y a sus cuerpos con una cierta licencia de escape de las tendencias del cine colombiano a permanecer anclado a la realidad. Quizá esta licencia es la que deja temblando a los espectadores de su cine que prefieren las respuestas apresuradas y obvias de la historia y los conflictos más recientes del país.
Porfirio, el único despierto, es quien enfrenta la peste y se aferra a la espera del dinero de la indemnización. Un dinero que está en manos de un tal “doctor” que nunca veremos. Porfirio se desplaza hasta la oficina “Denuncias contra el estado”, irónico título para un edificio sin acceso para personas discapacitadas. En esta oficina vemos las columnas de archivos que parecen atrapara las secretarias que trabajan allí. Porfirio espera paciente, las secretarías intentan comunicarse con el doctor pero esta cita es eternamente aplazada.
El cuerpo de Porfirio es una composición entre lo viril (espalda y torso anchos) y lo delicado (sus piernas), entre el hombre tosco del pasado y el hombre que necesita ayuda. En su hogar se niega a abandonar el rol del patriarca, rol que es apenas una falsa ilusión. Sus gritos y los regaños a su hijo dejan de tener efecto conforme la película avanza y la esperanza de Porfirio se va perdiendo. Vemos una relación exclusivamente masculina, Porfirio y el joven juegan con brusquedad, se retan y se burlan. Aún en los momentos de escaso afecto gana el sentimiento de la competencia. Más adelante, el joven se rehúsa a levantarse para atender la puerta y, jugando en la silla de ruedas de Porfirio, la descompone. Luego vemos al hijo salir del hogar para encontrarse con una pandilla de jóvenes en motocicletas. “Voy a trabajar”, le grita a Porfirio y se marcha entre el aturdidor ruido de las motos a deambular por las calles sobre sus propias ruedas, quizá buscando en la adrenalina y la velocidad otra forma de afrontar la peste. Es difícil descifrar la relación entre Porfirio y su pareja: hay cariño y deseo, pero a Landes no le interesa filmar un romance. Parece más una relación de retazos en la que la expresión de ella es la de la peste: somnolencia, estanque, desmotivación. Llegamos incluso a verla tan agotada de este mundo que Porfirio la carga en sus piernas para regresar a casa.
En este relato, como en los que encierra Cien años de soledad, aparecen y desaparecen los gitanos con sus descubrimientos. Un comerciante que aparece entre las calles como visitante le ofrece a Porfirio la cura para volver a estar en pie: una pócima -crema- que, según nos muestra con evidencias fotográficas, salvó a un hombre con sida y cáncer. He aquí la oportunidad de magia para Porfirio, pero sin dinero no puede acceder a ella. Después aparecerá otro gitano, el paisa, un hombre recorrido, como Porfirio se refiere a él, que le ayuda a conseguir unas granadas y, como buen gitano, le advierte: yo le dejo eso y me desaparezco.
La película se va fragmentando entre la cotidianidad de Porfirio y sus sueños. Lo onírico en esta película toma la forma del silencio, del cielo, de los paisajes, en una cámara que, en los recuerdos o en las ensoñaciones, finalmente se mueve. El momento más potente de la película es aquel en el que Porfirio manda a revisar su silla de ruedas a otro hombre discapacitado y, mientras ocurre la reparación, ambos conversan de sus sueños. Con nadie más Porfirio comparte sus sueños: “Yo sueño que corro, que vuelo al lado de unos montes muy altos”. Pero el hombre cortante le responde: “Uno solo puede soñar con lo que tuvo, yo nací así por eso no sueño esas cosas”. Sin más de qué hablar, Porfirio se irá resistiendo, también, a estar despierto.
Cuando hijo y pareja se alejan del hogar para trabajar, la consciencia del tiempo se manifiesta ante Porfirio: se entrega a la televisión para ver a los caballos y a sus jinetes desfilar. Esta soledad y la urgencia económica llevan a Porfirio a planear, secretamente, un atentado para cobrar el dinero de su indemnización. Allí aparece la necesidad de conseguir las dos granadas y, para pagarlas, Porfirio irá a un compraventa para empeñar su celular y su silla de jinete. En esta escena vemos a una habitante de este círculo, impaciente y furiosa, esperando que abran el local para recibir un televisor que tira al suelo y le grita al encargado del local: Ni suyo ni mío. Porfirio observa esto con aparente calma pero será fundamental para sus acciones siguientes. Con más ganas, empeña los objetos: su celular (su presente) y su silla para montar caballo (su pasado).
Porfirio planeará el viaje a Bogotá mintiendo a su pareja y a su hijo que será su único acompañante. Compra pañales y ensaya guardándose las granadas en su entrepierna. Vemos a Porfirio bajo su sombrero en el aeropuerto, Landes se toma su buen tiempo para esta secuencia. Vemos la fila en la que se les pregunta la ocupación y los motivos de viaje, todos responden que son comerciantes. Profesión de la informalidad, de la sobrevivencia con el diario, de la limitación. El cuerpo de Porfirio no tiene ingreso en los cubículos de los baños, ni la sala de espera tiene un espacio especial y, esencialmente, su cuerpo no tiene que pasar por los sensores de seguridad. Porfirio ha detallado su plan conociendo el menosprecio y la ignorancia de las autoridades por su condición y es así como aborda el avión: con las granadas escondidas en su entrepierna.
Si imaginábamos que el eje de este relato era el acontecimiento de la vida real, es decir, un hombre en silla de ruedas que secuestra un avión, nos equivocamos. A Landes no le interesa el hecho mediático sino lo que en él quedó fuera de campo: el encierro y la crisis de un hombre. La secuencia del intento del atentado es ocultada y nos llevan al final que está fragmentado entre la explosión de la granada en un lugar desértico y en el canto de Porfirio, que recuenta la situación en la que el Estado, nuevamente, lo ha encarcelado. Canta Porfirio el aeropirata –como lo apodaron en varios medios de comunicación–. El final de la revancha y la fallida conclusión de Porfirio, dada a través de su cuerpo, lo regresa al mismo tedio del encierro. En cualquier caso, es un regreso apenas aparente: Porfirio nos ha demostrado mucho más. Empujado por la escena-espejo-revelación de la mujer que escuchó gritar Ni suyo ni mío, Porfirio se ha enfrentado a actuar de la misma forma, pretendiendo someter el rumbo de un avión a sus deseos. El final es una frenada en seco y nos advierte la verdadera esencia de la película: la búsqueda por ese lugar donde el cuerpo, por reducido que esté, frente a un sistema viciado y fallido, hace su propia política. Y la política de Porfirio es incapaz de hacer el mismo daño que le hicieron. Se acepta despierto en un lugar de habitantes letargos vigilados por un Estado y unas fuerzas violentas insomnes.
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Porfirio, de Alejandro Landes
En Cien años de soledad, Gabriel García Márquez describe la invasión de la peste del insomnio que un día llegó a Macondo. Todo el pueblo entra en cuarentena y los que son contagiados sufren y agonizan la tortura de las noches con los ojos abiertos. Alejandro Landes filma en Porfirio lo que podría ser otro Macondo en otra región del país, un pueblo donde invade otra peste: estar despierto. Todo el mundo en este pueblo quiere seguir durmiendo, nadie quiere despertar, porque hacerlo, en este lugar, es reconocer el encierro, las cadenas, el tiempo.
La película abre con el protagonista mientras desayuna. Porfirio es un hombre en silla de ruedas víctima del Estado –recibió un disparo de un policía-. Se escuchan los gritos de un comerciante que anuncia, muy cerca de él, la venta de leche. Voces y ruidos siempre cerca de Porfirio: en este lugar todo se escucha. Su desayuno es interrumpido por un disparo. Motos, gritos y conversaciones continúan. La condición auditiva sigue ampliándose: se escucha el mundo pero nadie parece prestarle atención. Como Porfirio es el único pendiente de los sonidos, la película nos dirá: Porfirio será el único despierto en este relato.
Vemos a Porfirio despertar a su hijo para poderse bañar: el cuerpo inmóvil de su hijo aplaza el momento de abrir los ojos, de enfrentar la peste, y, con ello, la insoportable labor de enfrentar el mundo. El joven tarda en responder hasta que Porfirio, que se niega a perder el poder patriarcal en su hogar, lo obliga a levantarse. Nada en este hogar, que siempre vemos con las puertas y las ventanas abiertas, tendría movimiento sin Porfirio. Es él quien parte la rutina de los que seguirían durmiendo: su pareja y su hijo. Podemos pensar que Porfirio, despierto, pero en un cuerpo retenido, aunque exhausto y obligado a depender de los otros, tiene todo de lo que carece el pueblo: anhelo de abrir los ojos.
Porfirio vende minutos de celular en la puerta de su casa y, conforme el relato avanza, veremos a sus clientes invadirlo hasta su habitación. Estos clientes buscan conectarse con el allá afuera y van revelando la única esencia del pueblo sin nombre: la espera. Un hombre espera por una amante a la que le asegura que tiene una larga lista de mujeres; una mujer con un niño llorando intenta hacer que su interlocutor, probablemente el padre del niño, regrese y responda. Nadie en el pueblo parece tener nada concreto o listo, estamos frente a una sociedad atrapada en el tiempo (Landes no nos da ninguna pista, ningún indicio del tiempo entre las secuencias: pueden pasar días, semanas o meses), en el ruido y en la descomposición física y espiritual de cada uno de sus habitantes. Porfirio también espera la llamada que, asume, dará movimiento a su vida y por la que vale la pena estar despierto: el dinero de la indemnización del Estado.
No resulta difícil que sea la espera la que nos permita relacionar el pueblo que Landes filma con el primer círculo del infierno de Dante: El limbo, donde a todas las almas no bautizadas o privadas de la fe se les impide el acceso a Dios. Aunque lo deseen y lo nombren, nunca conocerán a Dios. El pueblo que Landes filma está a la espera de algo o de alguien que, asumen, dará un nuevo ritmo a sus vidas. No hay ninguna presencia de religión, de espiritualidad o de creencia. Estamos frente a un pueblo ateo donde el ruido ha reemplazado a Dios. Aquí es importante subrayar el oficio de Porfirio: todo el pueblo lo busca para que los comunique con habitantes fuera de este círculo. Las búsquedas son en vano- Nunca nadie contesta. Y cuando los interlocutores devuelven la llamada, Porfirio se ve obligado a responder que es un celular de “minutos”: las respuestas que los clientes buscaban nunca llegarán. Todo en este lugar está estático, hombres armados vigilan en silencio las almas, los cuerpos robustos dan vueltas entre las calles y el calor, tal como lo filma Landes, es insoportable, ofuscante. Pocos lugares de escape tiene este lugar que está siempre en los mismos tonos naranjas: un poco de fábula y un poco de infierno que nos impide, como a los habitantes, saber en qué momento del día estamos. Pueblo circular de gritos y peleas, de rabia y de ruido, de machismo y asfixia.
A Landes lo seducen -es lo más presente en Porfirio y en Monos, su trabajo posterior- los cuerpos no canónicos. Su interés, en ambas películas, no es la de perseguir personajes sino cuerpos y sus interacciones en determinadas geografías. Me atrevo a pensar en el cine de Landes como una apuesta-atentado, o, mejor, varias apuestas, por revolcar y cuestionar lo que pensamos como cine queer. Un cine que huye de los estigmas y que atiende otras latitudes en constante enfrentamiento con la institución del Estado y que deslegitima el orden del mundo a través de personajes enfocándose en sus cuerpos. Landes filma la batalla de los cuerpos con el territorio, en Porfirio desde el impedimento de un cuerpo en el acceso al territorio, es decir un cuerpo para el que este mundo no tiene espacios y lo invalida constantemente. En Monos, al otro extremo, son los cuerpos disidentes, transformados y de apariencia libre, los que se apropian de un territorio. Las dos películas comparten los cuerpos de la guerra y es desde este lugar que el director plantea otra lectura de la guerra en el cine nacional. Me pregunto si será la distancia geográfica y las múltiples nacionalidades de Landes lo que le permiten filmar a Colombia y a sus cuerpos con una cierta licencia de escape de las tendencias del cine colombiano a permanecer anclado a la realidad. Quizá esta licencia es la que deja temblando a los espectadores de su cine que prefieren las respuestas apresuradas y obvias de la historia y los conflictos más recientes del país.
Porfirio, el único despierto, es quien enfrenta la peste y se aferra a la espera del dinero de la indemnización. Un dinero que está en manos de un tal “doctor” que nunca veremos. Porfirio se desplaza hasta la oficina “Denuncias contra el estado”, irónico título para un edificio sin acceso para personas discapacitadas. En esta oficina vemos las columnas de archivos que parecen atrapar a las secretarias que trabajan allí. Porfirio espera paciente, las secretarías intentan comunicarse con el doctor pero esta cita es eternamente aplazada.
El cuerpo de Porfirio es una composición entre lo viril (espalda y torso anchos) y lo delicado (sus piernas), entre el hombre tosco del pasado y el hombre que necesita ayuda. En su hogar se niega a abandonar el rol del patriarca, rol que es apenas una falsa ilusión. Sus gritos y los regaños a su hijo dejan de tener efecto conforme la película avanza y la esperanza de Porfirio se va perdiendo. Vemos una relación exclusivamente masculina, Porfirio y el joven juegan con brusquedad, se retan y se burlan. Aún en los momentos de escaso afecto gana el sentimiento de la competencia. Más adelante, el joven se rehúsa a levantarse para atender la puerta y, jugando en la silla de ruedas de Porfirio, la descompone. Luego vemos al hijo salir del hogar para encontrarse con una pandilla de jóvenes en motocicletas. “Voy a trabajar”, le grita a Porfirio y se marcha entre el aturdidor ruido de las motos a deambular por las calles sobre sus propias ruedas, quizá buscando en la adrenalina y la velocidad otra forma de afrontar la peste. Es difícil descifrar la relación entre Porfirio y su pareja: hay cariño y deseo, pero a Landes no le interesa filmar un romance. Parece más una relación de retazos en la que la expresión de ella es la de la peste: somnolencia, estanque, desmotivación. Llegamos incluso a verla tan agotada de este mundo que Porfirio la carga en sus piernas para regresar a casa.
En este relato, como en los que encierra Cien años de soledad, aparecen y desaparecen los gitanos con sus descubrimientos. Un comerciante que aparece entre las calles como visitante le ofrece a Porfirio la cura para volver a estar en pie: una pócima -crema- que, según nos muestra con evidencias fotográficas, salvó a un hombre con sida y cáncer. He aquí la oportunidad de magia para Porfirio, pero sin dinero no puede acceder a ella. Después aparecerá otro gitano, el paisa, un hombre recorrido, como Porfirio se refiere a él, que le ayuda a conseguir unas granadas y, como buen gitano, le advierte: yo le dejo eso y me desaparezco.
La película se va fragmentando entre la cotidianidad de Porfirio y sus sueños. Lo onírico en esta película toma la forma del silencio, del cielo, de los paisajes, en una cámara que, en los recuerdos o en las ensoñaciones, finalmente se mueve. El momento más potente de la película es aquel en el que Porfirio manda a revisar su silla de ruedas a otro hombre discapacitado y, mientras ocurre la reparación, ambos conversan de sus sueños. Con nadie más Porfirio comparte sus sueños: “Yo sueño que corro, que vuelo al lado de unos montes muy altos”. Pero el hombre cortante le responde: “Uno solo puede soñar con lo que tuvo, yo nací así por eso no sueño esas cosas”. Sin más de qué hablar, Porfirio se irá resistiendo, también, a estar despierto.
Cuando hijo y pareja se alejan del hogar para trabajar, la consciencia del tiempo se manifiesta ante Porfirio: se entrega a la televisión para ver a los caballos y a sus jinetes desfilar. Esta soledad y la urgencia económica llevan a Porfirio a planear, secretamente, un atentado para cobrar el dinero de su indemnización. Allí aparece la necesidad de conseguir las dos granadas y, para pagarlas, Porfirio irá a un compraventa para empeñar su celular y su silla de jinete. En esta escena vemos a una habitante de este círculo, impaciente y furiosa, esperando que abran el local para recibir un televisor que tira al suelo y le grita al encargado del local: Ni suyo ni mío. Porfirio observa esto con aparente calma pero será fundamental para sus acciones siguientes. Con más ganas, empeña los objetos: su celular (su presente) y su silla para montar caballo (su pasado).
Porfirio planeará el viaje a Bogotá mintiendo a su pareja y a su hijo que será su único acompañante. Compra pañales y ensaya guardándose las granadas en su entrepierna. Vemos a Porfirio bajo su sombrero en el aeropuerto, Landes se toma su buen tiempo para esta secuencia. Vemos la fila en la que se les pregunta la ocupación y los motivos de viaje, todos responden que son comerciantes. Profesión de la informalidad, de la sobrevivencia con el diario, de la limitación. El cuerpo de Porfirio no tiene ingreso en los cubículos de los baños, ni la sala de espera tiene un espacio especial y, esencialmente, su cuerpo no tiene que pasar por los sensores de seguridad. Porfirio ha detallado su plan conociendo el menosprecio y la ignorancia de las autoridades por su condición y es así como aborda el avión: con las granadas escondidas en su entrepierna.
Si imaginábamos que el eje de este relato era el acontecimiento de la vida real, es decir, un hombre en silla de ruedas que secuestra un avión, nos equivocamos. A Landes no le interesa el hecho mediático sino lo que en él quedó fuera de campo: el encierro y la crisis de un hombre. La secuencia del intento del atentado es ocultada y nos llevan al final que está fragmentado entre la explosión de la granada en un lugar desértico y en el canto de Porfirio, que recuenta la situación en la que el Estado, nuevamente, lo ha encarcelado. Canta Porfirio el aeropirata –como lo apodaron en varios medios de comunicación–. El final de la revancha y la fallida conclusión de Porfirio, dada a través de su cuerpo, lo regresa al mismo tedio del encierro. En cualquier caso, es un regreso apenas aparente: Porfirio nos ha demostrado mucho más. Empujado por la escena-espejo-revelación de la mujer que escuchó gritar Ni suyo ni mío, Porfirio se ha enfrentado a actuar de la misma forma, pretendiendo someter el rumbo de un avión a sus deseos. El final es una frenada en seco y nos advierte la verdadera esencia de la película: la búsqueda por ese lugar donde el cuerpo, por reducido que esté, frente a un sistema viciado y fallido, hace su propia política. Y la política de Porfirio es incapaz de hacer el mismo daño que le hicieron. Se acepta despierto en un lugar de habitantes letargos vigilados por un Estado y unas fuerzas violentas insomnes.
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