Tarde para morir joven, de Dominga Sotomayor (2018)
El cine de Dominga Sotomayor, todavía una constelación muy pequeña (no traducible a menos brillante), ya se cimenta sobre una materia concreta: una familia nunca es un espacio sin grietas. Su segunda película,Tarde para morir joven, título hermoso que encierra una imposibilidad (una de tantas que enfrentará la protagonista), una licencia poética y una melancolía (la película se construye sobre las propias memorias de Sotomayor y su tránsito entre la juventud y la adultez –a saber: el desconocimiento de las estructuras del mundo y el conocerlas, aprenderlas y usarlas–), trabaja con solidez admirable sobre ese precepto. Al mismo tiempo, la película emerge como una cosa enigmática e hipnotizante. Sus mismas imágenes son un estado de trance. El talento de esta directora chilena es doble: con firmeza disecciona el núcleo de las familias y, en paralelo, crea una atmósfera única, haciendo que sus películas sean, en efecto, irrepetibles, inimitables.
Decíamos entonces que la esencia de este cine tan joven, tan pequeño y hermoso, tan aparentemente sencillo (hay que ver cómo Sotomayor saca enorme provecho de las cosas diminutas y los espacios emocionales chiquitos que más amenazados están de perderse en el mar del tiempo) es la ambigüedad que alberga la institución familiar: una cierta comodidad (el calor del hogar, el indispensable amor filial) y un cierto temor (la fragilidad de ese mismo amor y los endebles lazos que, de un momento a otro, pueden desaparecer).
La familia refundada de la protagonista: un padre divorciado y sus dos hijos, no hace otra cosa que pasar por un(os) terremoto(s) frente a nuestros ojos. Pero nada aquí es estrujado. La armonía de las escenas de la película podría fácilmente engañarnos para hacernos creer que vemos un film sobre ángeles en el cielo (ayuda la enorme habilidad para tratar a actores niños: la pareja de hermanos en De jueves a domingo y, en esta, la enorme fuerza que tiene una niña que busca su perro). La protagonista, primogénita de aquella familia dos veces (o quizás más) fundada, hija del fabricante de especiales instrumentos musicales, quiere irse de casa, justo en el momento que descubre el amor (aunque lo había tenido siempre cerca). Se va porque quiere vivir con su madre, una cantante que aparece en televisión y anda con un nuevo hombre.
Una cita organizada a la que faltará esa madre invisible y querida despedazará el poco aguante que le quedaba a Sofía para mirar a los demás a los ojos sin creer que el mundo se va a caer (a esa sensación de que todo va para abajo ayuda que ella y las otras familias que integran el relato vivan en una especie de oasis campesino que retrasa tanto como puede la intromisión del mundo exterior, la única que viene y va sin problemas es la música. Allí no hay luz y el agua se corta a veces. La juventud no puede con tanto).
Nos damos cuenta de otra cosa: no solo el cine de Dominga Sotomayor está anclado a las familias sino que opera de una manera muy particular. Estas familias son siempre puestas en espacios poco ortodoxos para que se desenvuelvan con “normalidad” los lazos de cariño y amor. Son, pues, familias distintas. Tienen algo que las diferencia. En De jueves a domingo ese algo era un carro. Casi que la totalidad del film sucedía dentro de un carro donde la familia venía huyendo y esperando encontrar, en algún destino, otra cosa. La suerte no estaba tan de su lado y las cosas salen medio mal. En Tarde para morir joven ya no es solo una familia. Hay al menos unas tres a las que la directora se acerca y esta vez viven, como ya se dijo, en una especie de campo eterno que mantiene al mundo lejos. Siempre en el horizonte se ve la ciudad, una recta de edificios. Algo parecido a esa línea o espacio invisible que divide la niñez de la adultez. Sin embargo, esos espacios no serán para siempre como agua y aceite. La película, precisamente, se concentra en esas mutaciones, esos imperceptibles movimientos. La desaparición, forzosa e inesperada, de esas fronteras.
De jueves a domingo se trata, sobre todo, de las cosas que los niños van descubriendo sobre sus padres (y uno convertido en niño va descubriendo con ellos) y el proceso que tienen que hacer para, a pesar de eso, seguir queriéndolos. Ahí donde las familias están a punto de irse por el barranco algo acontece para que eso, precisamente, no suceda. Un evento amoroso. El amor los libera y, al mismo tiempo, los vuelve a unir como familia. Un funcionamiento muy similar al de Tarde para morir joven. Parece que este cine se encarga de aquello que uno puede aprender de los demás con solo verlos. Nunca sabremos exactamente lo que piensan estos personajes –ni los que vemos por la ventana– pero el control de Sotomayor (solo aparente porque qué libres e hipnóticas parecen las escenas en su segunda película) es tan contundente que no es difícil adivinar lo que hay detrás de una pregunta como ¿Alguien tiene cicatrices? y lo que explota o grita desde la protagonista cuando esos dedos que no le pertenecen recorren esa cicatriz –tampoco de ella– que tanto le fascina. O esa escena tan hermosa cuando las posibles dos protagonistas (la hija que espera a su madre, Sofía, y la niña que busca al perro, Clara) conversan un rato y la una le dice a la otra: Eres muy chica, y, sagazmente, como revelación divina, la otra contesta: Solo por fuera.
En todos esos asuntos es que se sumerge la película: en los descubrimientos y las decepciones, en crecer. El cine de esta chilena materializa dos cosas: la primera es que filma el espíritu de alguien que tiene siempre la cabeza llena de cosas, como mil cuerdas enredadas (los jóvenes); y la otra es saber que cualquier cosa que uno levante de su puesto está escondiendo polvo y suciedad por debajo. La juventud se trata de esa revelación, y quizás la adultez se trata de aprender a vivir con eso, de no querer nunca levantar algo para no ver el polvo (los padres que en la primera mañana del año no se dicen nada; en la actriz que recibe las declaraciones amorosas de otro que no es su esposo; la madre que no viene y el padre que lo sabía desde siempre...). Este cine es una brega entre generaciones y saberes.
Y si Sotomayor se dedica a filmar cabezas enredadas su cine opera desde la sencillez: qué fácil se ven estas dos películas despojadas de enredos, de todo lo innecesario. Dando al final la sensación de tratarse de un círculo, la forma perfecta.
En Tarde para morir joven es el corazón, confundido y lleno de niebla espesa, propia de esa edad donde todo cambia sin advertencia, quien decide el destino y el obrar inmediato de los personajes. Todo en la protagonista, por ejemplo, lo dispara ese deseo de sentir la pasión, de sentirse entregada a alguien (y ser correspondida). Es un sentimiento tan grande y tan poderoso que enceguece (uno empieza a creer, casi a convencerse, de que ella se está enamorando del tipo equivocado. Que su corazón, sin saberlo, la está traicionando. ¿Pero es posible que el órgano más noble del individuo induzca a la traición, a una especie de venganza propia? Seguro que no). Aquí, cada imagen parece, con un halo de misterio y de una luz extraña, con unos tonos rosados medio escondidos por ahí, documentar eso precisamente: el mapa invisible de un corazón todavía embrionario, todavía en sus primeros usos, pero errático y vagabundo. Confundido. La conclusión es luminosa pero no exenta de tristeza: crecer es difícil. Inexplicable.
Aquí puede ver la ópera prima de Dominga Sotomayor, De jueves a domingo, y Tarde para morir joven:
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Tarde para morir joven, de Dominga Sotomayor (2018)
El cine de Dominga Sotomayor, todavía una constelación muy pequeña (no traducible a menos brillante), ya se cimenta sobre una materia concreta: una familia nunca es un espacio sin grietas. Su segunda película,Tarde para morir joven, título hermoso que encierra una imposibilidad (una de tantas que enfrentará la protagonista), una licencia poética y una melancolía (la película se construye sobre las propias memorias de Sotomayor y su tránsito entre la juventud y la adultez –a saber: el desconocimiento de las estructuras del mundo y el conocerlas, aprenderlas y usarlas–), trabaja con solidez admirable sobre ese precepto. Al mismo tiempo, la película emerge como una cosa enigmática e hipnotizante. Sus mismas imágenes son un estado de trance. El talento de esta directora chilena es doble: con firmeza disecciona el núcleo de las familias y, en paralelo, crea una atmósfera única, haciendo que sus películas sean, en efecto, irrepetibles, inimitables.
Decíamos entonces que la esencia de este cine tan joven, tan pequeño y hermoso, tan aparentemente sencillo (hay que ver cómo Sotomayor saca enorme provecho de las cosas diminutas y los espacios emocionales chiquitos que más amenazados están de perderse en el mar del tiempo) es la ambigüedad que alberga la institución familiar: una cierta comodidad (el calor del hogar, el indispensable amor filial) y un cierto temor (la fragilidad de ese mismo amor y los endebles lazos que, de un momento a otro, pueden desaparecer).
La familia refundada de la protagonista: un padre divorciado y sus dos hijos, no hace otra cosa que pasar por un(os) terremoto(s) frente a nuestros ojos. Pero nada aquí es estrujado. La armonía de las escenas de la película podría fácilmente engañarnos para hacernos creer que vemos un film sobre ángeles en el cielo (ayuda la enorme habilidad para tratar a actores niños: la pareja de hermanos en De jueves a domingo y, en esta, la enorme fuerza que tiene una niña que busca su perro). La protagonista, primogénita de aquella familia dos veces (o quizás más) fundada, hija del fabricante de especiales instrumentos musicales, quiere irse de casa, justo en el momento que descubre el amor (aunque lo había tenido siempre cerca). Se va porque quiere vivir con su madre, una cantante que aparece en televisión y anda con un nuevo hombre.
Una cita organizada a la que faltará esa madre invisible y querida despedazará el poco aguante que le quedaba a Sofía para mirar a los demás a los ojos sin creer que el mundo se va a caer (a esa sensación de que todo va para abajo ayuda que ella y las otras familias que integran el relato vivan en una especie de oasis campesino que retrasa tanto como puede la intromisión del mundo exterior, la única que viene y va sin problemas es la música. Allí no hay luz y el agua se corta a veces. La juventud no puede con tanto).
Nos damos cuenta de otra cosa: no solo el cine de Dominga Sotomayor está anclado a las familias sino que opera de una manera muy particular. Estas familias son siempre puestas en espacios poco ortodoxos para que se desenvuelvan con “normalidad” los lazos de cariño y amor. Son, pues, familias distintas. Tienen algo que las diferencia. En De jueves a domingo ese algo era un carro. Casi que la totalidad del film sucedía dentro de un carro donde la familia venía huyendo y esperando encontrar, en algún destino, otra cosa. La suerte no estaba tan de su lado y las cosas salen medio mal. En Tarde para morir joven ya no es solo una familia. Hay al menos unas tres a las que la directora se acerca y esta vez viven, como ya se dijo, en una especie de campo eterno que mantiene al mundo lejos. Siempre en el horizonte se ve la ciudad, una recta de edificios. Algo parecido a esa línea o espacio invisible que divide la niñez de la adultez. Sin embargo, esos espacios no serán para siempre como agua y aceite. La película, precisamente, se concentra en esas mutaciones, esos imperceptibles movimientos. La desaparición, forzosa e inesperada, de esas fronteras.
De jueves a domingo se trata, sobre todo, de las cosas que los niños van descubriendo sobre sus padres (y uno convertido en niño va descubriendo con ellos) y el proceso que tienen que hacer para, a pesar de eso, seguir queriéndolos. Ahí donde las familias están a punto de irse por el barranco algo acontece para que eso, precisamente, no suceda. Un evento amoroso. El amor los libera y, al mismo tiempo, los vuelve a unir como familia. Un funcionamiento muy similar al de Tarde para morir joven. Parece que este cine se encarga de aquello que uno puede aprender de los demás con solo verlos. Nunca sabremos exactamente lo que piensan estos personajes –ni los que vemos por la ventana– pero el control de Sotomayor (solo aparente porque qué libres e hipnóticas parecen las escenas en su segunda película) es tan contundente que no es difícil adivinar lo que hay detrás de una pregunta como ¿Alguien tiene cicatrices? y lo que explota o grita desde la protagonista cuando esos dedos que no le pertenecen recorren esa cicatriz –tampoco de ella– que tanto le fascina. O esa escena tan hermosa cuando las posibles dos protagonistas (la hija que espera a su madre, Sofía, y la niña que busca al perro, Clara) conversan un rato y la una le dice a la otra: Eres muy chica, y, sagazmente, como revelación divina, la otra contesta: Solo por fuera.
En todos esos asuntos es que se sumerge la película: en los descubrimientos y las decepciones, en crecer. El cine de esta chilena materializa dos cosas: la primera es que filma el espíritu de alguien que tiene siempre la cabeza llena de cosas, como mil cuerdas enredadas (los jóvenes); y la otra es saber que cualquier cosa que uno levante de su puesto está escondiendo polvo y suciedad por debajo. La juventud se trata de esa revelación, y quizás la adultez se trata de aprender a vivir con eso, de no querer nunca levantar algo para no ver el polvo (los padres que en la primera mañana del año no se dicen nada; en la actriz que recibe las declaraciones amorosas de otro que no es su esposo; la madre que no viene y el padre que lo sabía desde siempre...). Este cine es una brega entre generaciones y saberes.
Y si Sotomayor se dedica a filmar cabezas enredadas su cine opera desde la sencillez: qué fácil se ven estas dos películas despojadas de enredos, de todo lo innecesario. Dando al final la sensación de tratarse de un círculo, la forma perfecta.
En Tarde para morir joven es el corazón, confundido y lleno de niebla espesa, propia de esa edad donde todo cambia sin advertencia, quien decide el destino y el obrar inmediato de los personajes. Todo en la protagonista, por ejemplo, lo dispara ese deseo de sentir la pasión, de sentirse entregada a alguien (y ser correspondida). Es un sentimiento tan grande y tan poderoso que enceguece (uno empieza a creer, casi a convencerse, de que ella se está enamorando del tipo equivocado. Que su corazón, sin saberlo, la está traicionando. ¿Pero es posible que el órgano más noble del individuo induzca a la traición, a una especie de venganza propia? Seguro que no). Aquí, cada imagen parece, con un halo de misterio y de una luz extraña, con unos tonos rosados medio escondidos por ahí, documentar eso precisamente: el mapa invisible de un corazón todavía embrionario, todavía en sus primeros usos, pero errático y vagabundo. Confundido. La conclusión es luminosa pero no exenta de tristeza: crecer es difícil. Inexplicable.
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