Cuando estábamos organizando el número de mayo sabíamos que queríamos hacer un especial revisando el cine de los directores que incluyera el Festival de Cannes en su competencia. Pensar un posible estado del cine de hoy a través de los autores que, ocupando un puesto en la carrera por una nueva Palma de oro, estaban llamados al éxito (o a más éxito). La esperada rueda de prensa en la que Frémaux anuncia a los ungidos del año no había pasado. Estábamos trabajando a ciegas. No hay plazo que no se cumpla y el listado de los candidatos a la Palma de oro recorrió el mundo. Al leerla me asombré con varios nombres porque me parecería un exceso verlos ahí. Sin embargo, mi conclusión final fue que, al menos en el papel, Cannes 71 se veía muy bien.
Había un nombre que particularmente me parecía emocionante y no obedecía a la certeza de que su nueva película iba a ser buena sino a que lo que yo había visto de ese director me había emocionado profundamente. Al cine de Christophe Honoré llegué, más o menos, de forma completamente desprevenida, sin ni siquiera pensar que estaba a punto de encontrar un director cabal, donde, en principio, no veía sino elogios. Pero recordemos una frase de Truffaut : “Viva la audacia, por cierto, pero todavía es necesario descubrir dónde se encuentra realmente”. Así que ante esos afanes donde yo veía a un tipo intachable había que estar prevenido, ir con calma. Paso a paso.
Con lo primero que me topé fue con La belle personne, una película con una Léa Seydoux recién descubierta, donde ofrece todo lo que pueden dar sus gestos (entregados con una economía propia de las grandes leyendas), con un pelo tan negro como el velo que ponía sobre su corazón. Me impactó mucho. En alguna parte, justo después de haberla visto, escribí: “Sus escenas son todas maravillosas, fusiona el cariño, la calma y la distancia necesaria para mostrarnos a un grupo de jóvenes con las hormonas alborotadas que apenas aún se hacen una idea del amor. El entramado de pasiones que se arma aquí es (además de interesantísimo) una elucubración del poder de ese lazo que no es pedido: el amor a estos personajes les aterriza con la primera mirada. Apoyándose en una variedad de recursos (ralentís, cambios de formato, congelados), Honoré arma un vital retrato de la pasión, una pasión que desgarra y forma, unos la resisten, otros no.” Creo que hoy abjuraría de esas pequeñas frases, pero no de la emoción que me hizo escribirlas. Me enteraría después que, contrario a lo que creía, ese no era su primer film, ni siquiera uno de sus primeros. Ante la emoción que me suscitó esa Seydoux (Juno en la película) que se aferraba a su tristeza y rechazaba un amor porque quizás podría herir a otro a quien quería, fui corriendo detrás de lo que pude encontrar de él. Me enteraría luego que el proyecto nació porque Sarkozy había dicho en discurso público que La princesse de Clèves, la novela en la que –libremente– se basa la película, le parecía un libro absurdo. Que no entendía por qué a los estudiantes franceses se les exigía aprender de ella, cuando ya tenía casi 300 años de haber sido escrita. Honoré (que también es escritor) tomó esa afrenta como personal y fraguó su trabajo desde la esquina del combate, “con la rabia de alguien que quiere probar al otro su error” dijo.
Así, afiebrado todavía por el hechizo del primer encuentro entre Nemours (¡Louis Garrel!) y Juno, recuerdo que, en una misma semana, alcancé a ver más de la mitad de su filmografía. Mis elogios seguían firmes. Veía a un director capaz de mezclar las buenas herencias de la nouvelle vague y no restringirse a ellas, un tipo que en su adoración por las películas que lo formaron encontraba una forma de poner en escena sus propias preocupaciones, de crear un universo propio, defendido por la vitalidad de sus personajes y sus recursos formales. Luego leería dos declaraciones suyas: “Siempre me ha gustado la idea de que las películas cargan la marca del director que sus directores veían y apreciaban” y “no existe una película que no se construya sobre una previa. Las influencias son inevitables”. Eso me hacía caricias al corazón, esa forma de ver el cine me parecía justa y fácil de comprobar. Honoré parte desde su bagaje cultural, generalmente sus personajes son de clase media, interesados por los libros, la música, la pintura, el cine. En su trabajo hay una necesidad de capturar un presente (que no obedecía al de su juventud sino al que vivía la juventud del momento en que rueda) y ahondaba, con pericia, por temas como la identidad, el tránsito entre una edad y la otra, entre una emoción y otra radicalmente distinta. Es feroz con la sexualidad de sus personajes, les permite la experimentación y el gusto no ortodoxo. Casi que en todas sus películas hay un romance gay que no está condenado a lo que se conoce como el “coming-out”. Eso le permite ampliar a sus predecesores. En esas primeras impresiones me dejaba llevar por todo lo que sucedía, parecía que en sus películas había un extraño influjo de vida que me hacía estar inmune a todo lo que no fuera una suscripción sin demasiado peros con las imágenes y sonidos de la pantalla, era como si me quedara difícil decidir en el momento si eso que veía me gustaba o no. Hoy sé que me gustan.
Vista entonces la lista de los directores para hacer nuestro rastreo de la vitalidad del cine de hoy, mi decisión era clara. Dispuesto a pensar el trabajo de Honoré, se me ocurrió construir una postura desde donde se pudiera leer la mayoría de su cine. Una idea que no difícil de comprobar era buscar en lo que impulsa las acciones. En sus películas, el conocer la tristeza implica conocer el mundo. Su filmografía, y particularmente los títulos de los que hablaré acá (sus mejores), están construidos alrededor de lo trágico, lo que pudo ser pero no fue. Desde ahí es que propongo la visión de su cine, que no es fatalista, ni pretende dar lecciones sobre el estado actual de las cosas, quizás inclinado al paroxismo, pero con recompensas valiosas.
En Les chansons d'amour, su debut en la competencia de Cannes en 2007, a veces, para expresarse, los personajes cantan lo que sienten y lo que ven. Con Louis Garrel, Ludivine Sagnier, Chiara Mastroianni y Grégoire Leprince-Ringuet liderando. Además, producida por Paulo Branco. Los créditos iniciales suceden con unas imágenes de fondo, probablemente filmadas de “forma documental”, donde vemos a la gente pasar, a París ser París; las calles de la ciudad como contenedores de millones de rutinas, ergo de millones de emociones. Antes de que aparezca una de las protagonistas del film parece que esa cámara busca dónde detenerse. Cuando descansa es porque, suponemos, intuye lo que está por venir. Los que pueblan el film, lo iremos sabiendo, se desenvuelven como los cambios entre la felicidad y la desesperanza les permiten. Son jóvenes con problemas emocionales: “me ama, no me ama, me ama, no me ama” (¿Dilema francés por excelencia?). Lo que siempre ponen en tela de juicio y examinan con rigor es el proceso de entrega al otro. El choque –y la fusión– de intimidades. En ese inicio aparece Julie (Sagnier), Ismael (Garrel), su novio, no la acompaña. En el cine no es casual que un hombre interrumpa a Julie para que le dé permiso en la fila, ese hombre es el protagonista de la película-hito de André Téchiné, Les Roseaux Sauvages. Luego, en la casa, y después del sinsabor del desplante, nos enteramos que al dúo se le suman dos patas: Alice. Estamos, en una suerte de recreación de Besos Robados, frente a un trío que no sabe cómo proceder. La cosa es incómoda. Después, en una cena familiar sin Alice, la familia de Julie se dedica a adivinar las emociones por la mímica que hace la cara de Ismael. Empiezan las pistas para descifrar el cine de Honoré. La cuestión es del sentimiento, el feeling, el sentiment. Sin embargo, la película comienza, en verdad, con la tragedia. La muerte súbita de la enamorada hace que Ismael sea forzado a descubrir, como si antes le pasaran desapercibidos, sus alrededores. En ese “nuevo mundo” encontrará otra vez lo que tanto anhela. Para ser feliz antes hay que estar triste.
Lo que pasa de ahí en adelante es una posible respuesta a qué otras cosas permite conocer la tristeza (Honoré responde diciendo: “todo”). Antes del descubrimiento (que generalmente es tan doloroso como lo trágico que lo desencadena) hay un proceso de terror absoluto, la vida se empieza a sentir extraña. Los personajes buscan a qué aferrarse. Es usual que la respuesta sea el amor. ¿Qué implica entonces hablar de las emociones? Aquí se traducen en juegos visuales (cercanos al primer Godard y a Wong Kar-wai) y en conversaciones (también canciones) que, sin ser ostentosas, fulminantes, o pedantes, permiten a los personajes abrirse y crear estados, atmósferas. “Soy un tubo cayendo” dice Ismael; “Rechazo comprender. El misterio forma parte de la vida” dice la mamá de Julie, por ejemplo. Implica también una escucha atenta y, lo más importante, gestiona el encuentro con el otro. Un encuentro dispuesto a volver a partir la vida de Ismael, el verdadero protagonista, acontece. Aparece un nuevo personaje, Erwan, quizás el más atrevido de todos, pues apenas está en el colegio y saca todo su artillería para, en ese mismo instante, conquistar a Ismael, un tipo con más experiencia, más tristeza al hombro. En un momento, Ismael se ha quedado dormido en la cama de Erwan, que apenas llega del colegio. Su acción inmediata es tomarle una foto. Con el sonido del flash, Ismael se levanta. Como acción reflejo Erwan dice: “Es que eres el primer hombre que duerme en mi cama” (¡Su primer hombre fue Louis Garrel!). Ahí se ha sellado un pacto que ambos desconocen. Lo que pasa después es un efecto dominó.
El tono de Honoré está en constante cambio. No es una película triste. Aunque todo sea más bien trágico, lo que se subraya son precisamente los cambios, los descubrimientos, el mundo que se vuelve visible. Hay un cariz alegre que, de tanto en tanto, irrumpe. Lo mismo se podría decir de La belle personne, que tiene una imagen mucho más lúgubre y pesada, pero donde importa el cambio. Acá es más evidente la tragedia como dispositivo: Juno (Léa Seydoux) ha perdido a su madre y eso la hace cambiar de colegio. Ahí empieza. Con una puerta que se abre. Casi que todo el film pasa dentro de un colegio, ergosus protagonistas son pequeños imberbes todavía en la edad donde todo duele, todo forma y todo parece o más alegre o más triste. Una edad donde la belleza es también la moneda de cambio. Honoré construye una red de relaciones que le permite unir a todos sus protagonistas y propalar lo que se escabulle en las rutinas. La muerte de su madre no es la única tragedia de Juno. Ella conoce un amor, desnudado y casi que palpado con la primera mirada, justo después de entregarse a otro. Las miradas, la idea del amor a primera vista y lo tortuoso de sentir o no correspondido el amor son los pilares temáticos de la película que se ven como una exploración más profunda que en Les chansons…, pero quizás solo por el hecho de que esta vez sus protagonistas tienen que aprenderlo todo. El escape se vuelve la única forma de superación. El malentendido de una nota soporta toda la segunda mitad y qué bien que lo hace Honoré. Todo parece obra del destino y el influjo de vida en sus personajes nunca cae. Que la vida se resista en continuar es también un pliegue de lo trágico. No importa el caso, estar enamorado es sinónimo de malestar.
La juventud que pone en escena Honoré se aleja del estallido de las fiestas, de la droga, el alcohol y de cierta ligereza que, se cree, representa a la juventud. Lo que vemos es, por supuesto, seres ingenuos, todavía dando pasos sobre pantano, con el corazón creciendo por latido, pero entregados a unas pasiones “importantes” (ilustradas, cultas, digamos). La literatura, el cine, la música. Estos jóvenes también quieren descubrir el mundo a través de los libros y las imágenes. Sus esfuerzos los emplean en conseguir (si no lo tienen ya) el amor correspondido y fiel. Tarea, como veremos, enormemente difícil.
Jean Renoir decía, citando a Pascal: “Al hombre solo le interesa una cosa: el hombre. Todo lo que rodea al actor se debe subordinar al siguiente fin: poner al público en contacto con un ser humano.” El cine de Honoré persigue esas mismas intenciones, ha construido sus películas alrededor de las posibilidades de interpretación de sus actores, con ellos saborea sus temas. Se aprovecha más de las miradas, de los movimientos, de los gestos ocultos que de cualquier otra cosa. Hablar del deseo por el otro, en estas películas, es buscar en lo más profundo del ser. Honoré ha hecho de las relaciones su columna vertebral. Es uno de esos que con un travelling ya te pone en un mundo. Su intención, como la de los grandes autores, es, a través de su cámara, de los encuadres, de los movimientos que emprendan lo que filma, insinuar la concepción de ese mundo que abraza la tristeza. Filmando jóvenes que con pasos a medias y rodillas endebles descubren, frente a nosotros, el mundo que los rodea.
“Toma mi mano
Acaríciala con cuidado
Está recién cortada”
Raúl Gómez Jattin
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El cine de Christophe Honoré
“Tranquilos
que sólo a mí
suelo hacer daño”
Raúl Gómez Jattin
Cuando estábamos organizando el número de mayo sabíamos que queríamos hacer un especial revisando el cine de los directores que incluyera el Festival de Cannes en su competencia. Pensar un posible estado del cine de hoy a través de los autores que, ocupando un puesto en la carrera por una nueva Palma de oro, estaban llamados al éxito (o a más éxito). La esperada rueda de prensa en la que Frémaux anuncia a los ungidos del año no había pasado. Estábamos trabajando a ciegas. No hay plazo que no se cumpla y el listado de los candidatos a la Palma de oro recorrió el mundo. Al leerla me asombré con varios nombres porque me parecería un exceso verlos ahí. Sin embargo, mi conclusión final fue que, al menos en el papel, Cannes 71 se veía muy bien.
Había un nombre que particularmente me parecía emocionante y no obedecía a la certeza de que su nueva película iba a ser buena sino a que lo que yo había visto de ese director me había emocionado profundamente. Al cine de Christophe Honoré llegué, más o menos, de forma completamente desprevenida, sin ni siquiera pensar que estaba a punto de encontrar un director cabal, donde, en principio, no veía sino elogios. Pero recordemos una frase de Truffaut : “Viva la audacia, por cierto, pero todavía es necesario descubrir dónde se encuentra realmente”. Así que ante esos afanes donde yo veía a un tipo intachable había que estar prevenido, ir con calma. Paso a paso.
Con lo primero que me topé fue con La belle personne, una película con una Léa Seydoux recién descubierta, donde ofrece todo lo que pueden dar sus gestos (entregados con una economía propia de las grandes leyendas), con un pelo tan negro como el velo que ponía sobre su corazón. Me impactó mucho. En alguna parte, justo después de haberla visto, escribí: “Sus escenas son todas maravillosas, fusiona el cariño, la calma y la distancia necesaria para mostrarnos a un grupo de jóvenes con las hormonas alborotadas que apenas aún se hacen una idea del amor. El entramado de pasiones que se arma aquí es (además de interesantísimo) una elucubración del poder de ese lazo que no es pedido: el amor a estos personajes les aterriza con la primera mirada. Apoyándose en una variedad de recursos (ralentís, cambios de formato, congelados), Honoré arma un vital retrato de la pasión, una pasión que desgarra y forma, unos la resisten, otros no.” Creo que hoy abjuraría de esas pequeñas frases, pero no de la emoción que me hizo escribirlas. Me enteraría después que, contrario a lo que creía, ese no era su primer film, ni siquiera uno de sus primeros. Ante la emoción que me suscitó esa Seydoux (Juno en la película) que se aferraba a su tristeza y rechazaba un amor porque quizás podría herir a otro a quien quería, fui corriendo detrás de lo que pude encontrar de él. Me enteraría luego que el proyecto nació porque Sarkozy había dicho en discurso público que La princesse de Clèves, la novela en la que –libremente– se basa la película, le parecía un libro absurdo. Que no entendía por qué a los estudiantes franceses se les exigía aprender de ella, cuando ya tenía casi 300 años de haber sido escrita. Honoré (que también es escritor) tomó esa afrenta como personal y fraguó su trabajo desde la esquina del combate, “con la rabia de alguien que quiere probar al otro su error” dijo.
Así, afiebrado todavía por el hechizo del primer encuentro entre Nemours (¡Louis Garrel!) y Juno, recuerdo que, en una misma semana, alcancé a ver más de la mitad de su filmografía. Mis elogios seguían firmes. Veía a un director capaz de mezclar las buenas herencias de la nouvelle vague y no restringirse a ellas, un tipo que en su adoración por las películas que lo formaron encontraba una forma de poner en escena sus propias preocupaciones, de crear un universo propio, defendido por la vitalidad de sus personajes y sus recursos formales. Luego leería dos declaraciones suyas: “Siempre me ha gustado la idea de que las películas cargan la marca del director que sus directores veían y apreciaban” y “no existe una película que no se construya sobre una previa. Las influencias son inevitables”. Eso me hacía caricias al corazón, esa forma de ver el cine me parecía justa y fácil de comprobar. Honoré parte desde su bagaje cultural, generalmente sus personajes son de clase media, interesados por los libros, la música, la pintura, el cine. En su trabajo hay una necesidad de capturar un presente (que no obedecía al de su juventud sino al que vivía la juventud del momento en que rueda) y ahondaba, con pericia, por temas como la identidad, el tránsito entre una edad y la otra, entre una emoción y otra radicalmente distinta. Es feroz con la sexualidad de sus personajes, les permite la experimentación y el gusto no ortodoxo. Casi que en todas sus películas hay un romance gay que no está condenado a lo que se conoce como el “coming-out”. Eso le permite ampliar a sus predecesores. En esas primeras impresiones me dejaba llevar por todo lo que sucedía, parecía que en sus películas había un extraño influjo de vida que me hacía estar inmune a todo lo que no fuera una suscripción sin demasiado peros con las imágenes y sonidos de la pantalla, era como si me quedara difícil decidir en el momento si eso que veía me gustaba o no. Hoy sé que me gustan.
Vista entonces la lista de los directores para hacer nuestro rastreo de la vitalidad del cine de hoy, mi decisión era clara. Dispuesto a pensar el trabajo de Honoré, se me ocurrió construir una postura desde donde se pudiera leer la mayoría de su cine. Una idea que no difícil de comprobar era buscar en lo que impulsa las acciones. En sus películas, el conocer la tristeza implica conocer el mundo. Su filmografía, y particularmente los títulos de los que hablaré acá (sus mejores), están construidos alrededor de lo trágico, lo que pudo ser pero no fue. Desde ahí es que propongo la visión de su cine, que no es fatalista, ni pretende dar lecciones sobre el estado actual de las cosas, quizás inclinado al paroxismo, pero con recompensas valiosas.
En Les chansons d'amour, su debut en la competencia de Cannes en 2007, a veces, para expresarse, los personajes cantan lo que sienten y lo que ven. Con Louis Garrel, Ludivine Sagnier, Chiara Mastroianni y Grégoire Leprince-Ringuet liderando. Además, producida por Paulo Branco. Los créditos iniciales suceden con unas imágenes de fondo, probablemente filmadas de “forma documental”, donde vemos a la gente pasar, a París ser París; las calles de la ciudad como contenedores de millones de rutinas, ergo de millones de emociones. Antes de que aparezca una de las protagonistas del film parece que esa cámara busca dónde detenerse. Cuando descansa es porque, suponemos, intuye lo que está por venir. Los que pueblan el film, lo iremos sabiendo, se desenvuelven como los cambios entre la felicidad y la desesperanza les permiten. Son jóvenes con problemas emocionales: “me ama, no me ama, me ama, no me ama” (¿Dilema francés por excelencia?). Lo que siempre ponen en tela de juicio y examinan con rigor es el proceso de entrega al otro. El choque –y la fusión– de intimidades. En ese inicio aparece Julie (Sagnier), Ismael (Garrel), su novio, no la acompaña. En el cine no es casual que un hombre interrumpa a Julie para que le dé permiso en la fila, ese hombre es el protagonista de la película-hito de André Téchiné, Les Roseaux Sauvages. Luego, en la casa, y después del sinsabor del desplante, nos enteramos que al dúo se le suman dos patas: Alice. Estamos, en una suerte de recreación de Besos Robados, frente a un trío que no sabe cómo proceder. La cosa es incómoda. Después, en una cena familiar sin Alice, la familia de Julie se dedica a adivinar las emociones por la mímica que hace la cara de Ismael. Empiezan las pistas para descifrar el cine de Honoré. La cuestión es del sentimiento, el feeling, el sentiment. Sin embargo, la película comienza, en verdad, con la tragedia. La muerte súbita de la enamorada hace que Ismael sea forzado a descubrir, como si antes le pasaran desapercibidos, sus alrededores. En ese “nuevo mundo” encontrará otra vez lo que tanto anhela. Para ser feliz antes hay que estar triste.
Lo que pasa de ahí en adelante es una posible respuesta a qué otras cosas permite conocer la tristeza (Honoré responde diciendo: “todo”). Antes del descubrimiento (que generalmente es tan doloroso como lo trágico que lo desencadena) hay un proceso de terror absoluto, la vida se empieza a sentir extraña. Los personajes buscan a qué aferrarse. Es usual que la respuesta sea el amor. ¿Qué implica entonces hablar de las emociones? Aquí se traducen en juegos visuales (cercanos al primer Godard y a Wong Kar-wai) y en conversaciones (también canciones) que, sin ser ostentosas, fulminantes, o pedantes, permiten a los personajes abrirse y crear estados, atmósferas. “Soy un tubo cayendo” dice Ismael; “Rechazo comprender. El misterio forma parte de la vida” dice la mamá de Julie, por ejemplo. Implica también una escucha atenta y, lo más importante, gestiona el encuentro con el otro. Un encuentro dispuesto a volver a partir la vida de Ismael, el verdadero protagonista, acontece. Aparece un nuevo personaje, Erwan, quizás el más atrevido de todos, pues apenas está en el colegio y saca todo su artillería para, en ese mismo instante, conquistar a Ismael, un tipo con más experiencia, más tristeza al hombro. En un momento, Ismael se ha quedado dormido en la cama de Erwan, que apenas llega del colegio. Su acción inmediata es tomarle una foto. Con el sonido del flash, Ismael se levanta. Como acción reflejo Erwan dice: “Es que eres el primer hombre que duerme en mi cama” (¡Su primer hombre fue Louis Garrel!). Ahí se ha sellado un pacto que ambos desconocen. Lo que pasa después es un efecto dominó.
El tono de Honoré está en constante cambio. No es una película triste. Aunque todo sea más bien trágico, lo que se subraya son precisamente los cambios, los descubrimientos, el mundo que se vuelve visible. Hay un cariz alegre que, de tanto en tanto, irrumpe. Lo mismo se podría decir de La belle personne, que tiene una imagen mucho más lúgubre y pesada, pero donde importa el cambio. Acá es más evidente la tragedia como dispositivo: Juno (Léa Seydoux) ha perdido a su madre y eso la hace cambiar de colegio. Ahí empieza. Con una puerta que se abre. Casi que todo el film pasa dentro de un colegio, ergo sus protagonistas son pequeños imberbes todavía en la edad donde todo duele, todo forma y todo parece o más alegre o más triste. Una edad donde la belleza es también la moneda de cambio. Honoré construye una red de relaciones que le permite unir a todos sus protagonistas y propalar lo que se escabulle en las rutinas. La muerte de su madre no es la única tragedia de Juno. Ella conoce un amor, desnudado y casi que palpado con la primera mirada, justo después de entregarse a otro. Las miradas, la idea del amor a primera vista y lo tortuoso de sentir o no correspondido el amor son los pilares temáticos de la película que se ven como una exploración más profunda que en Les chansons…, pero quizás solo por el hecho de que esta vez sus protagonistas tienen que aprenderlo todo. El escape se vuelve la única forma de superación. El malentendido de una nota soporta toda la segunda mitad y qué bien que lo hace Honoré. Todo parece obra del destino y el influjo de vida en sus personajes nunca cae. Que la vida se resista en continuar es también un pliegue de lo trágico. No importa el caso, estar enamorado es sinónimo de malestar.
La juventud que pone en escena Honoré se aleja del estallido de las fiestas, de la droga, el alcohol y de cierta ligereza que, se cree, representa a la juventud. Lo que vemos es, por supuesto, seres ingenuos, todavía dando pasos sobre pantano, con el corazón creciendo por latido, pero entregados a unas pasiones “importantes” (ilustradas, cultas, digamos). La literatura, el cine, la música. Estos jóvenes también quieren descubrir el mundo a través de los libros y las imágenes. Sus esfuerzos los emplean en conseguir (si no lo tienen ya) el amor correspondido y fiel. Tarea, como veremos, enormemente difícil.
Jean Renoir decía, citando a Pascal: “Al hombre solo le interesa una cosa: el hombre. Todo lo que rodea al actor se debe subordinar al siguiente fin: poner al público en contacto con un ser humano.” El cine de Honoré persigue esas mismas intenciones, ha construido sus películas alrededor de las posibilidades de interpretación de sus actores, con ellos saborea sus temas. Se aprovecha más de las miradas, de los movimientos, de los gestos ocultos que de cualquier otra cosa. Hablar del deseo por el otro, en estas películas, es buscar en lo más profundo del ser. Honoré ha hecho de las relaciones su columna vertebral. Es uno de esos que con un travelling ya te pone en un mundo. Su intención, como la de los grandes autores, es, a través de su cámara, de los encuadres, de los movimientos que emprendan lo que filma, insinuar la concepción de ese mundo que abraza la tristeza. Filmando jóvenes que con pasos a medias y rodillas endebles descubren, frente a nosotros, el mundo que los rodea.
“Toma mi mano
Acaríciala con cuidado
Está recién cortada”
Raúl Gómez Jattin
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