Al final de Le Livre d'image, el joven de 87 años que es hoy Jean-Luc Godard cita una frase de Bertolt Brecht sobre el fragmento como forma posible de pensamiento -y de autenticidad-. Godard se alinea así, por si quedaban dudas, con una manera de hacer películas para la que el mundo como totalidad ya no resulta posible -tal vez ni siquiera deseable, porque la ambición del gran relato ha demostrado su inclinación a derivar en totalitarismo-. La última película del director de Sin aliento es de nuevo un collage de materiales que preexisten: fragmentos de películas, citas bibliográficas, ideas sueltas que forman un conjunto abigarrado, una enciclopedia... pero ya no de aquellas que fundaron la modernidad, sino una cartografía de ruinas en las que, no obstante, es posible encontrar un algo que sobrevive, disponible para entrar en una nueva serie de sentidos y significados.
Cannes es hoy el escenario de una disputa más, entre muchas otras: la del cine -y las series de televisión- que creen en la gran historia y el relato envolvente que entregan un sentido unitario y monolítico sobre el mundo, y otro cine que procede a tientas buscando entre los rasguños de la realidad -y del cine mismo- algún hilo conductor, necesariamente delgado, provisional, útil apenas para entrever una posible salida del laberinto en el que hemos sido arrojados. Cada uno de estos frentes de batalla, a su vez, se tensiona internamente: la representación del mundo, o incluso la ingenua confianza en que se puede registrar y presentar sin apenas alterar su curso, siempre es conflictiva, evidencia de una lucha con el tiempo, el espacio, la luz, los cuerpos.
Por el lugar central que ocupa entre los festivales de cine, es apenas natural que Cannes prefiera, al menos en su Competencia Oficial, el gran relato y que le dé un lugar de privilegio a aquellas representaciones empeñadas en decir cosas importantes y conclusivas sobre un hecho dado: el talante de las películas que abrieron su Competencia Oficial por la Palma de Oro y Un Certain Regard ofrece una señal en esa dirección. Sin haber visto ninguna de las dos no parece haber dudas de que tanto Todos lo saben de Asghar Farhadi, como Donbass de Sergei Loznitsa, suscriben un discurso vehemente y convencido de su propia importancia, sobre la familia, el amor, la guerra y el poder. Al mismo tono mayor se pliega Pájaros de verano, la esperada película de Ciro Guerra y Cristina Gallego, que inauguró la Quincena de Realizadores, y de la que conviene hablar con el detenimiento que se merece en una próxima ocasión.
Pero si Cannes resulta un lugar al fin de cuentas tolerable, a pesar del poder que en él se pone en escena, es porque, en medio de su eurocentrismo vergonzante, admite o incorpora sus propias disidencias. Puede que llamar rebelde a Godard o al iraní Jafar Panahi sea un gesto inocente: sí, son directores que están empujando hacia caminos imprevistos el repertorio de posibilidades expresivas del cine, pero también son artistas con una voz y una legitimidad dadas precisamente por centros de poder como Cannes u otros festivales, por la academia y por la escritura canónica de la historia del cine. No se trata entonces de cuestionar por cuestionar los privilegios sino de mirar, en cada caso, qué hace un artista con ellos, al servicio de quién dispone su voz. Y no tengo ninguna duda de que Godard y Panahi hacen una contraescritura de la historia (de la historia del mundo y de la historia del cine) y que han pagado, cada uno a su manera, un precio por ello.
La ausencia de ambos directores de la alfombra roja de Cannes resultó significativa en estos primeros cinco días del Festival. Las, hasta ahora, dos más emotivas películas de la Competencia Oficial, se presentaron sin esa figura a la que este festival rinde un culto que todavía resulta conmovedor: la del autor. Ni Jean-Luc Godard ni Jafar Panahi acompañaron la proyección de sus respectivas películas: Le Livre d'image y Three Faces. El primero, retirado voluntariamente en Suiza; el segundo, recluido en Irán y a la espera del resultado de una apelación que le permita trabajar y viajar libremente. Es difícil imaginar dos directores más opuestos, y más necesarios para entender las tensiones actuales de un arte como el cine.
Panahi es el consciente heredero de una tradición del cine como registro que se remonta a los Lumière, y que de tanto en tanto retoma sus posiciones en el frente de batalla de la representación. Eso fue en su momento el neorrealismo italiano, el cine iraní posterior a la Revolución, los nuevos nuevos cines latinoamericanos de las últimas décadas y el emerger de cines periféricos como el filipino, el rumano o el tailandés. Habría que llamarlos cines del sur, por pura convención geográfica, aunque su fuerza realista podía igualmente darse en el norte, como ocurrió con los hermanos Dardenne, o donde quiera que se recuperara la confianza en que algo de la realidad, a pesar de sus fallas y ausencias, se ofrecía para ser conocido a través de una cámara. Three Faces, realizada por Panahi en las condiciones semiclandestinas de sus últimas y magníficas películas (This Is Not a Film, Closed Curtain y Taxi Téherán), nos dispensa algunas imágenes, y escenas enteras, en las que un sentido de la realidad se condensa sin forzarlo: un efecto de verdad que una cámara atenta registra en medio del viaje azaroso de los dos protagonistas: la famosa actriz Behnaz Jafari y el propio Jafar Panahi, quienes buscan a una joven aspirante a actriz que grabó un trágico video para Jafari, clamando por su atención en un desesperado deseo de escapar del mundo opresivo de su familia.
Godard, por su parte, fue de nuevo el sacerdote que ofició una de sus acostumbradas y esperadas liturgias. Su voz de oráculo del cine y de la historia nos conduce por un archivo extenso y abigarrado, en la tradición estilística de su Histoire(s) du Cinéma. Le Livre d'image es, como su título lo sugiere, el encuentro de la palabra -escrita y hablada- con la imagen, y las nuevas colisiones y asociaciones que su mezcla produce. Está de más decir que Godard no cuenta una story, reescribe la history como una experiencia inscrita en una nueva piel: la pantalla, donde la imagen preexistente se desnaturaliza y se enrarece para producir una extraña forma de aura y autenticidad. Lo banal o recreativa inmersión que propone un VJ set cualquiera se transforma en un viaje de iniciación que acorta la distancia entre la imagen y el concepto, o que vuelve obsoleta la distinción entre una y otro. Es, literalmente, el cine como forma que piensa y que se opone al extendido uso de la imagen como ilustración de sí misma, a su fetichismo y reducción a mercancía. Que Cannes permita una experiencia de este tipo habla de la propia contradicción que lo sostiene: el lugar desde el que se generan diariamente las imágenes más desechables (miles y miles de fotografías promocionales y auto-promocionales) es el mismo en el que es posible una ceremonia de reencuentro con su valor de uso.
Esta versión del Festival (de la que solo es posible hablar en términos subjetivos y provisionales) me ha permitido otros tres encuentros con películas que dudan de la condición ontológica de la imagen y del relato, sin ceder a su vaporización. Con Petra, el último largo de ficción del español Jaime Rosales (La soledad, Hermosa juventud), estamos ante un film auto-reflexivo que examina permanentemente sus propias condiciones y medios: Petra es una joven que llega a una residencia artística con el propósito, declarado, de reconocer y confrontar a su padre, el artista que la regenta. Pronto el espectador se da cuenta de que todos los puntos de partida y/o presentación con los cuales la película nos engancha, serán transformados en el camino. El recurso de los capítulos numerados seguidos de un breve resumen, remite no solo a la tradición del storytelling sino a la de la lectura y sus expectativas, que Rosales traiciona una y otra vez enfrentándonos a un rompecabezas narrativo que pone patas arriba todas las certezas. La película, con sus derivas absurdas, se burla de las pretensiones de unidad y coherencia de sus propios protagonistas y comenta sardónicamente la cultura del testimonio, el trauma, el relato subjetivo, la autoayuda y las ficciones de reinvención personal en las que se sostienen las tecnologías de subjetivación contemporáneas. No hay la menor posibilidad de tomarnos en serio, parece insinuar Rosales, y eso concierne a personas, personajes e historias. Como contraparte de este escepticismo, molesta un poco el excesivo rigor formal: la construcción coreográfica de cada plano, el insistente recurso del paneo; es como si para Rosales, en la crisis de todo lo demás, solo nos quedaran las bellas formas.
Cold War, del polaco Pawel Pawlikowski, retoma muchos elementos estilísticos (y técnicos) de Ida, su premiado film anterior: el formato 4/3 y el blanco y negro, de nuevo al servicio de un relato donde prevalece la angustia y el desencanto histórico como trasfondo de una historia de amor fracturada entre varios países, y en el contexto de la guerra fría. Pawlikowski pisa un terreno mucho más firme y seguro (la previsible evaluación histórica del comunismo y su aplanamiento del arte y la realidad) que el de Rosales, pero termina cediendo a un formalismo de un signo muy parecido. De nuevo aquí, la película vive más como ejercicio de auto-conciencia; en este caso, es cierta variante del cine moderno la que parece mirarse a su espejo: ese momento, que coincide con los años en que transcurre la historia, que van del primer neorrealismo como crónica inmediata de los acontecimientos (próxima al periodismo) al neorrealismo sentimental (más cercano a la densidad de la novela) de Antonioni o de la Nouvelle Vague con su reacomodación del mito del "chico encuentra chica" y el amour fou.
En la misma línea de consanguinidad con el cine moderno es posible ubicar un film como el último de Jia Zhang-ke, Ash is Purest White: un relato en tres actos que sigue los pasos y transformaciones de una relación entre la joven Qiao y Bin, un mafioso de poca monta. El segundo y tercer acto, donde vemos a la joven pagando una condena de cinco años por un incidente en el que defendió a su amante, y buscando encontrar de nuevo a Bin y rearmar su historia de amor con él, son inolvidables: la actriz Zhao Tao (musa del director) encarna una mirada dolida sobre un entorno que se transforma rápida y violentamente, y que remite al desasosiego moral y ontológico de hitos del cine moderno como la Monica Vitti de Antonioni o la Ingrid Bergman de sus grandes películas con Rossellini: cuando la película cambia los carros por las celdas de una prisión y los trenes, la mirada de la protagonista encuentra un nuevo y hermoso marco desde el cual se abre a un mundo mayor que el de su propia fugacidad. Qiao observa un mundo que le devuelve una mueca de soledad, pero algo en ella se sobrepone y sigue una deriva obstinada. Zhang-ke es, a la vez, el cronista y el novelista de la China contemporánea, tan radicalmente transformada por el bienestar como vaciada de referentes espirituales, como no sean los del propio transcurrir. Si se pudieran entregar palmas parciales, esta sería mi película favorita, hasta ahora, para consagrarse en el palmarés.
Pero un festival es sobre todo un ejercicio de paciencia (aunque los críticos no sepamos mucho de eso y participemos con nuestros propios niveles de ansiedad en la frivolidad ambiente del Festival). Como en un partido de fútbol, las cartas no están echadas hasta el minuto final. Sí me permito, esperando que el fragmento ilumine una forma no totalitaria de la totalidad, especular acerca de un gesto que enerva a estas películas como el combustible que las echa a andar: es una relación con la tradición, incluso si esta tradición se remite a los límites de la obra personal: todos los directores aquí examinados se citan a sí mismos y sus películas anteriores tanto como citan un fragmento acotado de la historia del cine, esa que ahora se exige que sea plural e inclusiva sin ver que en ese reclamo hay un nuevo dogmatismo. Prefiero la sinceridad de Godard cuando dice, desde su oráculo, que los ojos que le puede prestar al cine (y las manos y la piel) son sus ojos "occidentales"... porque no tiene otros más.
Cannes 2018 (y 2): en el corazón hay raíz
Cercano ya el final del 71 Festival de Cine de Cannes, bueno es intentar otro balance, siempre con la esperanza de que en las horas restantes salte la liebre (nada improbable cuando aún faltan por verse películas como las de Nuri Bilge Ceylan, ganador de la Palma de Oro en 2014 por Winter Sleep). Pero antes pido permiso para un excurso por bagatelas que he ido pensando entre trenes y aviones, filas y restaurantes. Algo que tiene que ver con el porqué de someterse, una y otra vez, a la incomodidad de salir de la casa y con la manera como, ante la perspectiva de las rutinas violentamente alteradas, uno se las arregla para rodearse de cosas familiares, tres o cuatro objetos que, frente a la probabilidad de perderse en un idioma extranjero, en una calle desconocida, garanticen con qué volver a sí mismo. En mi caso siempre se trata de libretas y libros: las primeras para borronear impresiones o nombres (siempre nombres); los segundos para conversar (y conservar) en silencio.
Si lo pienso mejor esta digresión tiene todo el sentido. Cannes nos somete a una prueba intensa de familiaridad y extrañeza. El encuentro con algunas películas nos lisonjea con la certeza de ser parte de algo (la patria vicaria del cine, si tomáramos prestadas palabras harto gastadas), mientras que el Festival, como conjunto, sintetiza muchas de las peores cosas de la actual humanidad: la competitividad desalmada y la tendencia a engullir todo en la frivolidad. Cannes es un medidor: de cierto estado del mundo y del cine. Aquí se libran batallas que definen el futuro inmediato de este último: el pulso entre Netflix y el Festival (entre el consumo de contenidos en salas y otros consumos), por mencionar un caso, la presencia de las mujeres dentro de la industria, y también el destino de la seducción y el encuentro entre extraños, que el #MeToo ha alterado en un grado triste aunque imposible de medir.
Frente a tanta confusión, es apenas normal que secciones como Cannes Classics, conformada en su mayoría por películas restauradas y donde uno puede entregarse al piso firme de la tradición, se fortalezcan. En días y horas desiertas, fue la Sala Buñuel del Palais de Festivales la que garantizó el encuentro con autores y películas que, en medio del caos reinante y de las películas sin un norte claro, sirvieron para recordar de lo que el cine ha sido capaz. El centenario del nacimiento de Bergman fue la disculpa para ver dos documentales sobre su frágil, contradictoria y siempre torturada figura: Bergman-A Year in Life de Jane Magnusson y Searching for Ingmar Bergman de Margarethe von Trotta, son trabajos que acceden, cada uno a su manera, a un archivo de testimonios y fragmentos de películas, y activan el recuerdo de cómo esas películas definieron una época. Uno se pregunta qué imágenes actuales sobrevivirán con la potencia que lo ha hecho la aparición de la muerte en El séptimo sello (con la que Von Trotta arranca su personal búsqueda del espíritu de Bergman), y la respuesta, en medio del tráfago de impresiones del Festival, está lejos de ser clara.
El Festival es como un viaje en tren que nos ofrece un marco para ver paisajes físicos y morales "extranjeros", a veces exóticos, y para, de forma inevitable, ponerlos a prueba o en relación con los paisajes íntimos y familiares. (Ya un día antes de llegar a Cannes, en la vecina Niza, la ciudad solo empezó a ser amable gracias al nombre de sus calles: Jean Vigo, Paganini... y también porque su Paseo de los Ingleses y su playa me hizo pensar en Proust y en Tati, en el verano, en las vacaciones, en la memoria y el olvido involuntarios).
Desde el último balance, publicado aquí mismo, ha habido ocasión para mucho aburrimiento (las películas japonesas de la competencia oficial: Netemo Sametemo /Asako I & II de Hamaguchi Ryusuke y Shoplifters de Hirozaku Kore-eda), y sobre todo para afirmar la distancia entre una buena película y una que gusta o afecta de manera personal. Buenas películas, o bien hechas, las ha habido muchas. La lista podría empezar, en orden de preferencia, por Dogman de Matteo Garrone, seguir con BlacKkKlansman de Spike Lee y terminar con Under the Silver Lake de David Robert Mitchell, director de una película que tiene su propio culto: It Follows (2014). Las dos últimas hacen inevitable pensar que el cine estadounidense estuvo sub-representado en esta edición de Cannes (si se piensa en relación con el año anterior donde su presencia era, al menos en términos numéricos, mucho más robusta), quizá por el efecto Netflix, o por alguna otra razón que se me escapa. También sirven para postular otra distinción, que alguna vez le leí a Quentin Tarantino, entre las películas que se asientan en "el mundo de la vida" y otras que viven en "el mundo del cine". Under the Silver Lake, con su sobrecarga de referencias cinéfilas, que van de Hitchcock a las películas de monstruos y con paradas en el universo Lynch, pertenece a esa saga de películas para las cuales la experiencia de la realidad pierde toda importancia frente al gusto por hablar en clave: la película de Mitchell consume (en el sentido caníbal del término), alegre y conscientemente, la cultura pop y el cine americano, a través de una fábula que tiene, como no, a Los Angeles y a Hollywood como escenario. Así, un film que pretende hilar un discurso "crítico" sobre cómo se fabrican los sueños que nos alienan, es sobre todo un homenaje a los productos e íconos que produce esa fábrica.
Spike Lee, por su parte, prueba con éxito un tono que poco le conocíamos: el de la comedia, pero cede, al final, a darnos su buena dosis de compromiso político y de indignación frente al statu quo promovido por la llegada de Trump al poder. El resultado es que BlacKkKansmanfunciona como película de época que cuenta con gracia la historia de un oficial de policía negro y otro judío, que infiltran una célula del Ku Klux Klan, pero se siente oportunista con su epílogo que actualiza la tensión entre las dos Américas, la negra y la blanca, y sus respectivas reivindicaciones de supremacía racial. Lo mejor de la película de Lee, además de su tono inesperadamente cómico, es la forma, divertida y pedagógica a la vez, en la que revisa la representación de los negros y afroamericanos en el cine, desde Griffith hasta la saga de Tarzán, pasando por las películas Blaxploitaiton. En esto la película dialoga con I Am Not Your Negro de Raoul Peck, que es ideológicamente mucho más sofisticada.
Hay otras películas que se sienten físicamente y fracturan la barrera protectora con que nos cubre la representación. Dos pruebas de esa alteración corporal las tuve con Cómprame un revólver, coproducción colombo-mexicana dirigida por Julio Hernández-Cordón, y con Clímax del director franco-argentino Gaspar Noé. De la primera ya habrá oportunidad de hablar in extenso, cuando se estrene en Colombia. La película de Noé ya mereció de mi parte un exaltado comentario en Facebook que hoy podría matizar en su forma pero no en el fondo. Pasados los días sigo creyendo que estamos ante una película acontecimiento, una experiencia que va entre el cine, la danza moderna y una sesión de VJ, donde no hay, sin embargo, ningún ocasión para la improvisación. Noé y su coreógrafa trabajaron con un grupo de bailarines, al parecer de poco prestigio. La coreografía deviene alucinación: como escribiera Shakespeare, "será locura pero tiene su método". Lo impresionante de lo conseguido por Noé es el control de la cámara (con planos secuencia admirables) y del movimiento de sus actores para conseguir una danza precisa y contundente que habla de la conciencia alterada y su angustia, de la búsqueda de contacto humano, del deseo y el rechazo, del anhelo de unidad y la evidencia de la disgregación. Del Noé de siempre reconocemos su veta romántica, pero contenido aquí por las formas y códigos de la danza. En contravía de su fama como enfant terrible del cine contemporáneo, en Clímax Noé evita todo gesto gratuito o provocación pueril y hace una película que aunque carezca de una historia en sentido convencional, desarrolla una clara dramaturgia de ascensos y descensos, que termina en un poderoso anti-clímax, donde el hermoso grupo humano que ha compartido el baile y el viaje hacia el fondo de la noche, encuentra su común humanidad. "El mundo iluminado, y yo despierta", como escribiera Sor Juana.
La tentación de escribir unas líneas sobre The House That Jack Built de Lars Von Trier es irresistible. De ninguna manera se trata de su mejor película, o de un título que aporte algo nuevo a la misantropía del director de Los idiotas o Melancolía. Tiene, por el contrario, un carácter de obra derivada que canibaliza temas y motivos de la filmografía anterior de Von Trier y que entra en contiendas con un sello personal (de nuevo aclara y explaya su comentario sobre el nazismo, que en su última presencia en Cannes le costó el mote de persona no grata y una grotesca expulsión del Festival). El director danés suma aquí una nueva perla a su interés por el mecanismo interno de las narraciones y los argumentos (filosóficos), con su distribución en capítulos y el uso consciente de un narrador en off que se desdobla y pone en escena su propia esquizofrenia. El asesino en serie pretende justificar sus actos postulando una suerte de versión contemporánea del asesinato como una de las bellas artes, pero mi convicción es que todo el despliegue argumentativo de los narradores (y de paso el de Von Trier) es nadería en comparación con su forma elegante y sugestiva. Su voluntad de provocación (muchas de las víctimas del serial killer son mujeres y Von Trier no se ahorra la violencia explícita o la mutilación del cuerpo femenino) es bienvenida en medio de la aburridísima corrección política que reinó en Cannes. Por si es necesaria la aclaración, lo que aquí defiendo es la autonomía del arte para hablar en un vocabulario soez o incorrecto, y lo que todos perdemos (sobre todo las víctimas) con la gazmoñería y la falsa conciencia.
Clímax, de Gaspar Noé, sorprendió en la Quincena de Realizadores.
En un idioma extranjero: Han
Hablaba hace un rato del miedo, y a la vez el deseo, de perderse en un idioma extranjero, y tener la vivencia -el privilegio- de cierta desfamiliarización y extrañeza. Y eso lo escribí antes de ver, hoy en la mañana, la película con la que creo justo cerrar esta segunda entrada -y probablemente última- sobre Cannes: Burning, del director coreano Lee Chang-dong. Mientras agradecía a la suerte la oportunidad de haber visto este hermoso film, pensaba en que tiene que existir en el idioma coreano una palabra para expresa la sutil mezcla de sentimientos que Chang-dong provoca en sus espectadores. La combinación de melancolía, pérdida, reposada alegría, rabia y desarraigo. Unidad y separación ("darse del todo al Todo sin hacernos partes aparte", escribió Santa Teresa). Y surfeando por las olas de internet encontré una que tal vez sea apropiada: Han, que etimológicamente significa "en el corazón hay raíz", y que tiene al parecer un uso ambiguo y abierto, dos cualidades que se pueden aplicar también a Burning.
Esta palabra sin traducción resumiría sin agotar una película que, en su superficie más inmediata, nos acerca a una relación de amor, deseo y sospecha entre tres personajes, enigmáticos y solitarios cada uno a su manera y que Chang-dong expone con un prodigioso sentido del ritmo. Como en Under the Silver Lake, estamos ante un personaje principal que busca a una mujer desaparecida y que para cumplir esa misión, solitaria, debe empezar una travesía que es ante todo un viaje por sus propios fantasmas y los de su cultura. Difícil imaginar una obra más vinculada a un paisaje local -Corea y sus heridas históricas- y que a la vez trace puentes más orgánicos con la cultura occidental en general (Faulkner, El gran Gatsby), y con la tradición cinematográfica en particular (Antonioni, Truffaut, Malle y la Nouvelle vague). Las referencias cinéfilas no están acá puestas al servicio de un enciclopedismo moribundo o estéril como en Under the Silver Lake. Iluminan su horizonte posible de recepción, pero aun sin esa enciclopedia la película vive. En un Festival donde se vio más muerte que sexo (las dos caras opuestas de un mismo malestar cultural), Burning brilla por su poética representación del deseo, la espera, el desamor y la búsqueda de una conexión que no puede ser sino espiritual, así necesite de los sentidos, de los juegos de luz, de los cuerpos.
En la pasada entrada postulaba a Ash is Purest White de Jia Zhang-ke como la película que, a mi juicio (y sin haber visto Lazzaro Felice de Alice Rohrwacher, ni la última de Nuri Bilge Ceylan) merecería la Palma de Oro. Hoy premiaría a Burning. Aún así, creo que no se la ganará. Cannes seguramente terminará enviando un mensaje directo de corrección política. Y Burning es demasiado sutil para salir premiada en un año en que el norte está perdido y se cree que el dogmatismo y la vehemencia es la respuesta a nuestra esencial confusión.
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DIARIO DESDE CANNES
Cannes 2018 (y 1): Con ojos occidentales
Al final de Le Livre d'image, el joven de 87 años que es hoy Jean-Luc Godard cita una frase de Bertolt Brecht sobre el fragmento como forma posible de pensamiento -y de autenticidad-. Godard se alinea así, por si quedaban dudas, con una manera de hacer películas para la que el mundo como totalidad ya no resulta posible -tal vez ni siquiera deseable, porque la ambición del gran relato ha demostrado su inclinación a derivar en totalitarismo-. La última película del director de Sin aliento es de nuevo un collage de materiales que preexisten: fragmentos de películas, citas bibliográficas, ideas sueltas que forman un conjunto abigarrado, una enciclopedia... pero ya no de aquellas que fundaron la modernidad, sino una cartografía de ruinas en las que, no obstante, es posible encontrar un algo que sobrevive, disponible para entrar en una nueva serie de sentidos y significados.
Cannes es hoy el escenario de una disputa más, entre muchas otras: la del cine -y las series de televisión- que creen en la gran historia y el relato envolvente que entregan un sentido unitario y monolítico sobre el mundo, y otro cine que procede a tientas buscando entre los rasguños de la realidad -y del cine mismo- algún hilo conductor, necesariamente delgado, provisional, útil apenas para entrever una posible salida del laberinto en el que hemos sido arrojados. Cada uno de estos frentes de batalla, a su vez, se tensiona internamente: la representación del mundo, o incluso la ingenua confianza en que se puede registrar y presentar sin apenas alterar su curso, siempre es conflictiva, evidencia de una lucha con el tiempo, el espacio, la luz, los cuerpos.
Por el lugar central que ocupa entre los festivales de cine, es apenas natural que Cannes prefiera, al menos en su Competencia Oficial, el gran relato y que le dé un lugar de privilegio a aquellas representaciones empeñadas en decir cosas importantes y conclusivas sobre un hecho dado: el talante de las películas que abrieron su Competencia Oficial por la Palma de Oro y Un Certain Regard ofrece una señal en esa dirección. Sin haber visto ninguna de las dos no parece haber dudas de que tanto Todos lo saben de Asghar Farhadi, como Donbass de Sergei Loznitsa, suscriben un discurso vehemente y convencido de su propia importancia, sobre la familia, el amor, la guerra y el poder. Al mismo tono mayor se pliega Pájaros de verano, la esperada película de Ciro Guerra y Cristina Gallego, que inauguró la Quincena de Realizadores, y de la que conviene hablar con el detenimiento que se merece en una próxima ocasión.
Pero si Cannes resulta un lugar al fin de cuentas tolerable, a pesar del poder que en él se pone en escena, es porque, en medio de su eurocentrismo vergonzante, admite o incorpora sus propias disidencias. Puede que llamar rebelde a Godard o al iraní Jafar Panahi sea un gesto inocente: sí, son directores que están empujando hacia caminos imprevistos el repertorio de posibilidades expresivas del cine, pero también son artistas con una voz y una legitimidad dadas precisamente por centros de poder como Cannes u otros festivales, por la academia y por la escritura canónica de la historia del cine. No se trata entonces de cuestionar por cuestionar los privilegios sino de mirar, en cada caso, qué hace un artista con ellos, al servicio de quién dispone su voz. Y no tengo ninguna duda de que Godard y Panahi hacen una contraescritura de la historia (de la historia del mundo y de la historia del cine) y que han pagado, cada uno a su manera, un precio por ello.
La ausencia de ambos directores de la alfombra roja de Cannes resultó significativa en estos primeros cinco días del Festival. Las, hasta ahora, dos más emotivas películas de la Competencia Oficial, se presentaron sin esa figura a la que este festival rinde un culto que todavía resulta conmovedor: la del autor. Ni Jean-Luc Godard ni Jafar Panahi acompañaron la proyección de sus respectivas películas: Le Livre d'image y Three Faces. El primero, retirado voluntariamente en Suiza; el segundo, recluido en Irán y a la espera del resultado de una apelación que le permita trabajar y viajar libremente. Es difícil imaginar dos directores más opuestos, y más necesarios para entender las tensiones actuales de un arte como el cine.
Panahi es el consciente heredero de una tradición del cine como registro que se remonta a los Lumière, y que de tanto en tanto retoma sus posiciones en el frente de batalla de la representación. Eso fue en su momento el neorrealismo italiano, el cine iraní posterior a la Revolución, los nuevos nuevos cines latinoamericanos de las últimas décadas y el emerger de cines periféricos como el filipino, el rumano o el tailandés. Habría que llamarlos cines del sur, por pura convención geográfica, aunque su fuerza realista podía igualmente darse en el norte, como ocurrió con los hermanos Dardenne, o donde quiera que se recuperara la confianza en que algo de la realidad, a pesar de sus fallas y ausencias, se ofrecía para ser conocido a través de una cámara. Three Faces, realizada por Panahi en las condiciones semiclandestinas de sus últimas y magníficas películas (This Is Not a Film, Closed Curtain y Taxi Téherán), nos dispensa algunas imágenes, y escenas enteras, en las que un sentido de la realidad se condensa sin forzarlo: un efecto de verdad que una cámara atenta registra en medio del viaje azaroso de los dos protagonistas: la famosa actriz Behnaz Jafari y el propio Jafar Panahi, quienes buscan a una joven aspirante a actriz que grabó un trágico video para Jafari, clamando por su atención en un desesperado deseo de escapar del mundo opresivo de su familia.
Godard, por su parte, fue de nuevo el sacerdote que ofició una de sus acostumbradas y esperadas liturgias. Su voz de oráculo del cine y de la historia nos conduce por un archivo extenso y abigarrado, en la tradición estilística de su Histoire(s) du Cinéma. Le Livre d'image es, como su título lo sugiere, el encuentro de la palabra -escrita y hablada- con la imagen, y las nuevas colisiones y asociaciones que su mezcla produce. Está de más decir que Godard no cuenta una story, reescribe la history como una experiencia inscrita en una nueva piel: la pantalla, donde la imagen preexistente se desnaturaliza y se enrarece para producir una extraña forma de aura y autenticidad. Lo banal o recreativa inmersión que propone un VJ set cualquiera se transforma en un viaje de iniciación que acorta la distancia entre la imagen y el concepto, o que vuelve obsoleta la distinción entre una y otro. Es, literalmente, el cine como forma que piensa y que se opone al extendido uso de la imagen como ilustración de sí misma, a su fetichismo y reducción a mercancía. Que Cannes permita una experiencia de este tipo habla de la propia contradicción que lo sostiene: el lugar desde el que se generan diariamente las imágenes más desechables (miles y miles de fotografías promocionales y auto-promocionales) es el mismo en el que es posible una ceremonia de reencuentro con su valor de uso.
Esta versión del Festival (de la que solo es posible hablar en términos subjetivos y provisionales) me ha permitido otros tres encuentros con películas que dudan de la condición ontológica de la imagen y del relato, sin ceder a su vaporización. Con Petra, el último largo de ficción del español Jaime Rosales (La soledad, Hermosa juventud), estamos ante un film auto-reflexivo que examina permanentemente sus propias condiciones y medios: Petra es una joven que llega a una residencia artística con el propósito, declarado, de reconocer y confrontar a su padre, el artista que la regenta. Pronto el espectador se da cuenta de que todos los puntos de partida y/o presentación con los cuales la película nos engancha, serán transformados en el camino. El recurso de los capítulos numerados seguidos de un breve resumen, remite no solo a la tradición del storytelling sino a la de la lectura y sus expectativas, que Rosales traiciona una y otra vez enfrentándonos a un rompecabezas narrativo que pone patas arriba todas las certezas. La película, con sus derivas absurdas, se burla de las pretensiones de unidad y coherencia de sus propios protagonistas y comenta sardónicamente la cultura del testimonio, el trauma, el relato subjetivo, la autoayuda y las ficciones de reinvención personal en las que se sostienen las tecnologías de subjetivación contemporáneas. No hay la menor posibilidad de tomarnos en serio, parece insinuar Rosales, y eso concierne a personas, personajes e historias. Como contraparte de este escepticismo, molesta un poco el excesivo rigor formal: la construcción coreográfica de cada plano, el insistente recurso del paneo; es como si para Rosales, en la crisis de todo lo demás, solo nos quedaran las bellas formas.
Cold War, del polaco Pawel Pawlikowski, retoma muchos elementos estilísticos (y técnicos) de Ida, su premiado film anterior: el formato 4/3 y el blanco y negro, de nuevo al servicio de un relato donde prevalece la angustia y el desencanto histórico como trasfondo de una historia de amor fracturada entre varios países, y en el contexto de la guerra fría. Pawlikowski pisa un terreno mucho más firme y seguro (la previsible evaluación histórica del comunismo y su aplanamiento del arte y la realidad) que el de Rosales, pero termina cediendo a un formalismo de un signo muy parecido. De nuevo aquí, la película vive más como ejercicio de auto-conciencia; en este caso, es cierta variante del cine moderno la que parece mirarse a su espejo: ese momento, que coincide con los años en que transcurre la historia, que van del primer neorrealismo como crónica inmediata de los acontecimientos (próxima al periodismo) al neorrealismo sentimental (más cercano a la densidad de la novela) de Antonioni o de la Nouvelle Vague con su reacomodación del mito del "chico encuentra chica" y el amour fou.
En la misma línea de consanguinidad con el cine moderno es posible ubicar un film como el último de Jia Zhang-ke, Ash is Purest White: un relato en tres actos que sigue los pasos y transformaciones de una relación entre la joven Qiao y Bin, un mafioso de poca monta. El segundo y tercer acto, donde vemos a la joven pagando una condena de cinco años por un incidente en el que defendió a su amante, y buscando encontrar de nuevo a Bin y rearmar su historia de amor con él, son inolvidables: la actriz Zhao Tao (musa del director) encarna una mirada dolida sobre un entorno que se transforma rápida y violentamente, y que remite al desasosiego moral y ontológico de hitos del cine moderno como la Monica Vitti de Antonioni o la Ingrid Bergman de sus grandes películas con Rossellini: cuando la película cambia los carros por las celdas de una prisión y los trenes, la mirada de la protagonista encuentra un nuevo y hermoso marco desde el cual se abre a un mundo mayor que el de su propia fugacidad. Qiao observa un mundo que le devuelve una mueca de soledad, pero algo en ella se sobrepone y sigue una deriva obstinada. Zhang-ke es, a la vez, el cronista y el novelista de la China contemporánea, tan radicalmente transformada por el bienestar como vaciada de referentes espirituales, como no sean los del propio transcurrir. Si se pudieran entregar palmas parciales, esta sería mi película favorita, hasta ahora, para consagrarse en el palmarés.
Pero un festival es sobre todo un ejercicio de paciencia (aunque los críticos no sepamos mucho de eso y participemos con nuestros propios niveles de ansiedad en la frivolidad ambiente del Festival). Como en un partido de fútbol, las cartas no están echadas hasta el minuto final. Sí me permito, esperando que el fragmento ilumine una forma no totalitaria de la totalidad, especular acerca de un gesto que enerva a estas películas como el combustible que las echa a andar: es una relación con la tradición, incluso si esta tradición se remite a los límites de la obra personal: todos los directores aquí examinados se citan a sí mismos y sus películas anteriores tanto como citan un fragmento acotado de la historia del cine, esa que ahora se exige que sea plural e inclusiva sin ver que en ese reclamo hay un nuevo dogmatismo. Prefiero la sinceridad de Godard cuando dice, desde su oráculo, que los ojos que le puede prestar al cine (y las manos y la piel) son sus ojos "occidentales"... porque no tiene otros más.
Cannes 2018 (y 2): en el corazón hay raíz
Cercano ya el final del 71 Festival de Cine de Cannes, bueno es intentar otro balance, siempre con la esperanza de que en las horas restantes salte la liebre (nada improbable cuando aún faltan por verse películas como las de Nuri Bilge Ceylan, ganador de la Palma de Oro en 2014 por Winter Sleep). Pero antes pido permiso para un excurso por bagatelas que he ido pensando entre trenes y aviones, filas y restaurantes. Algo que tiene que ver con el porqué de someterse, una y otra vez, a la incomodidad de salir de la casa y con la manera como, ante la perspectiva de las rutinas violentamente alteradas, uno se las arregla para rodearse de cosas familiares, tres o cuatro objetos que, frente a la probabilidad de perderse en un idioma extranjero, en una calle desconocida, garanticen con qué volver a sí mismo. En mi caso siempre se trata de libretas y libros: las primeras para borronear impresiones o nombres (siempre nombres); los segundos para conversar (y conservar) en silencio.
Si lo pienso mejor esta digresión tiene todo el sentido. Cannes nos somete a una prueba intensa de familiaridad y extrañeza. El encuentro con algunas películas nos lisonjea con la certeza de ser parte de algo (la patria vicaria del cine, si tomáramos prestadas palabras harto gastadas), mientras que el Festival, como conjunto, sintetiza muchas de las peores cosas de la actual humanidad: la competitividad desalmada y la tendencia a engullir todo en la frivolidad. Cannes es un medidor: de cierto estado del mundo y del cine. Aquí se libran batallas que definen el futuro inmediato de este último: el pulso entre Netflix y el Festival (entre el consumo de contenidos en salas y otros consumos), por mencionar un caso, la presencia de las mujeres dentro de la industria, y también el destino de la seducción y el encuentro entre extraños, que el #MeToo ha alterado en un grado triste aunque imposible de medir.
Frente a tanta confusión, es apenas normal que secciones como Cannes Classics, conformada en su mayoría por películas restauradas y donde uno puede entregarse al piso firme de la tradición, se fortalezcan. En días y horas desiertas, fue la Sala Buñuel del Palais de Festivales la que garantizó el encuentro con autores y películas que, en medio del caos reinante y de las películas sin un norte claro, sirvieron para recordar de lo que el cine ha sido capaz. El centenario del nacimiento de Bergman fue la disculpa para ver dos documentales sobre su frágil, contradictoria y siempre torturada figura: Bergman-A Year in Life de Jane Magnusson y Searching for Ingmar Bergman de Margarethe von Trotta, son trabajos que acceden, cada uno a su manera, a un archivo de testimonios y fragmentos de películas, y activan el recuerdo de cómo esas películas definieron una época. Uno se pregunta qué imágenes actuales sobrevivirán con la potencia que lo ha hecho la aparición de la muerte en El séptimo sello (con la que Von Trotta arranca su personal búsqueda del espíritu de Bergman), y la respuesta, en medio del tráfago de impresiones del Festival, está lejos de ser clara.
El Festival es como un viaje en tren que nos ofrece un marco para ver paisajes físicos y morales "extranjeros", a veces exóticos, y para, de forma inevitable, ponerlos a prueba o en relación con los paisajes íntimos y familiares. (Ya un día antes de llegar a Cannes, en la vecina Niza, la ciudad solo empezó a ser amable gracias al nombre de sus calles: Jean Vigo, Paganini... y también porque su Paseo de los Ingleses y su playa me hizo pensar en Proust y en Tati, en el verano, en las vacaciones, en la memoria y el olvido involuntarios).
Desde el último balance, publicado aquí mismo, ha habido ocasión para mucho aburrimiento (las películas japonesas de la competencia oficial: Netemo Sametemo /Asako I & II de Hamaguchi Ryusuke y Shoplifters de Hirozaku Kore-eda), y sobre todo para afirmar la distancia entre una buena película y una que gusta o afecta de manera personal. Buenas películas, o bien hechas, las ha habido muchas. La lista podría empezar, en orden de preferencia, por Dogman de Matteo Garrone, seguir con BlacKkKlansman de Spike Lee y terminar con Under the Silver Lake de David Robert Mitchell, director de una película que tiene su propio culto: It Follows (2014). Las dos últimas hacen inevitable pensar que el cine estadounidense estuvo sub-representado en esta edición de Cannes (si se piensa en relación con el año anterior donde su presencia era, al menos en términos numéricos, mucho más robusta), quizá por el efecto Netflix, o por alguna otra razón que se me escapa. También sirven para postular otra distinción, que alguna vez le leí a Quentin Tarantino, entre las películas que se asientan en "el mundo de la vida" y otras que viven en "el mundo del cine". Under the Silver Lake, con su sobrecarga de referencias cinéfilas, que van de Hitchcock a las películas de monstruos y con paradas en el universo Lynch, pertenece a esa saga de películas para las cuales la experiencia de la realidad pierde toda importancia frente al gusto por hablar en clave: la película de Mitchell consume (en el sentido caníbal del término), alegre y conscientemente, la cultura pop y el cine americano, a través de una fábula que tiene, como no, a Los Angeles y a Hollywood como escenario. Así, un film que pretende hilar un discurso "crítico" sobre cómo se fabrican los sueños que nos alienan, es sobre todo un homenaje a los productos e íconos que produce esa fábrica.
Spike Lee, por su parte, prueba con éxito un tono que poco le conocíamos: el de la comedia, pero cede, al final, a darnos su buena dosis de compromiso político y de indignación frente al statu quo promovido por la llegada de Trump al poder. El resultado es que BlacKkKansmanfunciona como película de época que cuenta con gracia la historia de un oficial de policía negro y otro judío, que infiltran una célula del Ku Klux Klan, pero se siente oportunista con su epílogo que actualiza la tensión entre las dos Américas, la negra y la blanca, y sus respectivas reivindicaciones de supremacía racial. Lo mejor de la película de Lee, además de su tono inesperadamente cómico, es la forma, divertida y pedagógica a la vez, en la que revisa la representación de los negros y afroamericanos en el cine, desde Griffith hasta la saga de Tarzán, pasando por las películas Blaxploitaiton. En esto la película dialoga con I Am Not Your Negro de Raoul Peck, que es ideológicamente mucho más sofisticada.
Hay otras películas que se sienten físicamente y fracturan la barrera protectora con que nos cubre la representación. Dos pruebas de esa alteración corporal las tuve con Cómprame un revólver, coproducción colombo-mexicana dirigida por Julio Hernández-Cordón, y con Clímax del director franco-argentino Gaspar Noé. De la primera ya habrá oportunidad de hablar in extenso, cuando se estrene en Colombia. La película de Noé ya mereció de mi parte un exaltado comentario en Facebook que hoy podría matizar en su forma pero no en el fondo. Pasados los días sigo creyendo que estamos ante una película acontecimiento, una experiencia que va entre el cine, la danza moderna y una sesión de VJ, donde no hay, sin embargo, ningún ocasión para la improvisación. Noé y su coreógrafa trabajaron con un grupo de bailarines, al parecer de poco prestigio. La coreografía deviene alucinación: como escribiera Shakespeare, "será locura pero tiene su método". Lo impresionante de lo conseguido por Noé es el control de la cámara (con planos secuencia admirables) y del movimiento de sus actores para conseguir una danza precisa y contundente que habla de la conciencia alterada y su angustia, de la búsqueda de contacto humano, del deseo y el rechazo, del anhelo de unidad y la evidencia de la disgregación. Del Noé de siempre reconocemos su veta romántica, pero contenido aquí por las formas y códigos de la danza. En contravía de su fama como enfant terrible del cine contemporáneo, en Clímax Noé evita todo gesto gratuito o provocación pueril y hace una película que aunque carezca de una historia en sentido convencional, desarrolla una clara dramaturgia de ascensos y descensos, que termina en un poderoso anti-clímax, donde el hermoso grupo humano que ha compartido el baile y el viaje hacia el fondo de la noche, encuentra su común humanidad. "El mundo iluminado, y yo despierta", como escribiera Sor Juana.
La tentación de escribir unas líneas sobre The House That Jack Built de Lars Von Trier es irresistible. De ninguna manera se trata de su mejor película, o de un título que aporte algo nuevo a la misantropía del director de Los idiotas o Melancolía. Tiene, por el contrario, un carácter de obra derivada que canibaliza temas y motivos de la filmografía anterior de Von Trier y que entra en contiendas con un sello personal (de nuevo aclara y explaya su comentario sobre el nazismo, que en su última presencia en Cannes le costó el mote de persona no grata y una grotesca expulsión del Festival). El director danés suma aquí una nueva perla a su interés por el mecanismo interno de las narraciones y los argumentos (filosóficos), con su distribución en capítulos y el uso consciente de un narrador en off que se desdobla y pone en escena su propia esquizofrenia. El asesino en serie pretende justificar sus actos postulando una suerte de versión contemporánea del asesinato como una de las bellas artes, pero mi convicción es que todo el despliegue argumentativo de los narradores (y de paso el de Von Trier) es nadería en comparación con su forma elegante y sugestiva. Su voluntad de provocación (muchas de las víctimas del serial killer son mujeres y Von Trier no se ahorra la violencia explícita o la mutilación del cuerpo femenino) es bienvenida en medio de la aburridísima corrección política que reinó en Cannes. Por si es necesaria la aclaración, lo que aquí defiendo es la autonomía del arte para hablar en un vocabulario soez o incorrecto, y lo que todos perdemos (sobre todo las víctimas) con la gazmoñería y la falsa conciencia.
En un idioma extranjero: Han
Hablaba hace un rato del miedo, y a la vez el deseo, de perderse en un idioma extranjero, y tener la vivencia -el privilegio- de cierta desfamiliarización y extrañeza. Y eso lo escribí antes de ver, hoy en la mañana, la película con la que creo justo cerrar esta segunda entrada -y probablemente última- sobre Cannes: Burning, del director coreano Lee Chang-dong. Mientras agradecía a la suerte la oportunidad de haber visto este hermoso film, pensaba en que tiene que existir en el idioma coreano una palabra para expresa la sutil mezcla de sentimientos que Chang-dong provoca en sus espectadores. La combinación de melancolía, pérdida, reposada alegría, rabia y desarraigo. Unidad y separación ("darse del todo al Todo sin hacernos partes aparte", escribió Santa Teresa). Y surfeando por las olas de internet encontré una que tal vez sea apropiada: Han, que etimológicamente significa "en el corazón hay raíz", y que tiene al parecer un uso ambiguo y abierto, dos cualidades que se pueden aplicar también a Burning.
Esta palabra sin traducción resumiría sin agotar una película que, en su superficie más inmediata, nos acerca a una relación de amor, deseo y sospecha entre tres personajes, enigmáticos y solitarios cada uno a su manera y que Chang-dong expone con un prodigioso sentido del ritmo. Como en Under the Silver Lake, estamos ante un personaje principal que busca a una mujer desaparecida y que para cumplir esa misión, solitaria, debe empezar una travesía que es ante todo un viaje por sus propios fantasmas y los de su cultura. Difícil imaginar una obra más vinculada a un paisaje local -Corea y sus heridas históricas- y que a la vez trace puentes más orgánicos con la cultura occidental en general (Faulkner, El gran Gatsby), y con la tradición cinematográfica en particular (Antonioni, Truffaut, Malle y la Nouvelle vague). Las referencias cinéfilas no están acá puestas al servicio de un enciclopedismo moribundo o estéril como en Under the Silver Lake. Iluminan su horizonte posible de recepción, pero aun sin esa enciclopedia la película vive. En un Festival donde se vio más muerte que sexo (las dos caras opuestas de un mismo malestar cultural), Burning brilla por su poética representación del deseo, la espera, el desamor y la búsqueda de una conexión que no puede ser sino espiritual, así necesite de los sentidos, de los juegos de luz, de los cuerpos.
En la pasada entrada postulaba a Ash is Purest White de Jia Zhang-ke como la película que, a mi juicio (y sin haber visto Lazzaro Felice de Alice Rohrwacher, ni la última de Nuri Bilge Ceylan) merecería la Palma de Oro. Hoy premiaría a Burning. Aún así, creo que no se la ganará. Cannes seguramente terminará enviando un mensaje directo de corrección política. Y Burning es demasiado sutil para salir premiada en un año en que el norte está perdido y se cree que el dogmatismo y la vehemencia es la respuesta a nuestra esencial confusión.
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