Mi apreciación se bifurca, como si esta crítica fuera escrita por dos cabezas que habitan el mismo cráneo y cuatro manos que se relevan en sus funciones dependiendo de quién conduzca –cuál cabeza está en el poder–. La película de Trueba me genera opiniones encontradas. Por un lado es una película que sufre por su mayor deseo (o insistencia) de ser verosímil, parece que la película quiere ser la vida pero se niega a dejarse tocar por ella. Por ser verosímil sus actores pierden. Son tipos que están convencidos (¿o solo están siguiendo directrices de Trueba?) de que la actuación verdadera implica una infinita interrupción de las frases (¿no hay en la vida alguien que hable de corrido?), eso, después de algunos minutos, se vuelve insoportable. Sin embargo, pensemos que se trata de un asunto narrativo, que, como estos dos personajes no se ven hace mucho y hay, al parecer, demasiadas cosas no dichas (o sin resolver), algo así como varios elefantes en la habitación, el silencio y una especie absurda de incomodidad son necesarios. Pasa que, después, cuando vemos a los protagonistas con algunos de sus familiares, amigos, gente con la que suponemos la confianza es amplia, la técnica se repite. Una técnica que, de tener alguien que transcribir esos diálogos tal cual son dichos tendría que abusar, como los personajes, de los puntos suspensivos.
Esta condición, ese yugo que se impone la película por no ser otra cosa distinta a la realidad, para que alguien la vea y diga “es que así es la vida, así pasan las cosas”, también hace que, además de esas conversaciones fraccionadas, los personajes, la mayoría de las veces, hablen sobre nada. Craso error pensar que el cine, para que se parezca a la vida, debe reproducirla, incluso cuando ahí no recae la atención del director. Trueba quiere ver pasar el tiempo pero, parece, no sabe qué indicaciones darle a sus actores: “Hagan lo que se les ocurra, dile cualquier cosa”, parece escucharse, segundos antes de oprimir el botón de la cámara. Claro que no es así siempre. Hay momentos particulares donde las conversaciones se sienten justas, dispuestas ahí para indagar por ideas, no solo por ser puestas esperando que llegue la otra escena.
Olmo y Manuela fueron compañeros de colegio, en realidad fueron más que compañeros. A los quince se escribían extensas cartas de amor y juraban que no podían vivir el uno sin el otro. Claramente la relación no duró mucho y, después de muchos años, se encuentran en Madrid (Manuela vive en Buenos Aires, ha vuelto por Navidad, unos días; Olmo acaba de mudarse con su novia en una nueva casa). Se ven una noche y ambos, consciente o inconscientemente, intentan alargarla. Cada uno piensa en maneras de cómo crear tiempo para que esa noche, donde la incomodidad con que inició se fue disipando hasta no ser más que un fantasma, un recuerdo inventado, dure una eternidad, se convierta en un instante eterno, único. Después de los saludos formales, Manuela le entrega una carta que él escribió en sus tiempos de enamorados. Manuela ha guardado todo en casa de sus padres, ella tiene la única evidencia de esos tiempos. Ahí empieza el sentido de la nostalgia. Esa carta hace que la noche se vaya viviendo con un dejo de añoranza. “¡Qué bueno que fue el pasado!” pensará Olmo mientras ve la luna.
Después de la larga noche, Olmo vuelve a su casa y la película nos lleva a un gran flashback que nos hace ver unos pequeños y nítidos momentos de la efervescencia de ese amor descomplicado y vivo, propio de la adolescencia. La película entonces está dividida en dos, una primera parte del cuento, que funcionará después como evidencia de algo que pudo ser mejor. La otra cabeza, la que me manda cuando quiere, empieza entonces a descubrir una película que, desde la sencillez de una carta, empieza a amplificar su voz. A resonar. Y esto es una cosa que nace del montaje. Cosa que no deja de ser curiosa porque, si bien Trueba desea la vida, no teme fragmentarla, no olvida que el poder del cine está en descubrir lo verdadero en la manera cómo una película desdobla la realidad. En la organización del presente y del pasado aflora ese sentimiento inexplicable. La nostalgia, a la que hoy parecemos tan susceptibles los espectadores y, en mayor medida, los realizadores, termina por ser ese elemento que me hace ver en La reconquista una película con cualidades inestimables y decidida a mirar la vida con precisión. Es más interesante cuando la película se aleja de sus deseos de reproducción infalible, es el pasado lo que le permite romper con el yugo de lo verosímil. Trueba nos pone a pasar por el ensueño melancólico del recuerdo de “los mejores años de la vida”, es evidentemente un asunto de nostalgia. Ahí me dejo encantar por ese hechizo. Sin embargo, no descanso. Las dos cabezas continúan en lo que bien podría ser un combate eterno: al final, todo vuelve a vacilar. ¿Es tan difícil olvidar el primer amor? Si lo es, qué oscuridad la que se avecina. Deberán haber formas de aprender esa tarea, y si no, tendremos que crearlas. Vamos hacia allá.
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UN ASUNTO DE NOSTALGIA
La reconquista, de Jonás Trueba (2016)
Mi apreciación se bifurca, como si esta crítica fuera escrita por dos cabezas que habitan el mismo cráneo y cuatro manos que se relevan en sus funciones dependiendo de quién conduzca –cuál cabeza está en el poder–. La película de Trueba me genera opiniones encontradas. Por un lado es una película que sufre por su mayor deseo (o insistencia) de ser verosímil, parece que la película quiere ser la vida pero se niega a dejarse tocar por ella. Por ser verosímil sus actores pierden. Son tipos que están convencidos (¿o solo están siguiendo directrices de Trueba?) de que la actuación verdadera implica una infinita interrupción de las frases (¿no hay en la vida alguien que hable de corrido?), eso, después de algunos minutos, se vuelve insoportable. Sin embargo, pensemos que se trata de un asunto narrativo, que, como estos dos personajes no se ven hace mucho y hay, al parecer, demasiadas cosas no dichas (o sin resolver), algo así como varios elefantes en la habitación, el silencio y una especie absurda de incomodidad son necesarios. Pasa que, después, cuando vemos a los protagonistas con algunos de sus familiares, amigos, gente con la que suponemos la confianza es amplia, la técnica se repite. Una técnica que, de tener alguien que transcribir esos diálogos tal cual son dichos tendría que abusar, como los personajes, de los puntos suspensivos.
Esta condición, ese yugo que se impone la película por no ser otra cosa distinta a la realidad, para que alguien la vea y diga “es que así es la vida, así pasan las cosas”, también hace que, además de esas conversaciones fraccionadas, los personajes, la mayoría de las veces, hablen sobre nada. Craso error pensar que el cine, para que se parezca a la vida, debe reproducirla, incluso cuando ahí no recae la atención del director. Trueba quiere ver pasar el tiempo pero, parece, no sabe qué indicaciones darle a sus actores: “Hagan lo que se les ocurra, dile cualquier cosa”, parece escucharse, segundos antes de oprimir el botón de la cámara. Claro que no es así siempre. Hay momentos particulares donde las conversaciones se sienten justas, dispuestas ahí para indagar por ideas, no solo por ser puestas esperando que llegue la otra escena.
Olmo y Manuela fueron compañeros de colegio, en realidad fueron más que compañeros. A los quince se escribían extensas cartas de amor y juraban que no podían vivir el uno sin el otro. Claramente la relación no duró mucho y, después de muchos años, se encuentran en Madrid (Manuela vive en Buenos Aires, ha vuelto por Navidad, unos días; Olmo acaba de mudarse con su novia en una nueva casa). Se ven una noche y ambos, consciente o inconscientemente, intentan alargarla. Cada uno piensa en maneras de cómo crear tiempo para que esa noche, donde la incomodidad con que inició se fue disipando hasta no ser más que un fantasma, un recuerdo inventado, dure una eternidad, se convierta en un instante eterno, único. Después de los saludos formales, Manuela le entrega una carta que él escribió en sus tiempos de enamorados. Manuela ha guardado todo en casa de sus padres, ella tiene la única evidencia de esos tiempos. Ahí empieza el sentido de la nostalgia. Esa carta hace que la noche se vaya viviendo con un dejo de añoranza. “¡Qué bueno que fue el pasado!” pensará Olmo mientras ve la luna.
Después de la larga noche, Olmo vuelve a su casa y la película nos lleva a un gran flashback que nos hace ver unos pequeños y nítidos momentos de la efervescencia de ese amor descomplicado y vivo, propio de la adolescencia. La película entonces está dividida en dos, una primera parte del cuento, que funcionará después como evidencia de algo que pudo ser mejor. La otra cabeza, la que me manda cuando quiere, empieza entonces a descubrir una película que, desde la sencillez de una carta, empieza a amplificar su voz. A resonar. Y esto es una cosa que nace del montaje. Cosa que no deja de ser curiosa porque, si bien Trueba desea la vida, no teme fragmentarla, no olvida que el poder del cine está en descubrir lo verdadero en la manera cómo una película desdobla la realidad. En la organización del presente y del pasado aflora ese sentimiento inexplicable. La nostalgia, a la que hoy parecemos tan susceptibles los espectadores y, en mayor medida, los realizadores, termina por ser ese elemento que me hace ver en La reconquista una película con cualidades inestimables y decidida a mirar la vida con precisión. Es más interesante cuando la película se aleja de sus deseos de reproducción infalible, es el pasado lo que le permite romper con el yugo de lo verosímil. Trueba nos pone a pasar por el ensueño melancólico del recuerdo de “los mejores años de la vida”, es evidentemente un asunto de nostalgia. Ahí me dejo encantar por ese hechizo. Sin embargo, no descanso. Las dos cabezas continúan en lo que bien podría ser un combate eterno: al final, todo vuelve a vacilar. ¿Es tan difícil olvidar el primer amor? Si lo es, qué oscuridad la que se avecina. Deberán haber formas de aprender esa tarea, y si no, tendremos que crearlas. Vamos hacia allá.
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