En Cero en conducta hemos defendido una posición frente al consenso: no nos interesa. Lo que queremos con cada escrito es tratar a las películas desde un lugar que evada la pereza del pensamiento. Este texto, a riesgo de sonar “parte del consenso”, se hace porque Roma parece estar en el medio de una tormenta sin escampadero. Me parece sentir que hay más detractores que defensores y, en la mayoría de esos casos, las efusivas defensas se han hecho por “las razones incorrectas”: casi que regurgitando adjetivos, se dedican a una alabanza desmedida de un diseño de producción, de una fotografía “sin tacha”, razones que no soportan la calidad de una película (o cuando se le quiere deslegitimar se hace con el mismo procedimiento).
Es como si ahí dentro existiera un cristal que brilla mucho, tanto que, incluso los que pueden verlo, ya enceguecidos por esa luz, alaban otras cosas del film, que son solo reflejo de ese brillo del verdadero cristal, donde se aloja una esencia sin tamaño, porque de lo grande no cabe en ningún sitio. En Roma, lo que asombra y es esclarecedor está en otro lugar. Tiene que ver con esa extraña conjunción que logra Cuarón entre sus personajes y las distancias con las que opta filmarlos. Se trata de lo que está anclado a ellos.
Aparece entonces una urgencia por defenderla lejos de ese lugar aterrador y repetido con insistencia incansable de la película impecable (¿a quién le importa si lo es?). Pero hay dos trucos: primero, qué cosa nueva decir (se hará el intento) y, segundo, no pretendo zanjar una discusión, es en cambio un deseo cariñoso de atizar el fuego.
En ciertas ocasiones da la impresión de que, como críticos dispuestos a analizar y pensar una película, olvidamos la cuestión del personaje. ¿Qué es un personaje y por qué está ahí? Leemos que tal o cual película “es de personaje” (¿hay alguna que con actores en su haber no lo sea?). ¿Por qué creemos que en algunas ocasiones el personaje es importante y en otras no? Un personaje es el elemento principal que tiene un director para cultivar o decir sus ideas. También distinguimos ocasionalmente entre los personajes “buenos y malos”, y otras veces caemos en una categoría más bien malsana: los que ayudan al protagonista a conseguir lo que quiere y los que no. Otras ocasiones, mejor iluminados, hablamos del protagonista y de los secundarios, cosa que no deja de ser problemática: los secundarios a veces se vuelven protagonistas y hay películas con protagonistas sin importancia.
Lo nuevo de Alfonso Cuarón, que tiene un valor indiscutible: el deseo de volver a poner la emoción en el centro del cine, nos permite pensar, precisamente, la cuestión del personaje. El personaje en el cine debería entenderse como algo más que un catalizador de ideas o una marioneta del gran autor escondido detrás de todo el aparato de una película. Un personaje es una vida. Estoy convencido de que las grandes películas (y los buenos directores) tratan a sus personajes como tal –en los mejores casos incluso les regalan cosas–. El personaje compromete al director con el mundo. Roma es iluminadora porque entiende que sus personajes, sobre todo su protagonista, son su centro y corazón. La película en su totalidad parece ser una posibilidad –no, en realidad es justamente eso porque en efecto lo vemos– de vivir una gran aventura, no en vano acabará con la protagonista diciéndole a su amiga: “Tengo mucho que contarte”.
Devolvámonos un poco y hablemos de las razones equivocadas. En el film habitan, digamos, dos espacios de registro, y uno como espectador, mientras ve las desventuras y aventuras de esta gran familia (siempre en constante ampliación y reducción), ve también esa pequeña y silenciosa batalla que libran los registros para ver cuál gana. Roma es de una aparente tranquilidad (aparente porque al ver todos los créditos se concluye que la película está más ligada a lo titánico que a cualquier otra cosa). Empieza con las vidas de sus personajes más o menos en orden. Sin embargo, mientras avanza, la brega con el mundo se vuelve tema esencial. Todos los adultos que viven (o vivieron) bajo el mismo techo tienen problemas, al principio nimios pero siempre con la posibilidad de explotar y acabar con todo lo que hay alrededor. Digamos que al comienzo el gran problema es entrar el carro al garaje sin que se raye, luego, casi que en un abrir y cerrar de ojos, hay vidas (muchas) en peligro. El choque es entre la tranquilidad y la tragedia, entre un cine dedicado a mirar con delicadeza el funcionamiento de una rutina y un cine desesperado por ver esa rutina avanzar hacia alguna parte. Pero Roma está lejos de ser solamente una cosa prolija.
El proceso podría describirse como si alguien (Cuarón), decidido a filmar una película, se propusiera desentrañar un universo anímico estando seguro de que ese universo no puede ser presentado de cualquier manera, que tiene que ser empacado con rigor y calidad, cumpliendo a cabalidad la norma (con los datos de fecha de vencimiento, tabla nutricional, peso y lugar de fabricación bien visibles). Parece que se le pasa un minucioso control de calidad a sus escenas, y de ahí que a veces parezca que la ampulosidad de la cámara importa más y que la exageración del sonido que da vueltas por una sala de cine es el máximo objetivo. Nada se escapa, hay una necesidad por controlarlo todo, por exprimir cada cosa al máximo. ¿Hasta dónde la perfección es un problema?
Lo interesante de todo esto es que, cada vez que vuelvo a pensar en ella, me encuentro con la dificultad de pensarla en dos caminos (el de la perfección –“el mal escogido” por Cuarón– y el de lo que importa: el acompañamiento –entre cerca y lejos– a Cleo). La película termina siendo un asunto indivisible, lo que tiene que ser, entonces, la marca, la señal y la evidencia de un gran director. Roma, sin saberlo, se convierte en una clara afirmación de que los grandes films no pueden dividirse y ser analizarlos por lados distintos (el guión en una dirección, la puesta en escena en otra. Hay un grito silencioso oculto entre sus cortes: lo grande de una película no sale de su guión sino que es impuesto por la subjetividad de un artista. Las películas, en últimas, no son desarmables). Cuarón ha filmado a Cleo de esa manera porque no había otra posible. Acaba uno de verla y piensa en eso de la espectacularidad y se da cuenta de que tiene que importar poco porque no se imagina la película de una forma distinta. Prueba adicional del coraje de Cuarón.
Da entonces la impresión de que el caso Roma es bastante parecido a los casos que Max Ophüls padeció con la mayoría de sus obras: el público, experto o no, a veces enfrentado a lo que parecía un espectáculo desmedido (también “lento”, como se ha calificado a Roma) no se dejaba seducir por un entrañable relato trágico del amor no correspondido y del desgaste del cariño, por los temas eternos. En Ophüls también incrustaron la queja de un cine desatento a problemas ideológicos, desechando su trabajo por ocuparse de tragedias aristocráticas (también se ha dicho que hasta cuándo, como público, vamos a tener que ver las memorias de un niño rico. Confundir lo que Cuarón ha hecho con un acto de recuerdo, de memoria, es, para volver al principio, tener un cristal al frente y no verlo o, lo que es peor, juzgarlo como falso). Cuarón camina en un terreno ya recorrido, probado por Ophüls: la profundidad y el artificio no son excluyentes. Godard decía del director de Lola Montes que su estilo no era decorativo, era ético. Lo mismo podría decirse de Cuarón. Es probable que las películas que tiene más cercanas no sean las que se han dicho (aquí mismo mencionaré, más abajo, a Los 400 golpes) sino una como Lola Montes, el retrato de una mujer legendaria. Ophüls también juzgaba a sus personajes como habitantes del mundo, no como marqueses, militares, ricos, tiránicos, encantadores. Lola Montes, ahora venida “a menos”, trabajando en un circo para entretener al público de norteamérica siempre tiene el destino en sus manos. Ophüls y Cuarón, entre otras cosas, comparten el exterminio del desdén y la mirada desde arriba. Son algo así como abogados de sus heroínas. Compañeros.
Cuarón vuelve a preguntarse algo que parecía soterrado, dedicado, en la superficie, al cine que nació viejo (el de la “tradición de calidad”, que hasta hoy no deja de nacer): cómo hacer sostenible una cierta ampulosidad en la producción –los decorados y los movimientos grandiosos– con el desgarro emocional de los personajes que habitan el film. La respuesta de Cuarón es apabullante. Roma responde una pregunta que nadie se hacía pero que el cine de hoy necesitaba. En esa medida se vuelve a acercar, no solo a Ophüls, sino a Luchino Visconti y James Gray.
¿Y qué es entonces lo que determina el éxito de esa mezcla homogénea? El destino de sus personajes. Aquí todos hacen lo mejor que pueden, no solo para sobrevivir sino para no herir (tanto) al otro. Cuarón cree en sus personajes. No importa lo que pase, siempre los tratará con el tacto que podría proferir un titiritero a sus mejores títeres, y no porque sean sus mejores instrumentos de trabajo sino porque son otra cosa, algo mucho más grande que eso.
Al inicio vemos a Cleo corriendo en un travelling largo, tal como lo hizo Antoine Doinel hace algunas décadas atrás, solo que en dirección contraria. Cleo no está escapando y su historia no está cerca del final (la aventura que decíamos antes). Al contrario, parece que corre a agarrar eso que, Cuarón nos mostrará, es la vida. Cleo se vuelve, sin saberlo muy bien, dueña de su destino (aunque sus deseos después le pesen, la anclen al suelo y solo un encuentro con una posible muerte real –ya había muerto con el niño que más quiere y la quiere antes– le permite sacar fuera de su cuerpo las palabras que formaban ese deseo y volver a la vida, una especie de redención). La protagonista entonces queda liberada. Nos parece que vive como quiere (puede). Cuarón se encarga de filmarla con alegría. Y cuando la alegría se acaba la cámara se queda quieta (hablo de la escena del parto, por ejemplo).
Basta con ver que Cleo tiene vida propia dentro y fuera de su trabajo, se le define por ser habitante del mundo y no por cualquier otra cosa. Sus cualidades y sus virtudes no son intercambiables. Ella vive. Otra cosa que permite pensar estas relaciones en la película es la naturaleza de los abrazos. No hay nunca nada más grande (y honesto) que un abrazo (el clímax del film es un abrazo –que es al mismo tiempo una resurrección–, pero el que más me gusta a mí viene acompañado de un “sana que sana culito de rana…”). Cuarón sabe que la interacción entre los personajes asegura la erupción de la emoción, es en lo que sucede con cada personaje, y el excepcional cariño con el que Cuarón los sigue, donde reside lo admirable. Aquí el amor es más fuerte que la muerte.
Además, palpita siempre una sensación de que, no importa lo que pase, la vida continúa, cosa que tiene que ver con una especie de cualidad profética de algunas escenas: por ejemplo, en la escena donde vemos a Sofía despedirse de su esposo (no sabemos todavía que será la última vez que se vean) y lo que parece una banda marcial sigue interpretando su canción como si nada. Sofía se enfrenta a ese caer de su mundo y al mundo del otro lado que no para. Vemos en la escena cómo pasan las trompetas al lado de su oído, quizás avisando un nuevo apocalipsis. Una necesidad de fundar un mundo nuevo. En la escena del incendio del bosque vemos también, primero, a una señora tomarse su champaña en medio de las llamas como si nada: el mundo de afuera insiste en seguir su rumbo. Luego, en ese mismo momento, quien estaba disfrazado empezará a cantar, también en el medio de ese caos exterminador de un bosque (que, como nos dice otro personaje, no es solo un bosque el que se quema). Después del parto, el funcionamiento del mundo se vuelve a revelar implacable. Hay que seguir viviendo, así no hayan fuerzas para pararse. También cuando Sofía les dice por fin a sus hijos que su padre no volverá más a la casa y ella, para que no estén tan tristes, les dice que pueden comer helado: mientras se lo comen, atrás hay otra familia haciendo una fiesta. Los mundos, parece, no los separan fronteras físicas sino emocionales. Lo profético aparece puntualmente cuando el perro de la hacienda donde la familia protagonista pasa el año nuevo ve su futuro al frente (sus antecesores colgados disecados) y, claro, cuando el vaso donde brinda Cleo por un buen año se rompe en mil pedazos. Contienen la fuerza de una revelación. Lo inevitable y la profecía. La insistencia y el futuro. Roma es también sobre los temas eternos.
Si decíamos que todo aquí orbita alrededor de su centro, que es la emoción, pensar que sí es el personaje la esencia del cine no es una idea descabellada. El trato que tenga un director con ellos, la disposición que decida de sus puntos de vista y la distancia con la que les siga, determinará el examen que le hace al mundo. Y de ahí que nos invite a nosotros a caminar con él o nos despache con un argumento maltrecho y falso.
En Roma, gracias a esa cualidad conciliadora de su director, lo sentimental y la emoción, lo histórico y lo social, son la misma cosa. Uno podría pensar que en una película no se puede tenerlo todo, que el cine, y el arte en general, exige decisiones. Cuarón embiste contra eso y hace una película con todo. Ha sido llamado a poner otra columna irrevocable, resistente a todos los sismos de todas las clases, en la estructura del cine de la generosidad, que es el cine de los grandes personajes.
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EL DESTINO DE UN PERSONAJE. ROMA, DE ALFONSO CUARÓN
En Cero en conducta hemos defendido una posición frente al consenso: no nos interesa. Lo que queremos con cada escrito es tratar a las películas desde un lugar que evada la pereza del pensamiento. Este texto, a riesgo de sonar “parte del consenso”, se hace porque Roma parece estar en el medio de una tormenta sin escampadero. Me parece sentir que hay más detractores que defensores y, en la mayoría de esos casos, las efusivas defensas se han hecho por “las razones incorrectas”: casi que regurgitando adjetivos, se dedican a una alabanza desmedida de un diseño de producción, de una fotografía “sin tacha”, razones que no soportan la calidad de una película (o cuando se le quiere deslegitimar se hace con el mismo procedimiento).
Es como si ahí dentro existiera un cristal que brilla mucho, tanto que, incluso los que pueden verlo, ya enceguecidos por esa luz, alaban otras cosas del film, que son solo reflejo de ese brillo del verdadero cristal, donde se aloja una esencia sin tamaño, porque de lo grande no cabe en ningún sitio. En Roma, lo que asombra y es esclarecedor está en otro lugar. Tiene que ver con esa extraña conjunción que logra Cuarón entre sus personajes y las distancias con las que opta filmarlos. Se trata de lo que está anclado a ellos.
Aparece entonces una urgencia por defenderla lejos de ese lugar aterrador y repetido con insistencia incansable de la película impecable (¿a quién le importa si lo es?). Pero hay dos trucos: primero, qué cosa nueva decir (se hará el intento) y, segundo, no pretendo zanjar una discusión, es en cambio un deseo cariñoso de atizar el fuego.
En ciertas ocasiones da la impresión de que, como críticos dispuestos a analizar y pensar una película, olvidamos la cuestión del personaje. ¿Qué es un personaje y por qué está ahí? Leemos que tal o cual película “es de personaje” (¿hay alguna que con actores en su haber no lo sea?). ¿Por qué creemos que en algunas ocasiones el personaje es importante y en otras no? Un personaje es el elemento principal que tiene un director para cultivar o decir sus ideas. También distinguimos ocasionalmente entre los personajes “buenos y malos”, y otras veces caemos en una categoría más bien malsana: los que ayudan al protagonista a conseguir lo que quiere y los que no. Otras ocasiones, mejor iluminados, hablamos del protagonista y de los secundarios, cosa que no deja de ser problemática: los secundarios a veces se vuelven protagonistas y hay películas con protagonistas sin importancia.
Lo nuevo de Alfonso Cuarón, que tiene un valor indiscutible: el deseo de volver a poner la emoción en el centro del cine, nos permite pensar, precisamente, la cuestión del personaje. El personaje en el cine debería entenderse como algo más que un catalizador de ideas o una marioneta del gran autor escondido detrás de todo el aparato de una película. Un personaje es una vida. Estoy convencido de que las grandes películas (y los buenos directores) tratan a sus personajes como tal –en los mejores casos incluso les regalan cosas–. El personaje compromete al director con el mundo. Roma es iluminadora porque entiende que sus personajes, sobre todo su protagonista, son su centro y corazón. La película en su totalidad parece ser una posibilidad –no, en realidad es justamente eso porque en efecto lo vemos– de vivir una gran aventura, no en vano acabará con la protagonista diciéndole a su amiga: “Tengo mucho que contarte”.
Devolvámonos un poco y hablemos de las razones equivocadas. En el film habitan, digamos, dos espacios de registro, y uno como espectador, mientras ve las desventuras y aventuras de esta gran familia (siempre en constante ampliación y reducción), ve también esa pequeña y silenciosa batalla que libran los registros para ver cuál gana. Roma es de una aparente tranquilidad (aparente porque al ver todos los créditos se concluye que la película está más ligada a lo titánico que a cualquier otra cosa). Empieza con las vidas de sus personajes más o menos en orden. Sin embargo, mientras avanza, la brega con el mundo se vuelve tema esencial. Todos los adultos que viven (o vivieron) bajo el mismo techo tienen problemas, al principio nimios pero siempre con la posibilidad de explotar y acabar con todo lo que hay alrededor. Digamos que al comienzo el gran problema es entrar el carro al garaje sin que se raye, luego, casi que en un abrir y cerrar de ojos, hay vidas (muchas) en peligro. El choque es entre la tranquilidad y la tragedia, entre un cine dedicado a mirar con delicadeza el funcionamiento de una rutina y un cine desesperado por ver esa rutina avanzar hacia alguna parte. Pero Roma está lejos de ser solamente una cosa prolija.
El proceso podría describirse como si alguien (Cuarón), decidido a filmar una película, se propusiera desentrañar un universo anímico estando seguro de que ese universo no puede ser presentado de cualquier manera, que tiene que ser empacado con rigor y calidad, cumpliendo a cabalidad la norma (con los datos de fecha de vencimiento, tabla nutricional, peso y lugar de fabricación bien visibles). Parece que se le pasa un minucioso control de calidad a sus escenas, y de ahí que a veces parezca que la ampulosidad de la cámara importa más y que la exageración del sonido que da vueltas por una sala de cine es el máximo objetivo. Nada se escapa, hay una necesidad por controlarlo todo, por exprimir cada cosa al máximo. ¿Hasta dónde la perfección es un problema?
Lo interesante de todo esto es que, cada vez que vuelvo a pensar en ella, me encuentro con la dificultad de pensarla en dos caminos (el de la perfección –“el mal escogido” por Cuarón– y el de lo que importa: el acompañamiento –entre cerca y lejos– a Cleo). La película termina siendo un asunto indivisible, lo que tiene que ser, entonces, la marca, la señal y la evidencia de un gran director. Roma, sin saberlo, se convierte en una clara afirmación de que los grandes films no pueden dividirse y ser analizarlos por lados distintos (el guión en una dirección, la puesta en escena en otra. Hay un grito silencioso oculto entre sus cortes: lo grande de una película no sale de su guión sino que es impuesto por la subjetividad de un artista. Las películas, en últimas, no son desarmables). Cuarón ha filmado a Cleo de esa manera porque no había otra posible. Acaba uno de verla y piensa en eso de la espectacularidad y se da cuenta de que tiene que importar poco porque no se imagina la película de una forma distinta. Prueba adicional del coraje de Cuarón.
Da entonces la impresión de que el caso Roma es bastante parecido a los casos que Max Ophüls padeció con la mayoría de sus obras: el público, experto o no, a veces enfrentado a lo que parecía un espectáculo desmedido (también “lento”, como se ha calificado a Roma) no se dejaba seducir por un entrañable relato trágico del amor no correspondido y del desgaste del cariño, por los temas eternos. En Ophüls también incrustaron la queja de un cine desatento a problemas ideológicos, desechando su trabajo por ocuparse de tragedias aristocráticas (también se ha dicho que hasta cuándo, como público, vamos a tener que ver las memorias de un niño rico. Confundir lo que Cuarón ha hecho con un acto de recuerdo, de memoria, es, para volver al principio, tener un cristal al frente y no verlo o, lo que es peor, juzgarlo como falso). Cuarón camina en un terreno ya recorrido, probado por Ophüls: la profundidad y el artificio no son excluyentes. Godard decía del director de Lola Montes que su estilo no era decorativo, era ético. Lo mismo podría decirse de Cuarón. Es probable que las películas que tiene más cercanas no sean las que se han dicho (aquí mismo mencionaré, más abajo, a Los 400 golpes) sino una como Lola Montes, el retrato de una mujer legendaria. Ophüls también juzgaba a sus personajes como habitantes del mundo, no como marqueses, militares, ricos, tiránicos, encantadores. Lola Montes, ahora venida “a menos”, trabajando en un circo para entretener al público de norteamérica siempre tiene el destino en sus manos. Ophüls y Cuarón, entre otras cosas, comparten el exterminio del desdén y la mirada desde arriba. Son algo así como abogados de sus heroínas. Compañeros.
Cuarón vuelve a preguntarse algo que parecía soterrado, dedicado, en la superficie, al cine que nació viejo (el de la “tradición de calidad”, que hasta hoy no deja de nacer): cómo hacer sostenible una cierta ampulosidad en la producción –los decorados y los movimientos grandiosos– con el desgarro emocional de los personajes que habitan el film. La respuesta de Cuarón es apabullante. Roma responde una pregunta que nadie se hacía pero que el cine de hoy necesitaba. En esa medida se vuelve a acercar, no solo a Ophüls, sino a Luchino Visconti y James Gray.
¿Y qué es entonces lo que determina el éxito de esa mezcla homogénea? El destino de sus personajes. Aquí todos hacen lo mejor que pueden, no solo para sobrevivir sino para no herir (tanto) al otro. Cuarón cree en sus personajes. No importa lo que pase, siempre los tratará con el tacto que podría proferir un titiritero a sus mejores títeres, y no porque sean sus mejores instrumentos de trabajo sino porque son otra cosa, algo mucho más grande que eso.
Al inicio vemos a Cleo corriendo en un travelling largo, tal como lo hizo Antoine Doinel hace algunas décadas atrás, solo que en dirección contraria. Cleo no está escapando y su historia no está cerca del final (la aventura que decíamos antes). Al contrario, parece que corre a agarrar eso que, Cuarón nos mostrará, es la vida. Cleo se vuelve, sin saberlo muy bien, dueña de su destino (aunque sus deseos después le pesen, la anclen al suelo y solo un encuentro con una posible muerte real –ya había muerto con el niño que más quiere y la quiere antes– le permite sacar fuera de su cuerpo las palabras que formaban ese deseo y volver a la vida, una especie de redención). La protagonista entonces queda liberada. Nos parece que vive como quiere (puede). Cuarón se encarga de filmarla con alegría. Y cuando la alegría se acaba la cámara se queda quieta (hablo de la escena del parto, por ejemplo).
Basta con ver que Cleo tiene vida propia dentro y fuera de su trabajo, se le define por ser habitante del mundo y no por cualquier otra cosa. Sus cualidades y sus virtudes no son intercambiables. Ella vive. Otra cosa que permite pensar estas relaciones en la película es la naturaleza de los abrazos. No hay nunca nada más grande (y honesto) que un abrazo (el clímax del film es un abrazo –que es al mismo tiempo una resurrección–, pero el que más me gusta a mí viene acompañado de un “sana que sana culito de rana…”). Cuarón sabe que la interacción entre los personajes asegura la erupción de la emoción, es en lo que sucede con cada personaje, y el excepcional cariño con el que Cuarón los sigue, donde reside lo admirable. Aquí el amor es más fuerte que la muerte.
Además, palpita siempre una sensación de que, no importa lo que pase, la vida continúa, cosa que tiene que ver con una especie de cualidad profética de algunas escenas: por ejemplo, en la escena donde vemos a Sofía despedirse de su esposo (no sabemos todavía que será la última vez que se vean) y lo que parece una banda marcial sigue interpretando su canción como si nada. Sofía se enfrenta a ese caer de su mundo y al mundo del otro lado que no para. Vemos en la escena cómo pasan las trompetas al lado de su oído, quizás avisando un nuevo apocalipsis. Una necesidad de fundar un mundo nuevo. En la escena del incendio del bosque vemos también, primero, a una señora tomarse su champaña en medio de las llamas como si nada: el mundo de afuera insiste en seguir su rumbo. Luego, en ese mismo momento, quien estaba disfrazado empezará a cantar, también en el medio de ese caos exterminador de un bosque (que, como nos dice otro personaje, no es solo un bosque el que se quema). Después del parto, el funcionamiento del mundo se vuelve a revelar implacable. Hay que seguir viviendo, así no hayan fuerzas para pararse. También cuando Sofía les dice por fin a sus hijos que su padre no volverá más a la casa y ella, para que no estén tan tristes, les dice que pueden comer helado: mientras se lo comen, atrás hay otra familia haciendo una fiesta. Los mundos, parece, no los separan fronteras físicas sino emocionales. Lo profético aparece puntualmente cuando el perro de la hacienda donde la familia protagonista pasa el año nuevo ve su futuro al frente (sus antecesores colgados disecados) y, claro, cuando el vaso donde brinda Cleo por un buen año se rompe en mil pedazos. Contienen la fuerza de una revelación. Lo inevitable y la profecía. La insistencia y el futuro. Roma es también sobre los temas eternos.
Si decíamos que todo aquí orbita alrededor de su centro, que es la emoción, pensar que sí es el personaje la esencia del cine no es una idea descabellada. El trato que tenga un director con ellos, la disposición que decida de sus puntos de vista y la distancia con la que les siga, determinará el examen que le hace al mundo. Y de ahí que nos invite a nosotros a caminar con él o nos despache con un argumento maltrecho y falso.
En Roma, gracias a esa cualidad conciliadora de su director, lo sentimental y la emoción, lo histórico y lo social, son la misma cosa. Uno podría pensar que en una película no se puede tenerlo todo, que el cine, y el arte en general, exige decisiones. Cuarón embiste contra eso y hace una película con todo. Ha sido llamado a poner otra columna irrevocable, resistente a todos los sismos de todas las clases, en la estructura del cine de la generosidad, que es el cine de los grandes personajes.
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