“Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día que estos sonidos se apaguen.”
Pedro Páramo – Juan Rulfo
El silencio de la ruina
Las ruinas cobijan en sus entrañas úteros tanáticos, son el eco de la historia suspendida entre las resquebraduras de sus estructuras y los sedimentos de sus suelos; apenas audibles pero estas no dejan de ser susurros inquietantes de lo fugaz. En ellas queda un hedor, una brumosa deformación del espacio ocupado, como el brochazo colérico de un Francis Bacon. Ya no es la contemplación de la muerte haciendo su trabajo, como diría un categórico Cocteau, sino el remanso donde descansan las parcas de lo transitorio. Así las cámaras de los emblemáticos Ghislain Cloquet y Sacha Vierny (futuros cinematográfistas de Robert Bresson, Alain Resnais y Peter Greenaway) se muevan sinuosas por las hendiduras de un Auschwitz-Birkenau espectral en Nuit et Brouillard (Noche y niebla, 1955), sus presencias son esbozos manifiestos de la inconsciencia visual, sustrato que solo se intuye a través de la contemplación meditada del silencio de la ruina. Para Josep Mengual las ruinas ofrecen un espectáculo de lo ausente, nos hacen reparar en el lenguaje que ha desaparecido, el que ya no está pero sin el cual el conjunto no sería posible; la esencia misma del cine: la exploración silenciosa de una ruina formada por la confluencia de la realidad y la imaginación. En su libro El murmullo de las imágenes, Mengual estudia el imaginario discursivo de Víctor Erice en El espíritu de la colmena (1973) con relación a la aprehensión de la ruina cinematográfica, en cómo esta es trascendida para dar paso a una nueva realidad insospechada a través de encadenados, imágenes emblemáticas que evidencian unas formaciones que son reales e imaginarias y por tanto inéditas; con estos elementos estéticos se instaura el verdadero discurso silencioso de la película; según el autor, la imagen piensa “genuinamente”.
La Ruina en Marguerite Duras
La obra de Marguerite Duras es una constante reminiscencia, usando la ruina como ese tropo vinculante que termina gestando toda una genealogía visual; entendiendo el encuadre de una ruina como la declarada incapacidad de alcanzar el pasado perdido. En el diálogo con la ruina, Duras privilegia la experiencia particular del observador, en la frustración de su presente directo para alcanzar el pasado perdido que exhala el último aliento de la ruina; llenando los vacíos de su experiencia comunicativa al dar cuenta de esta imposibilidad dialéctica de interacción fallida. Es preciso citar a Walter Benjamin: “La Historia no es el tiempo homogéneo y vacío, sino un tiempo lleno del ahora mismo, del ]etztzeit, del momento actual. En este encuentro de distintas temporalidades compartidas, se alcanza la frágil armonía de lo singular con la multiplicidad”. Las historias de Duras parecen ocurrir, y de hecho ocurren, entre ruinas, las ruinas de esa otra historia. Como sucede también con la historia que escribimos con mayúscula. Pensemos en los visitantes efímeros de Austerlitz (2016), de Sergei Loznitsa; estos no entablan un diálogo concienzudo con los vestigios de un campo de concentración, en su forma de absorber la imagen se cercena la posibilidad epistolar de atesorar el pasado perdido previamente referenciado, más que a una sesión espiritista asisten a un carnaval donde la contemplación de la ruina se banaliza gracias al consumo desmedido de su repetición. Loznitsa se vale de los angulares para refugiarse como un ente lejano estupefacto que contempla en silencio como las multitudes se agolpan y abandonan las cámaras de gas entre flashes y posturas. El director ucraniano filma dos grandes grietas: la de la historia inabarcable y la de la moral de los que observan; unos porque ya no pueden ver en qué se han convertido y otros porque ya han visto demasiado y prefieren no seguir viendo más.
José María Espinasa, en su ensayo El cine de Marguerite Duras, dilucida la forma cómo esta directora francesa procede su abordaje representacional de la ruina cinematográfica como el esbozo potencial que puede dar cuenta del todo: “Duras, más que narrar los heroicos combates de Aquiles y la fiera resistencia de Héctor, se decanta más por recorrer la ciudad carbonizada en busca de París o los campos sembrados de cadáveres cantando las glorias de Patroclo, le interesa más el tejer de Penélope que la astucia de Ulises, y a través del telar nos cuenta también la historia de la Odisea”, algo como lo que diría el poeta Neruda en la cimas del Machu Picchu: Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta.
La fragilidad del soporte como evocación del ausente
En Ni tsutsumarete (Embracing, 1992) la cineasta nipona Naomi Kawase inicia su propio paisaje en la niebla al salir en búsqueda de su padre; confrontando las fotografías antiguas, revisitando los espacios antes habitados por la presión de un cuerpo que ya no está, que es ahora huella sin rastro, efigie sin rostro, mirada dislocada del rezumar perpetuo del tiempo que a su vez es ruina porque precisamente es la corteza que moldea la presencia del ausente. En las fotografías antiguas, Kawase se confronta con la ruina infranqueable que deja a su paso el padre evanescente y frágil, como el mismo soporte material de la película; de carácter disyuntivo y fluir serpenteante como la memoria; tratando el soporte como ruina que apresa la muerte pero da margen a la evocación del ausente, el cine de Kawase es un sepulcro del cual brota vida, como los diarios filmados de Jonas Mekas. El carácter de la ausencia en el cine de Kawase convida a una suspensión temporal como en el caso de India Song (1975) de Marguerite Duras.
Para Espinasa, en una película como India Song, el tiempo no existe; como en Pedro Páramo, los personajes son sombras fantasmas, rumores, recuerdos de unos hechos y unos hombres que han muerto. India Song, como la novela de Rulfo, es una película de fantasmas. Fantasmas que se pasean por una embajada en ruinas, voces que habitan esas ruinas, que hablan desde la ausencia, que hablan y hacen hablar a las cosas a través de esa ausencia, escritura que no se escribe sino para volver presente la ausencia y no ausentarse en ella, no perderse.
Meditar la ruina
El cráneo deformado que destaca en el primer plano de la pintura Los embajadores, de Hans Holbein, es una manifestación viviente de la ruina, este cráneo, de misteriosa forma ovalada y oblicua, contrasta con lo tangible de los materiales de los embajadores, es una orgía del tacto de la suntuosidad como bien habla John Berger de esta pintura: “no hay en todo el cuadro una superficie que no nos hable de su cuidada fabricación por tejedores, bordadores, tapiceros, orfebres, guarnicioneros –y de cómo este trabajo y la riqueza resultante ha sido finalmente retrabajada y reproducida por Holbein”. El símbolo funesto que se pliega de la realidad material de Los embajadores y su pompa es el cráneo alargado. La calavera se convertirá en el indicio cinematográfico por excelencia para meditar con las ruinas. ¿Acaso la fosa de En construcción (2001), de José Luis Guerín, no es el débil susurro de la evocación de la ruina? No es su parte sintáctica más alegórica, sino cuando la fosa es abandonada por los obreros, los curiosos pobladores del barrio y los turistas, dejando los restos fósiles a merced de la luz plateada de la luna, el espacio se abstrae del código visual impuesto por el director y comienza un nuevo diálogo, es la ruina fílmica lanzando advocaciones como bien lo señala el historiador francés Pierre Nora: “la escena de las ruinas es una plataforma que incita las articulaciones de la memoria misma. Así, de la materialidad de lo observado, se abre en la memoria un movimiento entre pasado y presente, también entre lo que observo en directo y la historia que luego escribiré sobre lo observado. Pero también está lo que veo en directo vinculado con todos los textos anteriores sobre la misma escena. Nada es inocente: en presencia de las ruinas, trabajan la cita y la repetición. Entonces todo encuentro con las ruinas se vuelve dialógico.”
Para los románticos, las ruinas despiertan al mundo sensorial. Al desestabilizar la estructura habitual de las cosas, las ruinas ponen los sentidos en estado de alerta, obligan a ver y escuchar y tocar lo inesperado. En Naturaleza muerta (2000), de Jia Zhang Ke, la milenaria ciudad de Fengjie, con más de dos mil años a sus espaldas, es demolida para dar paso a la abominable presa de las Tres Gargantas, una aparatosa estructura hidráulica que gravita en medio de las ruinas post maoístas. Las ruinas observadas de la antigua Fengjie permiten evocar un tiempo prelapsario, alejado ciertamente del presente. O las del cine de Pedro Costa y la crepuscular desaparición del barrio de las fontainhas en Lisboa, que van cediendo a tientas ante las vertiginosas excavadoras. Inquilinos cimarrones caboverdianos deambulan como las presencias fantasmagóricas de la mansión de India Song; al extirpar el barrio queda la manifestación de la ruina por medio de la jaculatoria ejecutada por la cámara de Costa, lo que era una comunidad ahora es suspensión, nuevo escenario para que la ruina susurre. Se trata entonces de la pura experiencia sin el paso intermediario de la representación. Un momento sin escritura. Un mundo sin voz, sin grito, sin susurro. Una materialidad antes del habla. Entrega pura a los sentidos. Puro balbuceo como sentencia Francine Masiello en sus estudios sobre las ruinas y los sentidos.
La ruina, al final, nos convoca a contemplarla entre el delirio y la incapacidad de completar los pilares, los arcos y los adoquines resquebrajados. En cada quien está si en darle un apretón a la muerte que expele la presencia marginal de los que nos antecedieron, o a quedarnos absortos por un momento y huir como las efímeros observadores que nos enseñó Loznitsa en Austerlitz.
Aquí mismo puede ver algunas de las películas mencionadas:
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EL SUSURRO DE LAS RUINAS
“Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día que estos sonidos se apaguen.”
Pedro Páramo – Juan Rulfo
El silencio de la ruina
Las ruinas cobijan en sus entrañas úteros tanáticos, son el eco de la historia suspendida entre las resquebraduras de sus estructuras y los sedimentos de sus suelos; apenas audibles pero estas no dejan de ser susurros inquietantes de lo fugaz. En ellas queda un hedor, una brumosa deformación del espacio ocupado, como el brochazo colérico de un Francis Bacon. Ya no es la contemplación de la muerte haciendo su trabajo, como diría un categórico Cocteau, sino el remanso donde descansan las parcas de lo transitorio. Así las cámaras de los emblemáticos Ghislain Cloquet y Sacha Vierny (futuros cinematográfistas de Robert Bresson, Alain Resnais y Peter Greenaway) se muevan sinuosas por las hendiduras de un Auschwitz-Birkenau espectral en Nuit et Brouillard (Noche y niebla, 1955), sus presencias son esbozos manifiestos de la inconsciencia visual, sustrato que solo se intuye a través de la contemplación meditada del silencio de la ruina. Para Josep Mengual las ruinas ofrecen un espectáculo de lo ausente, nos hacen reparar en el lenguaje que ha desaparecido, el que ya no está pero sin el cual el conjunto no sería posible; la esencia misma del cine: la exploración silenciosa de una ruina formada por la confluencia de la realidad y la imaginación. En su libro El murmullo de las imágenes, Mengual estudia el imaginario discursivo de Víctor Erice en El espíritu de la colmena (1973) con relación a la aprehensión de la ruina cinematográfica, en cómo esta es trascendida para dar paso a una nueva realidad insospechada a través de encadenados, imágenes emblemáticas que evidencian unas formaciones que son reales e imaginarias y por tanto inéditas; con estos elementos estéticos se instaura el verdadero discurso silencioso de la película; según el autor, la imagen piensa “genuinamente”.
La Ruina en Marguerite Duras
La obra de Marguerite Duras es una constante reminiscencia, usando la ruina como ese tropo vinculante que termina gestando toda una genealogía visual; entendiendo el encuadre de una ruina como la declarada incapacidad de alcanzar el pasado perdido. En el diálogo con la ruina, Duras privilegia la experiencia particular del observador, en la frustración de su presente directo para alcanzar el pasado perdido que exhala el último aliento de la ruina; llenando los vacíos de su experiencia comunicativa al dar cuenta de esta imposibilidad dialéctica de interacción fallida. Es preciso citar a Walter Benjamin: “La Historia no es el tiempo homogéneo y vacío, sino un tiempo lleno del ahora mismo, del ]etztzeit, del momento actual. En este encuentro de distintas temporalidades compartidas, se alcanza la frágil armonía de lo singular con la multiplicidad”. Las historias de Duras parecen ocurrir, y de hecho ocurren, entre ruinas, las ruinas de esa otra historia. Como sucede también con la historia que escribimos con mayúscula. Pensemos en los visitantes efímeros de Austerlitz (2016), de Sergei Loznitsa; estos no entablan un diálogo concienzudo con los vestigios de un campo de concentración, en su forma de absorber la imagen se cercena la posibilidad epistolar de atesorar el pasado perdido previamente referenciado, más que a una sesión espiritista asisten a un carnaval donde la contemplación de la ruina se banaliza gracias al consumo desmedido de su repetición. Loznitsa se vale de los angulares para refugiarse como un ente lejano estupefacto que contempla en silencio como las multitudes se agolpan y abandonan las cámaras de gas entre flashes y posturas. El director ucraniano filma dos grandes grietas: la de la historia inabarcable y la de la moral de los que observan; unos porque ya no pueden ver en qué se han convertido y otros porque ya han visto demasiado y prefieren no seguir viendo más.
José María Espinasa, en su ensayo El cine de Marguerite Duras, dilucida la forma cómo esta directora francesa procede su abordaje representacional de la ruina cinematográfica como el esbozo potencial que puede dar cuenta del todo: “Duras, más que narrar los heroicos combates de Aquiles y la fiera resistencia de Héctor, se decanta más por recorrer la ciudad carbonizada en busca de París o los campos sembrados de cadáveres cantando las glorias de Patroclo, le interesa más el tejer de Penélope que la astucia de Ulises, y a través del telar nos cuenta también la historia de la Odisea”, algo como lo que diría el poeta Neruda en la cimas del Machu Picchu: Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta.
La fragilidad del soporte como evocación del ausente
En Ni tsutsumarete (Embracing, 1992) la cineasta nipona Naomi Kawase inicia su propio paisaje en la niebla al salir en búsqueda de su padre; confrontando las fotografías antiguas, revisitando los espacios antes habitados por la presión de un cuerpo que ya no está, que es ahora huella sin rastro, efigie sin rostro, mirada dislocada del rezumar perpetuo del tiempo que a su vez es ruina porque precisamente es la corteza que moldea la presencia del ausente. En las fotografías antiguas, Kawase se confronta con la ruina infranqueable que deja a su paso el padre evanescente y frágil, como el mismo soporte material de la película; de carácter disyuntivo y fluir serpenteante como la memoria; tratando el soporte como ruina que apresa la muerte pero da margen a la evocación del ausente, el cine de Kawase es un sepulcro del cual brota vida, como los diarios filmados de Jonas Mekas. El carácter de la ausencia en el cine de Kawase convida a una suspensión temporal como en el caso de India Song (1975) de Marguerite Duras.
Para Espinasa, en una película como India Song, el tiempo no existe; como en Pedro Páramo, los personajes son sombras fantasmas, rumores, recuerdos de unos hechos y unos hombres que han muerto. India Song, como la novela de Rulfo, es una película de fantasmas. Fantasmas que se pasean por una embajada en ruinas, voces que habitan esas ruinas, que hablan desde la ausencia, que hablan y hacen hablar a las cosas a través de esa ausencia, escritura que no se escribe sino para volver presente la ausencia y no ausentarse en ella, no perderse.
Meditar la ruina
El cráneo deformado que destaca en el primer plano de la pintura Los embajadores, de Hans Holbein, es una manifestación viviente de la ruina, este cráneo, de misteriosa forma ovalada y oblicua, contrasta con lo tangible de los materiales de los embajadores, es una orgía del tacto de la suntuosidad como bien habla John Berger de esta pintura: “no hay en todo el cuadro una superficie que no nos hable de su cuidada fabricación por tejedores, bordadores, tapiceros, orfebres, guarnicioneros –y de cómo este trabajo y la riqueza resultante ha sido finalmente retrabajada y reproducida por Holbein”. El símbolo funesto que se pliega de la realidad material de Los embajadores y su pompa es el cráneo alargado. La calavera se convertirá en el indicio cinematográfico por excelencia para meditar con las ruinas. ¿Acaso la fosa de En construcción (2001), de José Luis Guerín, no es el débil susurro de la evocación de la ruina? No es su parte sintáctica más alegórica, sino cuando la fosa es abandonada por los obreros, los curiosos pobladores del barrio y los turistas, dejando los restos fósiles a merced de la luz plateada de la luna, el espacio se abstrae del código visual impuesto por el director y comienza un nuevo diálogo, es la ruina fílmica lanzando advocaciones como bien lo señala el historiador francés Pierre Nora: “la escena de las ruinas es una plataforma que incita las articulaciones de la memoria misma. Así, de la materialidad de lo observado, se abre en la memoria un movimiento entre pasado y presente, también entre lo que observo en directo y la historia que luego escribiré sobre lo observado. Pero también está lo que veo en directo vinculado con todos los textos anteriores sobre la misma escena. Nada es inocente: en presencia de las ruinas, trabajan la cita y la repetición. Entonces todo encuentro con las ruinas se vuelve dialógico.”
Para los románticos, las ruinas despiertan al mundo sensorial. Al desestabilizar la estructura habitual de las cosas, las ruinas ponen los sentidos en estado de alerta, obligan a ver y escuchar y tocar lo inesperado. En Naturaleza muerta (2000), de Jia Zhang Ke, la milenaria ciudad de Fengjie, con más de dos mil años a sus espaldas, es demolida para dar paso a la abominable presa de las Tres Gargantas, una aparatosa estructura hidráulica que gravita en medio de las ruinas post maoístas. Las ruinas observadas de la antigua Fengjie permiten evocar un tiempo prelapsario, alejado ciertamente del presente. O las del cine de Pedro Costa y la crepuscular desaparición del barrio de las fontainhas en Lisboa, que van cediendo a tientas ante las vertiginosas excavadoras. Inquilinos cimarrones caboverdianos deambulan como las presencias fantasmagóricas de la mansión de India Song; al extirpar el barrio queda la manifestación de la ruina por medio de la jaculatoria ejecutada por la cámara de Costa, lo que era una comunidad ahora es suspensión, nuevo escenario para que la ruina susurre. Se trata entonces de la pura experiencia sin el paso intermediario de la representación. Un momento sin escritura. Un mundo sin voz, sin grito, sin susurro. Una materialidad antes del habla. Entrega pura a los sentidos. Puro balbuceo como sentencia Francine Masiello en sus estudios sobre las ruinas y los sentidos.
La ruina, al final, nos convoca a contemplarla entre el delirio y la incapacidad de completar los pilares, los arcos y los adoquines resquebrajados. En cada quien está si en darle un apretón a la muerte que expele la presencia marginal de los que nos antecedieron, o a quedarnos absortos por un momento y huir como las efímeros observadores que nos enseñó Loznitsa en Austerlitz.
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