En la primera imagen de Call me by your name vemos a Elio sacando, de manera descontrolada, ropa de su clóset, no tiene camisa y en su cama está Marcia, que no le quita la mirada de encima. Elio vive la vida que cree debe vivir. Es una mujer quien tiene que estar en su cama. La imagen siguiente es de la llegada de Oliver, el huésped que estará seis semanas con él y sus padres. Punto de inflexión, aunque todavía se desconoce, en la vida de Elio. ¿Es entonces la película de Luca Guadagnino una de descubrimientos? Sí, pero no de cualquier descubrimiento.
Contrario a lo que se ha dicho ya de la película, que la quieren hacer pasar por una historia “universal” de amor, olvidando los sujetos que se enamoran y diciendo que es una película que se dedica a narrar el momento de la primera gran euforia del iniciático brinco del corazón, identificable en todos los humanos, Call me by your name es una historia del deseo homosexual y de la fatalidad del mismo (cosa que llega del mundo de afuera, no de los enamorados). La película es, sí, una historia de amor, pero una entre dos hombres y eso es lo importante. Así que cuando se pretende hacerla pasar como “el cuento” de los primeros amores, donde no importan las preferencias y gustos de los sujetos que los viven, que es algo más grande, que es una cosa de la pasión y que es, en general, una película sobre el amor están cortando de raíz sus principales elementos. Y no es casual (también es como, principalmente los actores, en un afán de verse separados de sus personajes, han vendido la película: un “simple” cuento de amor, donde no hay “enemigos, sólo el tiempo”, pero nosotros sabemos que sí hay enemigo y que es uno silencioso, que aparece en la película sugerido, soterrado, lo que no le quita lo que tiene de terrorífico) el lugar desde donde vienen esos comentarios. Así he leído ese olvido voluntario de una buena parte del público hacia los protagonistas de la película. Desde esta esquina me niego a que se “catalogue” la película como una película del amor a secas, el amor sin atributos. La película no es eso.
La película de Guadagnino es extraordinaria. Una combinación serena de lo mejor que el cine puede hacer con el tiempo, la sugerencia y la permanencia de un plano, la eliminación de un corte. Oliver interrumpe en la vida de Elio y desestabiliza su equilibrio, la mayor parte de la película se concentra en filmar ese estado de pesadez emocional (que cuando es recompensado viene con los mejores regalos) y así se va configurando una película sobre la espera y el llanto silencioso del miedo al rechazo, porque las palabras (al menos hasta el momento del paseo en bicicleta) no se pronuncian nunca en voz alta. Los grandes protagonistas de la película son los ojos de los actores principales (la gran revelación del año pasado: Timothée Chalamet, en la película un imberbe joven comandado por las hormonas que desatan los dieciséis años, que hace de su gestualidad un hechizo inexplicable y Armie Hammer, que es menos dócil, más confiado, un tipo con experiencia) que se buscan, se llaman, se gritan pero siempre se evaden. Atendemos a la tormenta que desata en Elio saberse enamorado de Oliver. Elio no puede dormir, no le apetece nada, se siente otro. ¿Es otro? Su piel le quema, su voz le parece extraña, no entiende muy bien por qué hace lo que hace. La película, al decidir extenderse en el proceso de gesta de esa relación, se atreve a varios desafíos: ¿qué dice una mirada? ¿Cómo se refleja un pensamiento? ¿Cómo descifrar el obrar de un enamorado? Con eso como meta, parece definir lo que es coquetear y, por las implicaciones que sabemos, ese proceso tiene que ser una cosa soterrada y sale a la superficie en los detalles. Es un juego de saber detectar determinadas pistas.
En la película, la cercanía y la distancia son un elemento crucial. Guadagnino parece narrar este amor como un asunto de profundidad de campo. Las escenas claves (las más bellas, más devastadoras) tienen a Elio y Oliver en el cuadro y el director se rehúsa a cortes: no los separa por montaje sino por espacio físico, los pone en el mismo marco pero en posiciones distintas. Al final, cuando las cosas se vayan nombrando por lo que son, las distancias dejan de parecernos abismales. La escena de la batalla de Piave, el momento de confesión, un momento de valentía absoluta de Elio, es el que mejor sostiene esto de las distancias. Narrado en un plano sin cortes, Elio, a diferencia de lo que pensaba, asume coraje y le suelta a Oliver, en clave por supuesto (quién en su sano juicio comunica sus sentimientos sin las artimañas del lenguaje), un anzuelo. A Elio no le vemos la cara, está de espaldas cuando habla y solo en un pequeño momento vemos su perfil derecho, la cámara lo sigue, ambos están separados por un monumento que representa el dolor de muchos otros. La cámara se mueve de arriba a abajo: vemos unos soldados y una cruz. El silencio empieza a decir más cosas que las palabras. El cine ahí, en ese recorrido lineal de la cámara, parece organizar la vida, dándole un sentido que permite reconocer esa parte que se mantiene oculta por fuera de las salas de cine. En los momentos de más riesgo: cuando después de la confesión se espera la palabra del otro, la cámara sube al cielo, vemos el rostro de un soldado y luego la cruz de una iglesia.
Otra gran escena que me parece clave para decir con total determinación que el inmenso logro de esta película es regalar (a Elio y a nosotros como espectadores) las herramientas para nombrar las cosas como son, porque, como dice Luisgé Martín en su monumental novela El amor del revés, “aprender a vivir es aprender a nombrar. Encontrar el verdadero significado de las palabras, su definición exacta” (no es casual que Elio sea un lector devoto y que Oliver haya ido a escribir un libro) es la “escena del durazno”: un momento donde el deseo, el amor y el Otro se conjugan. Elio, al oírse hablar, tuvo ganas de llorar, al verse tan sometido a un sentimiento que sabe se tendrá que extinguir pronto por una partida inminente (y por otros miedos que acechan, hablar de eso con otros, por ejemplo). La desesperanza de Elio es de una vitalidad profunda, es tan triste como se ve arrebatado, no sabe a qué obedecen su comportamientos, está ansioso y, sin embargo, sabe que el tren en el que va ahora, que carece de significados rotundos, es un tren donde se siente a gusto. A gusto con Oliver, a gusto con otro hombre. Es su verdadero descubrimiento, la vida por fin le da una respuesta a su ser. “From this moment on, I thought, from this moment on —I had, as I'd never before in my life, the distinct feeling of arriving somewhere very dear, of wanting this forever, of being me, me, me, me, and no one else, just me” dice en la novela homónima en que se basa la película. Y es por eso que, inmediatamente después, no es capaz de seguir mintiéndole a Marcia.
Se filma entonces un proceso: de la timidez, el miedo, afincado en la timidez, al atrevimiento y al conocimiento. Llegando al final de la película, en el pequeño viaje que hacen los protagonistas queriendo desafiar –sin éxito alguno– lo pasajero vemos qué tan alegre se vuelve la reciprocidad del amor. Pero en esa misma alegría hay duda. Y Guadagnino vuelve a sacar un as bajo la manga para consagrarse como un director cabal: hablo de la escena “en negativo”. El recuerdo aparece y quizás, como se nos deja saber, es lo único que nunca será pasajero, la oportunidad que se nos da de volver a ese momento es un verdadero tesoro.
Retomo para casi terminar: la película de L.G. es verdaderamente excepcional. Dedicada a filmar estados emocionales nos permite ver las pequeñeces que hacen temblar a cualquier cuerpo y que conducen al aprendizaje de lo elemental: el corazón se estruja y de esa violencia inusitada se rompe, se despedaza. Esencialmente es una película sobre el miedo a saberse enamorado de otro (de otro igual, que no es lo mismo). Con un protagonista que excede cualquier elogio filma un paseo por el borde un abismo para caer en él y examinar todos los procesos: la seguridad que representa la firmeza que antecede el vacío, el disfrute que puede sentirse al caer y, luego, inevitablemente, saborear la estrepitosa caída al suelo.
Una cosa queda en el aire, que quizás no es un reparo pero sí algo que merece una discusión y un análisis. Es algo que considero no menor y que en ningún momento hace que Call me… deje de ser grandiosa. El crítico argentino Eduardo Antín, aka Quintín, sostiene, en un pequeño texto para un periódico de su país, lo siguiente: “Call me by your name es de gays. Pero de gays encantadores (no debería decir “pero”).” ¿Qué pasa entonces con esa forma de ver la diferencia (acá la homosexualidad)? Sabemos que la película de Guadagnino tuvo una recepción favorable, recorrió muchos festivales y, además, aseguró la internacionalización de su estrella (Chalamet), que al final del recorrido fue candidato al Óscar. Sabemos también que una película con un tema similar, 120 battements par minute, (que es de gays) estaba dando vueltas (muchas veces por los mismos festivales) y que también tenía chances con el Óscar, un testamento vigoroso y lleno de furia que hizo Robin Campillo, que enfrenta directamente la cuestión del sida, del día del gay pride, del sexo con (y sin) condón y la exposición de los homosexuales, o sea: dejar el miedo a serlo, cosa que anda profundamente soterrada en la de Guadagnino. Una rompió records, llegó a las pantallas de los poderosos de Hollywood y se vio casi que en todas partes del mundo, la otra fue olvidada por los mismos poderosos y discretamente (aunque ganó el segundo premio más importante en Cannes) llegó a algunas pantallas. Entonces… ¿Cómo queremos la diferencia? ¿Furiosa, rebelde, revolucionaria, orgullosa, en otras palabras, viva, o la queremos más bien, para que no interfiera mucho (cosa que confirma ese deseo que aparece en unos cuantos –no tan pocos– de arrebatarle a la película a sus personajes y decir que es “solo una historia de amor”), dócil, hermosa, culta y discreta?
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ERROR DE ANÁLISIS: EL DESEO INVERTIDO
Call Me By Your Name, de Luca Guadagnino (2017)
En la primera imagen de Call me by your name vemos a Elio sacando, de manera descontrolada, ropa de su clóset, no tiene camisa y en su cama está Marcia, que no le quita la mirada de encima. Elio vive la vida que cree debe vivir. Es una mujer quien tiene que estar en su cama. La imagen siguiente es de la llegada de Oliver, el huésped que estará seis semanas con él y sus padres. Punto de inflexión, aunque todavía se desconoce, en la vida de Elio. ¿Es entonces la película de Luca Guadagnino una de descubrimientos? Sí, pero no de cualquier descubrimiento.
Contrario a lo que se ha dicho ya de la película, que la quieren hacer pasar por una historia “universal” de amor, olvidando los sujetos que se enamoran y diciendo que es una película que se dedica a narrar el momento de la primera gran euforia del iniciático brinco del corazón, identificable en todos los humanos, Call me by your name es una historia del deseo homosexual y de la fatalidad del mismo (cosa que llega del mundo de afuera, no de los enamorados). La película es, sí, una historia de amor, pero una entre dos hombres y eso es lo importante. Así que cuando se pretende hacerla pasar como “el cuento” de los primeros amores, donde no importan las preferencias y gustos de los sujetos que los viven, que es algo más grande, que es una cosa de la pasión y que es, en general, una película sobre el amor están cortando de raíz sus principales elementos. Y no es casual (también es como, principalmente los actores, en un afán de verse separados de sus personajes, han vendido la película: un “simple” cuento de amor, donde no hay “enemigos, sólo el tiempo”, pero nosotros sabemos que sí hay enemigo y que es uno silencioso, que aparece en la película sugerido, soterrado, lo que no le quita lo que tiene de terrorífico) el lugar desde donde vienen esos comentarios. Así he leído ese olvido voluntario de una buena parte del público hacia los protagonistas de la película. Desde esta esquina me niego a que se “catalogue” la película como una película del amor a secas, el amor sin atributos. La película no es eso.
La película de Guadagnino es extraordinaria. Una combinación serena de lo mejor que el cine puede hacer con el tiempo, la sugerencia y la permanencia de un plano, la eliminación de un corte. Oliver interrumpe en la vida de Elio y desestabiliza su equilibrio, la mayor parte de la película se concentra en filmar ese estado de pesadez emocional (que cuando es recompensado viene con los mejores regalos) y así se va configurando una película sobre la espera y el llanto silencioso del miedo al rechazo, porque las palabras (al menos hasta el momento del paseo en bicicleta) no se pronuncian nunca en voz alta. Los grandes protagonistas de la película son los ojos de los actores principales (la gran revelación del año pasado: Timothée Chalamet, en la película un imberbe joven comandado por las hormonas que desatan los dieciséis años, que hace de su gestualidad un hechizo inexplicable y Armie Hammer, que es menos dócil, más confiado, un tipo con experiencia) que se buscan, se llaman, se gritan pero siempre se evaden. Atendemos a la tormenta que desata en Elio saberse enamorado de Oliver. Elio no puede dormir, no le apetece nada, se siente otro. ¿Es otro? Su piel le quema, su voz le parece extraña, no entiende muy bien por qué hace lo que hace. La película, al decidir extenderse en el proceso de gesta de esa relación, se atreve a varios desafíos: ¿qué dice una mirada? ¿Cómo se refleja un pensamiento? ¿Cómo descifrar el obrar de un enamorado? Con eso como meta, parece definir lo que es coquetear y, por las implicaciones que sabemos, ese proceso tiene que ser una cosa soterrada y sale a la superficie en los detalles. Es un juego de saber detectar determinadas pistas.
En la película, la cercanía y la distancia son un elemento crucial. Guadagnino parece narrar este amor como un asunto de profundidad de campo. Las escenas claves (las más bellas, más devastadoras) tienen a Elio y Oliver en el cuadro y el director se rehúsa a cortes: no los separa por montaje sino por espacio físico, los pone en el mismo marco pero en posiciones distintas. Al final, cuando las cosas se vayan nombrando por lo que son, las distancias dejan de parecernos abismales. La escena de la batalla de Piave, el momento de confesión, un momento de valentía absoluta de Elio, es el que mejor sostiene esto de las distancias. Narrado en un plano sin cortes, Elio, a diferencia de lo que pensaba, asume coraje y le suelta a Oliver, en clave por supuesto (quién en su sano juicio comunica sus sentimientos sin las artimañas del lenguaje), un anzuelo. A Elio no le vemos la cara, está de espaldas cuando habla y solo en un pequeño momento vemos su perfil derecho, la cámara lo sigue, ambos están separados por un monumento que representa el dolor de muchos otros. La cámara se mueve de arriba a abajo: vemos unos soldados y una cruz. El silencio empieza a decir más cosas que las palabras. El cine ahí, en ese recorrido lineal de la cámara, parece organizar la vida, dándole un sentido que permite reconocer esa parte que se mantiene oculta por fuera de las salas de cine. En los momentos de más riesgo: cuando después de la confesión se espera la palabra del otro, la cámara sube al cielo, vemos el rostro de un soldado y luego la cruz de una iglesia.
Otra gran escena que me parece clave para decir con total determinación que el inmenso logro de esta película es regalar (a Elio y a nosotros como espectadores) las herramientas para nombrar las cosas como son, porque, como dice Luisgé Martín en su monumental novela El amor del revés, “aprender a vivir es aprender a nombrar. Encontrar el verdadero significado de las palabras, su definición exacta” (no es casual que Elio sea un lector devoto y que Oliver haya ido a escribir un libro) es la “escena del durazno”: un momento donde el deseo, el amor y el Otro se conjugan. Elio, al oírse hablar, tuvo ganas de llorar, al verse tan sometido a un sentimiento que sabe se tendrá que extinguir pronto por una partida inminente (y por otros miedos que acechan, hablar de eso con otros, por ejemplo). La desesperanza de Elio es de una vitalidad profunda, es tan triste como se ve arrebatado, no sabe a qué obedecen su comportamientos, está ansioso y, sin embargo, sabe que el tren en el que va ahora, que carece de significados rotundos, es un tren donde se siente a gusto. A gusto con Oliver, a gusto con otro hombre. Es su verdadero descubrimiento, la vida por fin le da una respuesta a su ser. “From this moment on, I thought, from this moment on —I had, as I'd never before in my life, the distinct feeling of arriving somewhere very dear, of wanting this forever, of being me, me, me, me, and no one else, just me” dice en la novela homónima en que se basa la película. Y es por eso que, inmediatamente después, no es capaz de seguir mintiéndole a Marcia.
Se filma entonces un proceso: de la timidez, el miedo, afincado en la timidez, al atrevimiento y al conocimiento. Llegando al final de la película, en el pequeño viaje que hacen los protagonistas queriendo desafiar –sin éxito alguno– lo pasajero vemos qué tan alegre se vuelve la reciprocidad del amor. Pero en esa misma alegría hay duda. Y Guadagnino vuelve a sacar un as bajo la manga para consagrarse como un director cabal: hablo de la escena “en negativo”. El recuerdo aparece y quizás, como se nos deja saber, es lo único que nunca será pasajero, la oportunidad que se nos da de volver a ese momento es un verdadero tesoro.
Retomo para casi terminar: la película de L.G. es verdaderamente excepcional. Dedicada a filmar estados emocionales nos permite ver las pequeñeces que hacen temblar a cualquier cuerpo y que conducen al aprendizaje de lo elemental: el corazón se estruja y de esa violencia inusitada se rompe, se despedaza. Esencialmente es una película sobre el miedo a saberse enamorado de otro (de otro igual, que no es lo mismo). Con un protagonista que excede cualquier elogio filma un paseo por el borde un abismo para caer en él y examinar todos los procesos: la seguridad que representa la firmeza que antecede el vacío, el disfrute que puede sentirse al caer y, luego, inevitablemente, saborear la estrepitosa caída al suelo.
Una cosa queda en el aire, que quizás no es un reparo pero sí algo que merece una discusión y un análisis. Es algo que considero no menor y que en ningún momento hace que Call me… deje de ser grandiosa. El crítico argentino Eduardo Antín, aka Quintín, sostiene, en un pequeño texto para un periódico de su país, lo siguiente: “Call me by your name es de gays. Pero de gays encantadores (no debería decir “pero”).” ¿Qué pasa entonces con esa forma de ver la diferencia (acá la homosexualidad)? Sabemos que la película de Guadagnino tuvo una recepción favorable, recorrió muchos festivales y, además, aseguró la internacionalización de su estrella (Chalamet), que al final del recorrido fue candidato al Óscar. Sabemos también que una película con un tema similar, 120 battements par minute, (que es de gays) estaba dando vueltas (muchas veces por los mismos festivales) y que también tenía chances con el Óscar, un testamento vigoroso y lleno de furia que hizo Robin Campillo, que enfrenta directamente la cuestión del sida, del día del gay pride, del sexo con (y sin) condón y la exposición de los homosexuales, o sea: dejar el miedo a serlo, cosa que anda profundamente soterrada en la de Guadagnino. Una rompió records, llegó a las pantallas de los poderosos de Hollywood y se vio casi que en todas partes del mundo, la otra fue olvidada por los mismos poderosos y discretamente (aunque ganó el segundo premio más importante en Cannes) llegó a algunas pantallas. Entonces… ¿Cómo queremos la diferencia? ¿Furiosa, rebelde, revolucionaria, orgullosa, en otras palabras, viva, o la queremos más bien, para que no interfiera mucho (cosa que confirma ese deseo que aparece en unos cuantos –no tan pocos– de arrebatarle a la película a sus personajes y decir que es “solo una historia de amor”), dócil, hermosa, culta y discreta?
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