Soderbergh logró lo que Franz Kafka nunca pudo en vida: llegar al castillo, aquel que en el inacabado libro con el mismo nombre se erigía como la impenetrable edificación donde latía el perfecto sistema de administración pública de un hipotético pueblo. K., un forastero que dejó su patria, su trabajo y su familia para cumplir en aquella población una labor de agrimensura, lucha por llegar a la edificación o por lo menos hablar con uno de los representantes del sistema, internándose de ese modo en un laberinto entre lo burocrático y el acontecer de sus habitantes, que, más que acercarlo al castillo, lo aleja y lo sumerge en una serie de situaciones que abarcan con maestría tanto lo absurdo como lo reflexivo en torno al peso del Estado y el efecto de este sobre los individuos.
Si el escritor hubiera tenido la oportunidad de ver la película de Steven Soderbergh que lleva su nombre, habría descubierto que en el cementerio del pueblo de su libro una lápida escondía un pasadizo secreto hacia las entrañas del castillo y tal vez no habría abandonado la novela en 1922 ni le habría pedido en su lecho de muerte a su amigo Max Brod que quemara el inconcluso relato junto con sus demás manuscritos, lo cual, por fortuna para la literatura universal, no cumplió.
No es que Soderbergh haya querido recrear la historia de El castillo (lo cual sí hizo Michael Haneke en su película homónima casi al pie de la letra), pero sí tomó de allí algunos elementos y escenarios (incluida la ominosa edificación) para darle contexto a un personaje llamado Kafka, un hombre apenas ataviado con jirones tímidos de quien fuera el escritor checo. El individuo, interpretado con el inevitable encanto de Jeremy Irons, es un empleado en una compañía de seguros, que tras la muerte de un colega se encamina sin querer hacia el descubrimiento de los secretos siniestros del sistema administrativo y se involucra con un grupo de anarquistas, todo lo cual lo conduce a las entrañas del castillo y a sus galerías, donde se cuecen perversos experimentos de control de masas.
Franz Kafka, el héroe
Kafka (1991) es el segundo film de Soderbergh. Aún estaba deglutiendo el éxito de su ópera prima, Sexo, mentiras y video, que recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes, en 1989, y esperaba estar a la altura con su nueva pieza. El resultado fue un thriller en blanco y negro, adornado con el misterio que le otorgan las sombras del filmnoir y con características cercanas al género policiaco, más el hecho de tomar la figura de Franz Kafka como arquetipo para el personaje principal.
Bastante se ha especulado sobre la real personalidad del escritor. En el imaginario de muchos, Kafka es un hombre melancólico y hasta autodestructivo; otros, sin embargo, aseguran sin mayor evidencia que, a pesar de ser enfermizo, era alegre y de muy buen sentido del humor. Soderbergh, es sabido, no buscaba hacer un biopic sobre el autor, aunque algunos lo creyeron así antes de enfrentarse al film. Por ello se le excusa que no haya pretendido especular sobre la naturaleza del escritor ni que el actor se le pareciera físicamente, ni que reflejara el carácter de los protagonistas de sus obras, por lo menos las más importantes, El proceso, El desaparecido, El castillo o La metamorfosis, las cuales reúnen la imagen taciturna y lánguida que el público se ha formado del escritor. El Kafka de Soderbergh, por el contrario, es osado e intrépido, de carácter resolutivo, un héroe capaz de internarse en las profundidades del castillo, de manipular un artefacto explosivo e, incluso, de poner en riesgo la estabilidad del sistema administrativo.
Lo que sí rodea al personaje de manera constante son las referencias sobre la vida y obra del autor: el trabajo en una compañía de seguros, que acompañaba con la escritura de relatos por las noches; las reflexiones sobre su padre y sus conflictos con él (lo cual recoge el escritor en Carta al padre); la mención de su voluntad de que su obra fuera destruida si perecía, la tuberculosis que padecía, y, por supuesto, la presencia de su obra: el nombre de algunos personajes; el par de ayudantes que custodiaban a Kafka en el film y que en el libro El castillo marcaban con su intervención el ritmo del absurdo; la alusión a algunos de los relatos que alcanzó a publicar en vida, como La condena, En la colonia penitenciaria y La metamorfosis, entre muchos otros detalles y simbologías alusivas al escritor.
Podría creerse que con estos elementos, más el hecho de que el personaje principal es una representación de Franz Kafka, el director pretendía crear una atmósfera kafkiana. Sin embargo, la sola presencia del escritor y su entorno no necesariamente arrastran consigo lo kafkiano; para ello debería reflejarse la filosofía que con el tiempo se ha venido creando en torno a aquel aciago término, que es latente en toda la obra del escritor.
Lo kafkiano y lo orwelliano
Lo kafkiano, desde una mirada superficial, tiene que ver con las experiencias de un individuo entre los laberintos de la burocracia del sistema administrativo de un Estado. Desde una mirada más profunda, se relaciona con la reacción del individuo ante lo absurdo de ese sistema, que el autor, a modo de crítica, lleva a lo insólito y pesadillesco, así como a las reflexiones sobre sí mismo ante su experiencia, la paranoia, la soledad, el fracaso de sus propósitos y la imposibilidad de huir del laberinto en que se ve envuelto. Desde un punto de vista más filosófico, trata sobre el poder omnímodo y anónimo del mismo sistema, y su intención de no proporcionar justicia sino de perpetuarse, anteponiendo sobre la voluntad de los individuos otros poderes, que operan como obstáculos o distractores para que no solo no logren sus propósitos, sino que permanezcan extraviados en las redes administrativas del Estado.
En lo que respecta a lo burocrático, el film de Soderbergh se limita a evidenciar un mundo rodeado de documentos y folios, pero no la influencia que la burocracia ejerce sobre los individuos o el protagonista. Tampoco se concentra en cómo Kafka, el personaje, reflexiona sobre sí mismo ante su vivencia, pues el director se enfoca más en mostrar, a veces de forma injustificada, los referentes sobre el escritor. Lo que sí retrata la película es el poder del sistema y su influencia y control sobre los individuos, pero no desde los vericuetos de la burocracia, sino desde la violencia, el asesinato selectivo y la experimentación y manipulación física de las personas. En ese sentido, podría decirse que Kafka es un film más cercano a lo orwelliano que a lo kafkiano.
Con 1984, George Orwell creó todo un universo distópico lleno de simbología y estamentos claros que recurren a la manipulación política desde diversos ámbitos para dominar social e intelectualmente a los individuos, una crítica impetuosa no solo sobre su época, sino una anticipación casi profética del mundo por venir. Por supuesto, Kafka no abarca en su totalidad estos elementos, pero sí hay dos notorios:
El primero tiene que ver con la resistencia de un grupo de rebeldes e intelectuales que se oponen al sistema; aunque este aspecto en sí no es un hecho orwelliano, sí es su contraparte o la respuesta orwelliana natural a la represión. En el film un grupo subversivo es el que determina el punto de giro del argumento, al involucrar a Kafka, el personaje, en su actuar, y este, compelido por su insatisfacción natural e individual, así como por el ansia de resolver el misterio que rodea la muerte de su amigo, termina desempeñando un papel preponderante en los objetivos de la organización anarquista.
El segundo está relacionado con el castillo. Este es el equivalente al Ministerio del Amor de 1984, que es donde se inculca a los habitantes del hipotético superestado llamado Oceanía el amor incondicional por el Gran Hermano, lo cual maneja a través de la tortura, el miedo y la manipulación cerebral. En Kafka, es en el castillo donde se ejecutan prácticas similares a las mencionadas; cuando el protagonista llega a la galería donde esto sucede, descubre individuos sometidos a sueros de la verdad y técnicas de tortura para obtener información sobre los subversivos y experimentos en el cerebro para modificar comportamientos y amoldarlos al beneficio del sistema.
Una característica adicional hacia lo orwelliano en el film es la atmósfera. Después de concluido, es inevitable que en el cerebro no se categoricen las imágenes de la película en la pila de imágenes que tenemos de la novela de 1984, pero sobre todo de la adaptación cinematográfica de Michael Radford: entornos lúgubres, ciertos avances y dispositivos tecnológicos, más la sensación de orden y uniformidad.
Con esto no se pretende inferir que Steven Soderbergh haya incluido estos elementos del mundo orwelliano de forma intencional, pero sí quiso edificar una obra distópica, y cuando esto se busca es inevitable, dependiendo de la naturaleza de la historia, aplicar en mayor o menor medida trozos del sórdido universo creado por George Orwell. Y en lo que respecta a la ausencia de lo kafkiano, dos situaciones pudieron presentarse: la primera es que, quizá, no estaba entre los planes del escritor recrear el mundo pesadillesco de Kafka o, segundo, que aquel sí haya sido su propósito, pero por medio de una mala interpretación de la obra del escritor.
Es difícil imaginar que en un relato de Franz Kafka haya ataques terroristas, planes para destruir el centro mismo del sistema, más la aventura que todo esto desencadena. Lo kafkiano no arrastra tales pretensiones, ni siquiera está en el pensamiento de sus protagonistas herir el sistema que los agobia; es tan solo la descripción del vértigo existencial del individuo que se enfrenta a los tentáculos de un poder omnipresente y anónimo.
Una distopía que permanece
Independientemente de aquella disertación entre lo kafkiano y lo orwelliano en la historia, la película tiene muchos méritos. A pesar de su fracaso en taquilla y de no haber recibido críticas muy positivas en la época, ha tenido un buen añejamiento, y podría fácilmente sumarse sin deslucir al catálogo de otras obras distópicas, en particular las de Terry Gilliam.
Con este experimento, Soderbergh estuvo a la altura de utilizar los recursos y estilo indicados para una distopía, como la estética oscura, la división social, un enigma por resolver, una trama constante y aguda y aquellos detalles como la transición del blanco y negro al color cuando el personaje ingresa al castillo, como si hubiera sido este el paso de un mundo irreal a uno real, o viceversa, más aquella angustiante idea de que aquella edificación es el centro de muchos mundos, cada uno oculto tras infinitas gavetas, de una de las cuales sale Kafka a conquistar el centro del castillo, como nunca lo pudo hacer en sus letras.
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KAFKA, ¿UNA HISTORIA ORWELLIANA?
Soderbergh logró lo que Franz Kafka nunca pudo en vida: llegar al castillo, aquel que en el inacabado libro con el mismo nombre se erigía como la impenetrable edificación donde latía el perfecto sistema de administración pública de un hipotético pueblo. K., un forastero que dejó su patria, su trabajo y su familia para cumplir en aquella población una labor de agrimensura, lucha por llegar a la edificación o por lo menos hablar con uno de los representantes del sistema, internándose de ese modo en un laberinto entre lo burocrático y el acontecer de sus habitantes, que, más que acercarlo al castillo, lo aleja y lo sumerge en una serie de situaciones que abarcan con maestría tanto lo absurdo como lo reflexivo en torno al peso del Estado y el efecto de este sobre los individuos.
Si el escritor hubiera tenido la oportunidad de ver la película de Steven Soderbergh que lleva su nombre, habría descubierto que en el cementerio del pueblo de su libro una lápida escondía un pasadizo secreto hacia las entrañas del castillo y tal vez no habría abandonado la novela en 1922 ni le habría pedido en su lecho de muerte a su amigo Max Brod que quemara el inconcluso relato junto con sus demás manuscritos, lo cual, por fortuna para la literatura universal, no cumplió.
No es que Soderbergh haya querido recrear la historia de El castillo (lo cual sí hizo Michael Haneke en su película homónima casi al pie de la letra), pero sí tomó de allí algunos elementos y escenarios (incluida la ominosa edificación) para darle contexto a un personaje llamado Kafka, un hombre apenas ataviado con jirones tímidos de quien fuera el escritor checo. El individuo, interpretado con el inevitable encanto de Jeremy Irons, es un empleado en una compañía de seguros, que tras la muerte de un colega se encamina sin querer hacia el descubrimiento de los secretos siniestros del sistema administrativo y se involucra con un grupo de anarquistas, todo lo cual lo conduce a las entrañas del castillo y a sus galerías, donde se cuecen perversos experimentos de control de masas.
Franz Kafka, el héroe
Kafka (1991) es el segundo film de Soderbergh. Aún estaba deglutiendo el éxito de su ópera prima, Sexo, mentiras y video, que recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes, en 1989, y esperaba estar a la altura con su nueva pieza. El resultado fue un thriller en blanco y negro, adornado con el misterio que le otorgan las sombras del film noir y con características cercanas al género policiaco, más el hecho de tomar la figura de Franz Kafka como arquetipo para el personaje principal.
Bastante se ha especulado sobre la real personalidad del escritor. En el imaginario de muchos, Kafka es un hombre melancólico y hasta autodestructivo; otros, sin embargo, aseguran sin mayor evidencia que, a pesar de ser enfermizo, era alegre y de muy buen sentido del humor. Soderbergh, es sabido, no buscaba hacer un biopic sobre el autor, aunque algunos lo creyeron así antes de enfrentarse al film. Por ello se le excusa que no haya pretendido especular sobre la naturaleza del escritor ni que el actor se le pareciera físicamente, ni que reflejara el carácter de los protagonistas de sus obras, por lo menos las más importantes, El proceso, El desaparecido, El castillo o La metamorfosis, las cuales reúnen la imagen taciturna y lánguida que el público se ha formado del escritor. El Kafka de Soderbergh, por el contrario, es osado e intrépido, de carácter resolutivo, un héroe capaz de internarse en las profundidades del castillo, de manipular un artefacto explosivo e, incluso, de poner en riesgo la estabilidad del sistema administrativo.
Lo que sí rodea al personaje de manera constante son las referencias sobre la vida y obra del autor: el trabajo en una compañía de seguros, que acompañaba con la escritura de relatos por las noches; las reflexiones sobre su padre y sus conflictos con él (lo cual recoge el escritor en Carta al padre); la mención de su voluntad de que su obra fuera destruida si perecía, la tuberculosis que padecía, y, por supuesto, la presencia de su obra: el nombre de algunos personajes; el par de ayudantes que custodiaban a Kafka en el film y que en el libro El castillo marcaban con su intervención el ritmo del absurdo; la alusión a algunos de los relatos que alcanzó a publicar en vida, como La condena, En la colonia penitenciaria y La metamorfosis, entre muchos otros detalles y simbologías alusivas al escritor.
Podría creerse que con estos elementos, más el hecho de que el personaje principal es una representación de Franz Kafka, el director pretendía crear una atmósfera kafkiana. Sin embargo, la sola presencia del escritor y su entorno no necesariamente arrastran consigo lo kafkiano; para ello debería reflejarse la filosofía que con el tiempo se ha venido creando en torno a aquel aciago término, que es latente en toda la obra del escritor.
Lo kafkiano y lo orwelliano
Lo kafkiano, desde una mirada superficial, tiene que ver con las experiencias de un individuo entre los laberintos de la burocracia del sistema administrativo de un Estado. Desde una mirada más profunda, se relaciona con la reacción del individuo ante lo absurdo de ese sistema, que el autor, a modo de crítica, lleva a lo insólito y pesadillesco, así como a las reflexiones sobre sí mismo ante su experiencia, la paranoia, la soledad, el fracaso de sus propósitos y la imposibilidad de huir del laberinto en que se ve envuelto. Desde un punto de vista más filosófico, trata sobre el poder omnímodo y anónimo del mismo sistema, y su intención de no proporcionar justicia sino de perpetuarse, anteponiendo sobre la voluntad de los individuos otros poderes, que operan como obstáculos o distractores para que no solo no logren sus propósitos, sino que permanezcan extraviados en las redes administrativas del Estado.
En lo que respecta a lo burocrático, el film de Soderbergh se limita a evidenciar un mundo rodeado de documentos y folios, pero no la influencia que la burocracia ejerce sobre los individuos o el protagonista. Tampoco se concentra en cómo Kafka, el personaje, reflexiona sobre sí mismo ante su vivencia, pues el director se enfoca más en mostrar, a veces de forma injustificada, los referentes sobre el escritor. Lo que sí retrata la película es el poder del sistema y su influencia y control sobre los individuos, pero no desde los vericuetos de la burocracia, sino desde la violencia, el asesinato selectivo y la experimentación y manipulación física de las personas. En ese sentido, podría decirse que Kafka es un film más cercano a lo orwelliano que a lo kafkiano.
Con 1984, George Orwell creó todo un universo distópico lleno de simbología y estamentos claros que recurren a la manipulación política desde diversos ámbitos para dominar social e intelectualmente a los individuos, una crítica impetuosa no solo sobre su época, sino una anticipación casi profética del mundo por venir. Por supuesto, Kafka no abarca en su totalidad estos elementos, pero sí hay dos notorios:
El primero tiene que ver con la resistencia de un grupo de rebeldes e intelectuales que se oponen al sistema; aunque este aspecto en sí no es un hecho orwelliano, sí es su contraparte o la respuesta orwelliana natural a la represión. En el film un grupo subversivo es el que determina el punto de giro del argumento, al involucrar a Kafka, el personaje, en su actuar, y este, compelido por su insatisfacción natural e individual, así como por el ansia de resolver el misterio que rodea la muerte de su amigo, termina desempeñando un papel preponderante en los objetivos de la organización anarquista.
El segundo está relacionado con el castillo. Este es el equivalente al Ministerio del Amor de 1984, que es donde se inculca a los habitantes del hipotético superestado llamado Oceanía el amor incondicional por el Gran Hermano, lo cual maneja a través de la tortura, el miedo y la manipulación cerebral. En Kafka, es en el castillo donde se ejecutan prácticas similares a las mencionadas; cuando el protagonista llega a la galería donde esto sucede, descubre individuos sometidos a sueros de la verdad y técnicas de tortura para obtener información sobre los subversivos y experimentos en el cerebro para modificar comportamientos y amoldarlos al beneficio del sistema.
Una característica adicional hacia lo orwelliano en el film es la atmósfera. Después de concluido, es inevitable que en el cerebro no se categoricen las imágenes de la película en la pila de imágenes que tenemos de la novela de 1984, pero sobre todo de la adaptación cinematográfica de Michael Radford: entornos lúgubres, ciertos avances y dispositivos tecnológicos, más la sensación de orden y uniformidad.
Con esto no se pretende inferir que Steven Soderbergh haya incluido estos elementos del mundo orwelliano de forma intencional, pero sí quiso edificar una obra distópica, y cuando esto se busca es inevitable, dependiendo de la naturaleza de la historia, aplicar en mayor o menor medida trozos del sórdido universo creado por George Orwell. Y en lo que respecta a la ausencia de lo kafkiano, dos situaciones pudieron presentarse: la primera es que, quizá, no estaba entre los planes del escritor recrear el mundo pesadillesco de Kafka o, segundo, que aquel sí haya sido su propósito, pero por medio de una mala interpretación de la obra del escritor.
Es difícil imaginar que en un relato de Franz Kafka haya ataques terroristas, planes para destruir el centro mismo del sistema, más la aventura que todo esto desencadena. Lo kafkiano no arrastra tales pretensiones, ni siquiera está en el pensamiento de sus protagonistas herir el sistema que los agobia; es tan solo la descripción del vértigo existencial del individuo que se enfrenta a los tentáculos de un poder omnipresente y anónimo.
Una distopía que permanece
Independientemente de aquella disertación entre lo kafkiano y lo orwelliano en la historia, la película tiene muchos méritos. A pesar de su fracaso en taquilla y de no haber recibido críticas muy positivas en la época, ha tenido un buen añejamiento, y podría fácilmente sumarse sin deslucir al catálogo de otras obras distópicas, en particular las de Terry Gilliam.
Con este experimento, Soderbergh estuvo a la altura de utilizar los recursos y estilo indicados para una distopía, como la estética oscura, la división social, un enigma por resolver, una trama constante y aguda y aquellos detalles como la transición del blanco y negro al color cuando el personaje ingresa al castillo, como si hubiera sido este el paso de un mundo irreal a uno real, o viceversa, más aquella angustiante idea de que aquella edificación es el centro de muchos mundos, cada uno oculto tras infinitas gavetas, de una de las cuales sale Kafka a conquistar el centro del castillo, como nunca lo pudo hacer en sus letras.
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