Se reúne la redacción de la revista a través de la web para discutir sobre textos leídos con antelación. La sesión de reunión se graba. La redacción transcribe lo dicho. Acá el resultado:
Pablo Roldán: La idea de este encuentro experimental es pensar el cine colombiano, ya no desde las películas sino desde la escritura, desde el pensamiento crítico, desde las palabras. Tratar, si se puede, de hacer un sondeo, de pensar qué se está diciendo sobre el cine colombiano, qué reflexiones han sido importantes y cuáles todavía no emergen. Les propongo pensar cómo es que nosotros, desde nuestro oficio como críticos de cine, leemos esa marea de textos: si nos parecen interesantes e inteligentes, fértiles o lúcidos, transgresores o pudibundos. Si hay muchos, si no hay. Qué falta. Entonces, vamos a tratar de conjurar una especie de estado de cosas. Para el objetivo de este panel escogimos, no al azar pero sí sin un criterio jerarquizante, textos escritos en la década pasada que, pensamos, podrían dar una mirada amplia de lo que vendrían a ser las líneas de escritura determinantes a la hora de pensar el cine colombiano o los cines colombianos. Es decir, estamos enfrentados a tres distintas maneras de pensar y escribir sobre cine. Escogimos los textos, sobre todo, pensando en que eran escritos que nos iban a permitir alargar la conversación y motivar distintos choques entre maneras de pensar el cine. La heterogeneidad de esta terna nos permitiría armar un gran caleidoscopio. Estamos revisando, entonces:
La idea es, pues, conversar alrededor de esos textos; sin embargo, cada uno puede traer a la conversación autores o ideas que otros hayan dicho que les parezcan apropiadas. Lo primero, para quebrar el hielo, sería pensar cómo esta mínima porción de cosas escritas podrían, o no podrían, dar cuenta de unas ideas básicas concretas para enfrentar las imágenes nacionales. Los textos nos dejan saber, al menos, tres grandes asuntos. El primero sería que hay un desplazamiento temático y un desplazamiento más o menos ideológico en las películas. Pasamos, sobre todo, de una idea, de una carga ideológica y de un cine comprometido entre comillas muy grandes, o un cine con intenciones de revelar la realidad del país, a una especie de narrativa de la espera y de la soledad. Así, el texto de Pedro Adrián Zuluaga nos dejaba ver que, en la década 2000-2010, había una pequeña lucha por representar la idea de país, y después, en los últimos años de esa década y en los comienzos de la que nos compete, empezó a haber esa migración hacia una narrativa de la espera y la soledad. Otro punto, el segundo, sería la creencia de que esta década es la mejor década hasta ahora del cine colombiano. Sobrevuela la idea de que ya por fin hay una vida en el cine y que sería imposible acabar con esa supuesta vitalidad que hay en las películas. Y una tercera cosa sería la memoria como fantasma y motor del cine nacional. Fantasma y motor porque hay películas que se hacen pensando en ser aparatos de la memoria y otras donde la memoria se vuelve una figura fantasmagórica. En ese orden de ideas, la cuestión-tensión que siempre ha tenido el cine colombiano, en la superficie o muy adentro, surge de la relación con la violencia. ¿Cómo contar la violencia? Aparece también la idea inescapable por la necesidad de pronunciarse al respecto de la situación de la Nación. Tenemos esas tres ideas que, me parece, se pueden sacar a grandes rasgos de los tres textos. Y quisiera que les empezaramos a jalar la pita.
Diana Ospina Obando: Empiezo por lo evidente, en los textos aparece, de una u otra manera, la idea de que la última década sería la mejor para el cine colombiano. La explicación sería la ley del cine de 2003 y que se multiplicara la creación de películas: mayor cantidad, más posibilidad de encontrar calidad. Pedro Adrián Zuluaga no alcanza a hablar de eso, pero ya ve la apertura hacia la posibilidad de la multiplicación. De ahí la transición hacia el estallido temático. O no estallido, más bien bifurcación.
Pablo: Obviamente hubo momentos cruciales en la década: la cámara de oro para la película La tierra y la sombra. Y la nominación al Oscar de El abrazo de la serpiente. Pero el asunto se complejiza: ¿más películas quiere decir mejores directores, mejor calidad, mejor cine, mejores preguntas para los espectadores, mejores preguntas para nosotros los críticos? ¿De dónde se empieza a sacar esa idea de lo mejor?
Andrea Echeverri: No es que sea mejor el cine que se hace a partir de la ley de cine. Es que, como hay tanto cine, hay algunas películas mejores porque hay mucho más de donde escoger. Es decir, hay muchas películas peores, muchas películas regulares, pero también hay espacio para que haya buenas películas. Y también, como dicen los textos, empieza a haber oficio en el cine colombiano. Es decir, si se hacían una o dos películas por año, pues cuántos directores de fotografía de cine se podían formar haciendo películas.
Danny Arteaga: Sí, es que el artículo lo menciona. Dice que la cantidad implica calidad.
Diana: Lo menciona Oswaldo Osorio.
Danny: Tanto por la ley de probabilidades. O sea, si hay muchas películas se puede deducir que, al menos, algunas deben ser buenas. Esa es la argumentación en algún punto de ese artículo de Oswaldo Osorio. Tenemos que tener en cuenta que esos tres artículos están enfocados en una etapa. El de Oswaldo es un diagnóstico casi de un producto, más no es una crítica como tal. En la década pasada el cine colombiano sigue dándole prelación al tema del conflicto y la violencia. Pero, desde mi punto de vista, sí se redujo bastante el tema de la violencia sobreexpuesta, por ejemplo, que fue algo criticado en muchas películas y que incluso estaba ligado al tema de la televisión. Pero para mí la diferencia está en que se le ha dado un tratamiento diferente a la violencia o al conflicto hoy en día. Está presente, pero más como una amenaza. Procura enfocarse más en los motivos que producen la violencia que en la violencia misma. El fenómeno que puede estar pasando es que se ha logrado encontrar una forma de hablar del conflicto sin apelar a la violencia como tal. Películas, precisamente, como La sirga, El vuelco del cangrejo, Sal, esas películas han encontrado una forma diferente de contar el conflicto. Ya no están insertas en el concepto de violencia. Eso me parece muy importante: que se hable del conflicto sin que esté inserta la violencia, sino enfocándose en momentos, en las imágenes, en los personajes, en cómo interactúan con el entorno. Continúa el apego a lo realista, pero es menos revelador. Tal vez porque, como lo decía Pedro Adrián Zuluaga en su artículo, aparece el tema de la excesiva estilización o la abstracción o lo que demandan las películas del espectador para entender el conflicto o para acercarse a interpretar el conflicto a través de esas imágenes, sin que se llegue a una verdad reveladora. Algo así como lo que está exigiendo, un poco, el texto de Luisa Fernanda Ordoñez para construir la memoria histórica.
Alejandra Meneses: Me parece un poco arriesgado hablar de “la mejor década del cine” teniendo en cuenta únicamente la cantidad de películas realizadas. Es verdad que a partir de la Ley de Cine hay una mayor producción, pero revisemos los textos: en el de Pedro Adrián se habla de lo que la Ley reconoce en el cine como un elemento de identidad nacional, se afirma lo multicultural. Y es a partir de allí que Pedro Adrián hace un análisis de lo que sería el cine colombiano como un escenario de contienda ideológica; ve en la producción de películas de la década la apertura a otro tipo de narrativas, más allá de la insistencia en la sicaresca. Incluso, revisa cómo algunas producciones se alejan de la idea de identidad nacional a la que estábamos acostumbrados.
Oswaldo Osorio sí se arriesga a hacer un diagnóstico de las dos últimas décadas a partir de juicios de valor. Creo que es el único que se atreve a decir que hay una vitalidad en los términos a los que Pablo hace referencia. Me parece un poco complicado decir que todos los escritos hablan de esa vitalidad. Siento que se da en los tres una reflexión de otro tipo. Oswaldo Osorio señala que no solamente hay una mayor producción durante la década sino que, al parecer, hay una mayor calidad, y hay también un dinamismo. En su texto, incluso, se habla de una mejor formación de los cineastas y del público, que es algo que yo pondría en cuestión. Ese es su punto de partida antes de abarcar esas grandes narrativas que propone durante la década. Pedro Adrián también da su propia mirada a una posible clasificación temática o estética. El texto de Luisa Fernanda Ordóñez, en cambio, centra su interés en el tema de la violencia y en cómo las películas pueden influir en la construcción de memoria histórica en nuestro país. El texto no hace referencia directa a la Ley de Cine como un momento de inflexión hacia la vitalidad del cine nacional; más bien se cuestiona por la forma de abordar la violencia a partir de la Ley.
Andrés Múnera: No se puede pedir lo mismo a los tres textos. El de Pedro Adrián es una especie de preludio. Zuluaga menciona a Sergio Cabrera y Víctor Gaviria, habla también un poco de FOCINE. Hace un boceto general de lo que está pasando. Y se concentra en una manera de ser muy derrotista, que él denomina como “conformismo antropológico”, que permeó sobre todo ese momento, un conformismo que dictamina: “así somos los colombianos”, algo que genera una evidente fractura en nuestra sociedad. Para él van a ser emblemáticas El vuelco del cangrejo y Los viajes del viento. Ese texto me parece interesante en ese punto porque termina marcando esa influencia periférica formal en el cine de Guerra y Navia, cineastas claves en ese final e inicio de década, que se van a ver influenciados por cierta propuesta estética del cine tailandés o por lo que estaba planteando en ese momento Lucrecia Martel. Y ahí sí aparecen los tiempos de la espera y cierta forma de concepción del tiempo cotidiano en el cine colombiano, que hasta ese momento no se había estudiado mucho; era más un cine en el que prevalecía la contingencia del argumento, un cine con una gran variedad de cine de género, también de cine negro, sobre todo con los intentos de Sergio Cabrera (Perder es cuestión de método) y Juan Felipe Orozco (Al final de espectro, Saluda al diablo de mi parte). Luego será Oswaldo Osorio quien recoja casi toda la década. Él ya tiene la referencia del auge del cine documental. Entonces, claro, va a tomar el caso de Amazona, de Clare Weiskopf. Va a tomar el impulso del cortometraje. Pedro inicia, Oswaldo nos da el lapso del tiempo definido de lo que se hizo, también con cosas cuestionables en esa formación de audiencias y de realizadores.
Danny: Yo tengo que decir que a mí sí me cuesta mucho ese tipo de textos que le dan al cine un tratamiento exclusivamente de producto. Me sentí como si estuviera leyendo un artículo de Portafolio. Como si alguien se preguntara cómo está el comportamiento en el mercado de la papa, de los celulares, algo así.
Andrea: Es un modelo de Julio Luzardo. A mí me parece que Oswaldo Osorio tiene textos bastante mejores que este. Este, me parece, es un texto escrito por Julio Luzardo.
Andrés: Luzardo son cifras venteadas. Le envenena un montón lo que se está haciendo ahora.
Alejandra: Lo que creo que es peligroso es hablar de “el mejor cine” a partir de estadísticas.
Andrés: Claro. El caso de Luisa Fernanda Ordóñez es otro. Ella va a hacer algo exclusivo sobre la representación de la violencia en el cine colombiano. En parte, estoy de acuerdo con su enfoque, en otras partes quedo en un limbo, no sé, hay matices difíciles en eso de la representación de la violencia. Ella también dice que hay un acercamiento muy contemplativo, de una cierta no enunciación abierta de conflicto en La sirga, de William Vega. Va a empezar a decir, a evaluar en casos concretos, cómo se ha venido representando la violencia en el cine colombiano desde el cine de Ciro Guerra hasta el de Carlos César Arbeláez. A pesar de que los tres textos son tan diferentes, se encadenan porque, no sé si esto lo decía Oswaldo Osorio o Pedro Adrián, después del gobierno de Álvaro Uribe va a empezar una gravitación exhaustiva entre cine y conflicto armado. Se empieza a hablar del desplazamiento, del falso positivo, del paramilitarismo y de los modos de representación del documental.
Danny: Lo que encontré en común en los tres textos es el tema de la memoria. Los tres lo nombran.
Pablo: También es cierto que ellos, Zuluaga y Osorio, hablan desde un desencanto. Ordóñez,está pidiendo una película que todavía no existe. Pedro Adrián deja ver un panorama muy regular.
Diana: Sí, pero Pedro Adrián Zuluaga introduce la idea del futuro: habrá más conciencia del oficio. Aunque lo más interesante de ese análisis es la revisión de la paradoja en la que empiezan a estar los cineastas en Colombia: enfrentarse a la turbulencia política del país con unos pedidos que, al parecer, no cuadran con el deseo de los espectadores, de la mayoría de los espectadores, digamos. Las agendas de cada lado no están correspondidas. Eso se vuelve muy claro en el texto de Luisa Fernanda Ordóñez, cuando trae a colación el debate entre Gustavo Petro y José Obdulio Gaviria después de ver Retratos en un mar de mentiras. Ese momento es la ilustración perfecta del desfase y la paradoja. Gaviria se entrega a combatir la idea de realidad que está en la película. Trata de deslegitimarla. Según Pedro Adrián, ese enfrentamiento de fuerzas, finalmente, va a terminar incidiendo en la creación de un cine paralizado. Un cine que no logra trascender o concretar esa supuesta búsqueda por el relato de país, y termina siendo, de alguna manera, unidimensional. Podemos decir que él ve ese fenómeno como un enfrascamiento. Todo termina en la misma punta. Para él, la salida de ese frasco está lejana y difícil.
Alejandra: Me parece que uno podría pensar el texto de Oswaldo Osorio como una introducción, porque, además, son dos décadas lo que él toma como análisis. Una introducción a qué ha pasado en términos de la producción, de industria, de estadística. El texto de Pedro Adrián Zuluaga y el de Luisa Fernanda Ordóñez entran mucho más en diálogo porque se está pensando el tema de las contiendas ideológicas, un tema político, una representación de la violencia; son mucho más específicos en cuanto a las grandes preguntas: quiénes somos, cómo nos representamos, qué es lo que nos ha pasado y cómo se ve todo eso en el cine.
Sebastián Tobón: Los tres textos parten de tesis, y son tesis decisivas, para entender las dos décadas de cine. Siguiendo con la línea de la conversación que había propuesto Pablo, yo me hago la pregunta de qué es eso que Pedro Adrián Zuluaga denomina “desplazamiento ideológico” o cómo es que el cine se enfrasca en una especie de contienda ideológica. Yo, la verdad, es que no entiendo el argumento. Me parece que el argumento de Zuluaga fue un poco vago, y creo que la idea sigue ahí; pues, intentó reconstruir algo así como esa coincidencia entre la Ley de Cine, el Gobierno de Álvaro Uribe Vélez, la politización o, digamos, la politización tan característica del país en el 2003 y, al mismo tiempo, el surgimiento de un nuevo cine. No sé si se alcanza a caracterizar bien cuál es esa tensión entre las expectativas de un público reaccionario –pues él parte de que las mayorías del país son realmente ese público– y algo que parece dar la impresión de que hubiera sido como un cine de izquierdas, un cine ideológico o con agenda ideológica, cuando a mí me parece que, difícilmente, en alguna película de estas dos décadas se pueda hablar realmente de un cine políticamente comprometido, ideológicamente comprometido. Sí, la cuestión de la violencia aparece, de la representación de la violencia. Pero hablar aquí, pues, de un matiz ideológico en el cine de comienzos de siglo me parece a mí exagerado y creo que estaría pendiente una explicación de qué es aquello que Zuluaga llama “ideológico”. En primer lugar, creo que eso no está para nada claro. Y, en segundo lugar, parece que el análisis general de Pedro Adrián Zuluaga está anclado en dos producciones fundamentales, que son las que le sirven para hacer un contraste general de la calidad de la producción cinematográfica en estas dos décadas: La vendedora de rosas y Rodrigo D. Creo que esa es una pregunta que tenemos que respondernos entonces: ¿Cuál es la relación de estas dos décadas con esas películas? ¿Las superan en capacidad técnica, en calidad técnica, en conocimiento del oficio, como dice Diana, o al superarlas técnicamente fracasan tratando de alcanzar una idea de cinematografía que parece que está escondida en esas dos películas que menciona Pedro Adrián? Tampoco está muy claro por qué esas dos películas tendrían que ser las películas de referencia, por más de acuerdo que yo esté.
Danny: Yo creo que cuando nombra a Rodrigo D. y La Vendedora de Rosas no lo hace para enfrascarlas como las grandes películas que no han podido ser superadas, sino que simplemente apela a que esas películas estaban muy aferradas al realismo y que tuvieron un impacto en temas de denuncia o de retratar una realidad más claramente, y que esas películas siguen siendo estudiadas en el ámbito de la formación de cine. Él no está profundizando más en ese sentido.
Lo que encuentro valioso de este artículo, y es algo que yo he encontrado en general en la crítica de Pedro Adrián Zuluaga, es que realmente él no da un diagnóstico de "si me gusta o no algo". Tampoco sentí en el artículo que él estuviera dando un diagnóstico de qué tan bien o mal está el cine, o si hay, o no, un tema de desesperanza. Yo siento que lo que hizo allí fue una clasificación de temáticas y categorías en las que se centra el cine en la primera década del XX, y nombra varias categorías que se desprenden de allí. Primero el tema de la violencia; después todos los demás: el de las narrativas tranquilizadoras; el de la excesiva estilización; el de las películas de géneros concretos que siguen tendiendo puentes hacia la realidad social; la sobreexposición y el divertimento; la sobreexplicación; el cine bienintencionado y fácil de digerir, y menciona, para concluir, la sobreexposición de la violencia, la corrupción y el rebusque en el cine mainstream, que se mantiene. Ese es un resumen de las categorías que él denomina. Ese es el propósito de ese artículo. La pregunta que podríamos hacernos nosotros es si ese tipo de temáticas todavía existen, si han desaparecido o si, por el contrario, se han reafirmado en la década que tratamos en nuestro especial.
Alejandra: A mí lo que me llama la atención, recogiendo las ideas de Sebastián por la pregunta por el desplazamiento, y lo que nos acaba de decir Danny, es que Pedro Adrián tiene la intención de mostrar ese desplazamiento en términos de la relación entre directoras(es) y espectadoras(es). Incluso en algún momento habla de "tender puentes con la realidad social”; es decir, de cómo a partir de estas creaciones las y los directores están buscando una comunicación con la(el) espectador(a) para pensar esa realidad social, obviamente ligada al tema de la violencia. Por eso hace este rastreo, desde la sicaresca y lo que está más allá de la sicaresca, hasta llegar a eso que ha llamado Pablo narrativas de la espera y la contemplación, que también aparecen en el texto de Pedro Adrián.
Hay también una búsqueda respecto a la manera en la que se han ido transformando esas narrativas; puede que el análisis en este artículo no sea muy profundo, pero sí nos deja una pregunta abierta: cómo esa transformación genera otro tipo de relación y mirada respecto a la realidad social. La época de la sicaresca se convirtió en una fórmula narrativa (lo sabemos y lo vimos reflejado no solo en el cine, sino también en la televisión) que tuvo éxito en la mayoría de las audiencias, pero también fue muy criticada en términos de “bueno, ¿esto es lo que somos?, ¿esta es la realidad social que nos refleja realmente?”. Ya luego en el texto se empieza a pensar en otras diversas construcciones narrativas, quizás apostando por otros modos de hacer, dentro de lo cual cabe eso que se enuncia como el cine “bien intencionado”, narrativas quizás menos perturbadoras o más tranquilizadoras. Finalmente se señala un quiebre, no sé si yo lo llamaría desplazamiento, pero sí son nuevas narrativas que parecen contraponerse a la forma cómo nos vemos a nosotros mismos. Las características de la sicaresca son claramente distantes de las narrativas de la espera y la contemplación. Todo esto nos señala la pregunta por qué tanto se acerca o distancia el cine de la realidad social que está viviendo el espectador. Lo más interesante del texto de Pedro Adrián es lo que exponía Diana en términos de esa paradoja, la de la relación con el espectador, y de ese espectador con su propia realidad.
Diana: Danny dice que Pedro Adrián se salta la confesión del gusto. No me parece. Pedro Adrián dice muy claramente qué películas salvaría del fuego. Ahí hay un juicio, ahí hay compromiso crítico. No solamente se limita a exponer las películas. Cuando las califica de simplistas o sencillas obviamente hay un juicio de valor. Por ejemplo, en un momento él le da muy duro a Cabrera y a Gaviria. Dice: sí, está bien, ustedes hicieron el pasado. A Gaviria le dice que con Rodrigo D y La vendedora de Rosas muy bien, pero le reprocha Sumas y restas. Habla de una fórmula agotada.
Pablo: Está equivocado Pedro Adrián ahí.
Diana: Equivocado o no, ahí dice clarito su juicio. Ahí hay actividad crítica.
Danny: Dice que se agotó la fórmula.
Diana: Y te sumo algo que dice Pedro Adrián que me pareció muy interesante: hasta donde él hace el diagnóstico, habría una imposibilidad en el cine colombiano de, sin importar qué tema se esté tratando, hacer referencia a la realidad nacional, entendiendo la realidad nacional como todos los problemas que tenemos; es decir, una cosa que él dice es que una película no puede dejar de decir algo sobre la realidad, incluso un thriller como La historia del baúl rosado, de Libia Stella Gómez. Y, de alguna manera, con ecos en el presente, por más que esté uno hablando de algo de época. Va a hablar casi de una obligación, una presión ejercida sobre los cineastas. Ahí salto hacia dos temas que quisiera abrir a raíz de esto: es muy interesante que los tres textos hablan de televisión y, de alguna manera, de cómo la televisión y los formatos televisivos (no sé si en otros países se está teniendo esa discusión) invaden el cine. Esta invasión ha generado una serie de narrativas que se duplican.
Yo no sé si estoy haciendo un salto, pero la verdad es que el texto de Luisa Fernanda Ordoñez me hizo pensar en algo: yo, que tengo formación literaria, y realmente dicto clases de literatura colombiana, pienso en cómo en el arte en Colombia, arte plástico y literatura, uno ve la línea de ciertos temas de reflexión de una manera muy clara. Nunca había reparado con rigor en esa división tan pronunciada entre lo que deja pensar el cine y lo que se ve en literatura. Es justo esto de que casi todas las óperas primas, de muchos de los directores, se sientan obligadas, por ejemplo, a hablar de violencia. Pero después esa reflexión se pierde o no es tal. Como queriendo subrayar el hecho de que, aunque se esté hablando de otra cosa, se siente la obligación de hacer un guiño a esa realidad. Mientras que en la literatura en Colombia uno ve líneas más claras y menos atravesadas por otras fuerzas.
Pablo: ¿Diana, cuando decís “líneas más claras”, quiere decir que parece que el escritor colombiano novel tiene una libertad que el cineasta novel colombiano no tiene?
Andrea: Por supuesto.
Diana: No lo había pensado nunca, pero ahora, después de leer esto, pienso que sí hay más libertad en la literatura, y pienso que en la literatura, así como uno puede conformar una línea de escritores que tienen realidad nacional, hay otra fácilmente distinguible y con amplia circulación en la que no necesariamente pasan por ahí las preocupaciones temáticas. Me da esta sensación con el cine, y no sé si esto termina estando atado, otra vez, a esta influencia-invasión de la televisión; es decir, en los libros colombianos no tiene que haber necesariamente esas referencias todo el tiempo. A las películas se les pide que sí o sí hagan referencia a alguna variable de la realidad y miren la corrupción, y hacer de eso todo un sistema de códigos y lecturas. O, si no es eso, el sistema de lectura aparece ahora determinado por la televisión. La referencia a los estereotipos regionales que se han creado desde la televisión empieza a volverse obligatoria, como un secreto a voces. Porque no ha sido solamente la televisión la responsable de esa expansión de los estereotipos. En el cine, en clave de comedia, se han perpetuado cómodamente. Hay en el cine algo, como una tensión, que, en definitiva, no se ve en los procesos de la literatura ni las artes plásticas.
Pablo: Aunque, por ejemplo, Luisa Fernanda Ordoñez no hace sino quejarse de que no hay un cineasta que se haya comprometido con la realidad. Ella pone el ejemplo de las artes plásticas pero es una idea que se le cae muy fácil porque hay muchos cineastas que han hecho de su obra solamente compromiso con tratar de hurgar la realidad nacional.
Alejandra: Yo no creo que esa sea la cuestión, el dedo sobre la llaga ella no lo pone ahí precisamente, incluso cuando hace referencia al texto de Pedro Adrián hablando de La Sirga, se refiere más bien a un cine de ficción que no ha pensado en la potencia de las imágenes para la construcción de memoria histórica; creo que ese es el tema más importante. Ahora, lo hace solamente desde la ficción, que me parece un poco… bueno. Uno debería hablar del cine en términos generales pensando en la memoria histórica de un país. Esta disyunción es un debate interesante: la gente se ha acercado más al recuerdo o a la memoria de lo que nos ha pasado a partir de lo que ve en el cine de ficción y no tanto de lo que ve en el cine documental. Creo que eso tiene que ver con la relación a la que ha apuntado Diana antes con la televisión y que creo puede ser el centro de todo esto: ¿cuál es la potencia de las imágenes -en general- para la construcción de memoria histórica? Tener una mirada más detallista sobre lo que se está contando tanto en el cine como en la televisión y en cómo esas imágenes producen ciertos diagnósticos de nuestra realidad.
Andrea: Tengo respuestas inmediatas a los argumentos de Diana y Alejandra. Respecto al argumento de Diana: me parece que es clarísimo en cómo se diferencia la creación literaria a la creación cinematográfica en Colombia; yo creo que depende sobre todo del sistema de producción; es decir, para hacer una película hay demasiada gente involucrada y tiene que haber plata desde el comienzo, básicamente, y ¿quién pone la plata? Ahí volvemos, en términos generales una parte del dinero viene del FDC pero otra parte viene, justamente como estaban acotando ustedes, de la televisión; el principal productor de cine en Colombia, como suele suceder en la mayoría de países occidentales, es la televisión, las productoras de televisión son las que ponen plata para hacer las películas que tienen un nivel de producción más o menos grande. Respecto al tema del por qué hablar de la ficción y no del documental: es que se asume claramente que el documental habla de la realidad, el documental alude directa e inmediatamente a la realidad, por supuesto el cine de ficción también lo hace, pero no es tan obvio. En efecto, desde la teoría cinematográfica, cuando se habla de la relación cine-realidad, se habla mucho más, precisamente, del cine argumental porque es el que puede crear nuevas realidades, mientras que, en principio, lo que hace el documental es documentar la realidad. Entonces, partiendo de esas dos cosas, me parece que hay algo que no se ha dicho y es fundamental: justamente el texto de Luisa Fernanda Ordoñez tiene un corpus clarísimo, en el que sólo se mencionan algunas películas porque son ciertas películas las que sirven para ejemplificar lo que se va a decir. En el caso de Pedro Adrián, el corpus tiene que ver con una muestra cinematográfica; es decir, está acotado por una circunstancia externa, que no tiene que ver con el género o con el tema, nada específico, sino cuáles son las películas que se van a mostrar en determinada situación. En ese sentido, Oswaldo Osorio, al hablar de dos décadas, es el que tiene el espectro más amplio; es decir, en principio él va a hablar de todas las películas hechas en estas dos décadas, que son como doscientos cincuenta. Es mucho. Obviamente no menciona las doscientas cincuenta. Entonces a qué viene todo esto con respecto al desplazamiento del tema en las películas: ¿Si contáramos las doscientas cincuenta películas podríamos habilitar unas líneas claras, ideológicas, de relación con la realidad, de género, de estilo, de estética, etc? Claramente no.
En el siglo XX el cine colombiano tenía dos o tres vertientes, y tenía esas vertientes porque si se hacían diez películas en una década, pues eran absolutamente fáciles de clasificar cuando tenemos doscientas cincuenta películas en una década se complica. Primero: dudo que alguien se las haya visto todas; segundo: ¿qué es lo que ha pasado con el cine colombiano a partir de la Ley de Cine? Y eso también es lo que tiene que ver con nuestra discusión respecto a los tres textos, es que en el momento que empieza a haber plata para hacer cine, estímulos para hacer cine, justamente cuando a la televisión le interesa empezar a producir cine lo que hay es, entonces, por lo pronto, una búsqueda, pero una búsqueda con palos de ciego, es decir, hay películas de todo tipo; las películas que estamos trayendo a colación son ciertas películas, estamos hablando solamente de películas que han pasado por festivales de cine importantes. Hay un montón de películas, y aquí entra el concepto de Pablo de “películas secretas”: hay un montón de películas secretas en la historia del cine colombiano de este siglo, películas que no llegaron a festivales, que no son absolutamente comerciales y que uno no sabe ni qué son ni para dónde van. Me parece que también es importante, cuando miramos los textos, fijarnos también en el corpus determinado de cada texto; es decir, no están hablando del cine colombiano, están hablando de unas películas de determinados momentos, eso es básicamente algo que me parece importante para seguir acotando la discusión.
Andrés: Yo voy a decir unas cosas con todos los apuntes que han lanzado. Ante todo hay que tener muy en cuenta los medios de producción de cada realizador; porque eso va a generar un panorama de cómo se va a enunciar políticamente la propuesta y la repercusión que va a tener. Si es un subsidio estatal o una coproducción extranjera, en ese caso la película se irá moldeando a la semejanza de algo previo, las dinámicas del potencial inversor, como un bazar de variedades. No es como el caso de la escritura, que permite una búsqueda íntima de ejecución más inmediata; el cine en sí es una quimera de tecnología, de dinero, arte…; ahí comienzan a moverse muchas aristas. Es en ese sentido que me parece muy interesante empezar a preguntarnos, también, a partir de la Ley del 2003, cómo Proimagenes y las convocatorias anuales han permitido la variabilidad del medio de producción y cómo eso, como bien señala Pedro Adrián, origina una periferia de la propuesta. Yo pienso que, en cuanto a la delimitación que hace Luisa Fernanda, todo es una construcción; siempre que se enciende una cámara hay una puesta en escena, una manipulación, unas decisiones estéticas, éticas y morales, ya sea para Ciro y yo, Amazona o para Los viajes del viento. Entre las inquietudes que me generaron las lecturas de los tres textos, una de ellas es la representación de la violencia en sí, porque Luisa Fernanda dice que La Sirga funciona pero, al mismo tiempo, le parece que tiene un nicho de distribución muy concreto, una pretensión clara de venderse en el exterior y “exotizarse” en su abordaje formal. Al final, advierte un tratamiento muy persuasivo que puede hacer que la imagen cinematográfica se anestesie, y cita a Susan Sontag. Creo que la violencia no es necesariamente una representación de cómo vestir a una víctima y cómo a un victimario. Más bien se trata de todo lo contrario – y en el caso de La Sirga es muy evidente–: cómo hacer que estos gestos cotidianos, del entorno de la protagonista y la experiencia temporal de un conflicto sutilmente enunciado permitan entrever la senda de un cine político muy comprometido.
Quiero poner en crisis esa definición de “cine nacional”, de si estamos haciendo cine “real” del país; a mí me genera desconfianza y extrañeza, porque muchos realizadores crean sus historias en la periferia, algunos como forasteros, van al Pacífico o al Bajo Cauca, seleccionan actores naturales, improvisan unas situaciones y buscan algo muy influenciado, digamos, por una nueva ola de cine latinoamericano, hay una tendencia evidente en el cine latinoamericano por el realismo social, pero yo también creo que al trabajar con la realidad inmediata se hallan muchos matices. Es muy complejo decir: ¿Cómo filmamos lo que es real? Volvemos a lo que dice Luisa Fernanda sobre la demanda del director que sí haga el verdadero cine argumental sobre conflicto armado. Yo no me lo imagino; yo creo que lo que dice Alejandra es cierto, hay un montón de potencialidades en la mirada desde el material de archivo. No diría que el argumental no hizo la tarea y el documental sí la hizo. Yo creo que para problematizar los tres textos hay que decir ¿qué es el cine colombiano? Por otra parte, yo sí considero que hay política en todo, en la elección de un encuadre, en el fuera de campo, en el uso de una determinada óptica; no necesariamente decir: voy a hacer cine sobre el paramilitarismo, implica la entrada al cine político; hasta en un retrato urbano hay multiplicidad de fuerzas en pugna para hablar de política y de sociedad. Entonces, más que decir que a partir del 2003 se disparó la producción de cine, me parece más interesante preguntarnos: ¿qué es lo que está pasando con esa producción desaforada?, sobre todo en estos tiempos donde los equipos de producción, supongo, comenzarán a reducirse, donde se gestan procesos de descentralización y decolonialismo, y se comienza a quitar esa tendencia de que los que realizan el cine son los que se formaron en Europa. Estamos a la espera de lo que va pasar ahora con los movimientos de cine indigenista. Digo esto para poner en crisis lo que decía del “cine nacional”; es un término problemático. Lo último, es volver a decir que en películas como La sirga y La tierra y la sombra hay una gran carga de conflicto. Evidentemente le diría a Luisa Fernanda que existen estas propuestas, como también otras: la obra de Camilo Restrepo, por ejemplo, que con el material de archivo hace una militancia transgresora muy importante. Todo ese abanico de posibilidades tiene que habitar el mismo ecosistema; no existe una manera inequívoca de narrar el conflicto colombiano en el cine.
Diana: Esa discusión se tuvo, en el siglo pasado, en la literatura. La enfrentó, por ejemplo, Borges cuando le decían que su literatura no era una literatura argentina, que lo que hacía parecía más europeo. Borges contestó el reproche muy bien en su momento en el ensayo “El escritor argentino y la tradición”, que, como todo lo que escribe Borges, es un ensayo muy corto, en donde él de una manera muy rápida va decir: Qué es esta ridiculez. ¿cómo así que hay UNA manera de ser un escritor argentino? Si yo soy un escritor, mi tradición es todo lo que se haya escrito. Lo traigo a colación porque todavía se escucha mucho la duda sobre si una película parece una película colombiana o una no colombiana. En algún momento debe superarse esa discusión.
Andrés: Claro, se puede caer en el estereotipo de que el latinoamericano es dicharachero y que se mantiene diciendo groserías, borracho… no sé, es complejo.
Diana: Es que por qué hay esa necesidad de definir el cine nacional, que yo la siento enorme. Esa necesidad no está en literatura, por ejemplo: Nadie dice “vamos a definir la literatura colombiana: es el realismo mágico”, y no, te van a decir muy rápidamente que no.
Andrea: Yo creo que si habláramos de UN cine colombiano, sería el que hacen Dago, Trompetero, Fernando Ayllón, etc., porque es el cine de la colombianidad, hecho por colombiano raso para colombiano raso, sin la menor intención de extranjerizarse, y en ese sentido eso podríamos considerar que es EL cine colombiano, así, en mayúsculas. Pero efectivamente hablar de cine colombiano metiendo en un mismo paquete a Víctor Gaviria, a Óscar Ruiz Navia, a Dago, a Laura Mora, a Lina Rodríguez, pues ¿qué tienen en común estos que estamos nombrando? ¿Qué tienen en común las películas de ellos para que pudiéramos hablar de UN cine colombiano?
Danny: Creo que la problemática siempre ha existido en torno a ese asunto de haber convertido al cine colombiano, inconscientemente tal vez, en un género. Eso es un problema; pero los tres artículos no tienen esa pretensión por definir qué es el cine colombiano, sino de cuáles son esas líneas que han tomado las películas colombianas, qué caminos han tomado y cuáles tienden a generalizarse o a ser más habituales en las producciones. Aparece otra vez el tema de ese compromiso, de esa agenda de la que habla Pedro Adrián Zuluaga en su artículo. ¿Por qué tiende a haber una agenda más comprometida con la realidad? El hecho de que los directores tiendan a escoger esas temáticas, ¿se deberá a qué?, ¿a las exigencias que tiene el FDC, por ejemplo?, ¿a los festivales?, ¿los festivales dan prelación a ese tipo de temáticas? Si usted tiene una temática más inclinada a una denuncia social, a retratar el conflicto, a criticar la inequidad, ¿usted tiene más probabilidades de obtener un estímulo del fondo, por ejemplo, o de participar en un festival?
Alejandra: Estoy de acuerdo en que puede resultar desacertado hablar del cine nacional como un género; en ese caso quizás deberíamos hablar también de cine regional, de cine local, cine de barrio, cine comunitario. Debería reflexionarse respecto a esas asignaciones que damos al cine, pues más que generar una idea unificadora de lo que sería el cine en Colombia nos devuelven al lugar por el que empezó la Ley de Cine: el hecho de que en realidad vivimos una multiculturalidad. Si tuviéramos en cuenta todo el marco de esas producciones, volveríamos a lo que señalaba Andrea, y es que es imposible encontrar unas líneas específicas de lo que sería el cine nacional.
Andrea: Yo quiero hacer una acotación a lo que dije antes, cuando dije cuál podría ser el cine nacional, el “cine colombiano”, precisamente ese es porque tiene relación con la televisión colombiana, y sí podemos hablar de cómo es la televisión colombiana, y es el cine que se hace de la misma forma que la televisión, con el mismo tipo de narrativas, con el mismo tipo de humor, con los mismos actores, y claramente con la misma plata, porque esas son las películas producidas también por la televisión colombiana; entonces, en ese sentido, tiene que ver con el sistema de producción. El resto de películas son el tipo de películas que se pueden hacer con los estímulos que se consiguen tanto del FDC como del Distrito, como de los festivales, como de otros países. Efectivamente también responden a ciertas cosas, mientras que las películas (entre comillísimas) “hechas con las uñas”, y aquí estoy pensando por ejemplo en esta película de David Bohórquez, la primera que hizo con su propia plata, con sus amigos, que fue, entre comillas, exitosa, exitosa en internet, la hizo como con 22 o 23 años, y ya ha hecho varias películas, que fue a Cartagena… Es una de suspenso… Demental (2014). La típica trama de muchachos encerrados en una casa y se van muriendo uno a uno… En fin, esas películas que se hacen sin coproducción, es decir, sin apoyo del Gobierno, ni de festivales, sin la plata de la televisión, realmente es a esas películas a las que me refería yo como “palos de ciego”, las que hacen lo que creen que va a gustar y no tienen que rendirle cuentas a nadie…
Y otra cosa que había dicho mal es que claramente no son 250 películas en dos décadas, eso fue en una década, van como cuatrocientos y pico en estas dos décadas. Y de esas cuatrocientas y pico, nosotros, que nos interesa el cine nacional, nos hemos visto entre 100 y 200, perfectamente hemos podido ver un montón, digamos que 100, y hemos oído hablar de otras 100 o 150, pero siguen quedando otras 150 que no sabemos que existen. Y esos son los “palos de ciego” a los que no vamos a llegar fácilmente.
Sebastián: volviendo a la discusión que tuvimos hace un rato sobre Pedro Adrián y eso que él identifica como las características fundamentales que describen estas dos décadas de cine, creo que los tres textos intentan responder de alguna manera esa pregunta, nuevamente. ¿Qué fue lo que pasó?, ¿cuáles fueron los cambios?, ¿desde qué punto de vista enfocar la modificación? Eso se superpone a la discusión acerca de ¿cuál es el cine nacional?, ¿cuál es el verdadero cine colombiano?, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cine colombiano? Hay una carencia, una ausencia que a mí me parece muy preocupante, no solamente en los textos que nos sirven a nosotros para fundamentar el diagnóstico, sino también en nuestras propias posiciones, y es que no hay una pregunta por la cinematografía, no hay una pregunta por qué sería el cine o cuál sería el cine deseado. Yo creo que, en alguna medida, Luisa Fernanda Ordoñez intenta ir en esa dirección, pero yo creo que la respuesta o al menos el enfoque de ella es sumamente insatisfactorio. Ella apenas apunta a que el cine esperado es sólo aquel cine que puede reconstruir la violencia y yo creo que esa es una respuesta muy limitada. Es decir, las preguntas acerca de la forma del cine, los conceptos en el cine, las escuelas en el cine, si en Colombia hay o no escuelas –a pesar de que hay una buena producción cinematográfica en estas dos décadas–. Creo que sería interesante preguntar si ya hay directores que hayan constituido un tipo de voz (algo que intentamos hacer en el trabajo de Cero en Conducta, “Hojas de ruta: hacia la construcción de obra cinematográfica”: https://cartografia.revistaceroenconducta.com/wp/cartografia/). Creo que la pregunta importante es solamente cómo se encadenan todas esas producciones con toda la estructura productiva y la estructura de fomento cinematográfico en el país. Me parece dolorosa la ausencia de una pregunta por qué sería el (buen) cine y que ni siquiera entre directores exista esta discusión, esa falta de vitalidad –uno podría decirlo– escolástica del mundo del cine nacional y que, en cambio, sí aparezca todo el tiempo una lógica de supervivencia dramática en la que nos hemos enfrascado un poco. Yo sentí esa ausencia en los tres textos; me extrañó muchísimo en el de Pedro Adrián Zuluaga, aunque hay un par de indicaciones, sobre todo cuando habla de Sumas y restas y señala que ahí se agota el cánon, lo cual –estoy de acuerdo con Pablo– es completamente errado. Hay una limitación en el análisis de esa película que justamente lo que podría hacer, de cara a lo que estoy preguntando, es construir o reconstruir conceptos, discusiones que nos ayudarían a hacer un diagnóstico un poquito más sustancial de las dos décadas. No solamente algo tan descriptivo. En el fondo de nuestras descripciones, o de nuestras recapitulaciones, también tendríamos que “tensionar la cuerda” intentando preguntarnos por cuál es el cine que se desea o cuál es el cine que se espera o el que el país se merece. La pregunta se puede enfocar desde muy diversas perspectivas.
Digo que la pregunta de Luisa Fernanda Ordoñez me parece limitada porque, nuevamente, se corresponde mucho con el ambiente político e histórico del país. Necesariamente hay que dar una respuesta al problema de la violencia, al problema de la memoria histórica y a la reconstrucción de la verdad –y no sé si eso se hace simplemente hablando de violencia–; o sea, podemos sacar una saga tipo Rambo tratando de reconstruir las grandes batallas en el campo colombiano y eso sería hablar de la violencia, tematizarla, y no estaríamos haciendo mucho de cara a construir el cine o la dimensión cultural que creo necesita el país. Yo sigo que la pregunta debería ir un poco más al fondo así nos tachen quizás de esnobistas. No sé cómo.
Alejandra: Entiendo cuando dices que la respuesta de Luisa Fernanda es un poco limitada. Sin embargo, creo que ella empieza a hacer una búsqueda –aunque no la despliega– en términos de la discusión de la forma del cine en relación con el tema de la violencia. Cuando empieza a hablar de La sirga su discusión está dirigida hacia ese tema. Incluso su argumentación viene desde antes, cuando habla, por ejemplo, de cuál es el tipo de cine sobre la violencia que se ha hecho a nivel institucional en contraste con un cine más comercial o con mayor distribución. Hacia el final del texto va entonces a sugerir una búsqueda más profunda, más contundente, de una forma del cine que pueda llegar a permear realmente y producir una mirada más amplia dentro del espectro de espectadores. Siento que ahí está tratando de hacerse la pregunta por el cómo, por cuál sería esa forma del cine que nos llevaría a ampliar el diálogo sobre lo que nos ha pasado, sobre los temas de la realidad social, sobre la violencia específicamente. Pero no llega a una respuesta.
Yo personalmente pienso que la búsqueda es importante, pero difusa. Es muy difícil pensar en un cierto tipo de película o en una forma del cine que pueda llegar a la mayoría de espectadores; pero sí sería muy interesante intentar hallar puntos de encuentro entre distintos espectadores: los de Dago García, los de Ciro Guerra, los de William Vega, los del cine documental en general, etc. Estas grandes narrativas que mencionan Oswaldo Osorio y Pedro Adrián Zuluaga tienen ciertos espectadores. Valdría la pena tratar de poner en diálogo unos espectadores con otros en relación al tema de la violencia y la forma como ha aparecido en esas apuestas cinematográficas. No sé si pueda llegar a un cómo único en el cine para poder balancear el diálogo, no sé si lo importante resida en hallar ese único cómo. Pero entonces sí se está pensando también en la forma del cine, en el lenguaje audiovisual y en cómo éste incide o no en la amplitud del diálogo.
Pablo: lo que es claro en la terna es que el texto de Luisa Fernanda Ordoñez parece ser el más crítico en tanto –como decía Sebastián– un deseo del crítico debe ser una petición, pedirle al cine cosas. Ella le está pidiendo cosas al cine, Pedro Adrián Zuluaga no le pide nada y Oswaldo Osorio tampoco. Entonces la pregunta sería, ¿cuál es el cine que queremos?
Sebastián: Sí, Alejandra, Luisa Fernanda Ordoñez sí está reclamando algo que creo que tendría que ser más radical, no solamente que convoque a la producción cinematográfica, sino que casi tendría que ser un proyecto de país. ¿Cómo, por ejemplo, se construye la sensibilidad del espectador? Eso necesitaría pensar la producción cinematográfica, los temas que se tocan, pero sobre todo se tendría que tener una especie de unanimidad política acerca de todo lo que ha sucedido. Yo creo que eso no existe y, en esa medida, tratar el cine como una sección aparte en medio de ese fango de debate político en el que todavía no hemos decidido realmente cuál es la verdad histórica, sería difícil. En cualquier caso, si eso fuera posible, creo que no se trataría tanto de la construcción de enlaces entre distintos gustos o espectros de la sensibilidad nacional, etc., sino más bien al nivel de la producción: quién es el que produce y quién es el que cuenta la historia. Si hay algo limitante y característico de las historias de violencia en las últimas dos décadas en el cine colombiano, es el hecho de que el director se ha adjudicado la tarea y la responsabilidad de narrar el conflicto y creo que el papel de la víctima o el papel del plebeyo que ha sufrido el conflicto está absolutamente excluido del espacio de la producción. Mientras el cine siga siendo esa pequeña esfera, completamente aparte de las estructuras del país, creo que seguiremos construyendo espacios de divertimento y de ejercicios intelectuales como los que nosotros hacemos, pero no será realmente un espacio de transformación social. La violencia nos importa no por sus historias, sino por quienes la han padecido y creo que serían ellos, en primer lugar, quienes estarían llamados a tener una presencia central en lo que fuera el verdadero nuevo cine colombiano. No lo veo todavía.
Alejandra: Yo sí creo, como decía Andrés antes –y con lo cual estoy de acuerdo completamente–, que el cine en sí mismo es un acto político; todas las decisiones cinematográficas que se toman influyen no solamente en la forma cómo las personas recordarán sino en cómo piensan su propia realidad; las imágenes también pueden producir la realidad, no únicamente recordarla, y en ese sentido pienso que los directores y directoras tienen una responsabilidad social, ética con lo que están mostrando y con la historia y con la memoria que construyen, que no son lo mismo.
Sebastián: Estoy de acuerdo con que todo cine es político: la actividad cinematográfica tiene que tener una cierta responsabilidad con las preguntas políticas del país. Ahora, la respuesta de Luisa Fernanda Ordóñez erra: no se trata de que haya más cine sobre el conflicto, sobre la violencia. No va solo de allí. Cuando se empieza a exigir eso empezamos a tener nuestras listas de Schindler colombianas, como la película Violencia, por ejemplo. Tematizaciones clichés del conflicto y de la violencia. Yo quisiera “rescatar” la figura de Franco Lolli, un autor de esta década singular y absolutamente significativo que ha pensado la violencia justamente a partir de sus matices menos evidentes. Ahí hay un camino que se puede explorar absolutamente en el país: el de las violencias no evidentes, menos sintomáticas. En alguna medida, nuestra sensibilidad está un poco traumatizada por la expresiones más evidentes de la violencia; en esa medida, casi que tenemos relación de goce con las imágenes de la violencia: eso es lo que habría que superar o sublimar, justamente a partir de tratamientos más sutiles, inteligentes, tales como los que percibo en Lolli, que creo que tiene un gran futuro.
Andrea: La lista de Schindler colombiana… Yo no me acuerdo de Violencia entonces… me la tengo que volver a ver.
Sebastián: La lista de Schindler colombianas pueden ser otras cosas, sí. Como las películas de este señor... ¿Cómo es que se llama? Hizo una película sobre el ejército.
Alejandra: Orlando Pardo
Sebastián: Sí, por ejemplo eso.
Alejandra: Esa tiene más espectadores que…
Pablo: Que Franco Lolli.
Alejandra: Las estadísticas de Osorio no la mencionan, pero fue una de las películas que más se vio en marzo del 2019, después de Avengers.
Andrés: Y con una campaña mediática apabullante… La movieron mucho.
Pablo: Ese problema lo trata de enfrentar Pedro Adrián. ¿Quién fue a ver esa película? ¿Los críticos? ¿La masa reaccionaria que bautiza Zuluaga?
Sebastián: Que uno sea crítico no quiere decir que uno no sea reaccionario, ni que uno vea películas como esa quiere decir que uno sea reaccionario.
Andrés: Pedro Adrián lo que dijo fue algo así como que la ideología del autor y la ideología de la audiencia no se cruzaban. Algo así. Que la audiencia eran los borregos de Uribe y los realizadores eran los progresistas.
Danny: Es la típica división que vivimos todos.
Alejandra: Por eso me parece interesante el texto de Luisa.
Andrea: Sí, lo dice directamente.
Alejandra: ¿Cómo es que una película como Alma de héroe con todos los clichés del mundo, que es súper evidente en su exposición polarizante y por lo mismo cega, tiene esa cantidad de espectadores y pasa desapercibida para la crítica?
Danny: Películas que como esa, como Alma de héroe, se utilicen para escribir la historia... Que cojan esa película y digan que así eran las cosas. Grave.
Andrés: Es que ese es el rollo de Monos y Landes. Landes dice “Esto no es sobre el conflicto armado en Colombia”. Es una película bélica con estándares estéticos de industria norteamericana y me la sollé. Porque todo el mundo estaba encima de él preguntándose que cómo era que hablaba así y que no sé qué. Ahí está el debate también con Monos.
Alejandra: Sí, a la película la tildaron de antiinsurgente.
Pablo: O de inofensiva. Creo que es todo lo contrario.
Danny: Esa tendencia es la que yo también veo en esas otras películas, en El vuelco del cangrejo, La Sirga, en Sal, incluso en la misma Monos,aunque ahí sí hay una violencia más evidente, pero tampoco está enfocada en un contexto específico. Incluso La tierra y la sombra, que es un conflicto distinto. Ahí estamos encontrando una tendencia que es no revelar los contextos claramente, pero sí mostrar cómo esos pequeños rezagos o ruinas que deja la violencia en otros sectores, que crea otro tipo de reacciones, de interacciones y otro tipo de problemáticas, que hace, a la vez, más universal al cine colombiano.
Diana: El cine está también ahí para examinar o acercarse a la condición humana y a lo que tiene de universal, no solamente a aquella atravesada por nuestros factores específicos. Precisamente pensaba en el cine de Franco Lolli, donde, desde lo político y lo colombiano, se dibujan una cantidad de tensiones y de cosas. Todo un entramado de universalidades y asuntos propios de la condición humana. Sumaría Anna, esa ópera prima de Jacques Toulemonde: acercamiento a la salud mental desde un lado de verdad no estigmatizante más road movie por Colombia, donde la violencia no está atravesada. Son otras maneras de abordar. O, también, Días extraños, de Juan Sebastián Quebrada, que ni siquiera sucede en Colombia y donde, sin embargo, podemos vernos reflejados. Pablo preguntaba por qué cine abogaríamos: yo diría que porque haya de todo.
Pablo: Es usual que siempre que nos permitimos estas ideas de un posible cine ideal aparezca, con una velocidad y un asombro inauditos, una película que sea excepción y quiebre el pedido en dos, tres, cuatro, en pedacitos. Una película que pone en crisis todo lo que acaban de decir, que es la segunda obra maestra de la década, es La mujer del animal. Eso es una película que derrumba todas esas posibilidades de certeza.
Andrea: Justamente esas son las películas que los críticos esperamos.
Andrés: Yo no sería capaz de hacer estas especies de concilios de rigor, casi estalinistas, de parametrizar el cine y de hacer unos chuleos estéticos y formales. De todas formas, sí me parece muy interesante lo que dice Sebastián sobre cierta pedagogía de las herramientas del quehacer, de la mirada y de la imagen. La imagen violenta, la que sangra, esa imagen del conflicto ya está tan supeditada y se ha anestesiado tanto que la hemos asimilado casi como paisaje, entonces es ahí cuando citamos a gente como Lolli, Vladimir Durán o el otro camino que puede ser también el de Chris Gude o lo que hace Felipe Guerrero con Mutokino: el paisaje y la corporalidad. Ahí hay una manera en que la violencia se ejerce y el cine es la plataforma indicada para que esos elementos nos den cuenta de esa violencia sin llegar hasta esa manera de consumo frenético de imágenes dolorosas; por la inmediatez de un celular ya vemos cuando a alguien le dan un tiro. Yo veo en el cine un laboratorio que tiene que ser transgresor con todo, sobre todo con la percepción del tiempo. Ya el consumo volátil del tiempo está en Netflix, en la televisión. Cuando se mete uno en una sala de una cinemateca o en una instalación de un museo, ese espacio tiene que ser transgresor, ya uno no puede ir a una sala de cine a meramente distraerse, porque ya hay un montón de elementos y de espacios propicios para eso, a mí sí me gustaría ver que el cine (porque ya se va a marginalizar a medida que proliferen las pantallas y el consumo), el acto religioso de encerrarse en una sala, tenga que concentrarse en esa búsqueda con el espectador hacia una confrontación: no desde el amarillismo sino desde la sutileza, desde la poesía, la literatura, la sociología... me parece que eso se va a profundizar a medida que cambien también los métodos de producción por la crisis del sector cultural; habrá propuestas más libres, quién sabe, eso es incierto. Me parece interesante hacer esa pedagogía, primero de la mirada y de las herramientas y de lo que hacemos con eso, porque hay un montón de elementos en pugna: colocamos a unas personas frente a una cámara y ahí también hay unas responsabilidades.
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LA DÉCADA EN PALABRAS. UNA CONVERSACIÓN DE LA REDACCIÓN
Se reúne la redacción de la revista a través de la web para discutir sobre textos leídos con antelación. La sesión de reunión se graba. La redacción transcribe lo dicho. Acá el resultado:
Pablo Roldán: La idea de este encuentro experimental es pensar el cine colombiano, ya no desde las películas sino desde la escritura, desde el pensamiento crítico, desde las palabras. Tratar, si se puede, de hacer un sondeo, de pensar qué se está diciendo sobre el cine colombiano, qué reflexiones han sido importantes y cuáles todavía no emergen. Les propongo pensar cómo es que nosotros, desde nuestro oficio como críticos de cine, leemos esa marea de textos: si nos parecen interesantes e inteligentes, fértiles o lúcidos, transgresores o pudibundos. Si hay muchos, si no hay. Qué falta. Entonces, vamos a tratar de conjurar una especie de estado de cosas. Para el objetivo de este panel escogimos, no al azar pero sí sin un criterio jerarquizante, textos escritos en la década pasada que, pensamos, podrían dar una mirada amplia de lo que vendrían a ser las líneas de escritura determinantes a la hora de pensar el cine colombiano o los cines colombianos. Es decir, estamos enfrentados a tres distintas maneras de pensar y escribir sobre cine. Escogimos los textos, sobre todo, pensando en que eran escritos que nos iban a permitir alargar la conversación y motivar distintos choques entre maneras de pensar el cine. La heterogeneidad de esta terna nos permitiría armar un gran caleidoscopio. Estamos revisando, entonces:
La idea es, pues, conversar alrededor de esos textos; sin embargo, cada uno puede traer a la conversación autores o ideas que otros hayan dicho que les parezcan apropiadas. Lo primero, para quebrar el hielo, sería pensar cómo esta mínima porción de cosas escritas podrían, o no podrían, dar cuenta de unas ideas básicas concretas para enfrentar las imágenes nacionales. Los textos nos dejan saber, al menos, tres grandes asuntos. El primero sería que hay un desplazamiento temático y un desplazamiento más o menos ideológico en las películas. Pasamos, sobre todo, de una idea, de una carga ideológica y de un cine comprometido entre comillas muy grandes, o un cine con intenciones de revelar la realidad del país, a una especie de narrativa de la espera y de la soledad. Así, el texto de Pedro Adrián Zuluaga nos dejaba ver que, en la década 2000-2010, había una pequeña lucha por representar la idea de país, y después, en los últimos años de esa década y en los comienzos de la que nos compete, empezó a haber esa migración hacia una narrativa de la espera y la soledad. Otro punto, el segundo, sería la creencia de que esta década es la mejor década hasta ahora del cine colombiano. Sobrevuela la idea de que ya por fin hay una vida en el cine y que sería imposible acabar con esa supuesta vitalidad que hay en las películas. Y una tercera cosa sería la memoria como fantasma y motor del cine nacional. Fantasma y motor porque hay películas que se hacen pensando en ser aparatos de la memoria y otras donde la memoria se vuelve una figura fantasmagórica. En ese orden de ideas, la cuestión-tensión que siempre ha tenido el cine colombiano, en la superficie o muy adentro, surge de la relación con la violencia. ¿Cómo contar la violencia? Aparece también la idea inescapable por la necesidad de pronunciarse al respecto de la situación de la Nación. Tenemos esas tres ideas que, me parece, se pueden sacar a grandes rasgos de los tres textos. Y quisiera que les empezaramos a jalar la pita.
Diana Ospina Obando: Empiezo por lo evidente, en los textos aparece, de una u otra manera, la idea de que la última década sería la mejor para el cine colombiano. La explicación sería la ley del cine de 2003 y que se multiplicara la creación de películas: mayor cantidad, más posibilidad de encontrar calidad. Pedro Adrián Zuluaga no alcanza a hablar de eso, pero ya ve la apertura hacia la posibilidad de la multiplicación. De ahí la transición hacia el estallido temático. O no estallido, más bien bifurcación.
Pablo: Obviamente hubo momentos cruciales en la década: la cámara de oro para la película La tierra y la sombra. Y la nominación al Oscar de El abrazo de la serpiente. Pero el asunto se complejiza: ¿más películas quiere decir mejores directores, mejor calidad, mejor cine, mejores preguntas para los espectadores, mejores preguntas para nosotros los críticos? ¿De dónde se empieza a sacar esa idea de lo mejor?
Andrea Echeverri: No es que sea mejor el cine que se hace a partir de la ley de cine. Es que, como hay tanto cine, hay algunas películas mejores porque hay mucho más de donde escoger. Es decir, hay muchas películas peores, muchas películas regulares, pero también hay espacio para que haya buenas películas. Y también, como dicen los textos, empieza a haber oficio en el cine colombiano. Es decir, si se hacían una o dos películas por año, pues cuántos directores de fotografía de cine se podían formar haciendo películas.
Danny Arteaga: Sí, es que el artículo lo menciona. Dice que la cantidad implica calidad.
Diana: Lo menciona Oswaldo Osorio.
Danny: Tanto por la ley de probabilidades. O sea, si hay muchas películas se puede deducir que, al menos, algunas deben ser buenas. Esa es la argumentación en algún punto de ese artículo de Oswaldo Osorio. Tenemos que tener en cuenta que esos tres artículos están enfocados en una etapa. El de Oswaldo es un diagnóstico casi de un producto, más no es una crítica como tal. En la década pasada el cine colombiano sigue dándole prelación al tema del conflicto y la violencia. Pero, desde mi punto de vista, sí se redujo bastante el tema de la violencia sobreexpuesta, por ejemplo, que fue algo criticado en muchas películas y que incluso estaba ligado al tema de la televisión. Pero para mí la diferencia está en que se le ha dado un tratamiento diferente a la violencia o al conflicto hoy en día. Está presente, pero más como una amenaza. Procura enfocarse más en los motivos que producen la violencia que en la violencia misma. El fenómeno que puede estar pasando es que se ha logrado encontrar una forma de hablar del conflicto sin apelar a la violencia como tal. Películas, precisamente, como La sirga, El vuelco del cangrejo, Sal, esas películas han encontrado una forma diferente de contar el conflicto. Ya no están insertas en el concepto de violencia. Eso me parece muy importante: que se hable del conflicto sin que esté inserta la violencia, sino enfocándose en momentos, en las imágenes, en los personajes, en cómo interactúan con el entorno. Continúa el apego a lo realista, pero es menos revelador. Tal vez porque, como lo decía Pedro Adrián Zuluaga en su artículo, aparece el tema de la excesiva estilización o la abstracción o lo que demandan las películas del espectador para entender el conflicto o para acercarse a interpretar el conflicto a través de esas imágenes, sin que se llegue a una verdad reveladora. Algo así como lo que está exigiendo, un poco, el texto de Luisa Fernanda Ordoñez para construir la memoria histórica.
Alejandra Meneses: Me parece un poco arriesgado hablar de “la mejor década del cine” teniendo en cuenta únicamente la cantidad de películas realizadas. Es verdad que a partir de la Ley de Cine hay una mayor producción, pero revisemos los textos: en el de Pedro Adrián se habla de lo que la Ley reconoce en el cine como un elemento de identidad nacional, se afirma lo multicultural. Y es a partir de allí que Pedro Adrián hace un análisis de lo que sería el cine colombiano como un escenario de contienda ideológica; ve en la producción de películas de la década la apertura a otro tipo de narrativas, más allá de la insistencia en la sicaresca. Incluso, revisa cómo algunas producciones se alejan de la idea de identidad nacional a la que estábamos acostumbrados.
Oswaldo Osorio sí se arriesga a hacer un diagnóstico de las dos últimas décadas a partir de juicios de valor. Creo que es el único que se atreve a decir que hay una vitalidad en los términos a los que Pablo hace referencia. Me parece un poco complicado decir que todos los escritos hablan de esa vitalidad. Siento que se da en los tres una reflexión de otro tipo. Oswaldo Osorio señala que no solamente hay una mayor producción durante la década sino que, al parecer, hay una mayor calidad, y hay también un dinamismo. En su texto, incluso, se habla de una mejor formación de los cineastas y del público, que es algo que yo pondría en cuestión. Ese es su punto de partida antes de abarcar esas grandes narrativas que propone durante la década. Pedro Adrián también da su propia mirada a una posible clasificación temática o estética. El texto de Luisa Fernanda Ordóñez, en cambio, centra su interés en el tema de la violencia y en cómo las películas pueden influir en la construcción de memoria histórica en nuestro país. El texto no hace referencia directa a la Ley de Cine como un momento de inflexión hacia la vitalidad del cine nacional; más bien se cuestiona por la forma de abordar la violencia a partir de la Ley.
Andrés Múnera: No se puede pedir lo mismo a los tres textos. El de Pedro Adrián es una especie de preludio. Zuluaga menciona a Sergio Cabrera y Víctor Gaviria, habla también un poco de FOCINE. Hace un boceto general de lo que está pasando. Y se concentra en una manera de ser muy derrotista, que él denomina como “conformismo antropológico”, que permeó sobre todo ese momento, un conformismo que dictamina: “así somos los colombianos”, algo que genera una evidente fractura en nuestra sociedad. Para él van a ser emblemáticas El vuelco del cangrejo y Los viajes del viento. Ese texto me parece interesante en ese punto porque termina marcando esa influencia periférica formal en el cine de Guerra y Navia, cineastas claves en ese final e inicio de década, que se van a ver influenciados por cierta propuesta estética del cine tailandés o por lo que estaba planteando en ese momento Lucrecia Martel. Y ahí sí aparecen los tiempos de la espera y cierta forma de concepción del tiempo cotidiano en el cine colombiano, que hasta ese momento no se había estudiado mucho; era más un cine en el que prevalecía la contingencia del argumento, un cine con una gran variedad de cine de género, también de cine negro, sobre todo con los intentos de Sergio Cabrera (Perder es cuestión de método) y Juan Felipe Orozco (Al final de espectro, Saluda al diablo de mi parte). Luego será Oswaldo Osorio quien recoja casi toda la década. Él ya tiene la referencia del auge del cine documental. Entonces, claro, va a tomar el caso de Amazona, de Clare Weiskopf. Va a tomar el impulso del cortometraje. Pedro inicia, Oswaldo nos da el lapso del tiempo definido de lo que se hizo, también con cosas cuestionables en esa formación de audiencias y de realizadores.
Danny: Yo tengo que decir que a mí sí me cuesta mucho ese tipo de textos que le dan al cine un tratamiento exclusivamente de producto. Me sentí como si estuviera leyendo un artículo de Portafolio. Como si alguien se preguntara cómo está el comportamiento en el mercado de la papa, de los celulares, algo así.
Andrea: Es un modelo de Julio Luzardo. A mí me parece que Oswaldo Osorio tiene textos bastante mejores que este. Este, me parece, es un texto escrito por Julio Luzardo.
Andrés: Luzardo son cifras venteadas. Le envenena un montón lo que se está haciendo ahora.
Alejandra: Lo que creo que es peligroso es hablar de “el mejor cine” a partir de estadísticas.
Andrés: Claro. El caso de Luisa Fernanda Ordóñez es otro. Ella va a hacer algo exclusivo sobre la representación de la violencia en el cine colombiano. En parte, estoy de acuerdo con su enfoque, en otras partes quedo en un limbo, no sé, hay matices difíciles en eso de la representación de la violencia. Ella también dice que hay un acercamiento muy contemplativo, de una cierta no enunciación abierta de conflicto en La sirga, de William Vega. Va a empezar a decir, a evaluar en casos concretos, cómo se ha venido representando la violencia en el cine colombiano desde el cine de Ciro Guerra hasta el de Carlos César Arbeláez. A pesar de que los tres textos son tan diferentes, se encadenan porque, no sé si esto lo decía Oswaldo Osorio o Pedro Adrián, después del gobierno de Álvaro Uribe va a empezar una gravitación exhaustiva entre cine y conflicto armado. Se empieza a hablar del desplazamiento, del falso positivo, del paramilitarismo y de los modos de representación del documental.
Danny: Lo que encontré en común en los tres textos es el tema de la memoria. Los tres lo nombran.
Pablo: También es cierto que ellos, Zuluaga y Osorio, hablan desde un desencanto. Ordóñez,está pidiendo una película que todavía no existe. Pedro Adrián deja ver un panorama muy regular.
Diana: Sí, pero Pedro Adrián Zuluaga introduce la idea del futuro: habrá más conciencia del oficio. Aunque lo más interesante de ese análisis es la revisión de la paradoja en la que empiezan a estar los cineastas en Colombia: enfrentarse a la turbulencia política del país con unos pedidos que, al parecer, no cuadran con el deseo de los espectadores, de la mayoría de los espectadores, digamos. Las agendas de cada lado no están correspondidas. Eso se vuelve muy claro en el texto de Luisa Fernanda Ordóñez, cuando trae a colación el debate entre Gustavo Petro y José Obdulio Gaviria después de ver Retratos en un mar de mentiras. Ese momento es la ilustración perfecta del desfase y la paradoja. Gaviria se entrega a combatir la idea de realidad que está en la película. Trata de deslegitimarla. Según Pedro Adrián, ese enfrentamiento de fuerzas, finalmente, va a terminar incidiendo en la creación de un cine paralizado. Un cine que no logra trascender o concretar esa supuesta búsqueda por el relato de país, y termina siendo, de alguna manera, unidimensional. Podemos decir que él ve ese fenómeno como un enfrascamiento. Todo termina en la misma punta. Para él, la salida de ese frasco está lejana y difícil.
Alejandra: Me parece que uno podría pensar el texto de Oswaldo Osorio como una introducción, porque, además, son dos décadas lo que él toma como análisis. Una introducción a qué ha pasado en términos de la producción, de industria, de estadística. El texto de Pedro Adrián Zuluaga y el de Luisa Fernanda Ordóñez entran mucho más en diálogo porque se está pensando el tema de las contiendas ideológicas, un tema político, una representación de la violencia; son mucho más específicos en cuanto a las grandes preguntas: quiénes somos, cómo nos representamos, qué es lo que nos ha pasado y cómo se ve todo eso en el cine.
Sebastián Tobón: Los tres textos parten de tesis, y son tesis decisivas, para entender las dos décadas de cine. Siguiendo con la línea de la conversación que había propuesto Pablo, yo me hago la pregunta de qué es eso que Pedro Adrián Zuluaga denomina “desplazamiento ideológico” o cómo es que el cine se enfrasca en una especie de contienda ideológica. Yo, la verdad, es que no entiendo el argumento. Me parece que el argumento de Zuluaga fue un poco vago, y creo que la idea sigue ahí; pues, intentó reconstruir algo así como esa coincidencia entre la Ley de Cine, el Gobierno de Álvaro Uribe Vélez, la politización o, digamos, la politización tan característica del país en el 2003 y, al mismo tiempo, el surgimiento de un nuevo cine. No sé si se alcanza a caracterizar bien cuál es esa tensión entre las expectativas de un público reaccionario –pues él parte de que las mayorías del país son realmente ese público– y algo que parece dar la impresión de que hubiera sido como un cine de izquierdas, un cine ideológico o con agenda ideológica, cuando a mí me parece que, difícilmente, en alguna película de estas dos décadas se pueda hablar realmente de un cine políticamente comprometido, ideológicamente comprometido. Sí, la cuestión de la violencia aparece, de la representación de la violencia. Pero hablar aquí, pues, de un matiz ideológico en el cine de comienzos de siglo me parece a mí exagerado y creo que estaría pendiente una explicación de qué es aquello que Zuluaga llama “ideológico”. En primer lugar, creo que eso no está para nada claro. Y, en segundo lugar, parece que el análisis general de Pedro Adrián Zuluaga está anclado en dos producciones fundamentales, que son las que le sirven para hacer un contraste general de la calidad de la producción cinematográfica en estas dos décadas: La vendedora de rosas y Rodrigo D. Creo que esa es una pregunta que tenemos que respondernos entonces: ¿Cuál es la relación de estas dos décadas con esas películas? ¿Las superan en capacidad técnica, en calidad técnica, en conocimiento del oficio, como dice Diana, o al superarlas técnicamente fracasan tratando de alcanzar una idea de cinematografía que parece que está escondida en esas dos películas que menciona Pedro Adrián? Tampoco está muy claro por qué esas dos películas tendrían que ser las películas de referencia, por más de acuerdo que yo esté.
Danny: Yo creo que cuando nombra a Rodrigo D. y La Vendedora de Rosas no lo hace para enfrascarlas como las grandes películas que no han podido ser superadas, sino que simplemente apela a que esas películas estaban muy aferradas al realismo y que tuvieron un impacto en temas de denuncia o de retratar una realidad más claramente, y que esas películas siguen siendo estudiadas en el ámbito de la formación de cine. Él no está profundizando más en ese sentido.
Lo que encuentro valioso de este artículo, y es algo que yo he encontrado en general en la crítica de Pedro Adrián Zuluaga, es que realmente él no da un diagnóstico de "si me gusta o no algo". Tampoco sentí en el artículo que él estuviera dando un diagnóstico de qué tan bien o mal está el cine, o si hay, o no, un tema de desesperanza. Yo siento que lo que hizo allí fue una clasificación de temáticas y categorías en las que se centra el cine en la primera década del XX, y nombra varias categorías que se desprenden de allí. Primero el tema de la violencia; después todos los demás: el de las narrativas tranquilizadoras; el de la excesiva estilización; el de las películas de géneros concretos que siguen tendiendo puentes hacia la realidad social; la sobreexposición y el divertimento; la sobreexplicación; el cine bienintencionado y fácil de digerir, y menciona, para concluir, la sobreexposición de la violencia, la corrupción y el rebusque en el cine mainstream, que se mantiene. Ese es un resumen de las categorías que él denomina. Ese es el propósito de ese artículo. La pregunta que podríamos hacernos nosotros es si ese tipo de temáticas todavía existen, si han desaparecido o si, por el contrario, se han reafirmado en la década que tratamos en nuestro especial.
Alejandra: A mí lo que me llama la atención, recogiendo las ideas de Sebastián por la pregunta por el desplazamiento, y lo que nos acaba de decir Danny, es que Pedro Adrián tiene la intención de mostrar ese desplazamiento en términos de la relación entre directoras(es) y espectadoras(es). Incluso en algún momento habla de "tender puentes con la realidad social”; es decir, de cómo a partir de estas creaciones las y los directores están buscando una comunicación con la(el) espectador(a) para pensar esa realidad social, obviamente ligada al tema de la violencia. Por eso hace este rastreo, desde la sicaresca y lo que está más allá de la sicaresca, hasta llegar a eso que ha llamado Pablo narrativas de la espera y la contemplación, que también aparecen en el texto de Pedro Adrián.
Hay también una búsqueda respecto a la manera en la que se han ido transformando esas narrativas; puede que el análisis en este artículo no sea muy profundo, pero sí nos deja una pregunta abierta: cómo esa transformación genera otro tipo de relación y mirada respecto a la realidad social. La época de la sicaresca se convirtió en una fórmula narrativa (lo sabemos y lo vimos reflejado no solo en el cine, sino también en la televisión) que tuvo éxito en la mayoría de las audiencias, pero también fue muy criticada en términos de “bueno, ¿esto es lo que somos?, ¿esta es la realidad social que nos refleja realmente?”. Ya luego en el texto se empieza a pensar en otras diversas construcciones narrativas, quizás apostando por otros modos de hacer, dentro de lo cual cabe eso que se enuncia como el cine “bien intencionado”, narrativas quizás menos perturbadoras o más tranquilizadoras. Finalmente se señala un quiebre, no sé si yo lo llamaría desplazamiento, pero sí son nuevas narrativas que parecen contraponerse a la forma cómo nos vemos a nosotros mismos. Las características de la sicaresca son claramente distantes de las narrativas de la espera y la contemplación. Todo esto nos señala la pregunta por qué tanto se acerca o distancia el cine de la realidad social que está viviendo el espectador. Lo más interesante del texto de Pedro Adrián es lo que exponía Diana en términos de esa paradoja, la de la relación con el espectador, y de ese espectador con su propia realidad.
Diana: Danny dice que Pedro Adrián se salta la confesión del gusto. No me parece. Pedro Adrián dice muy claramente qué películas salvaría del fuego. Ahí hay un juicio, ahí hay compromiso crítico. No solamente se limita a exponer las películas. Cuando las califica de simplistas o sencillas obviamente hay un juicio de valor. Por ejemplo, en un momento él le da muy duro a Cabrera y a Gaviria. Dice: sí, está bien, ustedes hicieron el pasado. A Gaviria le dice que con Rodrigo D y La vendedora de Rosas muy bien, pero le reprocha Sumas y restas. Habla de una fórmula agotada.
Pablo: Está equivocado Pedro Adrián ahí.
Diana: Equivocado o no, ahí dice clarito su juicio. Ahí hay actividad crítica.
Danny: Dice que se agotó la fórmula.
Diana: Y te sumo algo que dice Pedro Adrián que me pareció muy interesante: hasta donde él hace el diagnóstico, habría una imposibilidad en el cine colombiano de, sin importar qué tema se esté tratando, hacer referencia a la realidad nacional, entendiendo la realidad nacional como todos los problemas que tenemos; es decir, una cosa que él dice es que una película no puede dejar de decir algo sobre la realidad, incluso un thriller como La historia del baúl rosado, de Libia Stella Gómez. Y, de alguna manera, con ecos en el presente, por más que esté uno hablando de algo de época. Va a hablar casi de una obligación, una presión ejercida sobre los cineastas. Ahí salto hacia dos temas que quisiera abrir a raíz de esto: es muy interesante que los tres textos hablan de televisión y, de alguna manera, de cómo la televisión y los formatos televisivos (no sé si en otros países se está teniendo esa discusión) invaden el cine. Esta invasión ha generado una serie de narrativas que se duplican.
Yo no sé si estoy haciendo un salto, pero la verdad es que el texto de Luisa Fernanda Ordoñez me hizo pensar en algo: yo, que tengo formación literaria, y realmente dicto clases de literatura colombiana, pienso en cómo en el arte en Colombia, arte plástico y literatura, uno ve la línea de ciertos temas de reflexión de una manera muy clara. Nunca había reparado con rigor en esa división tan pronunciada entre lo que deja pensar el cine y lo que se ve en literatura. Es justo esto de que casi todas las óperas primas, de muchos de los directores, se sientan obligadas, por ejemplo, a hablar de violencia. Pero después esa reflexión se pierde o no es tal. Como queriendo subrayar el hecho de que, aunque se esté hablando de otra cosa, se siente la obligación de hacer un guiño a esa realidad. Mientras que en la literatura en Colombia uno ve líneas más claras y menos atravesadas por otras fuerzas.
Pablo: ¿Diana, cuando decís “líneas más claras”, quiere decir que parece que el escritor colombiano novel tiene una libertad que el cineasta novel colombiano no tiene?
Andrea: Por supuesto.
Diana: No lo había pensado nunca, pero ahora, después de leer esto, pienso que sí hay más libertad en la literatura, y pienso que en la literatura, así como uno puede conformar una línea de escritores que tienen realidad nacional, hay otra fácilmente distinguible y con amplia circulación en la que no necesariamente pasan por ahí las preocupaciones temáticas. Me da esta sensación con el cine, y no sé si esto termina estando atado, otra vez, a esta influencia-invasión de la televisión; es decir, en los libros colombianos no tiene que haber necesariamente esas referencias todo el tiempo. A las películas se les pide que sí o sí hagan referencia a alguna variable de la realidad y miren la corrupción, y hacer de eso todo un sistema de códigos y lecturas. O, si no es eso, el sistema de lectura aparece ahora determinado por la televisión. La referencia a los estereotipos regionales que se han creado desde la televisión empieza a volverse obligatoria, como un secreto a voces. Porque no ha sido solamente la televisión la responsable de esa expansión de los estereotipos. En el cine, en clave de comedia, se han perpetuado cómodamente. Hay en el cine algo, como una tensión, que, en definitiva, no se ve en los procesos de la literatura ni las artes plásticas.
Pablo: Aunque, por ejemplo, Luisa Fernanda Ordoñez no hace sino quejarse de que no hay un cineasta que se haya comprometido con la realidad. Ella pone el ejemplo de las artes plásticas pero es una idea que se le cae muy fácil porque hay muchos cineastas que han hecho de su obra solamente compromiso con tratar de hurgar la realidad nacional.
Alejandra: Yo no creo que esa sea la cuestión, el dedo sobre la llaga ella no lo pone ahí precisamente, incluso cuando hace referencia al texto de Pedro Adrián hablando de La Sirga, se refiere más bien a un cine de ficción que no ha pensado en la potencia de las imágenes para la construcción de memoria histórica; creo que ese es el tema más importante. Ahora, lo hace solamente desde la ficción, que me parece un poco… bueno. Uno debería hablar del cine en términos generales pensando en la memoria histórica de un país. Esta disyunción es un debate interesante: la gente se ha acercado más al recuerdo o a la memoria de lo que nos ha pasado a partir de lo que ve en el cine de ficción y no tanto de lo que ve en el cine documental. Creo que eso tiene que ver con la relación a la que ha apuntado Diana antes con la televisión y que creo puede ser el centro de todo esto: ¿cuál es la potencia de las imágenes -en general- para la construcción de memoria histórica? Tener una mirada más detallista sobre lo que se está contando tanto en el cine como en la televisión y en cómo esas imágenes producen ciertos diagnósticos de nuestra realidad.
Andrea: Tengo respuestas inmediatas a los argumentos de Diana y Alejandra. Respecto al argumento de Diana: me parece que es clarísimo en cómo se diferencia la creación literaria a la creación cinematográfica en Colombia; yo creo que depende sobre todo del sistema de producción; es decir, para hacer una película hay demasiada gente involucrada y tiene que haber plata desde el comienzo, básicamente, y ¿quién pone la plata? Ahí volvemos, en términos generales una parte del dinero viene del FDC pero otra parte viene, justamente como estaban acotando ustedes, de la televisión; el principal productor de cine en Colombia, como suele suceder en la mayoría de países occidentales, es la televisión, las productoras de televisión son las que ponen plata para hacer las películas que tienen un nivel de producción más o menos grande. Respecto al tema del por qué hablar de la ficción y no del documental: es que se asume claramente que el documental habla de la realidad, el documental alude directa e inmediatamente a la realidad, por supuesto el cine de ficción también lo hace, pero no es tan obvio. En efecto, desde la teoría cinematográfica, cuando se habla de la relación cine-realidad, se habla mucho más, precisamente, del cine argumental porque es el que puede crear nuevas realidades, mientras que, en principio, lo que hace el documental es documentar la realidad. Entonces, partiendo de esas dos cosas, me parece que hay algo que no se ha dicho y es fundamental: justamente el texto de Luisa Fernanda Ordoñez tiene un corpus clarísimo, en el que sólo se mencionan algunas películas porque son ciertas películas las que sirven para ejemplificar lo que se va a decir. En el caso de Pedro Adrián, el corpus tiene que ver con una muestra cinematográfica; es decir, está acotado por una circunstancia externa, que no tiene que ver con el género o con el tema, nada específico, sino cuáles son las películas que se van a mostrar en determinada situación. En ese sentido, Oswaldo Osorio, al hablar de dos décadas, es el que tiene el espectro más amplio; es decir, en principio él va a hablar de todas las películas hechas en estas dos décadas, que son como doscientos cincuenta. Es mucho. Obviamente no menciona las doscientas cincuenta. Entonces a qué viene todo esto con respecto al desplazamiento del tema en las películas: ¿Si contáramos las doscientas cincuenta películas podríamos habilitar unas líneas claras, ideológicas, de relación con la realidad, de género, de estilo, de estética, etc? Claramente no.
En el siglo XX el cine colombiano tenía dos o tres vertientes, y tenía esas vertientes porque si se hacían diez películas en una década, pues eran absolutamente fáciles de clasificar cuando tenemos doscientas cincuenta películas en una década se complica. Primero: dudo que alguien se las haya visto todas; segundo: ¿qué es lo que ha pasado con el cine colombiano a partir de la Ley de Cine? Y eso también es lo que tiene que ver con nuestra discusión respecto a los tres textos, es que en el momento que empieza a haber plata para hacer cine, estímulos para hacer cine, justamente cuando a la televisión le interesa empezar a producir cine lo que hay es, entonces, por lo pronto, una búsqueda, pero una búsqueda con palos de ciego, es decir, hay películas de todo tipo; las películas que estamos trayendo a colación son ciertas películas, estamos hablando solamente de películas que han pasado por festivales de cine importantes. Hay un montón de películas, y aquí entra el concepto de Pablo de “películas secretas”: hay un montón de películas secretas en la historia del cine colombiano de este siglo, películas que no llegaron a festivales, que no son absolutamente comerciales y que uno no sabe ni qué son ni para dónde van. Me parece que también es importante, cuando miramos los textos, fijarnos también en el corpus determinado de cada texto; es decir, no están hablando del cine colombiano, están hablando de unas películas de determinados momentos, eso es básicamente algo que me parece importante para seguir acotando la discusión.
Andrés: Yo voy a decir unas cosas con todos los apuntes que han lanzado. Ante todo hay que tener muy en cuenta los medios de producción de cada realizador; porque eso va a generar un panorama de cómo se va a enunciar políticamente la propuesta y la repercusión que va a tener. Si es un subsidio estatal o una coproducción extranjera, en ese caso la película se irá moldeando a la semejanza de algo previo, las dinámicas del potencial inversor, como un bazar de variedades. No es como el caso de la escritura, que permite una búsqueda íntima de ejecución más inmediata; el cine en sí es una quimera de tecnología, de dinero, arte…; ahí comienzan a moverse muchas aristas. Es en ese sentido que me parece muy interesante empezar a preguntarnos, también, a partir de la Ley del 2003, cómo Proimagenes y las convocatorias anuales han permitido la variabilidad del medio de producción y cómo eso, como bien señala Pedro Adrián, origina una periferia de la propuesta. Yo pienso que, en cuanto a la delimitación que hace Luisa Fernanda, todo es una construcción; siempre que se enciende una cámara hay una puesta en escena, una manipulación, unas decisiones estéticas, éticas y morales, ya sea para Ciro y yo, Amazona o para Los viajes del viento. Entre las inquietudes que me generaron las lecturas de los tres textos, una de ellas es la representación de la violencia en sí, porque Luisa Fernanda dice que La Sirga funciona pero, al mismo tiempo, le parece que tiene un nicho de distribución muy concreto, una pretensión clara de venderse en el exterior y “exotizarse” en su abordaje formal. Al final, advierte un tratamiento muy persuasivo que puede hacer que la imagen cinematográfica se anestesie, y cita a Susan Sontag. Creo que la violencia no es necesariamente una representación de cómo vestir a una víctima y cómo a un victimario. Más bien se trata de todo lo contrario – y en el caso de La Sirga es muy evidente–: cómo hacer que estos gestos cotidianos, del entorno de la protagonista y la experiencia temporal de un conflicto sutilmente enunciado permitan entrever la senda de un cine político muy comprometido.
Quiero poner en crisis esa definición de “cine nacional”, de si estamos haciendo cine “real” del país; a mí me genera desconfianza y extrañeza, porque muchos realizadores crean sus historias en la periferia, algunos como forasteros, van al Pacífico o al Bajo Cauca, seleccionan actores naturales, improvisan unas situaciones y buscan algo muy influenciado, digamos, por una nueva ola de cine latinoamericano, hay una tendencia evidente en el cine latinoamericano por el realismo social, pero yo también creo que al trabajar con la realidad inmediata se hallan muchos matices. Es muy complejo decir: ¿Cómo filmamos lo que es real? Volvemos a lo que dice Luisa Fernanda sobre la demanda del director que sí haga el verdadero cine argumental sobre conflicto armado. Yo no me lo imagino; yo creo que lo que dice Alejandra es cierto, hay un montón de potencialidades en la mirada desde el material de archivo. No diría que el argumental no hizo la tarea y el documental sí la hizo. Yo creo que para problematizar los tres textos hay que decir ¿qué es el cine colombiano? Por otra parte, yo sí considero que hay política en todo, en la elección de un encuadre, en el fuera de campo, en el uso de una determinada óptica; no necesariamente decir: voy a hacer cine sobre el paramilitarismo, implica la entrada al cine político; hasta en un retrato urbano hay multiplicidad de fuerzas en pugna para hablar de política y de sociedad. Entonces, más que decir que a partir del 2003 se disparó la producción de cine, me parece más interesante preguntarnos: ¿qué es lo que está pasando con esa producción desaforada?, sobre todo en estos tiempos donde los equipos de producción, supongo, comenzarán a reducirse, donde se gestan procesos de descentralización y decolonialismo, y se comienza a quitar esa tendencia de que los que realizan el cine son los que se formaron en Europa. Estamos a la espera de lo que va pasar ahora con los movimientos de cine indigenista. Digo esto para poner en crisis lo que decía del “cine nacional”; es un término problemático. Lo último, es volver a decir que en películas como La sirga y La tierra y la sombra hay una gran carga de conflicto. Evidentemente le diría a Luisa Fernanda que existen estas propuestas, como también otras: la obra de Camilo Restrepo, por ejemplo, que con el material de archivo hace una militancia transgresora muy importante. Todo ese abanico de posibilidades tiene que habitar el mismo ecosistema; no existe una manera inequívoca de narrar el conflicto colombiano en el cine.
Diana: Esa discusión se tuvo, en el siglo pasado, en la literatura. La enfrentó, por ejemplo, Borges cuando le decían que su literatura no era una literatura argentina, que lo que hacía parecía más europeo. Borges contestó el reproche muy bien en su momento en el ensayo “El escritor argentino y la tradición”, que, como todo lo que escribe Borges, es un ensayo muy corto, en donde él de una manera muy rápida va decir: Qué es esta ridiculez. ¿cómo así que hay UNA manera de ser un escritor argentino? Si yo soy un escritor, mi tradición es todo lo que se haya escrito. Lo traigo a colación porque todavía se escucha mucho la duda sobre si una película parece una película colombiana o una no colombiana. En algún momento debe superarse esa discusión.
Andrés: Claro, se puede caer en el estereotipo de que el latinoamericano es dicharachero y que se mantiene diciendo groserías, borracho… no sé, es complejo.
Diana: Es que por qué hay esa necesidad de definir el cine nacional, que yo la siento enorme. Esa necesidad no está en literatura, por ejemplo: Nadie dice “vamos a definir la literatura colombiana: es el realismo mágico”, y no, te van a decir muy rápidamente que no.
Andrea: Yo creo que si habláramos de UN cine colombiano, sería el que hacen Dago, Trompetero, Fernando Ayllón, etc., porque es el cine de la colombianidad, hecho por colombiano raso para colombiano raso, sin la menor intención de extranjerizarse, y en ese sentido eso podríamos considerar que es EL cine colombiano, así, en mayúsculas. Pero efectivamente hablar de cine colombiano metiendo en un mismo paquete a Víctor Gaviria, a Óscar Ruiz Navia, a Dago, a Laura Mora, a Lina Rodríguez, pues ¿qué tienen en común estos que estamos nombrando? ¿Qué tienen en común las películas de ellos para que pudiéramos hablar de UN cine colombiano?
Danny: Creo que la problemática siempre ha existido en torno a ese asunto de haber convertido al cine colombiano, inconscientemente tal vez, en un género. Eso es un problema; pero los tres artículos no tienen esa pretensión por definir qué es el cine colombiano, sino de cuáles son esas líneas que han tomado las películas colombianas, qué caminos han tomado y cuáles tienden a generalizarse o a ser más habituales en las producciones. Aparece otra vez el tema de ese compromiso, de esa agenda de la que habla Pedro Adrián Zuluaga en su artículo. ¿Por qué tiende a haber una agenda más comprometida con la realidad? El hecho de que los directores tiendan a escoger esas temáticas, ¿se deberá a qué?, ¿a las exigencias que tiene el FDC, por ejemplo?, ¿a los festivales?, ¿los festivales dan prelación a ese tipo de temáticas? Si usted tiene una temática más inclinada a una denuncia social, a retratar el conflicto, a criticar la inequidad, ¿usted tiene más probabilidades de obtener un estímulo del fondo, por ejemplo, o de participar en un festival?
Alejandra: Estoy de acuerdo en que puede resultar desacertado hablar del cine nacional como un género; en ese caso quizás deberíamos hablar también de cine regional, de cine local, cine de barrio, cine comunitario. Debería reflexionarse respecto a esas asignaciones que damos al cine, pues más que generar una idea unificadora de lo que sería el cine en Colombia nos devuelven al lugar por el que empezó la Ley de Cine: el hecho de que en realidad vivimos una multiculturalidad. Si tuviéramos en cuenta todo el marco de esas producciones, volveríamos a lo que señalaba Andrea, y es que es imposible encontrar unas líneas específicas de lo que sería el cine nacional.
Andrea: Yo quiero hacer una acotación a lo que dije antes, cuando dije cuál podría ser el cine nacional, el “cine colombiano”, precisamente ese es porque tiene relación con la televisión colombiana, y sí podemos hablar de cómo es la televisión colombiana, y es el cine que se hace de la misma forma que la televisión, con el mismo tipo de narrativas, con el mismo tipo de humor, con los mismos actores, y claramente con la misma plata, porque esas son las películas producidas también por la televisión colombiana; entonces, en ese sentido, tiene que ver con el sistema de producción. El resto de películas son el tipo de películas que se pueden hacer con los estímulos que se consiguen tanto del FDC como del Distrito, como de los festivales, como de otros países. Efectivamente también responden a ciertas cosas, mientras que las películas (entre comillísimas) “hechas con las uñas”, y aquí estoy pensando por ejemplo en esta película de David Bohórquez, la primera que hizo con su propia plata, con sus amigos, que fue, entre comillas, exitosa, exitosa en internet, la hizo como con 22 o 23 años, y ya ha hecho varias películas, que fue a Cartagena… Es una de suspenso… Demental (2014). La típica trama de muchachos encerrados en una casa y se van muriendo uno a uno… En fin, esas películas que se hacen sin coproducción, es decir, sin apoyo del Gobierno, ni de festivales, sin la plata de la televisión, realmente es a esas películas a las que me refería yo como “palos de ciego”, las que hacen lo que creen que va a gustar y no tienen que rendirle cuentas a nadie…
Y otra cosa que había dicho mal es que claramente no son 250 películas en dos décadas, eso fue en una década, van como cuatrocientos y pico en estas dos décadas. Y de esas cuatrocientas y pico, nosotros, que nos interesa el cine nacional, nos hemos visto entre 100 y 200, perfectamente hemos podido ver un montón, digamos que 100, y hemos oído hablar de otras 100 o 150, pero siguen quedando otras 150 que no sabemos que existen. Y esos son los “palos de ciego” a los que no vamos a llegar fácilmente.
Sebastián: volviendo a la discusión que tuvimos hace un rato sobre Pedro Adrián y eso que él identifica como las características fundamentales que describen estas dos décadas de cine, creo que los tres textos intentan responder de alguna manera esa pregunta, nuevamente. ¿Qué fue lo que pasó?, ¿cuáles fueron los cambios?, ¿desde qué punto de vista enfocar la modificación? Eso se superpone a la discusión acerca de ¿cuál es el cine nacional?, ¿cuál es el verdadero cine colombiano?, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cine colombiano? Hay una carencia, una ausencia que a mí me parece muy preocupante, no solamente en los textos que nos sirven a nosotros para fundamentar el diagnóstico, sino también en nuestras propias posiciones, y es que no hay una pregunta por la cinematografía, no hay una pregunta por qué sería el cine o cuál sería el cine deseado. Yo creo que, en alguna medida, Luisa Fernanda Ordoñez intenta ir en esa dirección, pero yo creo que la respuesta o al menos el enfoque de ella es sumamente insatisfactorio. Ella apenas apunta a que el cine esperado es sólo aquel cine que puede reconstruir la violencia y yo creo que esa es una respuesta muy limitada. Es decir, las preguntas acerca de la forma del cine, los conceptos en el cine, las escuelas en el cine, si en Colombia hay o no escuelas –a pesar de que hay una buena producción cinematográfica en estas dos décadas–. Creo que sería interesante preguntar si ya hay directores que hayan constituido un tipo de voz (algo que intentamos hacer en el trabajo de Cero en Conducta, “Hojas de ruta: hacia la construcción de obra cinematográfica”: https://cartografia.revistaceroenconducta.com/wp/cartografia/). Creo que la pregunta importante es solamente cómo se encadenan todas esas producciones con toda la estructura productiva y la estructura de fomento cinematográfico en el país. Me parece dolorosa la ausencia de una pregunta por qué sería el (buen) cine y que ni siquiera entre directores exista esta discusión, esa falta de vitalidad –uno podría decirlo– escolástica del mundo del cine nacional y que, en cambio, sí aparezca todo el tiempo una lógica de supervivencia dramática en la que nos hemos enfrascado un poco. Yo sentí esa ausencia en los tres textos; me extrañó muchísimo en el de Pedro Adrián Zuluaga, aunque hay un par de indicaciones, sobre todo cuando habla de Sumas y restas y señala que ahí se agota el cánon, lo cual –estoy de acuerdo con Pablo– es completamente errado. Hay una limitación en el análisis de esa película que justamente lo que podría hacer, de cara a lo que estoy preguntando, es construir o reconstruir conceptos, discusiones que nos ayudarían a hacer un diagnóstico un poquito más sustancial de las dos décadas. No solamente algo tan descriptivo. En el fondo de nuestras descripciones, o de nuestras recapitulaciones, también tendríamos que “tensionar la cuerda” intentando preguntarnos por cuál es el cine que se desea o cuál es el cine que se espera o el que el país se merece. La pregunta se puede enfocar desde muy diversas perspectivas.
Digo que la pregunta de Luisa Fernanda Ordoñez me parece limitada porque, nuevamente, se corresponde mucho con el ambiente político e histórico del país. Necesariamente hay que dar una respuesta al problema de la violencia, al problema de la memoria histórica y a la reconstrucción de la verdad –y no sé si eso se hace simplemente hablando de violencia–; o sea, podemos sacar una saga tipo Rambo tratando de reconstruir las grandes batallas en el campo colombiano y eso sería hablar de la violencia, tematizarla, y no estaríamos haciendo mucho de cara a construir el cine o la dimensión cultural que creo necesita el país. Yo sigo que la pregunta debería ir un poco más al fondo así nos tachen quizás de esnobistas. No sé cómo.
Alejandra: Entiendo cuando dices que la respuesta de Luisa Fernanda es un poco limitada. Sin embargo, creo que ella empieza a hacer una búsqueda –aunque no la despliega– en términos de la discusión de la forma del cine en relación con el tema de la violencia. Cuando empieza a hablar de La sirga su discusión está dirigida hacia ese tema. Incluso su argumentación viene desde antes, cuando habla, por ejemplo, de cuál es el tipo de cine sobre la violencia que se ha hecho a nivel institucional en contraste con un cine más comercial o con mayor distribución. Hacia el final del texto va entonces a sugerir una búsqueda más profunda, más contundente, de una forma del cine que pueda llegar a permear realmente y producir una mirada más amplia dentro del espectro de espectadores. Siento que ahí está tratando de hacerse la pregunta por el cómo, por cuál sería esa forma del cine que nos llevaría a ampliar el diálogo sobre lo que nos ha pasado, sobre los temas de la realidad social, sobre la violencia específicamente. Pero no llega a una respuesta.
Yo personalmente pienso que la búsqueda es importante, pero difusa. Es muy difícil pensar en un cierto tipo de película o en una forma del cine que pueda llegar a la mayoría de espectadores; pero sí sería muy interesante intentar hallar puntos de encuentro entre distintos espectadores: los de Dago García, los de Ciro Guerra, los de William Vega, los del cine documental en general, etc. Estas grandes narrativas que mencionan Oswaldo Osorio y Pedro Adrián Zuluaga tienen ciertos espectadores. Valdría la pena tratar de poner en diálogo unos espectadores con otros en relación al tema de la violencia y la forma como ha aparecido en esas apuestas cinematográficas. No sé si pueda llegar a un cómo único en el cine para poder balancear el diálogo, no sé si lo importante resida en hallar ese único cómo. Pero entonces sí se está pensando también en la forma del cine, en el lenguaje audiovisual y en cómo éste incide o no en la amplitud del diálogo.
Pablo: lo que es claro en la terna es que el texto de Luisa Fernanda Ordoñez parece ser el más crítico en tanto –como decía Sebastián– un deseo del crítico debe ser una petición, pedirle al cine cosas. Ella le está pidiendo cosas al cine, Pedro Adrián Zuluaga no le pide nada y Oswaldo Osorio tampoco. Entonces la pregunta sería, ¿cuál es el cine que queremos?
Sebastián: Sí, Alejandra, Luisa Fernanda Ordoñez sí está reclamando algo que creo que tendría que ser más radical, no solamente que convoque a la producción cinematográfica, sino que casi tendría que ser un proyecto de país. ¿Cómo, por ejemplo, se construye la sensibilidad del espectador? Eso necesitaría pensar la producción cinematográfica, los temas que se tocan, pero sobre todo se tendría que tener una especie de unanimidad política acerca de todo lo que ha sucedido. Yo creo que eso no existe y, en esa medida, tratar el cine como una sección aparte en medio de ese fango de debate político en el que todavía no hemos decidido realmente cuál es la verdad histórica, sería difícil. En cualquier caso, si eso fuera posible, creo que no se trataría tanto de la construcción de enlaces entre distintos gustos o espectros de la sensibilidad nacional, etc., sino más bien al nivel de la producción: quién es el que produce y quién es el que cuenta la historia. Si hay algo limitante y característico de las historias de violencia en las últimas dos décadas en el cine colombiano, es el hecho de que el director se ha adjudicado la tarea y la responsabilidad de narrar el conflicto y creo que el papel de la víctima o el papel del plebeyo que ha sufrido el conflicto está absolutamente excluido del espacio de la producción. Mientras el cine siga siendo esa pequeña esfera, completamente aparte de las estructuras del país, creo que seguiremos construyendo espacios de divertimento y de ejercicios intelectuales como los que nosotros hacemos, pero no será realmente un espacio de transformación social. La violencia nos importa no por sus historias, sino por quienes la han padecido y creo que serían ellos, en primer lugar, quienes estarían llamados a tener una presencia central en lo que fuera el verdadero nuevo cine colombiano. No lo veo todavía.
Alejandra: Yo sí creo, como decía Andrés antes –y con lo cual estoy de acuerdo completamente–, que el cine en sí mismo es un acto político; todas las decisiones cinematográficas que se toman influyen no solamente en la forma cómo las personas recordarán sino en cómo piensan su propia realidad; las imágenes también pueden producir la realidad, no únicamente recordarla, y en ese sentido pienso que los directores y directoras tienen una responsabilidad social, ética con lo que están mostrando y con la historia y con la memoria que construyen, que no son lo mismo.
Sebastián: Estoy de acuerdo con que todo cine es político: la actividad cinematográfica tiene que tener una cierta responsabilidad con las preguntas políticas del país. Ahora, la respuesta de Luisa Fernanda Ordóñez erra: no se trata de que haya más cine sobre el conflicto, sobre la violencia. No va solo de allí. Cuando se empieza a exigir eso empezamos a tener nuestras listas de Schindler colombianas, como la película Violencia, por ejemplo. Tematizaciones clichés del conflicto y de la violencia. Yo quisiera “rescatar” la figura de Franco Lolli, un autor de esta década singular y absolutamente significativo que ha pensado la violencia justamente a partir de sus matices menos evidentes. Ahí hay un camino que se puede explorar absolutamente en el país: el de las violencias no evidentes, menos sintomáticas. En alguna medida, nuestra sensibilidad está un poco traumatizada por la expresiones más evidentes de la violencia; en esa medida, casi que tenemos relación de goce con las imágenes de la violencia: eso es lo que habría que superar o sublimar, justamente a partir de tratamientos más sutiles, inteligentes, tales como los que percibo en Lolli, que creo que tiene un gran futuro.
Andrea: La lista de Schindler colombiana… Yo no me acuerdo de Violencia entonces… me la tengo que volver a ver.
Sebastián: La lista de Schindler colombianas pueden ser otras cosas, sí. Como las películas de este señor... ¿Cómo es que se llama? Hizo una película sobre el ejército.
Alejandra: Orlando Pardo
Sebastián: Sí, por ejemplo eso.
Alejandra: Esa tiene más espectadores que…
Pablo: Que Franco Lolli.
Alejandra: Las estadísticas de Osorio no la mencionan, pero fue una de las películas que más se vio en marzo del 2019, después de Avengers.
Andrés: Y con una campaña mediática apabullante… La movieron mucho.
Pablo: Ese problema lo trata de enfrentar Pedro Adrián. ¿Quién fue a ver esa película? ¿Los críticos? ¿La masa reaccionaria que bautiza Zuluaga?
Sebastián: Que uno sea crítico no quiere decir que uno no sea reaccionario, ni que uno vea películas como esa quiere decir que uno sea reaccionario.
Andrés: Pedro Adrián lo que dijo fue algo así como que la ideología del autor y la ideología de la audiencia no se cruzaban. Algo así. Que la audiencia eran los borregos de Uribe y los realizadores eran los progresistas.
Danny: Es la típica división que vivimos todos.
Alejandra: Por eso me parece interesante el texto de Luisa.
Andrea: Sí, lo dice directamente.
Alejandra: ¿Cómo es que una película como Alma de héroe con todos los clichés del mundo, que es súper evidente en su exposición polarizante y por lo mismo cega, tiene esa cantidad de espectadores y pasa desapercibida para la crítica?
Danny: Películas que como esa, como Alma de héroe, se utilicen para escribir la historia... Que cojan esa película y digan que así eran las cosas. Grave.
Andrés: Es que ese es el rollo de Monos y Landes. Landes dice “Esto no es sobre el conflicto armado en Colombia”. Es una película bélica con estándares estéticos de industria norteamericana y me la sollé. Porque todo el mundo estaba encima de él preguntándose que cómo era que hablaba así y que no sé qué. Ahí está el debate también con Monos.
Alejandra: Sí, a la película la tildaron de antiinsurgente.
Pablo: O de inofensiva. Creo que es todo lo contrario.
Danny: Esa tendencia es la que yo también veo en esas otras películas, en El vuelco del cangrejo, La Sirga, en Sal, incluso en la misma Monos, aunque ahí sí hay una violencia más evidente, pero tampoco está enfocada en un contexto específico. Incluso La tierra y la sombra, que es un conflicto distinto. Ahí estamos encontrando una tendencia que es no revelar los contextos claramente, pero sí mostrar cómo esos pequeños rezagos o ruinas que deja la violencia en otros sectores, que crea otro tipo de reacciones, de interacciones y otro tipo de problemáticas, que hace, a la vez, más universal al cine colombiano.
Diana: El cine está también ahí para examinar o acercarse a la condición humana y a lo que tiene de universal, no solamente a aquella atravesada por nuestros factores específicos. Precisamente pensaba en el cine de Franco Lolli, donde, desde lo político y lo colombiano, se dibujan una cantidad de tensiones y de cosas. Todo un entramado de universalidades y asuntos propios de la condición humana. Sumaría Anna, esa ópera prima de Jacques Toulemonde: acercamiento a la salud mental desde un lado de verdad no estigmatizante más road movie por Colombia, donde la violencia no está atravesada. Son otras maneras de abordar. O, también, Días extraños, de Juan Sebastián Quebrada, que ni siquiera sucede en Colombia y donde, sin embargo, podemos vernos reflejados. Pablo preguntaba por qué cine abogaríamos: yo diría que porque haya de todo.
Pablo: Es usual que siempre que nos permitimos estas ideas de un posible cine ideal aparezca, con una velocidad y un asombro inauditos, una película que sea excepción y quiebre el pedido en dos, tres, cuatro, en pedacitos. Una película que pone en crisis todo lo que acaban de decir, que es la segunda obra maestra de la década, es La mujer del animal. Eso es una película que derrumba todas esas posibilidades de certeza.
Andrea: Justamente esas son las películas que los críticos esperamos.
Andrés: Yo no sería capaz de hacer estas especies de concilios de rigor, casi estalinistas, de parametrizar el cine y de hacer unos chuleos estéticos y formales. De todas formas, sí me parece muy interesante lo que dice Sebastián sobre cierta pedagogía de las herramientas del quehacer, de la mirada y de la imagen. La imagen violenta, la que sangra, esa imagen del conflicto ya está tan supeditada y se ha anestesiado tanto que la hemos asimilado casi como paisaje, entonces es ahí cuando citamos a gente como Lolli, Vladimir Durán o el otro camino que puede ser también el de Chris Gude o lo que hace Felipe Guerrero con Mutokino: el paisaje y la corporalidad. Ahí hay una manera en que la violencia se ejerce y el cine es la plataforma indicada para que esos elementos nos den cuenta de esa violencia sin llegar hasta esa manera de consumo frenético de imágenes dolorosas; por la inmediatez de un celular ya vemos cuando a alguien le dan un tiro. Yo veo en el cine un laboratorio que tiene que ser transgresor con todo, sobre todo con la percepción del tiempo. Ya el consumo volátil del tiempo está en Netflix, en la televisión. Cuando se mete uno en una sala de una cinemateca o en una instalación de un museo, ese espacio tiene que ser transgresor, ya uno no puede ir a una sala de cine a meramente distraerse, porque ya hay un montón de elementos y de espacios propicios para eso, a mí sí me gustaría ver que el cine (porque ya se va a marginalizar a medida que proliferen las pantallas y el consumo), el acto religioso de encerrarse en una sala, tenga que concentrarse en esa búsqueda con el espectador hacia una confrontación: no desde el amarillismo sino desde la sutileza, desde la poesía, la literatura, la sociología... me parece que eso se va a profundizar a medida que cambien también los métodos de producción por la crisis del sector cultural; habrá propuestas más libres, quién sabe, eso es incierto. Me parece interesante hacer esa pedagogía, primero de la mirada y de las herramientas y de lo que hacemos con eso, porque hay un montón de elementos en pugna: colocamos a unas personas frente a una cámara y ahí también hay unas responsabilidades.
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