Hay historias que recurren al cine para darse a conocer, pero también hay cine que recurre a historias para poder explayarse con libertad propia. Este último bien podría ser el caso de La favorita (The Favourite, 2018), del realizador griego Yorgos Lanthimos, que parece haber tomado un episodio de la vida de Ana de Gran Bretaña, no con la intención de hacerle un sentido homenaje o desvelar secretos de la época, sino para justificar el uso de sus técnicas preferidas, su estilo y su sentido del arte, en un contexto rico y extravagante como lo habrán sido los escenarios monárquicos de inicios del Siglo XVIII en Inglaterra.
Lanthimos relata los momentos concluyentes del reinado de Ana Estuardo (1707-1714), última de esta dinastía, y no deja de lado su enfermedad, su locura; y la enfermiza relación con dos mujeres que compiten por recibir su atención y beber de las mieles de su poder son el centro del film, al tiempo que recrea el entorno de una Inglaterra en conflicto bélico con Francia, más las maquinaciones políticas del parlamento inglés; una historia no muy diferente a aquellas en las que las conspiraciones, las intrigas y la lucha por el poder son protagonistas. El mérito de la obra reside entonces en el arsenal enfilado por Lanthimos para deformar dicha historia y encaminar al espectador a sentir los escenarios y la puesta en escena (gracias al cuidado diseño de producción), así como a disfrutar los recursos cinematográficos a los que recurre el realizador, más que a concentrarse en el argumento mismo.
La cámara es el recurso más sobresaliente: su dinamismo hace evidente su presencia y participación constante en la narración; sus abruptos movimientos arrastran al espectador, lo llevan de uno a otro lado, lo obligan a mirar y a internarse en los escenarios; pero también otorga momentos de reposo con encuadres grandilocuentes, colmados de simetría y detalles. Recurre, además, a lentes angulares y a la profundidad de campo para alejar al espectador del punto de atención y dejarlo recorrer a su antojo los pasillos de la escenografía y su esmerada composición. También resaltan los inesperados y azarosos ojos de pez; operan estos quizá como una metáfora de la intención del realizador de deformar la realidad o, sencillamente, buscan reafirmar la omnipresencia de la cámara, enfatizar en que allí está ella, siempre, registrando y tragando la imagen con su libre albedrío, mascullándola y regurgitándola como le plazca. Nos recuerda Lanthimos que en el cine la cámara no siempre debe ser invisible.
Dentro del capricho del lente, los personajes también encuentran la libertad de ser, de moverse con vanidad sobre los amplios espacios y dejar salir de forma natural su carácter: la locura, la arrogancia y hasta el humor, distribuido en dosis certeras a lo largo del relato. De ese modo, los personajes se convierten en los pilares que sostienen la historia y que van, como si se tratara de una barca, sorteando con seguridad la sinuosidad de la imagen; de ahí que hayan sido tan sobresalientes y aclamadas las actuaciones de Olivia Colman (la reina Ana), Rachel Weisz (Sarah Churchill) y Emma Stone (Abigail Masham).
Todo lo anterior se hace notorio desde los primeros actos de la obra, que es cuando entendemos con dificultad y sospecha cuál será el talante del resto. Tal actitud alcanza una mayor justificación en la mitad, cuando nos sentimos más familiarizados con los espacios y nuestros ojos se han acomodado a la luz mortecina de los interiores nocturnos. Nos sumergimos entonces en el vértigo de la trama, ya con la certeza de estar enfrentándonos a la relación caótica entre tres mujeres, más el trasfondo de un reino con un pueblo mudo y un parlamento instigador, que saca ventaja de la fragilidad de la reina y el poder que sobre ella ejercen sus dos consejeras.
Este entramado tiene además algunas hebras sueltas, situaciones que pretenden enriquecer el contexto histórico, como la recreación de los grotescos pasatiempos de los miembros de la corte. Son ellos, desde mi punto de vista, retazos que no le suman ni le restan valor al relato, ni evidencian las costumbres de una época; son más bien catálisis con la función de plasmar lo que reside en la mente del realizador con respecto a la historia, su impronta, las pinceladas que nos recuerdan que allí está él, Lanthimos. Y, aunque sean pocos estos momentos de vanidad, la película recurre a uno de ellos para cerrarse: una escena agobiante que acaso genera estupefacción en unos y desencanto en otros.
Aunque el film esté basado en una historia real, pareciera que su devenir dependiera de los recursos empleados por el realizador. No es importante para él lo que haya acaecido tres siglos atrás en las galerías palaciegas del reino de Ana de Gran Bretaña, sino cómo ello puede acomodarse al lente de su cámara; pero aquella es también la función del cineasta, sobre todo de los más intrépidos: distorsionar la realidad en función del arte mismo.
Sin duda, la incipiente obra de Yorgos Lanthimos le ha generado tanto seguidores como detractores, con La favorita parece haber ganado más de los primeros. No me es claro aún si esta película está a la altura de las anteriores (habrá que hacer un repaso), pero sí es evidente que con ella suavizó su estilo (exceptuando contados trazos) para satisfacer, tal vez, gustos más “sofisticados”.
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LA DEFORMACIÓN DE LA HISTORIA
La favorita, de Yorgos Lanthimos (2018)
Hay historias que recurren al cine para darse a conocer, pero también hay cine que recurre a historias para poder explayarse con libertad propia. Este último bien podría ser el caso de La favorita (The Favourite, 2018), del realizador griego Yorgos Lanthimos, que parece haber tomado un episodio de la vida de Ana de Gran Bretaña, no con la intención de hacerle un sentido homenaje o desvelar secretos de la época, sino para justificar el uso de sus técnicas preferidas, su estilo y su sentido del arte, en un contexto rico y extravagante como lo habrán sido los escenarios monárquicos de inicios del Siglo XVIII en Inglaterra.
Lanthimos relata los momentos concluyentes del reinado de Ana Estuardo (1707-1714), última de esta dinastía, y no deja de lado su enfermedad, su locura; y la enfermiza relación con dos mujeres que compiten por recibir su atención y beber de las mieles de su poder son el centro del film, al tiempo que recrea el entorno de una Inglaterra en conflicto bélico con Francia, más las maquinaciones políticas del parlamento inglés; una historia no muy diferente a aquellas en las que las conspiraciones, las intrigas y la lucha por el poder son protagonistas. El mérito de la obra reside entonces en el arsenal enfilado por Lanthimos para deformar dicha historia y encaminar al espectador a sentir los escenarios y la puesta en escena (gracias al cuidado diseño de producción), así como a disfrutar los recursos cinematográficos a los que recurre el realizador, más que a concentrarse en el argumento mismo.
La cámara es el recurso más sobresaliente: su dinamismo hace evidente su presencia y participación constante en la narración; sus abruptos movimientos arrastran al espectador, lo llevan de uno a otro lado, lo obligan a mirar y a internarse en los escenarios; pero también otorga momentos de reposo con encuadres grandilocuentes, colmados de simetría y detalles. Recurre, además, a lentes angulares y a la profundidad de campo para alejar al espectador del punto de atención y dejarlo recorrer a su antojo los pasillos de la escenografía y su esmerada composición. También resaltan los inesperados y azarosos ojos de pez; operan estos quizá como una metáfora de la intención del realizador de deformar la realidad o, sencillamente, buscan reafirmar la omnipresencia de la cámara, enfatizar en que allí está ella, siempre, registrando y tragando la imagen con su libre albedrío, mascullándola y regurgitándola como le plazca. Nos recuerda Lanthimos que en el cine la cámara no siempre debe ser invisible.
Dentro del capricho del lente, los personajes también encuentran la libertad de ser, de moverse con vanidad sobre los amplios espacios y dejar salir de forma natural su carácter: la locura, la arrogancia y hasta el humor, distribuido en dosis certeras a lo largo del relato. De ese modo, los personajes se convierten en los pilares que sostienen la historia y que van, como si se tratara de una barca, sorteando con seguridad la sinuosidad de la imagen; de ahí que hayan sido tan sobresalientes y aclamadas las actuaciones de Olivia Colman (la reina Ana), Rachel Weisz (Sarah Churchill) y Emma Stone (Abigail Masham).
Todo lo anterior se hace notorio desde los primeros actos de la obra, que es cuando entendemos con dificultad y sospecha cuál será el talante del resto. Tal actitud alcanza una mayor justificación en la mitad, cuando nos sentimos más familiarizados con los espacios y nuestros ojos se han acomodado a la luz mortecina de los interiores nocturnos. Nos sumergimos entonces en el vértigo de la trama, ya con la certeza de estar enfrentándonos a la relación caótica entre tres mujeres, más el trasfondo de un reino con un pueblo mudo y un parlamento instigador, que saca ventaja de la fragilidad de la reina y el poder que sobre ella ejercen sus dos consejeras.
Este entramado tiene además algunas hebras sueltas, situaciones que pretenden enriquecer el contexto histórico, como la recreación de los grotescos pasatiempos de los miembros de la corte. Son ellos, desde mi punto de vista, retazos que no le suman ni le restan valor al relato, ni evidencian las costumbres de una época; son más bien catálisis con la función de plasmar lo que reside en la mente del realizador con respecto a la historia, su impronta, las pinceladas que nos recuerdan que allí está él, Lanthimos. Y, aunque sean pocos estos momentos de vanidad, la película recurre a uno de ellos para cerrarse: una escena agobiante que acaso genera estupefacción en unos y desencanto en otros.
Aunque el film esté basado en una historia real, pareciera que su devenir dependiera de los recursos empleados por el realizador. No es importante para él lo que haya acaecido tres siglos atrás en las galerías palaciegas del reino de Ana de Gran Bretaña, sino cómo ello puede acomodarse al lente de su cámara; pero aquella es también la función del cineasta, sobre todo de los más intrépidos: distorsionar la realidad en función del arte mismo.
Sin duda, la incipiente obra de Yorgos Lanthimos le ha generado tanto seguidores como detractores, con La favorita parece haber ganado más de los primeros. No me es claro aún si esta película está a la altura de las anteriores (habrá que hacer un repaso), pero sí es evidente que con ella suavizó su estilo (exceptuando contados trazos) para satisfacer, tal vez, gustos más “sofisticados”.
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