Este cinéfilo, de un futuro distante, aguarda su turno en fila, y no es precisamente para ver el nuevo estreno de la época, sino para saber cuál será su devenir durante la “Gran Migración”.
Contempla con temor a los demás desdichados; a lo lejos está la pesada puerta que deja ingresar uno a uno a los esperanzados terrícolas, no sin antes despedir una espesa y misteriosa niebla, para encaminarlos hacia un mundo desconocido que, dicen por ahí, los protegerá de la Tierra. Los custodios de la entrada, embozados en sus trajes herméticos, requisan con rigor a los hambrientos individuos, que traen consigo un fardo cargado de largos días de incesantes caminatas, vivos de milagro y, por supuesto, sin bañarse. “Con tal de que no sea una cámara de gas”, piensa el cinéfilo, y le llega a la memoria un caudal de imágenes de las películas sobre nazismo que ha visto durante su vida. “Todas son la misma”, se dice.
El caos económico, social, ambiental y moral del mundo de nuestro cinéfilo del futuro finalmente desbordó todas las fronteras de las naciones. Por fin la humanidad está unida por una sola razón, el caos, y por un único propósito: huir, migrar, todos en manada.
La espera será larga. Ya poco importa. Aquí el tiempo ya no existe. Lo único real es el camino que resta hacia la puerta que conducirá al cinéfilo a las entrañas de, otra vez, la “Gran Migración”. “¿Cómo será allí dentro?”, se pregunta, y lo invade su cinéfila nostalgia. Por alguna razón recuerda a Andréi Tarkovsky, el legendario director ruso. Adoraba su capacidad de recrear realidades imposibles, que siempre creyó ajenas, inalcanzables, más al borde de lo onírico; pero hoy, tras la puerta, podrían ser una realidad.
Se sumerge entonces el cinéfilo a recordar dos de sus filmes preferidos de este director, Solaris y Stalker; es mejor que imaginar las vociferaciones en alemán de nazis locos y un baño definitivo y ardiente entre el gas. Es consciente de que aquellas películas de ciencia ficción no tenían como propósito poner a su audiencia a reflexionar sobre los problemas del mundo, ni agudizar nuestra sensibilidad ante las tragedias sociales de las migraciones que han acompañado a la humanidad desde siempre, como aquella que vive en carne propia, pero sí que dan un contexto de cómo se vería un mundo con las urgencias de traspasar las fronteras que separan la Tierra del resto del universo.
Sonríe el cinéfilo y emprende su fantasía. Se acomoda en su puesto y cierra los ojos; piensa que aquello que imagine y desee tal vez se concretice al otro lado de la puerta, y que así tenga él mismo la capacidad de hacer de la Gran Migración un camino parecido al de las películas de Tarkovsky.
El miedo a los deseos
Quizás el cinéfilo aún no quiere salir de la Tierra, por ello se aferra a la esperanza de que quellos detrás de la puerta sea un espacio mejor, pero aquí mismo, resguardado del caos, algo así como la Zona, un lugar donde todos los deseos son posibles. Se aferra entonces a las imágenes de Stalker, no sin pensar primero en Andréi Tarkovsky, quien de algún modo tuvo también que huir de un régimen que mutilaba sus metrajes. “¿Habrá querido con esta obra reflejar algo de ello?”, piensa.
Pero es mejor pensar en las imágenes. Sí, su mundo actual es en sepia, definitivamente sí, tal vez al otro lado de la puerta regrese el color, como cuando los tres hombres del film (un escritor, un científico y el stalker -quien los conduce-) alcanzaron la Zona, después de atravesar la acordonada frontera.
Le gustaría recorrer esos parajes donde el verde predomina, aunque tenga que dejarse guiar por los caprichos del stalker; disfrutar aquellos espacios misteriososo y cavernosos, llenos de poesía, como aquel lugar arenoso, donde se extiende un bello tapete de dunas. “Cómo olvidar aquel encuadre con los tres hombres sobre ese suelo; qué maravilla sería que tal escenario me esperara tras la puerta”, sueña el cinéfilo.
Recuerda también las huellas de un pasado derruido, objetos sumergidos entre el agua, que lo remiten a los canales de su ciudad. La Zona le parece hermosa porque no hay humanos en ella; es en últimas el lugar que todos buscan, mejor que en el que viven. “¿Pero cómo podríamos todos vivir en un hemisferio donde nuestros más secretos deseos se cumplen? -dice-. Le temería, además, a mis propios deseos, ¿y si la Zona me conoce más de lo que puedo conocerme a mí mismo?, ¿qué nuevo caos podría avecinarse si todos estos migrantes habitaran la Zona y todos sus deseos se desperdigaran por ahí, causando estragos?, ¿no sería esa una realidad similar a la que vivieron los millones de migrantes que ingresaron a Estados Unidos en búsqueda del sueño americano? Entiendo ahora por qué la Zona estaba acordonada”. Recuerda entonces el cinéfilo un pasaje del film, una reflexión del stalker:
La Zona es un sistema muy complicado de trampas. Todas son mortales. No sé qué pasa aquí cuando no hay nadie; pero cuando alguien aparece, todo se pone en movimiento. Las viejas trampas desaparecen y unas nuevas emergen. Parajes anteriormente seguros se vuelven intransitables. Ahora tu camino es fácil, después puede ser complicado y sin esperanzas. Así es la Zona. A veces puede incluso parecer caprichosa, pero es que nosotros mismos lo hacemos, según nuestra propia condición. Ocurría que había gente que tenía que parar y dar media vuelta. Algunos morían incluso en la mismísima entrada de la habitación, pero todo lo que pasa aquí, no depende de la Zona, sino de nosotros.
Es consciente, entonces, el cinéfilo, de que esos individuos frente a él, en la fila, y él mismo, arrastran consigo su humanidad adonde quiera que vayan, y los misterios tras la puerta no serán más que nuevas dimensiones que deberán acoplar a sus deseos y las luchas que ello conlleva; no serán una respuesta a sus plegarias, sino un camino de transformación interior. “Podría pasarnos lo que a los personajes de Stalker: no se atrevieron a culminar su viaje, por miedo a sus propios deseos”, dice.
La concreción del amor y la prolongación del dolor
Mejor imaginar que tras la puerta hay una nave que los conducirá a un planeta como el de Solaris, otra película de Andrei Tarkovsky. Sí, podría ser eso, un planeta cuyo océano tiene inteligencia propia y que es capaz de internarse en la conciencia de los individuos que lo orbiten, sacar de ellos lo que aman y volverlo concreto. Podría ser una manera para el cinéfilo de recuperar a quienes ama y llevarlos consigo, a riesgo de sufrir lo mismo que el protagonista del film, que al bordo de la nave que orbitaba Solaris se encuentra con la mujer que ama, quien siente el vacío de no saber quién es y, luego, el dolor de recordarlo poco a poco.
No sería tan malo estar en una nave similar, piensa el cinéfilo, se tendrían todas las comodidades necesarias y una vista hacia el vasto océano de Solaris. “¡Dame Dios, al otro lado de esa puerta, la compleja mirada de Tarkovsky; que la Gran Migración me traiga la sensibilidad de su lente y el arte de sus escenarios!”, dice. Y recuerda aquella escena en la que por treinta segundos la nave pierde su gravedad y flotan los personajes junto con las notas celestiales de Bach, añorando que la “Gran Migración” le traiga por lo menos un instante así.
Pero, igual que en Stalker, el miedo a enfrentarse consigo mismo y su pasado podría traerle nuevos dolores, y sentiría el peso agobiante de que nada de lo que lo rodea es real, que aquello que ama es una manipulación de una inteligencia más elevada que la suya, o, peor, podría descubrir que su capacidad de amar solo es posible en esa ficción, y lo ataque tal vez el deseo imposible de regresar a su mundo o a su pasado. Recuerda entonces las palabras del viejo ebrio que también residía con el protagonista en la nave:
El amor es un sentimiento que podemos experimentar, pero nunca explicarlo. Poder explicarlo como si fuera un concepto. Amas aquello que puedes perder. A ti mismo, a tu mujer, a tu tierra natal. Hasta ahora la humanidad y la Tierra era inaccesible para el amor. Somos tan pocos. Tan solo varios billones. Un puñado. Tal vez estemos aquí solo para sentir por primera vez al ser humano como motivo de amor.
Se llena de pesimismo el cinéfilo. A quienes ama quedaron atrás o perecieron entre las fauces del caos. Piensa que la “Gran Migración” no es sino una salida de emergencia; lo que no fue posible sanar en la tierra seguirá sangrando en cualquier punto del cosmos; es solo trasladar el sufrimiento, expandir las fronteras para que el dolor tenga más espacio. Y recuerda de nuevo al viejo ebrio:
En realidad, no tenemos ningún interés en conquistar ningún cosmos. Lo que queremos es extender la Tierra hacia las fronteras del cosmos. No sabemos qué hacer con otros mundos. No necesitamos otros mundos. Necesitamos un espejo. Buscamos un contacto, pero nunca lo encontraremos. Estamos en la necia situación del hombre que se esfuerzapor una meta que teme y de la que no tiene necesidad. Al ser humano le hace falta otro ser humano.
“Qué importa si vencemos la velocidad de la luz para llegar a Alfa Centauri y descubrimos un planeta similar al nuestro, si no somos capaces de salvar a nuestros semejantes –dice el cinéfilo, ya agobiado–; para qué buscar dimensiones entre el multiverso, si hicimos más férreas nuestras fronteras aquí en el frágil planeta Tierra; para qué buscar singularidades entre los agujeros negros, si no podemos si quiera cargar con el peso de nuestra pequeñez; para qué atravesar agujeros de gusano, si nos llevamos la discriminación con nosotros”.
Lo inevitable
Pocos puestos separaban al cinéfilo de la gran puerta, así que apuró su imaginación en la búsqueda de alguna escena de entre sus cinéfilos recuerdos que lo salvara y le diera un mejor devenir: se dibujó la habitación del final de 2001: odisea del espacio; imaginó su propia espaguetificación al atravesar el horizonte de sucesos en Interestelar; se vio a sí mismo como la cucaracha de Wall-E… y así recorrió con afán parte del cine de ciencia ficción, en solo unos momentos infructuosos, pues poco importaba ya qué había detrás de la puerta. El daño ya estaba hecho. La “Gran Migración” es una realidad. El cinéfilo será ahora un eterno migrante, y se lleva consigo tan solo sus películas, las que atesora, alguna de ellas tal vez se haga realidad al otro lado.
La puerta se abre; lo cubre el vapor misterioso que emana del interior. Está próximo a dar el primer paso para emprender la “Gran Migración”. “Mejor sería que Lars von Trier nos mandara su planeta, Melancholia, para acabar con todo y con todos de una vez, por igual, sin discriminar”, dijo antes de entrar. Nunca se supo más de él.
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LA GRAN MIGRACIÓN
Este cinéfilo, de un futuro distante, aguarda su turno en fila, y no es precisamente para ver el nuevo estreno de la época, sino para saber cuál será su devenir durante la “Gran Migración”.
Contempla con temor a los demás desdichados; a lo lejos está la pesada puerta que deja ingresar uno a uno a los esperanzados terrícolas, no sin antes despedir una espesa y misteriosa niebla, para encaminarlos hacia un mundo desconocido que, dicen por ahí, los protegerá de la Tierra. Los custodios de la entrada, embozados en sus trajes herméticos, requisan con rigor a los hambrientos individuos, que traen consigo un fardo cargado de largos días de incesantes caminatas, vivos de milagro y, por supuesto, sin bañarse. “Con tal de que no sea una cámara de gas”, piensa el cinéfilo, y le llega a la memoria un caudal de imágenes de las películas sobre nazismo que ha visto durante su vida. “Todas son la misma”, se dice.
El caos económico, social, ambiental y moral del mundo de nuestro cinéfilo del futuro finalmente desbordó todas las fronteras de las naciones. Por fin la humanidad está unida por una sola razón, el caos, y por un único propósito: huir, migrar, todos en manada.
La espera será larga. Ya poco importa. Aquí el tiempo ya no existe. Lo único real es el camino que resta hacia la puerta que conducirá al cinéfilo a las entrañas de, otra vez, la “Gran Migración”. “¿Cómo será allí dentro?”, se pregunta, y lo invade su cinéfila nostalgia. Por alguna razón recuerda a Andréi Tarkovsky, el legendario director ruso. Adoraba su capacidad de recrear realidades imposibles, que siempre creyó ajenas, inalcanzables, más al borde de lo onírico; pero hoy, tras la puerta, podrían ser una realidad.
Se sumerge entonces el cinéfilo a recordar dos de sus filmes preferidos de este director, Solaris y Stalker; es mejor que imaginar las vociferaciones en alemán de nazis locos y un baño definitivo y ardiente entre el gas. Es consciente de que aquellas películas de ciencia ficción no tenían como propósito poner a su audiencia a reflexionar sobre los problemas del mundo, ni agudizar nuestra sensibilidad ante las tragedias sociales de las migraciones que han acompañado a la humanidad desde siempre, como aquella que vive en carne propia, pero sí que dan un contexto de cómo se vería un mundo con las urgencias de traspasar las fronteras que separan la Tierra del resto del universo.
Sonríe el cinéfilo y emprende su fantasía. Se acomoda en su puesto y cierra los ojos; piensa que aquello que imagine y desee tal vez se concretice al otro lado de la puerta, y que así tenga él mismo la capacidad de hacer de la Gran Migración un camino parecido al de las películas de Tarkovsky.
El miedo a los deseos
Quizás el cinéfilo aún no quiere salir de la Tierra, por ello se aferra a la esperanza de que quellos detrás de la puerta sea un espacio mejor, pero aquí mismo, resguardado del caos, algo así como la Zona, un lugar donde todos los deseos son posibles. Se aferra entonces a las imágenes de Stalker, no sin pensar primero en Andréi Tarkovsky, quien de algún modo tuvo también que huir de un régimen que mutilaba sus metrajes. “¿Habrá querido con esta obra reflejar algo de ello?”, piensa.
Pero es mejor pensar en las imágenes. Sí, su mundo actual es en sepia, definitivamente sí, tal vez al otro lado de la puerta regrese el color, como cuando los tres hombres del film (un escritor, un científico y el stalker -quien los conduce-) alcanzaron la Zona, después de atravesar la acordonada frontera.
Le gustaría recorrer esos parajes donde el verde predomina, aunque tenga que dejarse guiar por los caprichos del stalker; disfrutar aquellos espacios misteriososo y cavernosos, llenos de poesía, como aquel lugar arenoso, donde se extiende un bello tapete de dunas. “Cómo olvidar aquel encuadre con los tres hombres sobre ese suelo; qué maravilla sería que tal escenario me esperara tras la puerta”, sueña el cinéfilo.
Recuerda también las huellas de un pasado derruido, objetos sumergidos entre el agua, que lo remiten a los canales de su ciudad. La Zona le parece hermosa porque no hay humanos en ella; es en últimas el lugar que todos buscan, mejor que en el que viven. “¿Pero cómo podríamos todos vivir en un hemisferio donde nuestros más secretos deseos se cumplen? -dice-. Le temería, además, a mis propios deseos, ¿y si la Zona me conoce más de lo que puedo conocerme a mí mismo?, ¿qué nuevo caos podría avecinarse si todos estos migrantes habitaran la Zona y todos sus deseos se desperdigaran por ahí, causando estragos?, ¿no sería esa una realidad similar a la que vivieron los millones de migrantes que ingresaron a Estados Unidos en búsqueda del sueño americano? Entiendo ahora por qué la Zona estaba acordonada”. Recuerda entonces el cinéfilo un pasaje del film, una reflexión del stalker:
Es consciente, entonces, el cinéfilo, de que esos individuos frente a él, en la fila, y él mismo, arrastran consigo su humanidad adonde quiera que vayan, y los misterios tras la puerta no serán más que nuevas dimensiones que deberán acoplar a sus deseos y las luchas que ello conlleva; no serán una respuesta a sus plegarias, sino un camino de transformación interior. “Podría pasarnos lo que a los personajes de Stalker: no se atrevieron a culminar su viaje, por miedo a sus propios deseos”, dice.
La concreción del amor y la prolongación del dolor
Mejor imaginar que tras la puerta hay una nave que los conducirá a un planeta como el de Solaris, otra película de Andrei Tarkovsky. Sí, podría ser eso, un planeta cuyo océano tiene inteligencia propia y que es capaz de internarse en la conciencia de los individuos que lo orbiten, sacar de ellos lo que aman y volverlo concreto. Podría ser una manera para el cinéfilo de recuperar a quienes ama y llevarlos consigo, a riesgo de sufrir lo mismo que el protagonista del film, que al bordo de la nave que orbitaba Solaris se encuentra con la mujer que ama, quien siente el vacío de no saber quién es y, luego, el dolor de recordarlo poco a poco.
No sería tan malo estar en una nave similar, piensa el cinéfilo, se tendrían todas las comodidades necesarias y una vista hacia el vasto océano de Solaris. “¡Dame Dios, al otro lado de esa puerta, la compleja mirada de Tarkovsky; que la Gran Migración me traiga la sensibilidad de su lente y el arte de sus escenarios!”, dice. Y recuerda aquella escena en la que por treinta segundos la nave pierde su gravedad y flotan los personajes junto con las notas celestiales de Bach, añorando que la “Gran Migración” le traiga por lo menos un instante así.
Pero, igual que en Stalker, el miedo a enfrentarse consigo mismo y su pasado podría traerle nuevos dolores, y sentiría el peso agobiante de que nada de lo que lo rodea es real, que aquello que ama es una manipulación de una inteligencia más elevada que la suya, o, peor, podría descubrir que su capacidad de amar solo es posible en esa ficción, y lo ataque tal vez el deseo imposible de regresar a su mundo o a su pasado. Recuerda entonces las palabras del viejo ebrio que también residía con el protagonista en la nave:
El amor es un sentimiento que podemos experimentar, pero nunca explicarlo. Poder explicarlo como si fuera un concepto. Amas aquello que puedes perder. A ti mismo, a tu mujer, a tu tierra natal. Hasta ahora la humanidad y la Tierra era inaccesible para el amor. Somos tan pocos. Tan solo varios billones. Un puñado. Tal vez estemos aquí solo para sentir por primera vez al ser humano como motivo de amor.
Se llena de pesimismo el cinéfilo. A quienes ama quedaron atrás o perecieron entre las fauces del caos. Piensa que la “Gran Migración” no es sino una salida de emergencia; lo que no fue posible sanar en la tierra seguirá sangrando en cualquier punto del cosmos; es solo trasladar el sufrimiento, expandir las fronteras para que el dolor tenga más espacio. Y recuerda de nuevo al viejo ebrio:
En realidad, no tenemos ningún interés en conquistar ningún cosmos. Lo que queremos es extender la Tierra hacia las fronteras del cosmos. No sabemos qué hacer con otros mundos. No necesitamos otros mundos. Necesitamos un espejo. Buscamos un contacto, pero nunca lo encontraremos. Estamos en la necia situación del hombre que se esfuerza por una meta que teme y de la que no tiene necesidad. Al ser humano le hace falta otro ser humano.
“Qué importa si vencemos la velocidad de la luz para llegar a Alfa Centauri y descubrimos un planeta similar al nuestro, si no somos capaces de salvar a nuestros semejantes –dice el cinéfilo, ya agobiado–; para qué buscar dimensiones entre el multiverso, si hicimos más férreas nuestras fronteras aquí en el frágil planeta Tierra; para qué buscar singularidades entre los agujeros negros, si no podemos si quiera cargar con el peso de nuestra pequeñez; para qué atravesar agujeros de gusano, si nos llevamos la discriminación con nosotros”.
Lo inevitable
Pocos puestos separaban al cinéfilo de la gran puerta, así que apuró su imaginación en la búsqueda de alguna escena de entre sus cinéfilos recuerdos que lo salvara y le diera un mejor devenir: se dibujó la habitación del final de 2001: odisea del espacio; imaginó su propia espaguetificación al atravesar el horizonte de sucesos en Interestelar; se vio a sí mismo como la cucaracha de Wall-E… y así recorrió con afán parte del cine de ciencia ficción, en solo unos momentos infructuosos, pues poco importaba ya qué había detrás de la puerta. El daño ya estaba hecho. La “Gran Migración” es una realidad. El cinéfilo será ahora un eterno migrante, y se lleva consigo tan solo sus películas, las que atesora, alguna de ellas tal vez se haga realidad al otro lado.
La puerta se abre; lo cubre el vapor misterioso que emana del interior. Está próximo a dar el primer paso para emprender la “Gran Migración”. “Mejor sería que Lars von Trier nos mandara su planeta, Melancholia, para acabar con todo y con todos de una vez, por igual, sin discriminar”, dijo antes de entrar. Nunca se supo más de él.
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