En el siglo VII, debido a la escasez de superficies donde escribir, la práctica del palimpsesto se hizo frecuente entre los escribas europeos, para quienes su hacer se convirtió en un dispendioso ritual de reciclaje. Las superficies de antiguos pergaminos y documentos eran raspadas allanando así el espacio para nuevas escrituras. Sin embargo, era imposible borrar del todo lo que en ellas había sido plasmado siglos atrás, por lo que en estos papeles perdura el trazo de la borradura, en muchos casos evidente y notorio. El palimpsesto es, entonces, una superficie en la que no solo se conservan las huellas de lo desaparecido, sino la memoria de un material que respira a través de ellas. Un cuerpo herido que ofrece al lector las marcas de múltiples escrituras y de los tiempos en que se inscribieron. Una piel que contiene las cicatrices de lo que ha sido destruido y las marcas de lo que quiere ser preservado.Este tipo de pieles son las que Camilo Restrepo filma en La impresión de una guerra (2015), documental que desnuda un cuerpo de superficies que llevan arraigadas en su carne los múltiples trazos, borraduras y heridas a través de las cuales respiran las memorias de la guerra en Colombia.
Muros
La idea del palimpsesto es introducida en la película a través de la observación de los muros del hotel Punchiná, estructura de fachada a medio completar, en proceso de ser devorada por la maleza en el archivo de un noticiero local, y ya limpiada —pero aun revelando el ladrillaje— años después, cuando Restrepo la filma con su cámara. Archivo ajeno y propio revelan muros de un hotel que hospedó las torturas cometidas por paramilitares a habitantes del pueblo de San Carlos y que ahora sustentan la memoria del miedo y la posterior resiliencia de la comunidad. Muros donde se inscribieron mensajes amenazadores —la palabra como otra forma de tortura— son ahora lienzos donde “se expresa el dolor” de una comunidad que se ha reapropiado del hotel. Restrepo nos sugiere pensar en el acto mismo de la reapropiación más allá de lo que estos muros contienen, un gesto atravesado por una forma de recubrimiento que no aspira a negar el pasado sino que lo asume como parte integral de la memoria comunitaria. Los muros se convierten así en pieles añejas, superficies que respiran y hablan.
Pieles
Sobre la mesa, una máquina de tatuar construida con la carcasa de un lapicero, el motor de un carrito de juguete y un cepillo de dientes que soporta toda la estructura del aparato. Sobre el regazo una máquina hechiza, rudimentaria, coronada con retazos de cinta aislante, ensaya su trazo de calor sobre la madera del cajón que la contiene, emanando un humo que se mezcla con el del cigarrillo del artista. Dispositivos con los que reos de la cárcel de Bellavista marcan su piel, mecanismos técnicos con los que se imprime la superficie. Gracias a un corte de montaje, el humo del pirograbador salta de la madera a la piel de un presidiario que ha destinado la superficie de su cuerpo a ser marcada con la edad de Cristo, cifra simbólica del máximo dolor. La marca producida no es tanto un tatuaje como si una herida, una inscripción que se hace al quemar la piel, al borrarla. El presidiario dice: “el tatuaje casi no se ve, pero el dolor que causa es impresionante”. Restrepo se refiere a esta impresión como la forma de “dejar una huella real de esa huella simbólica que llevaba con él (…) Huellas reales que encarnan la herida simbólica de la guerra”. En estas pieles-palimpsesto comienza a emanar una condición propia de las marcas de la guerra que las fuerza a materializarse como dobles, como huellas que al desdoblarse amplifican su significado. La huella material, en este caso una impresión que se escribe sobre la piel a la vez que la borra, es la marca de algo que excede a la vista y que se mueve en lo subterráneo.
Voces (intermedio)
En La impresión de una guerra opera un contraste entre los personajes que le dan rostro y voz a este cuerpo de superficies y que se inscriben como dos facetas de esa misma realidad alterada que Restrepo disecciona. Por un lado, el presidiario sin nombre, sin rostro, del que solo vemos su silueta y fragmentos de su piel pero que se manifiesta a través de su relato, de su voz. Por otro, Pastora Mira, líder comunitaria que junto a pobladores de San Carlos se reapropió del Hotel Punchiná, y a quien se nos permite identificar conociendo su rostro y su nombre pero no su relato personal ni su voz. Así, gracias a una reciprocidad que se esboza pero que no se expresa, aflora una correspondencia entre sus respectivos silencios y voces, entre la silueta negra de él y el rostro de ella, bañado por el día. Un relato de encarnaciones en el que aparece una noción fragmentada de la guerra.
*
Entre silueta y rostro, un intermedio. Grito de metales y voces desgarradas. Rostros fragmentados. Cámara inquieta. Baquetas que al moverse se vuelven abanicos. Sudor en el cuerpo. Cabezas que se mueven como queriendo liberarse de ese grillete que es el encuadre. Sobre la piel rapada de la coronilla, el tatuaje de una máscara, cabeza de doble rostro, desdoblamiento. Boca desenfocada en el grito. Labios desfasados de su canto: “dirán la muerte, dirán la muerte, dirán la muerte”. El punk como género que habla la rabia y que define el imaginario colectivo asociado a Medellín, retorno a las imágenes y sonidos que han definido su cine, de Rodrigo D. a Los nadie. Secuencia musical dislocada —otro puerto en la errancia que es el montaje de esta película— que permite leer la forma particular cómo Restrepo mira a las personas-personajes de su cine.
El canto, una preocupación por la voz y la palabra, aparecerá en sus siguientes películas, Cilaos (2016) y La Bouche (2017), díptico que retoma la mitología, la tradición oral y la sonoridad de la isla de Reunión. Sus protagonistas, gente de verdad que construye una versión amplificada de sí misma, son tratados como cuerpos parlantes que por momentos parecen desposeídos de toda intención pero que en otros, por el contrario, son poseídos por algo indescifrable e irreconocible que los moviliza a tornar el diálogo en canto; salto orgánico que se da entre prosa y verso. Una exploración de la oralidad en la que la voz se vuelve otra superficie donde se imprime ese dolor subterráneo, la rabia que no logra articularse del todo en la palabra. Personas-personajes invadidos por una fuerza que roza lo fantasmagórico, posesos de una ficción aumentada, que evoca en el espectador el pasmoso contraste entre cuerpo congelado y voz espectral que caracteriza a los personajes del cine de Jean Marie Straub y Danièle Huillet, pareja de cineastas particularmente atraída por la sonoridad del parlamento, por la conjugación de la voz dentro de la gramática del distanciamiento que define a sus películas. Exploración de las limitaciones y recovecos que conlleva la performatividad del lenguaje que también retumba en el cine de Raúl Ruiz o, más recientemente, en el de Pedro Costa. En este cine, el contenido del diálogo no puede disociarse de la sonoridad de la palabra; la voz como otro recurso formal de la película. En el citado díptico de Restrepo, el devenir cantado del diálogo detona con el estallido de los tambores propios de la tradición musical reunionesa, canal de comunicación con lo ancestral —con lo perdido—, fuerza que se apodera de los personajes como en una especie de trance que la cámara filma de forma estática, con su lente encuadrando porciones de los cuerpos que se mueven frenéticos, haciendo de la imagen del intérprete, de su rostro, un borrón de imagen inaprensible; borrón que ya hemos visto en la secuencia punk de La impresión de una guerra.
Todos estos elementos formales que se ponen a disposición de escenificaciones que funden la ficción con lo etnográfico, se conjugan dentro una tradición del cine colombiano de la que también hacen parte cineastas como Laura Huertas Millán, Chris Gude o Felipe Guerrero, gestores de un cine en el que la exploración del territorio lejano propicia el encuentro entre discursos y mecanismos de un cine tradicional y formas narrativas propias de quienes viven en estos límites, sinergias entre archivo ajeno y registro propio, tensiones entre realidad y ficción, exploraciones con la materialidad del soporte de imagen, relatos abiertos en oposición a discursos tradicionales, miradas errantes. No es un detalle menor que todos estos cineastas compartan, además, el haber configurado su visón del país desde la diáspora.
Territorios
La ventana del carro en movimiento divide la pantalla en dos y, a su vez, el paisaje que por ella vemos. La ciudad como un territorio mediado por el filtro de esa ventana, punto de vista distante, inquieto, como el de un explorador que aprehende el lugar visitado, la extranjería, desde la frustración de lo ajeno. Restrepo nos ubica en esa distancia que le es propia, una perspectiva configurada tras casi veinte años viviendo fuera del país, que le permite hallar esas marcas de la guerra que se han incrustado invisibles en la vida cotidiana de sus habitantes. Así, con una mirada desprovista de la rutina diaria, las calles de Medellín aparecen como otra superficie de la película, otra piel donde es posible rastrear las marcas de la guerra. Una ciudad parcelada por líneas imaginarias con las que los grupos armados conquistan territorios, fronteras invisibles que la cámara parece buscar a través de la ventana y cuyo único rastro constatable es un punto rojo en algún poste de luz, marca casi imperceptible que opera como portal a una realidad paralela de la ciudad, como si esta se desdoblara en un plano alterado sobre el que opera la violencia, como si esta conviviera con su propio fantasma o con su doble. Al igual que en el hotel Punchiná, Restrepo nos muestra los recubrimientos que buscan recuperar esos territorios arrebatados, desmontar ese plano alterado que tergiversa la superficie concreta de la ciudad. En este caso, los colectivos de jóvenes artistas y músicos imprimen su nombre junto al punto rojo que delimita las fronteras invisibles, haciendo de la piel del espacio público una superficie donde se enfrentan las marcas de la violencia y de la resistencia, doble impresión de la guerra.
Pantallas
La expresión de lo doble, o de la guerra desdoblada, se articula también con el uso de imágenes halladas en internet. Un soldado sin rostro ni nombre, ojo que se mueve sobre los despojos del campo de combate, filma con su celular el resultado de su puesta en escena: los cuerpos tendidos de guerrilleros abatidos. El soldado comprende que el registro en imagen sería insuficiente como prueba de su misión cumplida, por lo que debe invocar el relato de lo que ve: “Empezamos a grabar la escena de los hechos (…) Hacia allá encontramos el norte (…) A mano izquierda encontramos un sujeto, un fusil al lado (…) Un chaleco (…) Una guerrera”. Imágenes sobre las que sopesa la duda de los falsos positivos, cuerpos que bien podrían ser de civiles inocentes despojados de su verdadera identidad, forma última y radical del desdoblamiento de la guerra. Pero Restrepo, como ya sabemos, nos insta a reconocer las facultades técnicas por las que se produce la imagen. Estos archivos filmados por cámaras de celular, imágenes de baja resolución, pixeladas, borrones en los que solo se intuye el avance del combatiente —convertido en reportero de su propia guerra, como bien dice Restrepo—, son objeto de una doble captura cuando se imprime la imagen digital en el soporte fílmico, ese diálogo entre pantallas o soportes de imagen que convierte el pixel en granos de haluro de plata, la materialidad misma de la imagen como elemento formal, reapropiación del archivo ajeno convertido en superficie sobre la que se imprime una nueva escritura de la guerra.
Corona de llamas
Ardor del celuloide que arrastra toda la película —y todo el cine de Camilo Restrepo— como si quisiera consumirse a sí misma lentamente, como emulando el calor que sobrevive en la piel herida, o el enrojecimiento que anuncia la infección, el fuego subterráneo de un cuerpo enfermo. Ese tejido de pieles que es La impresión de una guerra, tejido de superficies reconstruidas, tejido de manipulaciones, cartografía incongruente de la guerra, de sus vacíos y desdoblamientos, que se concibe bajo la sospecha de que la destrucción y la borradura propias del palimpsesto son una forma de enfrentarnos a lo que no logramos ver, ofrece la posibilidad de considerar el destrozo como superficie donde es posible edificar una mirada aguda más allá de la tradición racional con la que nos narramos. De que la incongruencia, o el trance, o el frenesí, o la errancia, o el fervor, pueden ser más efectivos para dimensionar el ardor de una guerra desbordada más allá de los límites de su propia imagen.
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LA IMPRESIÓN DE UNA GUERRA, CUERPO DE SUPERFICIES
La impresión de una guerra, de Camilo Restrepo
En el siglo VII, debido a la escasez de superficies donde escribir, la práctica del palimpsesto se hizo frecuente entre los escribas europeos, para quienes su hacer se convirtió en un dispendioso ritual de reciclaje. Las superficies de antiguos pergaminos y documentos eran raspadas allanando así el espacio para nuevas escrituras. Sin embargo, era imposible borrar del todo lo que en ellas había sido plasmado siglos atrás, por lo que en estos papeles perdura el trazo de la borradura, en muchos casos evidente y notorio. El palimpsesto es, entonces, una superficie en la que no solo se conservan las huellas de lo desaparecido, sino la memoria de un material que respira a través de ellas. Un cuerpo herido que ofrece al lector las marcas de múltiples escrituras y de los tiempos en que se inscribieron. Una piel que contiene las cicatrices de lo que ha sido destruido y las marcas de lo que quiere ser preservado. Este tipo de pieles son las que Camilo Restrepo filma en La impresión de una guerra (2015), documental que desnuda un cuerpo de superficies que llevan arraigadas en su carne los múltiples trazos, borraduras y heridas a través de las cuales respiran las memorias de la guerra en Colombia.
Muros
La idea del palimpsesto es introducida en la película a través de la observación de los muros del hotel Punchiná, estructura de fachada a medio completar, en proceso de ser devorada por la maleza en el archivo de un noticiero local, y ya limpiada —pero aun revelando el ladrillaje— años después, cuando Restrepo la filma con su cámara. Archivo ajeno y propio revelan muros de un hotel que hospedó las torturas cometidas por paramilitares a habitantes del pueblo de San Carlos y que ahora sustentan la memoria del miedo y la posterior resiliencia de la comunidad. Muros donde se inscribieron mensajes amenazadores —la palabra como otra forma de tortura— son ahora lienzos donde “se expresa el dolor” de una comunidad que se ha reapropiado del hotel. Restrepo nos sugiere pensar en el acto mismo de la reapropiación más allá de lo que estos muros contienen, un gesto atravesado por una forma de recubrimiento que no aspira a negar el pasado sino que lo asume como parte integral de la memoria comunitaria. Los muros se convierten así en pieles añejas, superficies que respiran y hablan.
Pieles
Sobre la mesa, una máquina de tatuar construida con la carcasa de un lapicero, el motor de un carrito de juguete y un cepillo de dientes que soporta toda la estructura del aparato. Sobre el regazo una máquina hechiza, rudimentaria, coronada con retazos de cinta aislante, ensaya su trazo de calor sobre la madera del cajón que la contiene, emanando un humo que se mezcla con el del cigarrillo del artista. Dispositivos con los que reos de la cárcel de Bellavista marcan su piel, mecanismos técnicos con los que se imprime la superficie. Gracias a un corte de montaje, el humo del pirograbador salta de la madera a la piel de un presidiario que ha destinado la superficie de su cuerpo a ser marcada con la edad de Cristo, cifra simbólica del máximo dolor. La marca producida no es tanto un tatuaje como si una herida, una inscripción que se hace al quemar la piel, al borrarla. El presidiario dice: “el tatuaje casi no se ve, pero el dolor que causa es impresionante”. Restrepo se refiere a esta impresión como la forma de “dejar una huella real de esa huella simbólica que llevaba con él (…) Huellas reales que encarnan la herida simbólica de la guerra”. En estas pieles-palimpsesto comienza a emanar una condición propia de las marcas de la guerra que las fuerza a materializarse como dobles, como huellas que al desdoblarse amplifican su significado. La huella material, en este caso una impresión que se escribe sobre la piel a la vez que la borra, es la marca de algo que excede a la vista y que se mueve en lo subterráneo.
Voces (intermedio)
En La impresión de una guerra opera un contraste entre los personajes que le dan rostro y voz a este cuerpo de superficies y que se inscriben como dos facetas de esa misma realidad alterada que Restrepo disecciona. Por un lado, el presidiario sin nombre, sin rostro, del que solo vemos su silueta y fragmentos de su piel pero que se manifiesta a través de su relato, de su voz. Por otro, Pastora Mira, líder comunitaria que junto a pobladores de San Carlos se reapropió del Hotel Punchiná, y a quien se nos permite identificar conociendo su rostro y su nombre pero no su relato personal ni su voz. Así, gracias a una reciprocidad que se esboza pero que no se expresa, aflora una correspondencia entre sus respectivos silencios y voces, entre la silueta negra de él y el rostro de ella, bañado por el día. Un relato de encarnaciones en el que aparece una noción fragmentada de la guerra.
*
Entre silueta y rostro, un intermedio. Grito de metales y voces desgarradas. Rostros fragmentados. Cámara inquieta. Baquetas que al moverse se vuelven abanicos. Sudor en el cuerpo. Cabezas que se mueven como queriendo liberarse de ese grillete que es el encuadre. Sobre la piel rapada de la coronilla, el tatuaje de una máscara, cabeza de doble rostro, desdoblamiento. Boca desenfocada en el grito. Labios desfasados de su canto: “dirán la muerte, dirán la muerte, dirán la muerte”. El punk como género que habla la rabia y que define el imaginario colectivo asociado a Medellín, retorno a las imágenes y sonidos que han definido su cine, de Rodrigo D. a Los nadie. Secuencia musical dislocada —otro puerto en la errancia que es el montaje de esta película— que permite leer la forma particular cómo Restrepo mira a las personas-personajes de su cine.
El canto, una preocupación por la voz y la palabra, aparecerá en sus siguientes películas, Cilaos (2016) y La Bouche (2017), díptico que retoma la mitología, la tradición oral y la sonoridad de la isla de Reunión. Sus protagonistas, gente de verdad que construye una versión amplificada de sí misma, son tratados como cuerpos parlantes que por momentos parecen desposeídos de toda intención pero que en otros, por el contrario, son poseídos por algo indescifrable e irreconocible que los moviliza a tornar el diálogo en canto; salto orgánico que se da entre prosa y verso. Una exploración de la oralidad en la que la voz se vuelve otra superficie donde se imprime ese dolor subterráneo, la rabia que no logra articularse del todo en la palabra. Personas-personajes invadidos por una fuerza que roza lo fantasmagórico, posesos de una ficción aumentada, que evoca en el espectador el pasmoso contraste entre cuerpo congelado y voz espectral que caracteriza a los personajes del cine de Jean Marie Straub y Danièle Huillet, pareja de cineastas particularmente atraída por la sonoridad del parlamento, por la conjugación de la voz dentro de la gramática del distanciamiento que define a sus películas. Exploración de las limitaciones y recovecos que conlleva la performatividad del lenguaje que también retumba en el cine de Raúl Ruiz o, más recientemente, en el de Pedro Costa. En este cine, el contenido del diálogo no puede disociarse de la sonoridad de la palabra; la voz como otro recurso formal de la película. En el citado díptico de Restrepo, el devenir cantado del diálogo detona con el estallido de los tambores propios de la tradición musical reunionesa, canal de comunicación con lo ancestral —con lo perdido—, fuerza que se apodera de los personajes como en una especie de trance que la cámara filma de forma estática, con su lente encuadrando porciones de los cuerpos que se mueven frenéticos, haciendo de la imagen del intérprete, de su rostro, un borrón de imagen inaprensible; borrón que ya hemos visto en la secuencia punk de La impresión de una guerra.
Todos estos elementos formales que se ponen a disposición de escenificaciones que funden la ficción con lo etnográfico, se conjugan dentro una tradición del cine colombiano de la que también hacen parte cineastas como Laura Huertas Millán, Chris Gude o Felipe Guerrero, gestores de un cine en el que la exploración del territorio lejano propicia el encuentro entre discursos y mecanismos de un cine tradicional y formas narrativas propias de quienes viven en estos límites, sinergias entre archivo ajeno y registro propio, tensiones entre realidad y ficción, exploraciones con la materialidad del soporte de imagen, relatos abiertos en oposición a discursos tradicionales, miradas errantes. No es un detalle menor que todos estos cineastas compartan, además, el haber configurado su visón del país desde la diáspora.
Territorios
La ventana del carro en movimiento divide la pantalla en dos y, a su vez, el paisaje que por ella vemos. La ciudad como un territorio mediado por el filtro de esa ventana, punto de vista distante, inquieto, como el de un explorador que aprehende el lugar visitado, la extranjería, desde la frustración de lo ajeno. Restrepo nos ubica en esa distancia que le es propia, una perspectiva configurada tras casi veinte años viviendo fuera del país, que le permite hallar esas marcas de la guerra que se han incrustado invisibles en la vida cotidiana de sus habitantes. Así, con una mirada desprovista de la rutina diaria, las calles de Medellín aparecen como otra superficie de la película, otra piel donde es posible rastrear las marcas de la guerra. Una ciudad parcelada por líneas imaginarias con las que los grupos armados conquistan territorios, fronteras invisibles que la cámara parece buscar a través de la ventana y cuyo único rastro constatable es un punto rojo en algún poste de luz, marca casi imperceptible que opera como portal a una realidad paralela de la ciudad, como si esta se desdoblara en un plano alterado sobre el que opera la violencia, como si esta conviviera con su propio fantasma o con su doble. Al igual que en el hotel Punchiná, Restrepo nos muestra los recubrimientos que buscan recuperar esos territorios arrebatados, desmontar ese plano alterado que tergiversa la superficie concreta de la ciudad. En este caso, los colectivos de jóvenes artistas y músicos imprimen su nombre junto al punto rojo que delimita las fronteras invisibles, haciendo de la piel del espacio público una superficie donde se enfrentan las marcas de la violencia y de la resistencia, doble impresión de la guerra.
Pantallas
La expresión de lo doble, o de la guerra desdoblada, se articula también con el uso de imágenes halladas en internet. Un soldado sin rostro ni nombre, ojo que se mueve sobre los despojos del campo de combate, filma con su celular el resultado de su puesta en escena: los cuerpos tendidos de guerrilleros abatidos. El soldado comprende que el registro en imagen sería insuficiente como prueba de su misión cumplida, por lo que debe invocar el relato de lo que ve: “Empezamos a grabar la escena de los hechos (…) Hacia allá encontramos el norte (…) A mano izquierda encontramos un sujeto, un fusil al lado (…) Un chaleco (…) Una guerrera”. Imágenes sobre las que sopesa la duda de los falsos positivos, cuerpos que bien podrían ser de civiles inocentes despojados de su verdadera identidad, forma última y radical del desdoblamiento de la guerra. Pero Restrepo, como ya sabemos, nos insta a reconocer las facultades técnicas por las que se produce la imagen. Estos archivos filmados por cámaras de celular, imágenes de baja resolución, pixeladas, borrones en los que solo se intuye el avance del combatiente —convertido en reportero de su propia guerra, como bien dice Restrepo—, son objeto de una doble captura cuando se imprime la imagen digital en el soporte fílmico, ese diálogo entre pantallas o soportes de imagen que convierte el pixel en granos de haluro de plata, la materialidad misma de la imagen como elemento formal, reapropiación del archivo ajeno convertido en superficie sobre la que se imprime una nueva escritura de la guerra.
Corona de llamas
Ardor del celuloide que arrastra toda la película —y todo el cine de Camilo Restrepo— como si quisiera consumirse a sí misma lentamente, como emulando el calor que sobrevive en la piel herida, o el enrojecimiento que anuncia la infección, el fuego subterráneo de un cuerpo enfermo. Ese tejido de pieles que es La impresión de una guerra, tejido de superficies reconstruidas, tejido de manipulaciones, cartografía incongruente de la guerra, de sus vacíos y desdoblamientos, que se concibe bajo la sospecha de que la destrucción y la borradura propias del palimpsesto son una forma de enfrentarnos a lo que no logramos ver, ofrece la posibilidad de considerar el destrozo como superficie donde es posible edificar una mirada aguda más allá de la tradición racional con la que nos narramos. De que la incongruencia, o el trance, o el frenesí, o la errancia, o el fervor, pueden ser más efectivos para dimensionar el ardor de una guerra desbordada más allá de los límites de su propia imagen.
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