Siempre se ha dicho que hay dos temas fundamentales que hacen presencia en todas las historias: El amor y la muerte. El amor representa la fuerza vital que impulsa a continuar, el motor que mueve las acciones de los personajes y que las potencia, aun cuando se expresa en modo negativo: el odio, que no es lo contrario al amor pues ambos están movidos por profundas pasiones. La muerte, por su parte, es el fin del proceso; pero en lo narrativo se hace presente como una amenaza permanente que lleva a los personajes a escapar o a salvar a quienes aman para que no caigan en sus garras; también, en muchas ocasiones, es lo que impulsa a algunos personajes, que viven su vida apagando las vidas de otros.
El cineasta antioqueño Víctor Gaviria es usualmente asociado con las narrativas de violencia y muerte en el cine colombiano. Aunque se trata de una simplificación injusta, es cierto que su cine gira alrededor de la muerte y el amor, en una cadena en la que la muerte siempre está presente pero el amor, expresado en los vínculos familiares (Sumas y restas), el compañerismo y la solidaridad (La vendedora de rosas), es el paliativo que permite sobreponerse, o al menos a sobrevivir, en un contexto en el que la muerte no es la excepción sino la regla. La muerte, presente en los relatos desde el inicio, es el hilo conductor de las historias, aunque no es tratada como un fin sino como un elemento inevitable de la vida cotidiana en contextos violentos. Para este texto nos concentraremos en sus cuatro largometrajes: Rodrigo D no futuro (1991), La vendedora de rosas (1998), Sumas y restas (2005) y La mujer del animal (2016).
Rodrigo D no futuro marca el debut en el largometraje del cineasta y poeta antioqueño. Desde esta primera narración puede verse claramente a la muerte como el punto de partida y de llegada de las historias. Rodrigo no supera la muerte de su madre y, en su depresión, ve su propia muerte como la única vía de escape para un mundo en el que no caben él ni los demás jóvenes de su barrio. Ante la ausencia de un futuro, los jóvenes de la película, como los sicarios de la vida real, viven en un presente permanente que puede terminar en cualquier momento. “Yo te tumbo, tú me tumbas”, nombre de un cortometraje de Gaviria, podría ser la consigna de los muchachos que hace un par de años jugaban fútbol en la cancha del barrio y ahora se matan y mueren en el macabro juego que les ha tocado jugar.
La muerte, sin embargo, no es solo parte de la narrativa de la película. La constatación de que muchos de los actores de la cinta murieron durante el rodaje, o poco tiempo después, deja la macabra sensación de estar viendo un testamento fílmico protagonizado por personajes llenos de vida y juventud.
En la Medellín de los 80, momento en que la película se rodó, la muerte se vivía en cada esquina y en cada momento, sin previo aviso ni consideraciones. Las bombas y las balas sonaban en cualquier momento y los paisas que vivimos aquella época podemos decir sin exagerar que nos consideramos sobrevivientes. Los policías tenían valor de mercancía y la muerte se convirtió en una horrible forma de equilibrio social, la única opción para salir rápidamente de la pobreza. En la película, como en la vida real, los sicarios no viven el futuro desde la promesa de una vida mejor sino desde la realidad de un sueño fugaz de poder, lujos y excesos y un futuro sin ellos, en donde su inmolación contribuya al bienestar de los que más quieren.
En La vendedora de rosas los protagonistas son aún más jóvenes, por lo que desconcierta su aceptación de la muerte como un compañero de la vida cotidiana. La vida se limita al hoy, y estar vivos un día más se convierte en la mayor conquista, la muerte se asume con pesar pero también con naturalidad. El espectro del imaginario de la muerte instaurado en Rodrigo D no futuro trasciende las fronteras de las “comunas”, nombre técnico que peyorativamente se instala en la sociedad antioqueña como placebo para no pensar que la muerte está muy cerca de nosotros y que los problemas de “allá” están realmente acá. La cultura de la muerte y el no futuro no son conceptos teóricos sino parte fundamental de la cotidianidad de miles de niños y adolescentes colombianos. Los niños de La vendedora de rosas reemplazan el amor de sus padres, que nunca tuvieron, por el de sus amigos, y están dispuestos a matar y morir por ellos. En esta película, la más poética de su filmografía, la muerte de la protagonista (inspirada en el cuento de Dickens) más que trágica es sublime y feliz por el reencuentro con la única persona que representa para ella el amor y la protección perdidos.
En Sumas y restas la clase alta vive a espaldas de la situación de su ciudad. El lente se abre aún más para terminar esta cartografía de la ciudad, fotografiando los espacios y rituales de los paisas más privilegiados: esos que saborean las mieles del dinero del narcotráfico y sus excesos sin untarse de sangre y suciedad. En el otro lado del espectro, los capos se igualan a sus antiguos patrones buscando inversionistas pero anhelando en secreto entrar en su círculo para luego volverse más poderosos que ellos. Como en el buen cine de gangsters, el juego de poder está marcado por las muertes y las traiciones. El punto de vista que Gaviria escoge para esta película nos muestra que no se puede estar más allá del mal ni la violencia y que en la cultura de la muerte solo se puede ser víctima o victimario.
En La mujer del animal, la muerte es un asunto de cada día, una muerte lenta y agónica que mata cuerpo y espíritu para terminar finalmente con tus esperanzas. Es interesante que, aunque posiblemente sea la película con menos muertes en la filmografía de Víctor Gaviria, es también la que más rechazo generó en el público masivo por su alta dosis de violencia, una auténtica película de terror con el más aterrador de los villanos: el de la vida cotidiana. La muerte en esta película es simbólica y la cámara nos hace también parte de esta comunidad, como representación de la sociedad colombiana, que presencia o tolera las tragedias sin hacer nada por evitarlas.
Los inicios de los barrios de invasión de la ciudad de Medellín son el escenario perfecto para plantear que la violencia no nació con la irrupción del narcotráfico en nuestra cultura. Los barrios populares están llenos de historias trágicas de familias que traen la muerte a sus espaldas y que llegan huyendo de la muerte a instalarse y, posiblemente, trasladar a un nuevo territorio su historia de violencia, abandono y desarraigo.
La muerte es una presencia permanente en el cine colombiano y una constante en el de Víctor Gaviria, pero esta muerte no se presenta en cantidades como la del cine de acción de Hollywood, ni se recrea estéticamente como en la obra de Tarantino, Kitano o Stone. La muerte de las películas de Gaviria nos duele dos veces porque somos conscientes de que es la puesta en escena del fuera de campo del cine colombiano, así que cuando el zarco (La vendedora de rosas), Gerardo (Sumas y restas) o alguno de los sicarios de Rodrigo D no futuro comete un crimen, nos sacude con fuerza por su realismo despojado de artificios narrativos.
Víctor Gaviria es la voz más sólida del cine colombiano y su filmografía va más allá de ser un relato descarnado de la muerte, es un grito desgarrado por el fin de la cultura de la muerte que, no obstante, reconoce su presencia entre nosotros y el mal que ha hecho a nuestra sociedad. La muerte, sin embargo, no se presenta como un espectáculo, ni sus perpetradores como los héroes a imitar; son solo el vehículo para buscar en la contundencia de la violencia la poesía de la vida que la muerte nos ha quitado.
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LA MUERTE EN EL CINE DE VÍCTOR GAVIRIA
Siempre se ha dicho que hay dos temas fundamentales que hacen presencia en todas las historias: El amor y la muerte. El amor representa la fuerza vital que impulsa a continuar, el motor que mueve las acciones de los personajes y que las potencia, aun cuando se expresa en modo negativo: el odio, que no es lo contrario al amor pues ambos están movidos por profundas pasiones. La muerte, por su parte, es el fin del proceso; pero en lo narrativo se hace presente como una amenaza permanente que lleva a los personajes a escapar o a salvar a quienes aman para que no caigan en sus garras; también, en muchas ocasiones, es lo que impulsa a algunos personajes, que viven su vida apagando las vidas de otros.
El cineasta antioqueño Víctor Gaviria es usualmente asociado con las narrativas de violencia y muerte en el cine colombiano. Aunque se trata de una simplificación injusta, es cierto que su cine gira alrededor de la muerte y el amor, en una cadena en la que la muerte siempre está presente pero el amor, expresado en los vínculos familiares (Sumas y restas), el compañerismo y la solidaridad (La vendedora de rosas), es el paliativo que permite sobreponerse, o al menos a sobrevivir, en un contexto en el que la muerte no es la excepción sino la regla. La muerte, presente en los relatos desde el inicio, es el hilo conductor de las historias, aunque no es tratada como un fin sino como un elemento inevitable de la vida cotidiana en contextos violentos. Para este texto nos concentraremos en sus cuatro largometrajes: Rodrigo D no futuro (1991), La vendedora de rosas (1998), Sumas y restas (2005) y La mujer del animal (2016).
Rodrigo D no futuro marca el debut en el largometraje del cineasta y poeta antioqueño. Desde esta primera narración puede verse claramente a la muerte como el punto de partida y de llegada de las historias. Rodrigo no supera la muerte de su madre y, en su depresión, ve su propia muerte como la única vía de escape para un mundo en el que no caben él ni los demás jóvenes de su barrio. Ante la ausencia de un futuro, los jóvenes de la película, como los sicarios de la vida real, viven en un presente permanente que puede terminar en cualquier momento. “Yo te tumbo, tú me tumbas”, nombre de un cortometraje de Gaviria, podría ser la consigna de los muchachos que hace un par de años jugaban fútbol en la cancha del barrio y ahora se matan y mueren en el macabro juego que les ha tocado jugar.
La muerte, sin embargo, no es solo parte de la narrativa de la película. La constatación de que muchos de los actores de la cinta murieron durante el rodaje, o poco tiempo después, deja la macabra sensación de estar viendo un testamento fílmico protagonizado por personajes llenos de vida y juventud.
En la Medellín de los 80, momento en que la película se rodó, la muerte se vivía en cada esquina y en cada momento, sin previo aviso ni consideraciones. Las bombas y las balas sonaban en cualquier momento y los paisas que vivimos aquella época podemos decir sin exagerar que nos consideramos sobrevivientes. Los policías tenían valor de mercancía y la muerte se convirtió en una horrible forma de equilibrio social, la única opción para salir rápidamente de la pobreza. En la película, como en la vida real, los sicarios no viven el futuro desde la promesa de una vida mejor sino desde la realidad de un sueño fugaz de poder, lujos y excesos y un futuro sin ellos, en donde su inmolación contribuya al bienestar de los que más quieren.
En La vendedora de rosas los protagonistas son aún más jóvenes, por lo que desconcierta su aceptación de la muerte como un compañero de la vida cotidiana. La vida se limita al hoy, y estar vivos un día más se convierte en la mayor conquista, la muerte se asume con pesar pero también con naturalidad. El espectro del imaginario de la muerte instaurado en Rodrigo D no futuro trasciende las fronteras de las “comunas”, nombre técnico que peyorativamente se instala en la sociedad antioqueña como placebo para no pensar que la muerte está muy cerca de nosotros y que los problemas de “allá” están realmente acá. La cultura de la muerte y el no futuro no son conceptos teóricos sino parte fundamental de la cotidianidad de miles de niños y adolescentes colombianos. Los niños de La vendedora de rosas reemplazan el amor de sus padres, que nunca tuvieron, por el de sus amigos, y están dispuestos a matar y morir por ellos. En esta película, la más poética de su filmografía, la muerte de la protagonista (inspirada en el cuento de Dickens) más que trágica es sublime y feliz por el reencuentro con la única persona que representa para ella el amor y la protección perdidos.
En Sumas y restas la clase alta vive a espaldas de la situación de su ciudad. El lente se abre aún más para terminar esta cartografía de la ciudad, fotografiando los espacios y rituales de los paisas más privilegiados: esos que saborean las mieles del dinero del narcotráfico y sus excesos sin untarse de sangre y suciedad. En el otro lado del espectro, los capos se igualan a sus antiguos patrones buscando inversionistas pero anhelando en secreto entrar en su círculo para luego volverse más poderosos que ellos. Como en el buen cine de gangsters, el juego de poder está marcado por las muertes y las traiciones. El punto de vista que Gaviria escoge para esta película nos muestra que no se puede estar más allá del mal ni la violencia y que en la cultura de la muerte solo se puede ser víctima o victimario.
En La mujer del animal, la muerte es un asunto de cada día, una muerte lenta y agónica que mata cuerpo y espíritu para terminar finalmente con tus esperanzas. Es interesante que, aunque posiblemente sea la película con menos muertes en la filmografía de Víctor Gaviria, es también la que más rechazo generó en el público masivo por su alta dosis de violencia, una auténtica película de terror con el más aterrador de los villanos: el de la vida cotidiana. La muerte en esta película es simbólica y la cámara nos hace también parte de esta comunidad, como representación de la sociedad colombiana, que presencia o tolera las tragedias sin hacer nada por evitarlas.
Los inicios de los barrios de invasión de la ciudad de Medellín son el escenario perfecto para plantear que la violencia no nació con la irrupción del narcotráfico en nuestra cultura. Los barrios populares están llenos de historias trágicas de familias que traen la muerte a sus espaldas y que llegan huyendo de la muerte a instalarse y, posiblemente, trasladar a un nuevo territorio su historia de violencia, abandono y desarraigo.
La muerte es una presencia permanente en el cine colombiano y una constante en el de Víctor Gaviria, pero esta muerte no se presenta en cantidades como la del cine de acción de Hollywood, ni se recrea estéticamente como en la obra de Tarantino, Kitano o Stone. La muerte de las películas de Gaviria nos duele dos veces porque somos conscientes de que es la puesta en escena del fuera de campo del cine colombiano, así que cuando el zarco (La vendedora de rosas), Gerardo (Sumas y restas) o alguno de los sicarios de Rodrigo D no futuro comete un crimen, nos sacude con fuerza por su realismo despojado de artificios narrativos.
Víctor Gaviria es la voz más sólida del cine colombiano y su filmografía va más allá de ser un relato descarnado de la muerte, es un grito desgarrado por el fin de la cultura de la muerte que, no obstante, reconoce su presencia entre nosotros y el mal que ha hecho a nuestra sociedad. La muerte, sin embargo, no se presenta como un espectáculo, ni sus perpetradores como los héroes a imitar; son solo el vehículo para buscar en la contundencia de la violencia la poesía de la vida que la muerte nos ha quitado.
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