Bixa Travesty (2018), de de Kiko Goifman y Claudia Priscilla
Muito prazer. Eu sou a nova Eva,
filha das travas, obra das trevas.
Creo que elegir “la mejor película del año” no puede ser más que un ejercicio ocioso, un juego, una penitencia o alguna de esas preguntas intrascendentes que alguien hace en una reunión o en una fiesta. Sin embargo, esta es una buena excusa para llamar la atención sobre una obra que, con vehemencia, contradice el consenso que parece representar el Oscar que la Academia Cinematográfica de Estados Unidos entregó este año a Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio, como Mejor Película Extranjera. Una historia sobre una mujer trans, Marina, que lucha por ejercer su derecho a despedirse del hombre que en vida fue su pareja, a pesar del hostigamiento y los atropellos de la familia de él en su contra.
A modo de broma, entre amigas, he hablado del efecto que produce Bixa Travesty, el documental de Kiko Goifman y Claudia Priscilla (2018), como tomar tres (o cinco) latas de bebida energizante. Y más que el documental, es la experiencia de escuchar el discurso y las letras de las canciones de una mujer como Linn Da Quebrada, una marica travesti, negra y de clase baja, que ha decidido rebelarse y declararse en guerra contra una sociedad que ha relegado a lo femenino a un segundo lugar y no parece interesada en abrir espacios más amplios para cuerpos e identidades como los de Linn y Jupe, su compañera de escenario, que se resisten a ser condenadas a la soledad y la oscuridad de la marginación, aún cuando dicha resistencia comprenda la invención de un nuevo lugar y una hermandad en la periferia geográfica y simbólica, además de una nueva categoría que ponga en duda el mal hábito de ordenar, clasificar y nombrar estrictamente el mundo entero.
Linn y Marina no podrían ser más distintas y, sin embargo, ambas formas de apropiarse de una identidad femenina son completamente válidas y posibles, nadie lo niega. Pero en un continente como el nuestro, en el que, actualmente, se han instalado gobiernos como el de Duque en Colombia, Bolsonaro en Brasil y Piñera en Chile—cuyas agendas de (ultra)derecha buscan la “unidad y el bienestar nacional” a costa de algunos pocos sectores y solo pueden representar un retroceso generalizado—, hablar del amor propio como un acto político y pensar en la incidencia que personajes como estos pueden tener en nuestras sociedades, resulta tan escandaloso como urgente.
La historia del cine cuir latinoamericano comienza, quizá, con la crónica de una muerte anunciada, la de Manuela en El lugar sin límites (Arturo Ripstein, 1977), otra mujer trans (mexicana), que, temerosa, es amenazada permanentemente por una violencia invisible cuya verdadera potencia solo se nos revela de golpe hacia el final: la muerte. El terror y las repentinas dudas que despierta esta “falsa mujer” en Pancho—el macho macho, el hombre hombre que no se explica por qué se siente atraído por ella—deben ser erradicados, como si se tratara de un peligro mortal, un monstruo.
Cuarenta años después, el monstruo (ese deseo, ese cuerpo) se rebela y despierta aún más dudas, pues no se oculta y expone con orgullo todos sus rasgos inclasificables: se resiste a ser domesticado y con mayor fuerza manifiesta su diferencia, su anormalidad—o más bien la uniformidad de las otras que, espantadas, no soportan tanta ambigüedad o tanta libertad, o ambas.
El cuerpo de Linn se encuentra en construcción permanente, no pretende alcanzar ningún modelo, resolver preguntas o adoptar un comportamiento aceptable para quienes la rodean. Marina, en cambio, podría representar, como dice uno de los personajes de la película chilena, una quimera.
No soy de las que piensan que una obra tenga valor, únicamente, por condiciones externas, pero sí creo que una obra es producto de un tiempo y de un lugar específicos y aquella “mejor película del año” debería ser capaz de dialogar, genuinamente, con nuestro tiempo y dar cuenta de un sentir y un deseo colectivos (aun cuando estos sean inconscientes o marginales).
A pesar de que este documental fue exhibido como parte de la programación de dos de los escenarios cinematográficos con mayor impacto en Colombia (el FICCI y el Ciclo Rosa), creo que las ideas y la rebeldía contenidas en Bixa Travesty merecen una exposición continua, que circulen en las grandes salas comerciales—aunque no sucederá—, así como en el circuito independiente y en todos aquellos cineclubes desconocidos. Se trata de una obra en la que, además, resuenan los intereses y las búsquedas de una cinematografía brasileña contemporánea que ha logrado alejarse de representaciones anticuadas—atrapadas en la victimización, la enfermedad, la muerte o la soledad— y expone la capacidad crítica y creativa de un sector de la población que, hasta hace poco, solo había sido visto por el cine (legalmente reconocido como) colombiano como un mero objeto de estudio o representación. La de Brasil es una cinematografía que abre nuevos caminos, haciendo énfasis en los cuerpos, la sexualidad y las identidades cuir como puntos de partida para producir conocimiento y emprender luchas políticas que incidan en toda la sociedad y encuentren puntos en común con otras causas, algo necesario para afianzar un verdadero sentido de comunidad y no de “unidad nacional”.
Otras películas relacionadas: Sr. Raposo, Vando vulgo vedita, O sussuro do jaguar, Eu lembro mais dos corvos, Nova Dubai, O Órfão...
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LA NUEVA EVA O LA "FALSA MUJER"
Bixa Travesty (2018), de de Kiko Goifman y Claudia Priscilla
Muito prazer. Eu sou a nova Eva,
filha das travas, obra das trevas.
Creo que elegir “la mejor película del año” no puede ser más que un ejercicio ocioso, un juego, una penitencia o alguna de esas preguntas intrascendentes que alguien hace en una reunión o en una fiesta. Sin embargo, esta es una buena excusa para llamar la atención sobre una obra que, con vehemencia, contradice el consenso que parece representar el Oscar que la Academia Cinematográfica de Estados Unidos entregó este año a Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio, como Mejor Película Extranjera. Una historia sobre una mujer trans, Marina, que lucha por ejercer su derecho a despedirse del hombre que en vida fue su pareja, a pesar del hostigamiento y los atropellos de la familia de él en su contra.
A modo de broma, entre amigas, he hablado del efecto que produce Bixa Travesty, el documental de Kiko Goifman y Claudia Priscilla (2018), como tomar tres (o cinco) latas de bebida energizante. Y más que el documental, es la experiencia de escuchar el discurso y las letras de las canciones de una mujer como Linn Da Quebrada, una marica travesti, negra y de clase baja, que ha decidido rebelarse y declararse en guerra contra una sociedad que ha relegado a lo femenino a un segundo lugar y no parece interesada en abrir espacios más amplios para cuerpos e identidades como los de Linn y Jupe, su compañera de escenario, que se resisten a ser condenadas a la soledad y la oscuridad de la marginación, aún cuando dicha resistencia comprenda la invención de un nuevo lugar y una hermandad en la periferia geográfica y simbólica, además de una nueva categoría que ponga en duda el mal hábito de ordenar, clasificar y nombrar estrictamente el mundo entero.
Linn y Marina no podrían ser más distintas y, sin embargo, ambas formas de apropiarse de una identidad femenina son completamente válidas y posibles, nadie lo niega. Pero en un continente como el nuestro, en el que, actualmente, se han instalado gobiernos como el de Duque en Colombia, Bolsonaro en Brasil y Piñera en Chile—cuyas agendas de (ultra)derecha buscan la “unidad y el bienestar nacional” a costa de algunos pocos sectores y solo pueden representar un retroceso generalizado—, hablar del amor propio como un acto político y pensar en la incidencia que personajes como estos pueden tener en nuestras sociedades, resulta tan escandaloso como urgente.
La historia del cine cuir latinoamericano comienza, quizá, con la crónica de una muerte anunciada, la de Manuela en El lugar sin límites (Arturo Ripstein, 1977), otra mujer trans (mexicana), que, temerosa, es amenazada permanentemente por una violencia invisible cuya verdadera potencia solo se nos revela de golpe hacia el final: la muerte. El terror y las repentinas dudas que despierta esta “falsa mujer” en Pancho—el macho macho, el hombre hombre que no se explica por qué se siente atraído por ella—deben ser erradicados, como si se tratara de un peligro mortal, un monstruo.
Cuarenta años después, el monstruo (ese deseo, ese cuerpo) se rebela y despierta aún más dudas, pues no se oculta y expone con orgullo todos sus rasgos inclasificables: se resiste a ser domesticado y con mayor fuerza manifiesta su diferencia, su anormalidad—o más bien la uniformidad de las otras que, espantadas, no soportan tanta ambigüedad o tanta libertad, o ambas.
El cuerpo de Linn se encuentra en construcción permanente, no pretende alcanzar ningún modelo, resolver preguntas o adoptar un comportamiento aceptable para quienes la rodean. Marina, en cambio, podría representar, como dice uno de los personajes de la película chilena, una quimera.
No soy de las que piensan que una obra tenga valor, únicamente, por condiciones externas, pero sí creo que una obra es producto de un tiempo y de un lugar específicos y aquella “mejor película del año” debería ser capaz de dialogar, genuinamente, con nuestro tiempo y dar cuenta de un sentir y un deseo colectivos (aun cuando estos sean inconscientes o marginales).
A pesar de que este documental fue exhibido como parte de la programación de dos de los escenarios cinematográficos con mayor impacto en Colombia (el FICCI y el Ciclo Rosa), creo que las ideas y la rebeldía contenidas en Bixa Travesty merecen una exposición continua, que circulen en las grandes salas comerciales—aunque no sucederá—, así como en el circuito independiente y en todos aquellos cineclubes desconocidos. Se trata de una obra en la que, además, resuenan los intereses y las búsquedas de una cinematografía brasileña contemporánea que ha logrado alejarse de representaciones anticuadas—atrapadas en la victimización, la enfermedad, la muerte o la soledad— y expone la capacidad crítica y creativa de un sector de la población que, hasta hace poco, solo había sido visto por el cine (legalmente reconocido como) colombiano como un mero objeto de estudio o representación. La de Brasil es una cinematografía que abre nuevos caminos, haciendo énfasis en los cuerpos, la sexualidad y las identidades cuir como puntos de partida para producir conocimiento y emprender luchas políticas que incidan en toda la sociedad y encuentren puntos en común con otras causas, algo necesario para afianzar un verdadero sentido de comunidad y no de “unidad nacional”.
Otras películas relacionadas: Sr. Raposo, Vando vulgo vedita, O sussuro do jaguar, Eu lembro mais dos corvos, Nova Dubai, O Órfão...
Mucho gusto. Soy la nueva Eva,
hija de las travas, obra de las tinieblas.
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