Este artículo me deleitaba por anticipado antes de escribirlo, lejos de suponer que iba a aparecer en tales circunstancias. La publicación del primer tomo de ¿Qué es el cine? me iba a permitir no sólo pagar una enorme deuda con mi maestro y amigo, sino también señalar un dato de la historia del cine no menos importante que la aparición de tal o cual película o la puesta a punto de algún procedimiento técnico. Esperaba incluso que explicaría o ayudaría a disculpar el poco cuidado con que de ordinario cubrimos la sección de libros en Cahiers, a pesar de las quejas del propio Bazin. Con la aparición de cada nueva obra –y hubo muchas en estos últimos tiempos–, yo no dejaba de constatar con amargura, por honrada e inteligente que fuera, que, aunque aportaba una piedra al edificio de la teoría del cine, le faltaba el armazón. Las naves laterales y las capillas de una Estética en plena construcción reinaban en las vitrinas de los libreros, mientras que los planos de la nueva nave central aún no tenían más confidente que el papel de prensa. Se publicaban obras que serían ilegibles dos o tres años después, si no lo eran ya entonces, y mientras tanto, aquel que había sabido convertir para nosotros la meditación sobre el cine en algo tan cautivador como la lectura de una novela, solo había firmado dos libros, ¡y encima en colaboración! Algún principiante daba la suma de sus reflexiones mientras el pensamiento del más grande de los críticos actuales seguía desenvolviéndose en el fárrago de los semanarios, de las revistas o de los opúsculos.
Este libro, pues, iba a constituir el pórtico introductorio a la obra futura de André Bazin, que ya no sería la de un periodista, por ejemplar que sea, sino la de un escritor. Desgraciadamente, este vestíbulo forzosamente hemos de considerarlo ahora como la totalidad de la obra, contemplar como una summa lo que solo queríamos discernir aún como promesas. Nos preparábamos para saludar un punto de partida, un nacimiento, y he aquí que hemos de celebrar una muerte. ¿Pero hay que hablar de muerte cuando no se trata del hombre sino de la obra? Lo sé: lo que tenemos entre manos no es más que un breve fragmento de lo habíamos osado esperar. Y, lamentos, tendremos al menos el consuelo que los textos que dejó Bazin nos parece, gracias a esta mirada retrospectiva, más importantes, más acabados de lo que los juzgamos cuando vivía. Mientras leo el primer volumen y las pruebas del segundo, una certeza se abre paso en mí: no se trata de un conjunto de notas, de bosquejos. Esta construcción, aunque no esté realmente terminada, sin embargo, está sólidamente asentada sobre su base, no sólo el armazón, sino también los tabiques están en su sitio, y algunos desde hace tiempo y con carácter definitivo.
Ese punto es importante. Permítase detenerme en él antes de pasar al contenido mismo de la obra. A pesar de las apariencias, no nos encontramos ante una recopilación. Ha habido una selección, por supuesto, pero todo es como si los diferentes artículos escogidos, lo más frecuente es que sin retoques, hubieran sido compuestos pensando en esta elección. Aquí no hay nada que lleve la huella de las contingencias del oficio de periodista, que bazin, sin embargo, practicaba con el fervor y el sentido de la oportunidad que todos conocemos. Estos textos, suscitados todos ellos por una circunstancia precisa, forman parte al mismo tiempo del desarrollo de un plan metódico, que nos ha sido revelado ahora. No hay ninguna duda de que se trata claramente de un plan establecido de antemano y no de un arreglo hecho con posteridad. El orden de la lógica, que se encuentra aquí, no corresponde necesariamente al de la cronología, y, sin embargo, es significativo que el texto reproducido en primer lugar, “Ontología de la imagen fotográfica”, sea uno de los más antiguos. Bazin no nos ofrece una serie de aproximaciones sucesivas a un mismo tema, sino soluciones cada vez más definitivas a un problema sucesivamente diferente. Por lo menos en el seno de una misma sección, le importaba haber resuelto uno antes de pasar a otro.
Este es un aspecto científico de su obra que quisiera sacar a luz, para empezar, sin disimular no obstante la parte artística, sobre la que volveré. Es posible evocar al mismo tiempo el ejemplo de las ciencias naturales, a las que llamaba a menudo en su ayuda, y el del método matemático. Cada artículo, aunque también el libro en su conjunto, tiene el rigor de una auténtica demostración. Es cierto que toda la obra de Bazin gira alrededor de una misma idea, la afirmación de “la objetividad” cinematográfica, pero, en cierto modo, lo hace de la misma manera que toda la geometría gira alrededor de las propiedades de la línea recta.
Aquí no se trata de un principio de combate, de un “motivo” repetido con varias formas diferentes, sino más bien de una hipótesis fundamental, que la abundancia de las comprobaciones realizadas por el autor nos incita a considerar como un auténtico axioma. La referencia constante a este, implícita o explícita, lejos de engendrar la monotonía, garantiza por el contrario la diversidad de la obra. Esta es una construcción de igual categoría que la de Euclides. Lo que más admiro en Bazin es que cada nuevo artículo suyo no sirve para completar o precisar un pensamiento expresado a medias en otra parte, ni tan siquiera para expresarlo con ejemplos más convincentes. Muy a menudo, añade, crea una nueva sección de la reflexión cuya existencia era insospechada. Da lugar a verdaderos “entes” críticos, al igual que el matemático crea figuras o teoremas. ¿Cuántas categorías se han abierto a nuestra exploración gracias a él, comenzando por la ontología (no me refiero al término, sino al concepto), absolutamente ignorada por los técnicos anteriores a 1940?
Si Bazin no se repite, tampoco se contradice. Sin duda ha ocurrido que revisar algunos juicios particulares acerca de tal o cual película. En este caso, no les gusta hacerlo a hurtadillas sino con toda claridad, según las reglas de una honestidad que no me atrevo a alabar demasiado para no perjudicar sus otros méritos. En realidad, si a Bazin le gusta hacer retracción pública este escrúpulo no hay que anotarlo en el activo de su carácter personal sino en el de la solidez de su sistema. Y es que para él, como para el sabio, existen una verdad y error objetivos, mientras que esto no ocurre con el doctrinario o el impresionista. Si él puede afirmar “Me he equivocado” es porque le ha ocurrido raramente. En los escritos que nos propone, no ha introducido absolutamente ningún retoque en el fondo, y no obstante resultaría difícil descubrir la más mínima contradicción, en la misma medida que tampoco la descubrimos en los libros de Euclides. Instalado en la verdad desde el primer momento–o, si se quiere, en la hipótesis más fecunda, como dice la ciencia moderna–, la exploración de las diferentes ramas que se han injertado en el tronco de su reflexión inicial nunca le han incitado a enmendarla.
El método deductivo tiene ciertamente sus peligros. Sé lo que se puede objetar: si Bazin nunca corría el riesgo de ver debilitadas sus teorías es porque había forjado más o menos un cine con vistas únicamente a su comprobación. Es cierto que acerca de tal o cual película nos ha propuesto unas construcciones demasiado seductoras para encajar con la realidad. Tan seductoras incluso que, encantados en la perfección intrínseca del edificio crítico, no sabríamos cómo reprocharselo. Pero estoy refiriéndome al sabio, de momento, no al artista, aunque es cierto que fue preciso esperar su llegada para que la crítica de cine accediera a la misma perfección “literaria” que las demás artes. Alabar así a Bazin es hacerle un elogio muy debajo de lo que se merece. El método es peligroso, sí, pero la relectura de estos textos acaba de persuadirme, si es que no estaba ya lo suficientemente convencido, de que sus peligros, rozados sin cesar, siempre han sido evitados en los momentos más importantes. Es posible estar o no de acuerdo con Bazin cuando juzga tal o cual película. Nadie se puede jactar de abstraerse de sus gustos personales: él, que era todo lo contrario a un simple teórico, nunca disimuló los suyos, como tampoco dejaba en la sombra sus convicciones filosóficas o políticas. Lo raro en él es que los principios rectores de sus juicios nunca han intentado coincidir cueste lo que cueste con las ideas germinadas en algún otro lugar de la estética: siempre los extrae su propia reflexión sobre el cine. De ahí surge la fuerza de sus conclusiones y su perennidad. Así, por ejemplo, siempre tiene mucho cuidado en distinguir realismo de hecho y doctrina. Cuando defiende, pongamos, a Wyler frente a Ford, no es para retomar por su cuenta el grito de guerra de Roger Leenhardt, sino con el fin de profundizar mejor su conocimiento del lenguaje cinematográfico. Su estudio acerca del “jansenista de la puesta en escena” no ha perdido nada de su valor ni tampoco su actualidad: es la obra de un historiador, no un manifiesto. Frente a la serenidad congénita de Bazin, lo demás es tan sólo polémica, tanto en los artículos y libros de todos nosotros, sus contemporáneos y émulos, como también las grandes teorías de preguerra (incluida la de Balazas), demasiado ocupadas en proponer una nueva poética aristotélica para haber sabido remontarse hasta las evidencias primarias.
Y luego, ¿la vía inductiva no presenta riesgos aún mayores? Inducir una ley a partir de un ejemplo es adoptar en el ámbito del arte o de la historia una opción temeraria acerca del porvenir. Es querer definir el cine únicamente por lo que ha sido; es rechazar, por ejemplo, la palabra o el color con el pretexto de que durante cierto tiempo el cine fue mudo, p bien en blanco y negro. Antes de Bazin, la teoría del cine no ha sabido plantearse otro modelo que el de las ciencias experimentales, y ante la imposibilidad de poder alcanzar su rigor, siguió siendo empírica. Constataba la existencia de ciertos elementos –sobre todo procedimientos de lenguaje, el primer plano, el montaje– sin poder dar cuenta de sus causa. Bazin introdujo una nueva dimensión, metafísica (podemos emplear la palabra puesto que él mismo lo hizo, guardándose mucho de dárselas de filósofo) o si se prefiere así, fenomenológica. La influencia de Sartre 2, nos decía, fue determinante en su carrera: admiremos la independencia que el discípulo adquirió luego con respecto a su maestro.
Una de las pruebas de la perfección de esta construcción es la fortuna con la que Bazin supo formular sus axiomas fundamentales. Todo está contenido, o incluso dicho, en una frase, puesto que esta es la que va a a permitir decirlo todo. Encierra la definición del cine, pero de la misma manera en la definición de la línea recta contiene en germen las del plano y el espacio. Sin duda no es posible ir más lejos en “comprensión”, aunque la extensión del concepto más adelante nos pueda parecer infinita: “El cine –leemos– se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica”. Con esta pequeña, modesta frase, Bazin efectúa su revolución copernicana en el ámbito de la teoría del cine. Con anterioridad a él, se había querido poner el acento sobre la subjetividad del “séptimo arte”. En general, se sostenía el razonamiento siguiente: “¿El cine es un arte ? Quien dice arte, dice interpretación: reunamos las pruebas de infidelidad, saquemos a la luz los rastros de la intervención del artista”. Etapa útil y necesaria de la reflexión, aunque nos ocultó durante mucho tiempo el ser de un arte cuya originalidad desconocíamos, al pretender discernir en él sus analogías con las demás. Lo que le importan a Bazin no es qué se parece el cine a la pintura sino en qué difiere de ella. Como la fotografía, el cine es hijo de la mecánica: “Por vez primera, entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto. Por vez primera una imagen del mundo exterior se forma automáticamente sin intervención creadora del hombre. Todas las artes están fundadas en la presencia del hombre; tan sólo la fotografía gozamos de su ausencia”.
Es cosa sabida que desde hace trece años se ha comprobado la extraordinaria fecundidad de este punto de partida. Bajo esta luz todo tomó un nuevo color y aparecieron algunos campos de investigación ignorados hasta entonces. Los capítulos siguientes no son la paráfrasis del primero, ni variaciones sobre un tema común, ni siquiera aplicaciones particulares de una ley general. A la manera de un explorador, Bazin se entrega a una verdadera prospección por el interior del ser en el cine. Posee el hilo que conducirá a lo largo de todo el laberinto, pero no conoce de antemano las riquezas que le esperan y que nos descubrirá con el mismo asombro que él experimentó. Tomo prestadas de los capítulos siguientes algunas frases apropiadas para sentir al mismo tiempo la unidad y la extrema diversidad de sus planteamientos:
< El mito que rige la invención del cine es, pues, la realización de ese otro que domina confusamente todas las técnicas de reproducción mecánica de la realidad que vieron la luz en el siglo XIX, de la fotografía al fonógrafo. Es el mito del realismo integral , de una recreación del mundo a su imagen, una imagen sobre la que no pesaría la hipótesis de la libertad de interpretación del artista ni la irreversibilidad del tiempo. Si el cine al nacer no tuvo todos los atributos cine total del mañana fue muy a su pesar y sólo porque sus hadas madrinas fueron técnicamente incapaces de dárselos en su cuna. El realismo de la imagen fotográfica es lo único que hace posible lo fantástico en el cine, lo que impone la presencia de lo inverosímil y lo introduce en el universo de las cosas visibles. Gracias al cine, el mundo realiza una astuta economía con los presupuestos de guerra, puesto que los utiliza para dos fines, la Historia y el Cine, como esos productores que ruedan una segunda película con los decorados demasiado costosos de la primera. En este caso, el mundo tiene razón. La guerra, con sus cosechas de cadáveres, sus incontrolables migraciones, sus campos de concentración, sus bombas atómicas, supera con mucho el arte imaginativo que pretende reconstruirla. Ahí está el milagro del cine científico, su inagotable paradoja. Es el punto más extremo de la investigación interesada y utilitaria, en su proscripción absoluta de las intenciones estéticas como tales, donde la belleza cinematográfica se desarrolla, por añadidura, como un don natural. (...) Solamente la cámara posee el sésamos de este universo en el que la belleza suprema se identifica al mismo tiempo con la naturaleza y el azar; es decir, todo lo que cierta estética tradicional considera como lo contrario del arte. Tal como el propio cine lo ha cambiado, endurecido y casi fosilizado por la blancura ósea de la emulsión ortocromática, un mundo transformado vuelve hacia nosotros más real que nosotros mismos y, por lo tanto, fantástico. Proust halló la recompensa del tiempo recobrado en la alegría inefable de hundirse en el recuerdo. Aquí, por el contrario, la alegría estética surge de un desgarro, puesto que estos “recuerdos” no nos pertenecen. Constituyen la paradoja de un pasado objetivo exterior a nuestra conciencia. La representación de la muerte real es también una obscenidad, no ya moral como la del amor, sino metafísica. Nunca se muere dos veces. En este punto, la fotografía carece del poder del cine: sólo puede representar a un agonizante o a un cadáver, pero no el paso intangible de uno a otro >
Estas citas permiten ver de qué manera Bazin se ve conducido a descubrirnos todo un mundo de relaciones nuevas entre la obra de arte y la naturaleza. El cine ha abolido la distancia tradicional entre la realidad y su representación. El modelo está integrado en la obra, de alguna manera es la obra. Lo juzgamos al mismo tiempo que a esta, y viceversa. Si El mundo del silencio (Le monde du silence, 1956) nos hace admirar las profundidades submarinas, toma prestadas de ellas no sólo su propia belleza sino su valor de obra de arte.
Puede ocurrir incluso que el modelo pueda estar afectado de un coeficiente de realidad menor que la película que lo reproduce. Estos caos límite han sido objeto de un cuidado muy especial en textos como “ le mythe de Staline” o “Pastiche et postiche ou le néant pour une moustache (Hitler et Charlot)”. Y en ese punto, Bazin es inimitable. Este crítico, serio entre los más serios, supo, dado el caso, manifestar una inspiración y una fantasía que no alteraban en absoluto la profundidad de sus observaciones. Por otra parte, estos no son los únicos momentos en que se puede admirar el humor de Bazin. A decir verdad, se le encuentra en todas partes, no tanto en ciertos despropósitos u ocurrencias (“La Kon Tiki es la película más bella, aunque no existe”), sino en la comprensión misma de los problemas. Es menos una actitud de estilo que de pensamiento. La verdadera naturaleza del cine es contradictoria. Sólo se puede penetrar en su templo por la puerta de la paradoja, y por lo tanto de humor. Este humor es como una señal suplementaria de respeto.
“Por otra parte –leemos en la conclusión del primer capítulo–, el cine es un lenguaje.” Si Bazin hizo surgir de la nada la reflexión ontológica sobre el cine, no es en absoluto el primer gramático de este arte. El término mismo del lenguaje aparece a partir de 1918, bajo la pluma de Victor Perrot o de Canudo. Delluc, Eisenstein, Pudovkin, Arnheim y Malraux examinaron principalmente los problemas de la expresión, y podía parecer que en este capítulo no había mucho que añadir. Pero el estudio de la sintaxis sólo se había efectuado en detrimento de las aportaciones con las que el arte cinematográfico alimenta la realidad. Convencido de los descubrimientos que hizo en este campo, Bazin supo dar a las investigaciones sobre el lenguaje una orientación completamente nueva. Así, en “Montaje prohibido”, estudio de El globo rojo (Ballon rouge, 1953) y de las películas de animales, no examinará en absoluto el procedimiento desde el punto de vista de la mera relación de las imágenes entre sí, sino de la vinculación de éstas con la realidad: lo que está permitido en el cine de ficción no lo está en el documental. Las reglas sintácticas varían según la aplicación que se hace de ellas. Pierden su carácter absoluto.
Y luego, el lenguaje evoluciona. Es inútil insistir en este punto. El mismo Bazin debe la mayor parte de su renombre por el hecho de haber aparecido como el adalid de una nueva estética, la de la “profundidad de campo”. Esto, ya lo he dicho, es deformar sensiblemente la verdad. André Bazin no puede ser rebajado al rango de abogado, ni siquiera de la causa más justa. La evolución del lenguaje es para él un hecho, al igual, por ejemplo, que la grandeza del género documental. Con total imparcialidad, intenta dar cuenta tanto de esta como de aquella. Por esta razón, afirmémoslo nuevamente, sigue siendo válido su estudio sobre Wyler, cuya relectura emprendí no sin algún temor. Es cierto que no se podría explicar la evolución del estilo cinematográfico después de 1940 solamente a partir de la profundidad de campo o de la tendencia al plano fijo. Pero remontémonos a las fuentes, es decir, al texto. No le hagamos decir a Bazin lo que él no dijo. Constatamos que todas las enmiendas que otros han creído aportar a su teoría habían sido formuladas ya por él mismo, que la famosa profundidad nunca fue considerada más que como uno de los signos de cierto avance hacia la objetividad, que no ha sido negada por la obras posteriores ni por las novedades técnicas, empezando por el CinemaScope. El antepenúltimo capítulo, “La evolución del lenguaje cinematográfico”, producto de la fusión de tres artículos, es ideal para satisfacer a los más exigentes, pues este escrito de dieciséis páginas es la vez denso y matizado. Se suele alabar el talento de Bazin como analista. Creo que pasará mucho tiempo antes de que alguien nos ofrezca una visión tan clara y seductora, tan difícilmente atacable. Valgan como testimonio estas pocas líneas que he tomado de la conclusión
<Sin lugar a dudas, es sobre todo la tendencia Stroheim-Murnau, casi totalmente eclipsada desde 1930 a 1940, la que el cine ha reanudado más o menos conscientemente desde hace diez años. Pero no se limita a prolongarla, sino que de ahí extrae el secreto de una regeneración realista del relato, que vuelve a ser capaz de integrar el tiempo real de las cosas, la duración del acontecimiento, que la planificación tradicional convertía en un tiempo intelectual y abstracto. Pero lejos de eliminar las conquistas del montaje, les da por el contrario una relatividad y un sentido. Sólo en relación con un realismo creciente de la imagen es posible un suplemento de la abstracción. El repertorio estilístico de un director como Hitchcock, por ejemplo, se extiende desde los poderes del documento en bruto hasta las sobreimpresiones y los primerísimos planos. Pero los primeros planos de Hitchcock no son los de Cecil B. de Mille en Lamarca de fuego (The Cheat, 1915). Son solamente una figura de estilo entre muchas. >
Estas reflexiones han sido inspiradas sólo por una parte muy pequeña de la obra de Bazin. Puesto que él lo quiso así, es por ahí por donde hay que abordarla, pero tal como me ha convencido la lectura de las pruebas de imprenta, la segunda recopilación –actualmente en prensa–, dedicada a las relaciones del cine con las otras artes, no cede en nada a la primera, tanto por el valor de cada capítulo como por la cohesión del conjunto. Mi proyecto inicial era presentar toda la obra de Bazin pero, por familiarizado que esté con ella, pronto renuncié a llevar a buen puerto, y en tiempo limitado, semejante empeño. 3 No se trata en absoluto de que la mencionada obra sea tan diversa que apenas se pueda encontrar en ella un hilo conductor, sino más bien que los lazos entre las diferentes partes son tan fuertes, tan necesarios, que es de temer que al intentar destacarlos a grandes rasgos se señalen sólo los más flojos y contingentes. Excusadme si mi resumen está teñido de subjetividad, si propongo cierta interpretación en detrimento de otras, totalmente legítimas también. Lo que quisiera mostrar es, sobre todo, que este espíritu, al que nadie niega sus asombrosas facultades de análisis, posee, como indicaba hace un instante, un no menos admirable don de síntesis. Mi colega polaco Jerzy Plazewski lamenta que Bazin no haya podido ofrecer su summa. Nosotros también lo hemos lamentado, y este lamento pudo hacer en su momento más cruel nuestro duelo. Pero he aquí al menos un consuelo a nuestras penas: esta summa la tenemos gracias a la simple adición de las diferentes partes de la obra, todas tan homogéneas y tan irrefutables como los entes matemáticos. No creo que los célebres libros de Eisenstein, Balazs o Arnheim puedan competir con ella en rigor y coherencia.
Al igual que de los problemas de lenguaje, antes de Bazin se había hablado a menudo de las relaciones del cine con las otras artes, pero su verdadera naturaleza había sido malinterpretada porque hasta entonces se planteaba el problema al revés. Se partía de cierta concepción del arte en la que se quería hacer entrar al cine, incluso cuando se intentaba determinar algunas de sus características ciertamente específicas pero secundarios. Bazin, por el contrario, hizo tabla rasa de todas las ideas heredadas y propuso un cambio radical de perspectiva. La prueba de la fecundidad de este nuevo punto de vista es que no sólo ilumina el arte del cine sino también, de rebote, los demás. Bazin, con su modestia acostumbrada, no pretende en absoluto invadir un campo que no es el suyo, pero los giros de su investigación nos descubren a menudo, y como si el autor no se diera cuenta, preciosas observaciones acerca de la naturaleza o la evolución de la novela, del teatro o de la pintura. No, no trata de hacer ostentación de su cultura, de utilizar la ayuda sazonada del razonamiento analógico, sino que para él es indudable que si el conocimiento de las otras artes ha podido y puede arrojar luz útil sobre la naturaleza del cine, la recíproca no es menos cierta, y que una exploración tan profunda como la de Bazin, incluso arrinconada en una estrecha especialidad, no puede llevarse a cabo sin traer consigo descubrimientos sobre la naturaleza y el devenir del arte en su conjunto. Algunas citas, espigadas al azar, me dispensarán de mayores comentarios:
<El éxito y la eficacia de un Mounet-Sully se debían sin duda a su talento, pero se sustentaban en el asentimiento cómplice del público. Era el fenómeno del “monstruo sagrado” que hoy ha derivado casi por completo hacia el cine. Decir que los concursos de conservatorio ya no producen trágicos no significa en absoluto que no nazcan más Sarah Bernhardt, sino que ya no existe acuerdo entre la época y sus características. Así, Voltaire se agotaba plagiando la tragedia del siglo XVII porque creía que quien había muerto era Racine en lugar de la tragedia. >
<Lo que revela El misterio de Picasso (Le mystère Picasso, 1956) no es algo que ya se sabía, la duración de la creación, sino que esta duración puede ser integrante de la obra misma. (...) Esta temporalidad de la pintura se había manifestado en todos los tiempos de forma larvaria, especialmente en los cuadernos de bocetos, los “estudios” y los “estados” de los grabadores, por ejemplo. Pero se ha revelado como una virtualidad más exigente en la pintura moderna. Matisse, al pintar varias veces la Femme á la blouse roumaine, ¿no despliega su invención creadora en el espacio, es decir, en un tiempo sugerido, como haría con un mazo de cartas? >
Una de las aportaciones, y no de las menos originales, de Bazin es la denuncia que hace, a lo largo de todo el libro, de las características “específicas” a partir de las cuales, con anterioridad a él, se intentaba definir al cine. Él aboga por el arte que le gusta, pero sin inventarle falsas virtudes, negándose a dejarse seducir por cierta originalidad de superficie con el fin de discernir mejor la verdadera. No intenta eludir los problemas más peligrosos a los que nosotros, los críticos, no solemos proporcionar más que una solución fragmentaria y válida solamente para esa circunstancia, por no haber encontrado la respuesta clave. Esta, que por mi parte desesperaba de poder descubrir, la encontré de pronto en un paso del primer capítulo dedicado a la “defensa del cine impuro”. Es cosa sabida que André Bazin atribuyó siempre una importancia extrema al problema de la adaptación. Esto es lo primordial: para él se trata de solicitar siempre la declaración de la inocencia, incluso cuando el cine acumula sobre sí mismo todos los indicios de culpabilidad. Es importante que el cine siga siendo el cine, aunque obtenga sus bienes de otra parte, que estos préstamos no se conviertan para él en una prueba irrefutable de esterilidad ni de dependencia. Cabe considerar que la respuesta que da aquí constituye la “ideas matriz” de esta segunda recopilación, al igual que la objetividad fotográfica lo es de la primera. Y, a decir verdad, ambas ideas son hermanas, las dos están fundadas sobre el mismo reconocimiento del estrecho vínculo que este arte mantiene con la realidad. En definitiva, las contingencia es también una característica necesaria del cine.
< No nos dejemos engañar por la analogía con las otras artes, sobre todo con aquellas cuya evolución hacia un uso individualista se ha independizado casi del consumidor (...) El cine no puede existir sin un mínimo de espectadores inmediato. Incluso cuando el cineasta se enfrenta al gusto del público, su audacia sólo es válida en la medida en que es posible admitir que es el espectador quien desprecia lo que le debería gustar y acabará gustándole un día. La única comparación posible sería con la arquitectura, puesto que una casa sólo tiene sentido en la medida en que es habitable. También el cine es un arte funcional. Siguiendo otro sistema de referencia, sería preciso decir que su existencia precede a su esencia. La crítica debe partir de esta existencia, incluso en sus extrapolaciones más aventuradas >
Estas frases –como todas las que he citado– me produce placer reescribirlas con mi propia mano. De fórmulas así hay miríadas y brillan no por vanos ornamentos sino por la densidad de su materia. Nuevas pruebas de una raro don de síntesis sobre el que no me parece ocioso insistir de nuevo, porque atestiguan un talento no menos firme como escritor. Es cierto que ya nadie podrá hablar jamás de cine sin inspirarse en los trabajos de Bazin, pero pienso que sería incluso más temerario que impertinente emprender un estudio mínimamente serio sin citar algunas de sus frases.
Llegamos así al estilo. Ese es el reflejo del pensamiento y lleva impresas las mismas cualidades. Pero esta alabanza me parece todavía muy pequeña. Bazin no es ciertamente un purista: periodista, teórico de un arte completamente nuevo, no mantiene ningún prejuicio con respecto de los neologismos del vocabulario y de la sintaxis. Ciertamente, ante todo, quiere convencer, no silenciar ninguna etapa de su demostración ni ninguna de las bisagras de su razonamiento: los puesto que, los por lo tanto, los pues y los porqués surgen en el momento necesario, no es cuestión de eliminarlos. Y sin embargo, ninguna aridez, ninguna pesadez, ninguna pedantería. En relación con la ambición del planteamiento, las palabras técnicas de la filosofía son, a fe mía, bastante raras. Si se desliza un término un tanto culto, encontraremos algunas líneas más abajo la expresión familiar, pero no suavizada, que proporciona un contrapeso casi humorístico. Los comienzos son lentos y discretos. A Bazin, que escribía rápido y casi sin tachaduras, por lo que he podido comprobar al haberle visto manejar a menudo, le gustaba dejar correr su pluma. Y entonces, de pronto, el hallazgo, la fórmula admirable que, lejos de satisfacerle, suscita una segundo y luego una tercera y en ocasiones todo una cascada de máximas densas, coloreadas, explosivas y sin embargo modestas.
Aquí me veo obligado de nuevo a escoger. Entre todos los adornos, si es que se trata de adornos, de su estilo, son las comparaciones las que han suscitado en mí la más viva admiración, no exenta de auténtica envidia. ¿Son verdaderamente un efecto de estilo? No, ciertamente, porque no pueden ser consideradas como puros ornamentos puesto que seguramente nunca ha habido metáforas que fueran menos gratuitas. Están ahí para sustentar la demostración, nunca se ruborizan por su origen didáctico. Al principio sólo aparecen con precaución. En el capítulo sobre Wyler, Bazin pide que se le disculpe por extraer sus argumentos de la mineralogía. Por otra parte, sus comparaciones revisten un aliento menos científico en su presentación, incluso aunque su contenido esté tomado casi siempre de la ciencia preferida por el autor, la historia natural: zoología, botánica o geología. ¿Acaso no hacían exactamente lo mismo los antiguos poetas didácticos, empezando por el autor de De natura rerum? A esta pregunta, fortalecidos por este ejemplo y también por el de la “Comedia humana”, podemos responder sin temor que “sí”. Esas comparaciones refuerzan al mismo tiempo nuestra convicción y el encanto de nuestra lectura. Por mi parte, las encuentro más poéticas y más persuasivas que las tan alabadas de Albert Thibaudet. Su belleza encaja con seguridad (cosa rara en la literatura moderna, amanerada por temperamento y necesidad, puesto que en toda buena metáfora descansa una idea de finalidad, en la que nuestro siglo no cree demasiado) con las correspondencias que permite adivinar entre el mundo natural y el del arte cinematográfico; traducen indirectamente la suerte de primacía que Bazin concede al universo de los fines sobre el de las causas. La prueba es esa sorprendente “entrada” que escribió para la entrevista con Orson Welles y que desembocaba plenamente en una narración fantástica balzaquiana. ¿Qué escoger, entre mil joyas? Solamente una, a falta de espacio, por su rara densidad y la perfecta adecuación de la metáfora con el objeto de estudio
< (se trata de los ruidos “estilizados” de Bresson): Están ahí sólo por su indiferencia y su perfecta condición de “extraños”, como el grano de arena en la máquina para agarrotar el mecanismo. Aunque la arbitrariedad de su elección parezca abstracta, es de una concreción integral, raya la imagen para denunciar su transparencia, como el polvo de diamante>
Acabo de releer a Bazin y mi lectura, además de una exaltación de la que no he sabido dar más que un reflejo demasiado pálido, me ha procurado un desánimo no menos vivo. Todo ha sido dicho por él, hemos llegado demasiado tarde. Nosotros, la gente de Cahiers, que hablábamos con él casi a diario, nos creíamos exentos de tener que volver a leer sus escritos, pues si no, tal vez, no habríamos osado repetir lo que él había dicho ya de forma definitiva, o contradecirle a veces, olvidando que había proporcionado de antemano sus respuestas a nuestras objeciones. Por otra parte, todos nosotros estábamos comprometidos en las vías menores de la polémica y de las florituras y descargábamos sobre él la labor de plantear la gran cuestión, “¿Qué es el cine?”, y darle una respuesta. Ahora nos incumbe el duro deber de proseguir su tarea: lo haremos sin falta, aunque estemos persuadidos de que él la llevó más allá de donde nosotros podremos alcanzar. Si el cine no evoluciona tal vez seremos los mejor inspirados para renunciar a él. Solamente las sorpresas del porvenir autorizan la esperanza de que podamos ser, si no los sucesores de André Bazin, sí al menos sus discípulos menos indignos.
(Cahiers du cinéma, nº 91, especial André Bazin, enero de 1959)
Traducción de Josep Torrell Jordana. Texto publicado para conmemorar la primera edición del libro ¿Qué es el cine?, de André Bazin. Este texto está incluido en el libro de Rohmer El gusto por la belleza.
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LA SUMMA DE ANDRÉ BAZIN
La summa de André Bazin
Por Eric Rohmer
Este artículo me deleitaba por anticipado antes de escribirlo, lejos de suponer que iba a aparecer en tales circunstancias. La publicación del primer tomo de ¿Qué es el cine? me iba a permitir no sólo pagar una enorme deuda con mi maestro y amigo, sino también señalar un dato de la historia del cine no menos importante que la aparición de tal o cual película o la puesta a punto de algún procedimiento técnico. Esperaba incluso que explicaría o ayudaría a disculpar el poco cuidado con que de ordinario cubrimos la sección de libros en Cahiers, a pesar de las quejas del propio Bazin. Con la aparición de cada nueva obra –y hubo muchas en estos últimos tiempos–, yo no dejaba de constatar con amargura, por honrada e inteligente que fuera, que, aunque aportaba una piedra al edificio de la teoría del cine, le faltaba el armazón. Las naves laterales y las capillas de una Estética en plena construcción reinaban en las vitrinas de los libreros, mientras que los planos de la nueva nave central aún no tenían más confidente que el papel de prensa. Se publicaban obras que serían ilegibles dos o tres años después, si no lo eran ya entonces, y mientras tanto, aquel que había sabido convertir para nosotros la meditación sobre el cine en algo tan cautivador como la lectura de una novela, solo había firmado dos libros, ¡y encima en colaboración! Algún principiante daba la suma de sus reflexiones mientras el pensamiento del más grande de los críticos actuales seguía desenvolviéndose en el fárrago de los semanarios, de las revistas o de los opúsculos.
Este libro, pues, iba a constituir el pórtico introductorio a la obra futura de André Bazin, que ya no sería la de un periodista, por ejemplar que sea, sino la de un escritor. Desgraciadamente, este vestíbulo forzosamente hemos de considerarlo ahora como la totalidad de la obra, contemplar como una summa lo que solo queríamos discernir aún como promesas. Nos preparábamos para saludar un punto de partida, un nacimiento, y he aquí que hemos de celebrar una muerte. ¿Pero hay que hablar de muerte cuando no se trata del hombre sino de la obra? Lo sé: lo que tenemos entre manos no es más que un breve fragmento de lo habíamos osado esperar. Y, lamentos, tendremos al menos el consuelo que los textos que dejó Bazin nos parece, gracias a esta mirada retrospectiva, más importantes, más acabados de lo que los juzgamos cuando vivía. Mientras leo el primer volumen y las pruebas del segundo, una certeza se abre paso en mí: no se trata de un conjunto de notas, de bosquejos. Esta construcción, aunque no esté realmente terminada, sin embargo, está sólidamente asentada sobre su base, no sólo el armazón, sino también los tabiques están en su sitio, y algunos desde hace tiempo y con carácter definitivo.
Ese punto es importante. Permítase detenerme en él antes de pasar al contenido mismo de la obra. A pesar de las apariencias, no nos encontramos ante una recopilación. Ha habido una selección, por supuesto, pero todo es como si los diferentes artículos escogidos, lo más frecuente es que sin retoques, hubieran sido compuestos pensando en esta elección. Aquí no hay nada que lleve la huella de las contingencias del oficio de periodista, que bazin, sin embargo, practicaba con el fervor y el sentido de la oportunidad que todos conocemos. Estos textos, suscitados todos ellos por una circunstancia precisa, forman parte al mismo tiempo del desarrollo de un plan metódico, que nos ha sido revelado ahora. No hay ninguna duda de que se trata claramente de un plan establecido de antemano y no de un arreglo hecho con posteridad. El orden de la lógica, que se encuentra aquí, no corresponde necesariamente al de la cronología, y, sin embargo, es significativo que el texto reproducido en primer lugar, “Ontología de la imagen fotográfica”, sea uno de los más antiguos. Bazin no nos ofrece una serie de aproximaciones sucesivas a un mismo tema, sino soluciones cada vez más definitivas a un problema sucesivamente diferente. Por lo menos en el seno de una misma sección, le importaba haber resuelto uno antes de pasar a otro.
Este es un aspecto científico de su obra que quisiera sacar a luz, para empezar, sin disimular no obstante la parte artística, sobre la que volveré. Es posible evocar al mismo tiempo el ejemplo de las ciencias naturales, a las que llamaba a menudo en su ayuda, y el del método matemático. Cada artículo, aunque también el libro en su conjunto, tiene el rigor de una auténtica demostración. Es cierto que toda la obra de Bazin gira alrededor de una misma idea, la afirmación de “la objetividad” cinematográfica, pero, en cierto modo, lo hace de la misma manera que toda la geometría gira alrededor de las propiedades de la línea recta.
Aquí no se trata de un principio de combate, de un “motivo” repetido con varias formas diferentes, sino más bien de una hipótesis fundamental, que la abundancia de las comprobaciones realizadas por el autor nos incita a considerar como un auténtico axioma. La referencia constante a este, implícita o explícita, lejos de engendrar la monotonía, garantiza por el contrario la diversidad de la obra. Esta es una construcción de igual categoría que la de Euclides. Lo que más admiro en Bazin es que cada nuevo artículo suyo no sirve para completar o precisar un pensamiento expresado a medias en otra parte, ni tan siquiera para expresarlo con ejemplos más convincentes. Muy a menudo, añade, crea una nueva sección de la reflexión cuya existencia era insospechada. Da lugar a verdaderos “entes” críticos, al igual que el matemático crea figuras o teoremas. ¿Cuántas categorías se han abierto a nuestra exploración gracias a él, comenzando por la ontología (no me refiero al término, sino al concepto), absolutamente ignorada por los técnicos anteriores a 1940?
Si Bazin no se repite, tampoco se contradice. Sin duda ha ocurrido que revisar algunos juicios particulares acerca de tal o cual película. En este caso, no les gusta hacerlo a hurtadillas sino con toda claridad, según las reglas de una honestidad que no me atrevo a alabar demasiado para no perjudicar sus otros méritos. En realidad, si a Bazin le gusta hacer retracción pública este escrúpulo no hay que anotarlo en el activo de su carácter personal sino en el de la solidez de su sistema. Y es que para él, como para el sabio, existen una verdad y error objetivos, mientras que esto no ocurre con el doctrinario o el impresionista. Si él puede afirmar “Me he equivocado” es porque le ha ocurrido raramente. En los escritos que nos propone, no ha introducido absolutamente ningún retoque en el fondo, y no obstante resultaría difícil descubrir la más mínima contradicción, en la misma medida que tampoco la descubrimos en los libros de Euclides. Instalado en la verdad desde el primer momento–o, si se quiere, en la hipótesis más fecunda, como dice la ciencia moderna–, la exploración de las diferentes ramas que se han injertado en el tronco de su reflexión inicial nunca le han incitado a enmendarla.
El método deductivo tiene ciertamente sus peligros. Sé lo que se puede objetar: si Bazin nunca corría el riesgo de ver debilitadas sus teorías es porque había forjado más o menos un cine con vistas únicamente a su comprobación. Es cierto que acerca de tal o cual película nos ha propuesto unas construcciones demasiado seductoras para encajar con la realidad. Tan seductoras incluso que, encantados en la perfección intrínseca del edificio crítico, no sabríamos cómo reprocharselo. Pero estoy refiriéndome al sabio, de momento, no al artista, aunque es cierto que fue preciso esperar su llegada para que la crítica de cine accediera a la misma perfección “literaria” que las demás artes. Alabar así a Bazin es hacerle un elogio muy debajo de lo que se merece. El método es peligroso, sí, pero la relectura de estos textos acaba de persuadirme, si es que no estaba ya lo suficientemente convencido, de que sus peligros, rozados sin cesar, siempre han sido evitados en los momentos más importantes. Es posible estar o no de acuerdo con Bazin cuando juzga tal o cual película. Nadie se puede jactar de abstraerse de sus gustos personales: él, que era todo lo contrario a un simple teórico, nunca disimuló los suyos, como tampoco dejaba en la sombra sus convicciones filosóficas o políticas. Lo raro en él es que los principios rectores de sus juicios nunca han intentado coincidir cueste lo que cueste con las ideas germinadas en algún otro lugar de la estética: siempre los extrae su propia reflexión sobre el cine. De ahí surge la fuerza de sus conclusiones y su perennidad. Así, por ejemplo, siempre tiene mucho cuidado en distinguir realismo de hecho y doctrina. Cuando defiende, pongamos, a Wyler frente a Ford, no es para retomar por su cuenta el grito de guerra de Roger Leenhardt, sino con el fin de profundizar mejor su conocimiento del lenguaje cinematográfico. Su estudio acerca del “jansenista de la puesta en escena” no ha perdido nada de su valor ni tampoco su actualidad: es la obra de un historiador, no un manifiesto. Frente a la serenidad congénita de Bazin, lo demás es tan sólo polémica, tanto en los artículos y libros de todos nosotros, sus contemporáneos y émulos, como también las grandes teorías de preguerra (incluida la de Balazas), demasiado ocupadas en proponer una nueva poética aristotélica para haber sabido remontarse hasta las evidencias primarias.
Y luego, ¿la vía inductiva no presenta riesgos aún mayores? Inducir una ley a partir de un ejemplo es adoptar en el ámbito del arte o de la historia una opción temeraria acerca del porvenir. Es querer definir el cine únicamente por lo que ha sido; es rechazar, por ejemplo, la palabra o el color con el pretexto de que durante cierto tiempo el cine fue mudo, p bien en blanco y negro. Antes de Bazin, la teoría del cine no ha sabido plantearse otro modelo que el de las ciencias experimentales, y ante la imposibilidad de poder alcanzar su rigor, siguió siendo empírica. Constataba la existencia de ciertos elementos –sobre todo procedimientos de lenguaje, el primer plano, el montaje– sin poder dar cuenta de sus causa. Bazin introdujo una nueva dimensión, metafísica (podemos emplear la palabra puesto que él mismo lo hizo, guardándose mucho de dárselas de filósofo) o si se prefiere así, fenomenológica. La influencia de Sartre 2, nos decía, fue determinante en su carrera: admiremos la independencia que el discípulo adquirió luego con respecto a su maestro.
Una de las pruebas de la perfección de esta construcción es la fortuna con la que Bazin supo formular sus axiomas fundamentales. Todo está contenido, o incluso dicho, en una frase, puesto que esta es la que va a a permitir decirlo todo. Encierra la definición del cine, pero de la misma manera en la definición de la línea recta contiene en germen las del plano y el espacio. Sin duda no es posible ir más lejos en “comprensión”, aunque la extensión del concepto más adelante nos pueda parecer infinita: “El cine –leemos– se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica”. Con esta pequeña, modesta frase, Bazin efectúa su revolución copernicana en el ámbito de la teoría del cine. Con anterioridad a él, se había querido poner el acento sobre la subjetividad del “séptimo arte”. En general, se sostenía el razonamiento siguiente: “¿El cine es un arte ? Quien dice arte, dice interpretación: reunamos las pruebas de infidelidad, saquemos a la luz los rastros de la intervención del artista”. Etapa útil y necesaria de la reflexión, aunque nos ocultó durante mucho tiempo el ser de un arte cuya originalidad desconocíamos, al pretender discernir en él sus analogías con las demás. Lo que le importan a Bazin no es qué se parece el cine a la pintura sino en qué difiere de ella. Como la fotografía, el cine es hijo de la mecánica: “Por vez primera, entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto. Por vez primera una imagen del mundo exterior se forma automáticamente sin intervención creadora del hombre. Todas las artes están fundadas en la presencia del hombre; tan sólo la fotografía gozamos de su ausencia”.
Es cosa sabida que desde hace trece años se ha comprobado la extraordinaria fecundidad de este punto de partida. Bajo esta luz todo tomó un nuevo color y aparecieron algunos campos de investigación ignorados hasta entonces. Los capítulos siguientes no son la paráfrasis del primero, ni variaciones sobre un tema común, ni siquiera aplicaciones particulares de una ley general. A la manera de un explorador, Bazin se entrega a una verdadera prospección por el interior del ser en el cine. Posee el hilo que conducirá a lo largo de todo el laberinto, pero no conoce de antemano las riquezas que le esperan y que nos descubrirá con el mismo asombro que él experimentó. Tomo prestadas de los capítulos siguientes algunas frases apropiadas para sentir al mismo tiempo la unidad y la extrema diversidad de sus planteamientos:
< El mito que rige la invención del cine es, pues, la realización de ese otro que domina confusamente todas las técnicas de reproducción mecánica de la realidad que vieron la luz en el siglo XIX, de la fotografía al fonógrafo. Es el mito del realismo integral , de una recreación del mundo a su imagen, una imagen sobre la que no pesaría la hipótesis de la libertad de interpretación del artista ni la irreversibilidad del tiempo. Si el cine al nacer no tuvo todos los atributos cine total del mañana fue muy a su pesar y sólo porque sus hadas madrinas fueron técnicamente incapaces de dárselos en su cuna. El realismo de la imagen fotográfica es lo único que hace posible lo fantástico en el cine, lo que impone la presencia de lo inverosímil y lo introduce en el universo de las cosas visibles. Gracias al cine, el mundo realiza una astuta economía con los presupuestos de guerra, puesto que los utiliza para dos fines, la Historia y el Cine, como esos productores que ruedan una segunda película con los decorados demasiado costosos de la primera. En este caso, el mundo tiene razón. La guerra, con sus cosechas de cadáveres, sus incontrolables migraciones, sus campos de concentración, sus bombas atómicas, supera con mucho el arte imaginativo que pretende reconstruirla. Ahí está el milagro del cine científico, su inagotable paradoja. Es el punto más extremo de la investigación interesada y utilitaria, en su proscripción absoluta de las intenciones estéticas como tales, donde la belleza cinematográfica se desarrolla, por añadidura, como un don natural. (...) Solamente la cámara posee el sésamos de este universo en el que la belleza suprema se identifica al mismo tiempo con la naturaleza y el azar; es decir, todo lo que cierta estética tradicional considera como lo contrario del arte. Tal como el propio cine lo ha cambiado, endurecido y casi fosilizado por la blancura ósea de la emulsión ortocromática, un mundo transformado vuelve hacia nosotros más real que nosotros mismos y, por lo tanto, fantástico. Proust halló la recompensa del tiempo recobrado en la alegría inefable de hundirse en el recuerdo. Aquí, por el contrario, la alegría estética surge de un desgarro, puesto que estos “recuerdos” no nos pertenecen. Constituyen la paradoja de un pasado objetivo exterior a nuestra conciencia. La representación de la muerte real es también una obscenidad, no ya moral como la del amor, sino metafísica. Nunca se muere dos veces. En este punto, la fotografía carece del poder del cine: sólo puede representar a un agonizante o a un cadáver, pero no el paso intangible de uno a otro >
Estas citas permiten ver de qué manera Bazin se ve conducido a descubrirnos todo un mundo de relaciones nuevas entre la obra de arte y la naturaleza. El cine ha abolido la distancia tradicional entre la realidad y su representación. El modelo está integrado en la obra, de alguna manera es la obra. Lo juzgamos al mismo tiempo que a esta, y viceversa. Si El mundo del silencio (Le monde du silence, 1956) nos hace admirar las profundidades submarinas, toma prestadas de ellas no sólo su propia belleza sino su valor de obra de arte.
Puede ocurrir incluso que el modelo pueda estar afectado de un coeficiente de realidad menor que la película que lo reproduce. Estos caos límite han sido objeto de un cuidado muy especial en textos como “ le mythe de Staline” o “Pastiche et postiche ou le néant pour une moustache (Hitler et Charlot)”. Y en ese punto, Bazin es inimitable. Este crítico, serio entre los más serios, supo, dado el caso, manifestar una inspiración y una fantasía que no alteraban en absoluto la profundidad de sus observaciones. Por otra parte, estos no son los únicos momentos en que se puede admirar el humor de Bazin. A decir verdad, se le encuentra en todas partes, no tanto en ciertos despropósitos u ocurrencias (“La Kon Tiki es la película más bella, aunque no existe”), sino en la comprensión misma de los problemas. Es menos una actitud de estilo que de pensamiento. La verdadera naturaleza del cine es contradictoria. Sólo se puede penetrar en su templo por la puerta de la paradoja, y por lo tanto de humor. Este humor es como una señal suplementaria de respeto.
“Por otra parte –leemos en la conclusión del primer capítulo–, el cine es un lenguaje.” Si Bazin hizo surgir de la nada la reflexión ontológica sobre el cine, no es en absoluto el primer gramático de este arte. El término mismo del lenguaje aparece a partir de 1918, bajo la pluma de Victor Perrot o de Canudo. Delluc, Eisenstein, Pudovkin, Arnheim y Malraux examinaron principalmente los problemas de la expresión, y podía parecer que en este capítulo no había mucho que añadir. Pero el estudio de la sintaxis sólo se había efectuado en detrimento de las aportaciones con las que el arte cinematográfico alimenta la realidad. Convencido de los descubrimientos que hizo en este campo, Bazin supo dar a las investigaciones sobre el lenguaje una orientación completamente nueva. Así, en “Montaje prohibido”, estudio de El globo rojo (Ballon rouge, 1953) y de las películas de animales, no examinará en absoluto el procedimiento desde el punto de vista de la mera relación de las imágenes entre sí, sino de la vinculación de éstas con la realidad: lo que está permitido en el cine de ficción no lo está en el documental. Las reglas sintácticas varían según la aplicación que se hace de ellas. Pierden su carácter absoluto.
Y luego, el lenguaje evoluciona. Es inútil insistir en este punto. El mismo Bazin debe la mayor parte de su renombre por el hecho de haber aparecido como el adalid de una nueva estética, la de la “profundidad de campo”. Esto, ya lo he dicho, es deformar sensiblemente la verdad. André Bazin no puede ser rebajado al rango de abogado, ni siquiera de la causa más justa. La evolución del lenguaje es para él un hecho, al igual, por ejemplo, que la grandeza del género documental. Con total imparcialidad, intenta dar cuenta tanto de esta como de aquella. Por esta razón, afirmémoslo nuevamente, sigue siendo válido su estudio sobre Wyler, cuya relectura emprendí no sin algún temor. Es cierto que no se podría explicar la evolución del estilo cinematográfico después de 1940 solamente a partir de la profundidad de campo o de la tendencia al plano fijo. Pero remontémonos a las fuentes, es decir, al texto. No le hagamos decir a Bazin lo que él no dijo. Constatamos que todas las enmiendas que otros han creído aportar a su teoría habían sido formuladas ya por él mismo, que la famosa profundidad nunca fue considerada más que como uno de los signos de cierto avance hacia la objetividad, que no ha sido negada por la obras posteriores ni por las novedades técnicas, empezando por el CinemaScope. El antepenúltimo capítulo, “La evolución del lenguaje cinematográfico”, producto de la fusión de tres artículos, es ideal para satisfacer a los más exigentes, pues este escrito de dieciséis páginas es la vez denso y matizado. Se suele alabar el talento de Bazin como analista. Creo que pasará mucho tiempo antes de que alguien nos ofrezca una visión tan clara y seductora, tan difícilmente atacable. Valgan como testimonio estas pocas líneas que he tomado de la conclusión
<Sin lugar a dudas, es sobre todo la tendencia Stroheim-Murnau, casi totalmente eclipsada desde 1930 a 1940, la que el cine ha reanudado más o menos conscientemente desde hace diez años. Pero no se limita a prolongarla, sino que de ahí extrae el secreto de una regeneración realista del relato, que vuelve a ser capaz de integrar el tiempo real de las cosas, la duración del acontecimiento, que la planificación tradicional convertía en un tiempo intelectual y abstracto. Pero lejos de eliminar las conquistas del montaje, les da por el contrario una relatividad y un sentido. Sólo en relación con un realismo creciente de la imagen es posible un suplemento de la abstracción. El repertorio estilístico de un director como Hitchcock, por ejemplo, se extiende desde los poderes del documento en bruto hasta las sobreimpresiones y los primerísimos planos. Pero los primeros planos de Hitchcock no son los de Cecil B. de Mille en La marca de fuego (The Cheat, 1915). Son solamente una figura de estilo entre muchas. >
Estas reflexiones han sido inspiradas sólo por una parte muy pequeña de la obra de Bazin. Puesto que él lo quiso así, es por ahí por donde hay que abordarla, pero tal como me ha convencido la lectura de las pruebas de imprenta, la segunda recopilación –actualmente en prensa–, dedicada a las relaciones del cine con las otras artes, no cede en nada a la primera, tanto por el valor de cada capítulo como por la cohesión del conjunto. Mi proyecto inicial era presentar toda la obra de Bazin pero, por familiarizado que esté con ella, pronto renuncié a llevar a buen puerto, y en tiempo limitado, semejante empeño. 3 No se trata en absoluto de que la mencionada obra sea tan diversa que apenas se pueda encontrar en ella un hilo conductor, sino más bien que los lazos entre las diferentes partes son tan fuertes, tan necesarios, que es de temer que al intentar destacarlos a grandes rasgos se señalen sólo los más flojos y contingentes. Excusadme si mi resumen está teñido de subjetividad, si propongo cierta interpretación en detrimento de otras, totalmente legítimas también. Lo que quisiera mostrar es, sobre todo, que este espíritu, al que nadie niega sus asombrosas facultades de análisis, posee, como indicaba hace un instante, un no menos admirable don de síntesis. Mi colega polaco Jerzy Plazewski lamenta que Bazin no haya podido ofrecer su summa. Nosotros también lo hemos lamentado, y este lamento pudo hacer en su momento más cruel nuestro duelo. Pero he aquí al menos un consuelo a nuestras penas: esta summa la tenemos gracias a la simple adición de las diferentes partes de la obra, todas tan homogéneas y tan irrefutables como los entes matemáticos. No creo que los célebres libros de Eisenstein, Balazs o Arnheim puedan competir con ella en rigor y coherencia.
Al igual que de los problemas de lenguaje, antes de Bazin se había hablado a menudo de las relaciones del cine con las otras artes, pero su verdadera naturaleza había sido malinterpretada porque hasta entonces se planteaba el problema al revés. Se partía de cierta concepción del arte en la que se quería hacer entrar al cine, incluso cuando se intentaba determinar algunas de sus características ciertamente específicas pero secundarios. Bazin, por el contrario, hizo tabla rasa de todas las ideas heredadas y propuso un cambio radical de perspectiva. La prueba de la fecundidad de este nuevo punto de vista es que no sólo ilumina el arte del cine sino también, de rebote, los demás. Bazin, con su modestia acostumbrada, no pretende en absoluto invadir un campo que no es el suyo, pero los giros de su investigación nos descubren a menudo, y como si el autor no se diera cuenta, preciosas observaciones acerca de la naturaleza o la evolución de la novela, del teatro o de la pintura. No, no trata de hacer ostentación de su cultura, de utilizar la ayuda sazonada del razonamiento analógico, sino que para él es indudable que si el conocimiento de las otras artes ha podido y puede arrojar luz útil sobre la naturaleza del cine, la recíproca no es menos cierta, y que una exploración tan profunda como la de Bazin, incluso arrinconada en una estrecha especialidad, no puede llevarse a cabo sin traer consigo descubrimientos sobre la naturaleza y el devenir del arte en su conjunto. Algunas citas, espigadas al azar, me dispensarán de mayores comentarios:
<El éxito y la eficacia de un Mounet-Sully se debían sin duda a su talento, pero se sustentaban en el asentimiento cómplice del público. Era el fenómeno del “monstruo sagrado” que hoy ha derivado casi por completo hacia el cine. Decir que los concursos de conservatorio ya no producen trágicos no significa en absoluto que no nazcan más Sarah Bernhardt, sino que ya no existe acuerdo entre la época y sus características. Así, Voltaire se agotaba plagiando la tragedia del siglo XVII porque creía que quien había muerto era Racine en lugar de la tragedia. >
<Lo que revela El misterio de Picasso (Le mystère Picasso, 1956) no es algo que ya se sabía, la duración de la creación, sino que esta duración puede ser integrante de la obra misma. (...) Esta temporalidad de la pintura se había manifestado en todos los tiempos de forma larvaria, especialmente en los cuadernos de bocetos, los “estudios” y los “estados” de los grabadores, por ejemplo. Pero se ha revelado como una virtualidad más exigente en la pintura moderna. Matisse, al pintar varias veces la Femme á la blouse roumaine, ¿no despliega su invención creadora en el espacio, es decir, en un tiempo sugerido, como haría con un mazo de cartas? >
Una de las aportaciones, y no de las menos originales, de Bazin es la denuncia que hace, a lo largo de todo el libro, de las características “específicas” a partir de las cuales, con anterioridad a él, se intentaba definir al cine. Él aboga por el arte que le gusta, pero sin inventarle falsas virtudes, negándose a dejarse seducir por cierta originalidad de superficie con el fin de discernir mejor la verdadera. No intenta eludir los problemas más peligrosos a los que nosotros, los críticos, no solemos proporcionar más que una solución fragmentaria y válida solamente para esa circunstancia, por no haber encontrado la respuesta clave. Esta, que por mi parte desesperaba de poder descubrir, la encontré de pronto en un paso del primer capítulo dedicado a la “defensa del cine impuro”. Es cosa sabida que André Bazin atribuyó siempre una importancia extrema al problema de la adaptación. Esto es lo primordial: para él se trata de solicitar siempre la declaración de la inocencia, incluso cuando el cine acumula sobre sí mismo todos los indicios de culpabilidad. Es importante que el cine siga siendo el cine, aunque obtenga sus bienes de otra parte, que estos préstamos no se conviertan para él en una prueba irrefutable de esterilidad ni de dependencia. Cabe considerar que la respuesta que da aquí constituye la “ideas matriz” de esta segunda recopilación, al igual que la objetividad fotográfica lo es de la primera. Y, a decir verdad, ambas ideas son hermanas, las dos están fundadas sobre el mismo reconocimiento del estrecho vínculo que este arte mantiene con la realidad. En definitiva, las contingencia es también una característica necesaria del cine.
< No nos dejemos engañar por la analogía con las otras artes, sobre todo con aquellas cuya evolución hacia un uso individualista se ha independizado casi del consumidor (...) El cine no puede existir sin un mínimo de espectadores inmediato. Incluso cuando el cineasta se enfrenta al gusto del público, su audacia sólo es válida en la medida en que es posible admitir que es el espectador quien desprecia lo que le debería gustar y acabará gustándole un día. La única comparación posible sería con la arquitectura, puesto que una casa sólo tiene sentido en la medida en que es habitable. También el cine es un arte funcional. Siguiendo otro sistema de referencia, sería preciso decir que su existencia precede a su esencia. La crítica debe partir de esta existencia, incluso en sus extrapolaciones más aventuradas >
Estas frases –como todas las que he citado– me produce placer reescribirlas con mi propia mano. De fórmulas así hay miríadas y brillan no por vanos ornamentos sino por la densidad de su materia. Nuevas pruebas de una raro don de síntesis sobre el que no me parece ocioso insistir de nuevo, porque atestiguan un talento no menos firme como escritor. Es cierto que ya nadie podrá hablar jamás de cine sin inspirarse en los trabajos de Bazin, pero pienso que sería incluso más temerario que impertinente emprender un estudio mínimamente serio sin citar algunas de sus frases.
Llegamos así al estilo. Ese es el reflejo del pensamiento y lleva impresas las mismas cualidades. Pero esta alabanza me parece todavía muy pequeña. Bazin no es ciertamente un purista: periodista, teórico de un arte completamente nuevo, no mantiene ningún prejuicio con respecto de los neologismos del vocabulario y de la sintaxis. Ciertamente, ante todo, quiere convencer, no silenciar ninguna etapa de su demostración ni ninguna de las bisagras de su razonamiento: los puesto que, los por lo tanto, los pues y los porqués surgen en el momento necesario, no es cuestión de eliminarlos. Y sin embargo, ninguna aridez, ninguna pesadez, ninguna pedantería. En relación con la ambición del planteamiento, las palabras técnicas de la filosofía son, a fe mía, bastante raras. Si se desliza un término un tanto culto, encontraremos algunas líneas más abajo la expresión familiar, pero no suavizada, que proporciona un contrapeso casi humorístico. Los comienzos son lentos y discretos. A Bazin, que escribía rápido y casi sin tachaduras, por lo que he podido comprobar al haberle visto manejar a menudo, le gustaba dejar correr su pluma. Y entonces, de pronto, el hallazgo, la fórmula admirable que, lejos de satisfacerle, suscita una segundo y luego una tercera y en ocasiones todo una cascada de máximas densas, coloreadas, explosivas y sin embargo modestas.
Aquí me veo obligado de nuevo a escoger. Entre todos los adornos, si es que se trata de adornos, de su estilo, son las comparaciones las que han suscitado en mí la más viva admiración, no exenta de auténtica envidia. ¿Son verdaderamente un efecto de estilo? No, ciertamente, porque no pueden ser consideradas como puros ornamentos puesto que seguramente nunca ha habido metáforas que fueran menos gratuitas. Están ahí para sustentar la demostración, nunca se ruborizan por su origen didáctico. Al principio sólo aparecen con precaución. En el capítulo sobre Wyler, Bazin pide que se le disculpe por extraer sus argumentos de la mineralogía. Por otra parte, sus comparaciones revisten un aliento menos científico en su presentación, incluso aunque su contenido esté tomado casi siempre de la ciencia preferida por el autor, la historia natural: zoología, botánica o geología. ¿Acaso no hacían exactamente lo mismo los antiguos poetas didácticos, empezando por el autor de De natura rerum? A esta pregunta, fortalecidos por este ejemplo y también por el de la “Comedia humana”, podemos responder sin temor que “sí”. Esas comparaciones refuerzan al mismo tiempo nuestra convicción y el encanto de nuestra lectura. Por mi parte, las encuentro más poéticas y más persuasivas que las tan alabadas de Albert Thibaudet. Su belleza encaja con seguridad (cosa rara en la literatura moderna, amanerada por temperamento y necesidad, puesto que en toda buena metáfora descansa una idea de finalidad, en la que nuestro siglo no cree demasiado) con las correspondencias que permite adivinar entre el mundo natural y el del arte cinematográfico; traducen indirectamente la suerte de primacía que Bazin concede al universo de los fines sobre el de las causas. La prueba es esa sorprendente “entrada” que escribió para la entrevista con Orson Welles y que desembocaba plenamente en una narración fantástica balzaquiana. ¿Qué escoger, entre mil joyas? Solamente una, a falta de espacio, por su rara densidad y la perfecta adecuación de la metáfora con el objeto de estudio
< (se trata de los ruidos “estilizados” de Bresson): Están ahí sólo por su indiferencia y su perfecta condición de “extraños”, como el grano de arena en la máquina para agarrotar el mecanismo. Aunque la arbitrariedad de su elección parezca abstracta, es de una concreción integral, raya la imagen para denunciar su transparencia, como el polvo de diamante>
Acabo de releer a Bazin y mi lectura, además de una exaltación de la que no he sabido dar más que un reflejo demasiado pálido, me ha procurado un desánimo no menos vivo. Todo ha sido dicho por él, hemos llegado demasiado tarde. Nosotros, la gente de Cahiers, que hablábamos con él casi a diario, nos creíamos exentos de tener que volver a leer sus escritos, pues si no, tal vez, no habríamos osado repetir lo que él había dicho ya de forma definitiva, o contradecirle a veces, olvidando que había proporcionado de antemano sus respuestas a nuestras objeciones. Por otra parte, todos nosotros estábamos comprometidos en las vías menores de la polémica y de las florituras y descargábamos sobre él la labor de plantear la gran cuestión, “¿Qué es el cine?”, y darle una respuesta. Ahora nos incumbe el duro deber de proseguir su tarea: lo haremos sin falta, aunque estemos persuadidos de que él la llevó más allá de donde nosotros podremos alcanzar. Si el cine no evoluciona tal vez seremos los mejor inspirados para renunciar a él. Solamente las sorpresas del porvenir autorizan la esperanza de que podamos ser, si no los sucesores de André Bazin, sí al menos sus discípulos menos indignos.
(Cahiers du cinéma, nº 91, especial André Bazin, enero de 1959)
Traducción de Josep Torrell Jordana. Texto publicado para conmemorar la primera edición del libro ¿Qué es el cine?, de André Bazin. Este texto está incluido en el libro de Rohmer El gusto por la belleza.
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