Conocí a Lars von Trier un viernes cualquiera, en la noche, viendo Cine Arte, aquel afortunado programa que conducían Diana Rico y Bernardo Hoyos. No hubo una buena relación con este encuentro, debo aceptarlo. Lo conocí con Los idiotas (Idioterne, 1998). Fue una amarga sensación. Mi relación con el cine de autor apenas comenzaba y era muy joven aún como para tener en mi haber un bagaje amplio que pudiera darme señales para enfrentar esa película de Von Trier. Las imágenes tenían un insoportable sabor a realismo, como si yo mismo en la calle atestiguara los sucesos o, más bien, como si contemplara un documental hecho por un estudiante borracho, con una Video 8. La sensación era desagradable, cercana al mareo, resultado de los abruptos movimientos de cámara y los saltos inesperados e incoherentes de planos. Además, los personajes, absolutamente grotescos, pasan sus días fingiendo ser personas con discapacidad cognitiva.
Tiempo después vi Bailarina en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000). Aunque la sensación fue también agobiante, y esta vez, dolorosa, la historia era muy conmovedora. Bjork logró revolver mi sensibilidad y extenderla con contundencia por mi sistema nervioso. En la misma época presencié La celebración (Festen, 1998), de Thomas Vinterberg, que tenía el mismo estilo de las películas mencionadas, pero que esta vez disfruté con mayor familiaridad. Gracias a estos dos directores daneses descubrí el movimiento Dogma 95, fundado por ellos mismos. Ambos redactaron un manifiesto con una serie de reglas cuyo fin era purificar el cine de todo elemento artificial o de cualquier técnica de producción que evitara una relación más natural entre el espectador y la obra.
Por supuesto, mucho ha cambiado desde entonces. Pero mi interés y amor por la obra de Lars fue creciendo con el tiempo. Me dirigí a sus inicios, vi con pasión su serie de televisión, El reino (Riget), y digerí una por una sus producciones a medida que iban siendo estrenadas. Hoy aguardo su más reciente trabajo, The House that Jack Built, como quien espera el retorno de un familiar que se fue de viaje un par de años. Es este además su regreso a Cannes luego de haber sido catalogado como Persona non Grata tras el controversial episodio de hace siete años, ya muy conocido por todos y que no vale la pena recordar aquí. Pero no volvió con la humildad del niño recién regañado, sino que, oculto tras una vetusta barba, dejó una estela de nuevas controversias, esta vez debido a la crudeza de las imágenes de su nueva película, las cuales, según cuentan los medios, hicieron vomitar a algunos espectadores y llevaron a que más de la mitad de asistentes abandonara la sala. Sin embargo, entre quienes osaron quedarse estaba Gaspar Noé, que encontró muy divertido el filme de su colega. A continuación, intento hilar los propuestas de Von Trier a través de sus trilogías, que representan los momentos más importantes de su obra, con el ánimo también de recapitular lo que ella ha significado para mí, como persona y como amante del cine.
Trilogía Europa
Llevaba Von Trier un cierto recorrido fílmico antes de esta trilogía. Fueron las obras que la componen, El elemento del crimen (Forbrydelsens element, 1984), Epidemia (Epidemic, 1987) y Europa (1991), las que le dieron un mayor reconocimiento al director a nivel internacional y una mayor atención por parte de la crítica. En Cannes, por ejemplo, Europa recibió, en 1991, el Premio del Jurado y el Grand Prix de la Comisión Superior Técnica. Estas tres obras se destacan por recurrir al uso de filtros para recrear entornos más acordes con las sensaciones que se desean recrear en la historia. Así, por ejemplo, en el Elemento del crimen sobresale el sepia y el blanco y negro, lo cual rima con el ambiente bélico y distópico de la pieza. En Epidemia nace en el director una tendencia que se verá luego de forma más tímida: la obra autoconsciente y la metaficción, es decir, utilizar el mismo filme para reflexionar sobre el proceso creativo y establecer en la historia mezclas de realidad y ficción, dándole a esta última un poder mayor sobre la primera, como si fuera una epidemia que se impone a lo demás, a pesar de tener la enorme desventaja de no existir. Europa se destaca de las anteriores por ser una historia más clara, en la que lo literario emerge como un elemento transversal, tanto en la narración como en los diálogos (no en vano este filme está inspirado en América, de Franz Kafka). Ese amor a lo narrativo-literario seguirá presente en el resto de su obra, con mayor énfasis en las dos últimas trilogías, de manera más puntual en Dogville (2003) y Nymphomaniac (2013). Pero lo que hace maravilloso a Europa es una fotografía que nunca antes habíamos visto en sus películas anteriores, así como una original edición, con elementos experimentales que proponen un lenguaje cinematográfico innovador, y composiciones artísticas en las que hasta la escenografía deja de ser el lugar donde suceden los hechos para convertirse en un medio adicional de narración.
Trilogía Corazón Dorado
La primera película de este periodo es Contra viento y marea (Breaking the Waves, 1996), una de las más bellas de su obra, en la que no solo logra una maravillosa puesta en escena (a pesar de las limitantes autoimpuestas), sino que desenvaina una de sus armas más contundentes y que mantendrá firme en casi el resto de sus films: la esmerada construcción de personajes, sobre todo los femeninos. En este caso con la primera de sus víctimas: Emily Watson, cuyo papel es para muchos el mejor de su carrera. Se manifiesta aquí, además, con mayor atrevimiento y claridad, su tendencia a criticar y atropellar lo establecido, sin caer en lo políticamente correcto: otra de sus ambiguas facetas. Recibió el premio Grand Prix del jurado en Cannes.
Con Los idiotas cumple a cabalidad las reglas del Dogma 95 (el único film donde realmente lo hace). Somete a un puñado de actores a desenvolverse en una historia desconocida, pues no hay un guion; a improvisar en escenarios azarosos, pues no hay escenografía; a asumir roles sin tiempo para interiorizarlos… Así brotó una pieza que transgrede la sociedad burguesa, no a través de una crítica superficial o una moraleja pusilánime, sino con el real sentir reflejado en los personajes ante la alteración de su confort por la presencia de otros personajes que fingían tener discapacidad cognitiva.
Y cierra este periodo con contundencia el genial Lars con Bailarina en la oscuridad, una obra maestra nacida de su crueldad o de su sensibilidad, o de las dos. Y aunque el Dogma 95 aún es latente, incumple sus reglas con desfachatez para darle vida a un musical como ningún otro, en el que Bjork dio su cuota artística y en el que tal vez reflejó la dura relación con el director. Aún así se llevó en ese entonces el premio a Mejor Actriz en Cannes, y el film la codiciada Palma de Oro.
Trilogía Estados Unidos: tierra de oportunidades
Hasta la anterior trilogía, mi relación con Von Trier venía apenas afianzándose, como una pareja que aún celebra sus meses de noviazgo con tímidos, pero sutiles regalos. Fue con Dogville que entregué todo mi amor a la obra de este director. El filme me dejó varias enseñanzas en materia fílmica: el cine no tiene fronteras; una historia puede ser superior a la imagen; el espectador es quien finalmente recrea en su mente lo que ve; lo simple puede ser contundente. Sin más escenografía que un tablado, donde a modo de tiza sobre una pizarra se delinean los muros de las casas, Von Trier realizó una obra filosófica, por medio de la cual aborda el tema de la moral en el contexto del Estados Unidos de la Gran Depresión, país hacia el cual dirige una mordaz crítica. Todo ello con una narración muy literaria y sarcástica, llena de sabiduría.
Manderlay (2005) es el segundo filme de este periodo, que guarda en esencia el mismo estilo y estructura que el anterior. Fue tristemente opacado por su antecesor, pero en él hay una expresión de crueldad y provocación más cercana, diría yo, al real talante que conocemos de Von Trier. Con el mismo carácter literario, en esta ocasión el director enfoca su arsenal hacia una reflexión sobre la esclavitud y la libertad, y su corrupción en las garras de la democracia. Es esta una trilogía incompleta, pues aún estamos aguardando la tercera pieza, que se titularía Washington, con pocas esperanzas de que llegue a ver la luz.
Trilogía de la depresión
En este periodo Lars von Trier hace un viaje a su interior, extrae sus demonios y los expone con morbo al público. Se aleja de toda intención o crítica social para dejarse llevar por el dictamen de su instinto artístico. Moldea de ese modo tres piezas nacidas de su sensible demencia o de su demente sensibilidad con elementos tan comunes que no es necesario hablar de forma separada de ellas. Uno de los más coincidentes es el de desarrollar tres personajes femeninos complejos y exhibir su psique: el de Anticristo (Antichrist, 2009), She, interpretado por Charlotte Gainsbourg; el de Melancolía (Melancholia, 2011), Justine, personificado por Kirsten Dunst, y el de Nymphomaniac, Joe, interpretado también por Gainsbourg. Las tres se caracterizan por su depresión, su extrema sensibilidad, su dolor secreto y sus ansias de autodestrucción (síntomas que tal vez embargaban al mismo Von Trier en este periodo, y de ahí el nombre de la trilogía). En las tres piezas sobresale una delicada realización, llena de arte y exquisita composición estética y fotografía, ya sin el lastre del Dogma 95 y sin la sencillez de la anterior trilogía, con una edición que nos remonta a Europa y un gran despliegue de simbolismo, que es como a veces denominamos a lo que no entendemos con claridad, pero aún así nos encanta.
Es este el periodo más oscuro en la obra de Von Trier. La intención de sus argumentos es menos evidente, pero reside allí, tras la imagen; solo es necesario ordenarla e intentar descifrarla, pues lo que busca el realizador con estas tres piezas es plasmarse a sí mismo, ocultándose, al mismo tiempo, bajo el manto de la controversia, que opera más como un señuelo para atrapar a sus víctimas: nosotros los espectadores, que caemos confundidos en su inextricable mundo artístico.
En Anticristo nos atrajo con el terror, la brujería y el satanismo (más una controvertida ablación de clítoris) para hacernos reflexionar sobre la psique femenina; en Melancolía, llamados por un apocalípsis, nos estrellamos con la fortaleza y la valentía de la depresión, y en Nymphomaniac quisimos ver erotismo explícito, pero, además de ello, atestiguamos la amarga convivencia de una mujer con su adicción al sexo.
Hay, sin embargo, otro suceso importante en este periodo: la culminación de la construcción del personaje de sí mismo, que acaso habrá iniciado cuando introdujo el agregado ‘von’ en medio de su nombre y apellido (el cual se le otorgaba solo a los miembros de la nobleza, en Alemania) y que ahora concluye con su ya imagen innegable de transgresor, desde la pantalla y fuera de ella, que ha logrado a través del uso de su imagen como símbolo publicitario de su obra, de la controversia en sus declaraciones, los mensajes en sus camisetas o el fuck tatuado en su puño, etc., sin importarle que unos lo llamen genio y otros, charlatán.
Sea cual fuere su intención, su obra lo absuelve. “Intento siempre ir más lejos. Sería deshonesto no hacerlo. Lo que ocurre en la vida real es peor; por eso podría y debería ser filmado”, declaró recientemente, a propósito de su nuevo filme. En un mundo inconmovible, a veces es necesario recurrir a lo contundente para que se mueva. Provocar es también un arte.
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LAS HEREJÍAS DE LARS VON TRIER
Conocí a Lars von Trier un viernes cualquiera, en la noche, viendo Cine Arte, aquel afortunado programa que conducían Diana Rico y Bernardo Hoyos. No hubo una buena relación con este encuentro, debo aceptarlo. Lo conocí con Los idiotas (Idioterne, 1998). Fue una amarga sensación. Mi relación con el cine de autor apenas comenzaba y era muy joven aún como para tener en mi haber un bagaje amplio que pudiera darme señales para enfrentar esa película de Von Trier. Las imágenes tenían un insoportable sabor a realismo, como si yo mismo en la calle atestiguara los sucesos o, más bien, como si contemplara un documental hecho por un estudiante borracho, con una Video 8. La sensación era desagradable, cercana al mareo, resultado de los abruptos movimientos de cámara y los saltos inesperados e incoherentes de planos. Además, los personajes, absolutamente grotescos, pasan sus días fingiendo ser personas con discapacidad cognitiva.
Tiempo después vi Bailarina en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000). Aunque la sensación fue también agobiante, y esta vez, dolorosa, la historia era muy conmovedora. Bjork logró revolver mi sensibilidad y extenderla con contundencia por mi sistema nervioso. En la misma época presencié La celebración (Festen, 1998), de Thomas Vinterberg, que tenía el mismo estilo de las películas mencionadas, pero que esta vez disfruté con mayor familiaridad. Gracias a estos dos directores daneses descubrí el movimiento Dogma 95, fundado por ellos mismos. Ambos redactaron un manifiesto con una serie de reglas cuyo fin era purificar el cine de todo elemento artificial o de cualquier técnica de producción que evitara una relación más natural entre el espectador y la obra.
Por supuesto, mucho ha cambiado desde entonces. Pero mi interés y amor por la obra de Lars fue creciendo con el tiempo. Me dirigí a sus inicios, vi con pasión su serie de televisión, El reino (Riget), y digerí una por una sus producciones a medida que iban siendo estrenadas. Hoy aguardo su más reciente trabajo, The House that Jack Built, como quien espera el retorno de un familiar que se fue de viaje un par de años. Es este además su regreso a Cannes luego de haber sido catalogado como Persona non Grata tras el controversial episodio de hace siete años, ya muy conocido por todos y que no vale la pena recordar aquí. Pero no volvió con la humildad del niño recién regañado, sino que, oculto tras una vetusta barba, dejó una estela de nuevas controversias, esta vez debido a la crudeza de las imágenes de su nueva película, las cuales, según cuentan los medios, hicieron vomitar a algunos espectadores y llevaron a que más de la mitad de asistentes abandonara la sala. Sin embargo, entre quienes osaron quedarse estaba Gaspar Noé, que encontró muy divertido el filme de su colega. A continuación, intento hilar los propuestas de Von Trier a través de sus trilogías, que representan los momentos más importantes de su obra, con el ánimo también de recapitular lo que ella ha significado para mí, como persona y como amante del cine.
Trilogía Europa
Llevaba Von Trier un cierto recorrido fílmico antes de esta trilogía. Fueron las obras que la componen, El elemento del crimen (Forbrydelsens element, 1984), Epidemia (Epidemic, 1987) y Europa (1991), las que le dieron un mayor reconocimiento al director a nivel internacional y una mayor atención por parte de la crítica. En Cannes, por ejemplo, Europa recibió, en 1991, el Premio del Jurado y el Grand Prix de la Comisión Superior Técnica. Estas tres obras se destacan por recurrir al uso de filtros para recrear entornos más acordes con las sensaciones que se desean recrear en la historia. Así, por ejemplo, en el Elemento del crimen sobresale el sepia y el blanco y negro, lo cual rima con el ambiente bélico y distópico de la pieza. En Epidemia nace en el director una tendencia que se verá luego de forma más tímida: la obra autoconsciente y la metaficción, es decir, utilizar el mismo filme para reflexionar sobre el proceso creativo y establecer en la historia mezclas de realidad y ficción, dándole a esta última un poder mayor sobre la primera, como si fuera una epidemia que se impone a lo demás, a pesar de tener la enorme desventaja de no existir. Europa se destaca de las anteriores por ser una historia más clara, en la que lo literario emerge como un elemento transversal, tanto en la narración como en los diálogos (no en vano este filme está inspirado en América, de Franz Kafka). Ese amor a lo narrativo-literario seguirá presente en el resto de su obra, con mayor énfasis en las dos últimas trilogías, de manera más puntual en Dogville (2003) y Nymphomaniac (2013). Pero lo que hace maravilloso a Europa es una fotografía que nunca antes habíamos visto en sus películas anteriores, así como una original edición, con elementos experimentales que proponen un lenguaje cinematográfico innovador, y composiciones artísticas en las que hasta la escenografía deja de ser el lugar donde suceden los hechos para convertirse en un medio adicional de narración.
Trilogía Corazón Dorado
La primera película de este periodo es Contra viento y marea (Breaking the Waves, 1996), una de las más bellas de su obra, en la que no solo logra una maravillosa puesta en escena (a pesar de las limitantes autoimpuestas), sino que desenvaina una de sus armas más contundentes y que mantendrá firme en casi el resto de sus films: la esmerada construcción de personajes, sobre todo los femeninos. En este caso con la primera de sus víctimas: Emily Watson, cuyo papel es para muchos el mejor de su carrera. Se manifiesta aquí, además, con mayor atrevimiento y claridad, su tendencia a criticar y atropellar lo establecido, sin caer en lo políticamente correcto: otra de sus ambiguas facetas. Recibió el premio Grand Prix del jurado en Cannes.
Con Los idiotas cumple a cabalidad las reglas del Dogma 95 (el único film donde realmente lo hace). Somete a un puñado de actores a desenvolverse en una historia desconocida, pues no hay un guion; a improvisar en escenarios azarosos, pues no hay escenografía; a asumir roles sin tiempo para interiorizarlos… Así brotó una pieza que transgrede la sociedad burguesa, no a través de una crítica superficial o una moraleja pusilánime, sino con el real sentir reflejado en los personajes ante la alteración de su confort por la presencia de otros personajes que fingían tener discapacidad cognitiva.
Y cierra este periodo con contundencia el genial Lars con Bailarina en la oscuridad, una obra maestra nacida de su crueldad o de su sensibilidad, o de las dos. Y aunque el Dogma 95 aún es latente, incumple sus reglas con desfachatez para darle vida a un musical como ningún otro, en el que Bjork dio su cuota artística y en el que tal vez reflejó la dura relación con el director. Aún así se llevó en ese entonces el premio a Mejor Actriz en Cannes, y el film la codiciada Palma de Oro.
Trilogía Estados Unidos: tierra de oportunidades
Hasta la anterior trilogía, mi relación con Von Trier venía apenas afianzándose, como una pareja que aún celebra sus meses de noviazgo con tímidos, pero sutiles regalos. Fue con Dogville que entregué todo mi amor a la obra de este director. El filme me dejó varias enseñanzas en materia fílmica: el cine no tiene fronteras; una historia puede ser superior a la imagen; el espectador es quien finalmente recrea en su mente lo que ve; lo simple puede ser contundente. Sin más escenografía que un tablado, donde a modo de tiza sobre una pizarra se delinean los muros de las casas, Von Trier realizó una obra filosófica, por medio de la cual aborda el tema de la moral en el contexto del Estados Unidos de la Gran Depresión, país hacia el cual dirige una mordaz crítica. Todo ello con una narración muy literaria y sarcástica, llena de sabiduría.
Manderlay (2005) es el segundo filme de este periodo, que guarda en esencia el mismo estilo y estructura que el anterior. Fue tristemente opacado por su antecesor, pero en él hay una expresión de crueldad y provocación más cercana, diría yo, al real talante que conocemos de Von Trier. Con el mismo carácter literario, en esta ocasión el director enfoca su arsenal hacia una reflexión sobre la esclavitud y la libertad, y su corrupción en las garras de la democracia. Es esta una trilogía incompleta, pues aún estamos aguardando la tercera pieza, que se titularía Washington, con pocas esperanzas de que llegue a ver la luz.
Trilogía de la depresión
En este periodo Lars von Trier hace un viaje a su interior, extrae sus demonios y los expone con morbo al público. Se aleja de toda intención o crítica social para dejarse llevar por el dictamen de su instinto artístico. Moldea de ese modo tres piezas nacidas de su sensible demencia o de su demente sensibilidad con elementos tan comunes que no es necesario hablar de forma separada de ellas. Uno de los más coincidentes es el de desarrollar tres personajes femeninos complejos y exhibir su psique: el de Anticristo (Antichrist, 2009), She, interpretado por Charlotte Gainsbourg; el de Melancolía (Melancholia, 2011), Justine, personificado por Kirsten Dunst, y el de Nymphomaniac, Joe, interpretado también por Gainsbourg. Las tres se caracterizan por su depresión, su extrema sensibilidad, su dolor secreto y sus ansias de autodestrucción (síntomas que tal vez embargaban al mismo Von Trier en este periodo, y de ahí el nombre de la trilogía). En las tres piezas sobresale una delicada realización, llena de arte y exquisita composición estética y fotografía, ya sin el lastre del Dogma 95 y sin la sencillez de la anterior trilogía, con una edición que nos remonta a Europa y un gran despliegue de simbolismo, que es como a veces denominamos a lo que no entendemos con claridad, pero aún así nos encanta.
Es este el periodo más oscuro en la obra de Von Trier. La intención de sus argumentos es menos evidente, pero reside allí, tras la imagen; solo es necesario ordenarla e intentar descifrarla, pues lo que busca el realizador con estas tres piezas es plasmarse a sí mismo, ocultándose, al mismo tiempo, bajo el manto de la controversia, que opera más como un señuelo para atrapar a sus víctimas: nosotros los espectadores, que caemos confundidos en su inextricable mundo artístico.
En Anticristo nos atrajo con el terror, la brujería y el satanismo (más una controvertida ablación de clítoris) para hacernos reflexionar sobre la psique femenina; en Melancolía, llamados por un apocalípsis, nos estrellamos con la fortaleza y la valentía de la depresión, y en Nymphomaniac quisimos ver erotismo explícito, pero, además de ello, atestiguamos la amarga convivencia de una mujer con su adicción al sexo.
Hay, sin embargo, otro suceso importante en este periodo: la culminación de la construcción del personaje de sí mismo, que acaso habrá iniciado cuando introdujo el agregado ‘von’ en medio de su nombre y apellido (el cual se le otorgaba solo a los miembros de la nobleza, en Alemania) y que ahora concluye con su ya imagen innegable de transgresor, desde la pantalla y fuera de ella, que ha logrado a través del uso de su imagen como símbolo publicitario de su obra, de la controversia en sus declaraciones, los mensajes en sus camisetas o el fuck tatuado en su puño, etc., sin importarle que unos lo llamen genio y otros, charlatán.
Sea cual fuere su intención, su obra lo absuelve. “Intento siempre ir más lejos. Sería deshonesto no hacerlo. Lo que ocurre en la vida real es peor; por eso podría y debería ser filmado”, declaró recientemente, a propósito de su nuevo filme. En un mundo inconmovible, a veces es necesario recurrir a lo contundente para que se mueva. Provocar es también un arte.
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