Hay lugares donde el apocalípsis ya ha sucedido, lugares que incluso podrían estar viviendo una nueva génesis, lugares ajenos a las aceleradas pulsaciones del mundo, al tiempo y sus formas, a los estruendos de la cotidianidad, a la identidad de las urbes, a los mandatos del progreso, incluso a las esquizofrenias de los Estados. Son espacios olvidados o que se miran apenas de soslayo; donde habitan seres que viven su propio ritmo, cargan su pasado con estoicismo, contemplan su entorno con nostalgia y han despojado sus horizontes de toda metáfora de futuro.
No podríamos decir que en Colombia aquella sea una realidad latente, porque esos lugares no laten, no arrojan síntomas en el enfermo organismo del país. Son más bien como verrugas muy escondidas en la piel, que ni duelen, ni irritan, ni provocan comezón; están simplemente allí, rozando casi lo irreal, desperdigados como granos de polvo inocuo en zonas que alguna vez fueron devastadas por la guerra o por la rapacidad de las corporaciones; son mundos espontáneos que los radares no detectan, ni los georreferenciadores, ni la justicia, ni el dinero, ni la ciencia, ni la autoridad, ni el progreso, ni la religión... Son lugares fantasma con fantasmas, brumosos trozos de sueño o de pesadilla, sigilosas distopías adelantadas a su tiempo.
No hay motivo, entonces, para ir tras esos lugares, pues casi ni existen; tal vez ni seamos bienvenidos en ellos. Puede que quizá nos topemos a alguno un día, por casualidad, y nos perdamos en sus esquinas informes o nos convirtamos en uno de sus espectros o tal vez pasemos de largo, sin notarlos, conmovidos apenas por el frío que emanan sus soledades, igual a las de esas películas que han logrado imaginar o recrear esos hemisferios sin tiempo ni espacio.
Tal es el motivo del anterior exordio: un intento por comenzar a abrirme campo entre la maleza de las letras para llegar al secreto de imágenes que, considero, emulan esos lugares desconocidos, ocultos, invisibles, pero que, sin embargo, en algún lado están, en algún lado respiran; imágenes que parecieran labradas por una misma mano, por un mismo sentir, y que quizá de manera inconsciente han estado fraguando desde la pasada década una forma más universal de contar la realidad del país. Con ello me refiero a la amalgama de imágenes que conforman El vuelco del cangrejo (2010), de Oscar Ruiz Navia; La Sirga (2012) y Sal (2018), de William Vega; La tierra y la sombra (2015), de César Acevedo, y Monos (2019), de Alejandro Landes.
El eco de los conflictos
El periplo inicia con un viajante; lo atrapamos en medio de su camino. Las primeras imágenes del entorno lo van rodeando y sorprendiendo. Arrastra una soledad consigo. No hay nada en él que nos revele de dónde proviene. Es un forastero. Se llama Daniel, en El vuelco del cangrejo; a pesar de su andar lento, hay una cierta determinación en su mirada, igual a la de Alfonso, el caminante de La tierra y la sombra. Ambos saben qué buscan o a quién buscan. A diferencia de Daniel, que por primera vez pisa esos terrenos, Alfonso regresa a su tierra, después de diecisiete años, una ausencia prolongada que lo ha vuelto ajeno, incluso cuando llega a su rancho y le abre la puerta su nieto, desconocido hasta ese momento. Alicia también busca a su familia, la única que le queda, un tío y un primo; ella es la forastera de La Sirga; no llega, la encuentran, desmayada, luego de andar entre páramos y frailejones, entre la niebla. Heraldo, el viajero de Sal, en cambio, va en moto sobre los senderos de arena en torno al desierto. Un accidente lo deja inconsciente en las inmediaciones de un risco; un hombre y una mujer, habitantes del desierto, lo rescatan. A la doctora no la vemos llegar; a ella la tienen encerrada en un hueco, en medio de la selva, el grupo de adolescentes subversivos de Monos; es una secuestrada, pero también es una forastera, y en ella, como en los otros, reside el secreto del mundo exterior, el mundo ajeno a los hemisferios olvidados a los que arribaron.
Ingresamos entonces con el forastero a un mundo sin un tiempo y espacio definidos; contemplamos como ingenuos turistas los escenarios para buscar signos que nos ubiquen en nuestra realidad; queremos, casi necesitamos, encontrar un rincón familiar, confortable, desde donde podamos contemplar sin esfuerzo el devenir de las historias; añoramos oír a alguien pronunciar el nombre del lugar, la vereda, el pueblo, la ciudad o al menos el año; pero no, debemos conformarnos solo con el lenguaje de las imágenes, y vamos entendiendo que no pretenden ellas ubicarnos en el mapa, sino labrarnos una identidad más compleja, impregnada en el aspecto del entorno, en aquellos elementos que hacen de estos lugares un locus eremus que casi invita al ascetismo: una playa sin frutos en su mar, demarcada por basura; la desolación de un lago, acrecentada por la niebla y el barro; un desierto sin límites, rodeado de grutas y un perpetuo silencio; el verdor de un campo, amenazado por la ceniza, el fuego y la voracidad de la caña de azúcar; un campamento y cambuches en medio de una selva impenetrable.
Algo ha sucedido en estos lugares, o sucede aún, que los ha vuelto ajenos al resto del mundo, indiferentes, y nos inoculan su soledad, esa misma soledad que les impide regalarnos un contexto cristalino. Por nuestra condición de colombianos y el lastre del conflicto que arrastramos, buscamos su huella entre las imágenes y las historias, y en efecto encontramos su eco leve entre los resquicios. En La Sirga, por ejemplo, nos sorprende el sigilo del conflicto. Alicia huye precisamente de la violencia, de algún bando armado que incineró su rancho y mató a su padre, y queda en ella el temor de que alcance también el hogar de su tío, donde ha encontrado su espacio, y en efecto la violencia llega, pero de puntillas, sin hacer ruido, materializada en su primo y en el joven barquero que la pretende. No la vemos venir ni marcharse. No deja rastros de sangre. No hay ecos de disparos. No hay gritos desesperados. Solo pistas: un brazo vendado; informes sucesos tras las maleza, sobre el lago, entre la niebla; la fugaz imagen de armas entre un bote; un muñeco de madera. ¿Un paramilitar cazando a un auxiliador de guerrillas?, nos preguntamos. Incluso dudamos de lo que creemos, tanto que pronto lo confundimos con el olvido, con un sueño, los materiales preferidos de la impunidad.
En El vuelco del cangrejo y La tierra y la sombra, el conflicto es de otro talante y está aún latente: la lucha del progreso por ocupar espacios aún esquivos. En la playa resuena la melodía del mundo exterior, un reguetón, uno solo, se repite incesante, como lo es el progreso: una cantilena que amenaza con acallar el canto ancestral, despojar de misterio los ritos. A los lindes melódicos de los parlantes se suman los primeros intentos de edificar una empalizada para separar el espacio colonizado que quiere modernizarse del espacio que quiere conservar su identidad, su magia. El conflicto bélico, en cambio, es apenas un rumor de los televisores, que solitarios arrojan noticias sobre enfrentamientos entre grupos armados, o informativos radiales anunciando secuestros en medio del incesante reguetón.
En La tierra y la sombra la muralla del progreso ya se ha erigido; del pasado, de un pasado mejor, solo queda la casa de Alfonso, que puede apenas entre sus muros contener la amenaza de los cultivos de caña de azúcar en torno y que parecen extenderse como una mala hierba, y lo que no alcanzan lo cubren con su ceniza. El rancho se convierte en un refugio oscuro, de ventanas cerradas, para proteger al menos la vida del fuego del desarrollo. Pero también deja entrever la condición indigna de los corteros de caña, aguardando un pago que no llega, ante la indiferencia de un empresario omnipotente, pero invisible.
Las imágenes operan entonces como anclas que nos aferran al presente de estas historias, nos dejan apenas estrechas rendijas para mirar esos conflictos y su acechanza, porque lo que en verdad domina las escenas es su realidad inmediata: una callada anarquía, el intento de supervivencia de los habitantes y la relación inesperada con el forastero, que trae consigo también una inefable carga.
El tránsito del forastero
El forastero se inmiscuye en esa realidad, se filtra en la cotidianidad de los habitantes. Su pasado está apenas untado en sus cuerpos, en sus atuendos, en sus ojos, en sus objetos…, como breves gotas que quedan en la piel luego de salir del agua. Aquellos lugares vacíos, colmados de ausencia, carentes de identidad, han despojado al forastero de quien es, de quien fue; lo purificaron y le quitaron el hedor de su tiempo y lugar; le contagiaron la soledad; le dejaron tan solo rastros, sordos ecos de lo que ya es lejano, y nos queda a nosotros esa labor de unir los pedazos para intentar armarle un contexto, un ayer, una vida, por ese afán nuestro, tan inútil, de querer ubicar a los personajes en un punto del universo, como si la existencia no estuviera también hecha de sueños sin norte.
Nos quedamos entonces recogiendo las piezas: el cuaderno y la fotografía de Daniel con una mujer, y sus sueños con vestigios tal vez de culpa o desamor o de las dos (El vuelco del cangrejo), parecido al sueño de Alfonso con su caballo, que huye hacia el horizonte, hacia un pasado inalterable (La tierra y la sombra); de un mismo talante onírico son las imágenes de Heraldo, que desde el desierto sueña nadando o recordando un tiempo cuando el agua adornaba su entorno (Sal); en Alicia quedó un místico sonambulismo, un ritual nocturno entre la inconsciencia del sueño de ir hasta el borde del lago y hundir en él una vela encendida, una suerte de catarsis para que, al menos en su memoria, se apague el fuego que consumió su rancho (La sirga); el espejo roto donde la doctora contempla su imagen deformada (Monos). Apenas símbolos, porque estos lugares están regidos por sus propios códigos, códigos incompatibles en cierta medida con las realidades del forastero, y por eso sus objetos y sus acciones se vuelven metáfora y dotan de enigmas su presencia; pero son solo enigmas para nosotros, pues para los habitantes de aquellos espacios el forastero es tan solo un extraño, como muchos otros que habrán pasado; es emisario de un mundo al que no pertenecen y del que no quieren saber.
Esa indiferencia de los habitantes hacia el forastero y su realidad nos oculta el conocimiento sobre lo que acaece en otros hemisferios. No le indagan, no buscan respuestas en él; al contrario, les genera sospecha, los incomoda, pero, aún así, lo acogen con un desdén que puede confundirse con melancolía, porque quizá en secreto agradecen su intromisión, la variación que causan en sus rutinas. En cambio sí buscan dejarle algo, un trozo de la sabiduría que sin querer han cultivado entre sus tierras desoladas y entre el recuerdo de las causas de esa desolación.
Tal es el caso de Cerebro, el líder de la comunidad que habita las inmediaciones de la playa en El vuelco del cangrejo. Le imparte a Daniel una serie de reflexiones sobre el agua y su condición sagrada, sobre cómo los peces comenzaron a escasear y cómo el progreso amenaza con destruir lo poco que les queda. “No se puede construir cemento cerca al mar porque viene y se lo lleva”, dice. De similar sabiduría es Salomón, el habitante del desierto en Sal; apela él también al mar como la panacea y a la sal como el remanente de ese líquido ya inexistente en ese lugar, pero útil ahora al menos para comerciar. “Esta es la cura de todos los males. El mar lo cura todo. Este planeta es pura agua y sal. ¿Sí pilla que todo está lleno de vida? El agua y la sal algo han de hacer, ¿no?”, dice, y agrega más tarde: “Esto antes le pertenecía al mar, pero el agua se secó, y quedó la sal, el tesoro con el que construí mi reino, mi república independiente”. La sabiduría del tío de Alicia, en La Sirga, y de la esposa de Alfonso, en La tierra y la sombra, es de un talante menos oral y más demostrativo. Ambos están aferrados a su tierra; el primero prepara su hostal y aguarda con ingenuidad a los turistas; la segunda elige la soledad antes de abandonar su casa, y su lucha le permite a su rancho ser el único indemne en el medio del campo, a pesar de estar cercado por el fuego. Esa sabiduría, brindada con abnegación, le será quizás útil al forastero en su partida, porque su propósito no es permanecer en aquel lugar; su arribo es apenas un estadio de su camino hacia la continuación de la huida o hacia el regreso. Destino que, por supuesto, nunca conoceremos por estar fuera de las lindes tercas de las imágenes.
La bruma
El aislamiento de esos lugares, su blindaje ante el resto del mundo, esa incomunicación, más las atmósferas sombrías y desoladas, dotan a estas cinco películas de un filtro apocalíptico, y por ende sus historias podrían rozar lo distópico. Aunque estemos acostumbrados a pensar las distopías como esos escenarios imaginarios de un futuro poco halagüeño, dominados por corporaciones o gobiernos omnipotentes, cercados al mismo tiempo por la miseria y una desbordada tecnología, también lo pueden ser aquellos escenarios sin un tiempo específico, azotados por una catástrofe o una guerra contemporánea, donde imperan los remanentes de una civilización o de un pasado mejor, donde las ruinas invitan a una lenta reconstrucción, a guardar una desganada esperanza.
Alicia y su tío reconstruyen y decoran con parsimonia su hostal para en un futuro recibir a hipotéticos turistas; también su pretendiente le muestra el horizonte de la laguna y el páramo, que metaforiza con la grandeza de Dios, y le obsequia una muñeca tallada en madera, que nombra Eva, y más adelante talla el Adán, que, aunque no alcanza a ser entregado, completaría la invitación a, juntos, crear una nueva génesis en medio de la desolación y la incertidumbre. Cerebro convierte en ritual reunir la infinita basura acumulada en la playa para luego convertirla en fuego, en música y en cantos, y, hacia el final, junto con su comunidad, decide enfrentarse al Paisa y su barrera con el propósito de acallar de una vez la amenaza del progreso y su obscena algarabía; defenderse es también una forma de reconstruir. Alfonso, por su lado, limpia una a una las hojas de las plantas en torno a su casa para despojarlas de la ceniza inclemente y organiza el cuarto de trastos, donde residen apeñuscados fragmentos de su pasado.
Esa lenta reconstrucción rima con el andar pausado de los personajes y con un semblante parecido a las ruinas que los rodea; de una lentitud similar son sus diálogos, cortantes y reflexivos, y perdura en ellos también una actitud contemplativa de su entorno, proveniente quizá de una nostalgia del pasado o de una añoranza del futuro, o, más bien, de una persistencia en su presente, una imposibilidad inconsciente de poder escapar de sus fronteras. Lo contemplativo se extiende a nosotros; la imagen nos regala planos prolongados de los paisajes: planos aéreos del desierto, las siluetas de los adolescentes al contraluz del crepúsculo en medio de la selva, la inmensidad del páramo y su fusión en degradé con la laguna, la sobriedad gris o azul de la playa o la imagen del rancho rodeado de fuego y de ceniza.
Lo distópico cobra un cariz más evidente en Sal y en Monos, como si las dos fueran una evolución de las anteriores. En ellas está más desdibujado el contexto espaciotemporal; los resquicios hacia el resto del mundo y su realidad son más estrechos; están más acorazadas la soledad y el distanciamiento. En Sal, no solo el desierto le otorga a la historia esa sensación de aislamiento, sino la poca noción de la existencia de algo diferente alrededor; la película brinda apenas algunas pistas, ecos, de nuevo, de una población cercana regida por un mafioso. Solo de Heraldo se sabe que era un mensajero en un restaurante de comida china. Otros elementos, como la chatarrería donde los objetos desechados han cobrado el valor de lo escaso, el intercambio de estos y otros productos por sal o los piratas que custodian el desierto sugieren una faz apocalíptica, los remanentes de un mundo ya inexistente y que son como arquetipos de una devastación más extendida; y alrededor de todo ello orbita además un místico relato narrado en fragmentos a lo largo de la historia por una mujer china, que apela a un apocalipsis y a una nueva génesis:
“La historia de este desierto es fascinante. La inmensidad donde ahora se extiende, se hallaba ocupada por un mar. Luego vino el calor y las aguas se evaporaron para quedar suspendidas en el firmamento, dejando depósitos subterráneos de sal. Con los milenios, el inmenso territorio quedó árido y sobre su extensión disminuyó la vida. Millares de años después, aparecieron en este desierto seres humanos: un misterioso pueblo de habitantes de las dunas, de cuyos pobladores las expediciones suelen exhumar cada tanto los restos”.
Pronto entendemos que aquella voz va dirigida a Heraldo, que es una especie de mesías extraviado, un redentor que solo añora encontrarse con su padre, en medio de una especie de parusía que desconoce, y la voz remata con una suerte de parábola:
“¿Entonces crees que vas muy lejos? Pobre tonto. No conoces las distancias y te atreves a medirlas. No sobrevivirás ni un día en el gran desierto. ¿Conoces la historia del desierto? Soñé que había otro diluvio universal y todo volvía a ser del mar. Soñé que, al navegarlo, se definía un punto de referencia, y al llegar a él, el horizonte se extendía de nuevo una y otra vez. Eres como ese desierto ahogado, Heraldo, como el horizonte de ese mar que se repite. Ese es tu destino, Heraldo. Vete que la marea te traerá”.
Todo queda envuelto en ese misterio, sin una resolución aparente. Solo quienes habitan aquel desierto entienden lo que nosotros apenas podemos contemplar con ignorancia; nos sentimos, sin embargo, constantemente atraídos por la extraña combinación de enigmas, como si atestiguáramos los momentos exactos y primigenios de la creación de una leyenda, de esas condenadas a extenderse por siempre a través de los años y de los siglos.
La distopía de Monos, en cambio, se despoja de misterio y de pretensiones de sabiduría para retroceder hacia el salvajismo. Un sistema desconocido rige los comportamientos del grupo de adolescentes milicianos que custodian a una secuestrada y a una vaca; un emisario de ese sistema llega a impartir instrucciones periódicamente. Parecen ellos apenas el eslabón de una cadena bélica más grande, de un movimiento armado que combate a otro. Imposible identificar los actores de ese conflicto, los bandos y menos las motivaciones; la ausencia de un contexto preciso le otorga a la cadena una cierta infinitud, podemos imaginárnosla tan extensa como queramos, estirada en medio de un apocalipsis o agitándose entre la anarquía trepidante que queda luego de un cataclismo.
Ese sistema hipotético busca mantener un orden entre los individuos que conforman las células, a través de códigos militares y de convivencia, de rangos y de extrañas misiones; sin embargo, en su soledad los adolescentes se enredan en pequeños brotes de anarquía y de locura. Estos se van imponiendo a los frágiles rezagos de civilización hasta que el sistema falla y los jóvenes se revelan y se aferran a su entorno más inmediato: la selva; toman entonces su aspecto, imitan sus sonidos, se cubren con su barro, se envuelven en su maleza, se hunden en sus ríos y están prestos a exterminar a quien contravenga las azarosas y recién conformadas reglas de su instinto. El conflicto entre dos bandos se desdibuja y deviene en un conflicto entre individuos que luchan por un poder indómito, en medio de la selva, ajeno e indiferente a las motivaciones de la organización guerrillera o mercenaria que en un principio los reunió. Aquella actitud espontánea de los adolescentes es acaso representación de mutaciones espontáneas similares en otros eslabones del conflicto de ese mundo desconocido en la película y, por ende, son la representación de una nueva realidad más cercana a la animalidad.
Estas dos películas parecen llevar entonces al extremo lo que las otras tres también habían procurado con menor contundencia: hacer brumosa la identidad del conflicto, y con ello el aspecto preciso del contexto, las coordenadas de los perímetros, los antecedentes de los personajes, las medidas del tiempo. En El vuelco del cangrejo, La sirga y La tierra y la sombra, tenemos, como espectadores de este país, la capacidad de identificar los espacios y acaso el tiempo; además, como se mencionó, las imágenes nos dejan ecos o pistas para que comprendamos de reojo qué ha causado las realidades que se retratan. En Sal y Monos, esa bruma, que comenzara a cuajarse en El vuelco del cangrejo, es ahora más densa y oscura, aunque no se atreve aún a cubrir por completo el puente hacia nuestra realidad.
Los náufragos
Los conflictos tienen sus propios contextos. Cuando nos enteramos o informamos, a través de canales informativos como los medios de comunicación o las redes sociales, sobre los conflictos distantes, cuyas realidades no conocemos con precisión, nos cuesta comprender las motivaciones de los bandos enfrentados, nos quedamos apenas con las categorías, con las etiquetas: grupos revolucionarios o militares, extremistas religiosos o supremacistas de derechas, gobiernos dictatoriales, corporaciones que devastan un territorio o explotan a una población, y caemos, a menudo inconscientemente, en la actitud maniquea de categorizar a los enfrentados. El cine también ha contribuido a encontrarles un lugar a esos actores en el imaginario colectivo; el cine nacional nos ha ayudado a darle relieve a los victimarios, a identificarlos y a ponerles un rostro, una consigna, también a distribuir entre ellos nuestro rencor, según el retrato de las violencias infligidas a las víctimas. Pero en los conflictos hay mucho más que un dolor espontáneo, hay también un eco, un rezago, una cicatriz, el lamento del silencio de lo devastado, el vacío del miedo, el frío de la exclusión, la necesidad de permanecer aparte, la intención de construir otra realidad, otro devenir. Esos dramas de desolación durante o después de un conflicto tienen el mismo tenor en cualquier parte del mundo y en cualquier tiempo, sin importar el contexto, porque apelan a los mismos sentimientos, a la misma condición universal de ser humanos.
Las cinco películas aquí tratadas abrigaron entonces esos dramas humanos y desdibujaron la identidad precisa de los actores del conflicto, para centrarse en los remanentes, en lugares que perdieron hasta su nombre, en esas casi distopías que quedan gravitando solitarias en un territorio, como enclaves invisibles salidos, además, de la órbita del tiempo. No importa ya el nombre del victimario si la desolación de la víctima es la misma. Son ellas otra manera de contar el conflicto. Enfrentan al espectador nacional a otras realidades, apelan más a su sensibilidad y agudeza y lo llevan a atestiguar las secuelas sin una coyuntura de por medio que invoque al espíritu del tiempo, ese que muchas veces opera como un justificador de excesos: “así eran las cosas en ese entonces”. Son historias, en otras palabras, más universales, y con ello hacen más universal y cercana la realidad colombiana, sobre todo la que toca a quienes quedan, a las víctimas invisibles, a los habitantes de los lugares distanciados por los conflictos. Los espectadores de otros países no lidian con un contexto desconocido y ajeno, sino con relatos más afines a su condición humana, más cercanos a su propio entorno.
De ahí el tinte apocalíptico de estas películas, pues los conflictos de antes, de hoy y del futuro arrojan el mismo vacío, provocan el mismo naufragio y la misma sensación de estar a la deriva en medio de una nada. Y los forasteros que arribaron a los lugares de esas cinco historias nos representan también a nosotros, los espectadores: como ellos, cargamos también el contexto, inservible en esos espacios; como ellos a veces también queremos huir; como ellos también nos sentimos extraviados entre las imágenes. Eso suponiendo que no somos algunos de nosotros habitantes de similares distopías.
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LAS IMÁGENES DE LO DISTANTE
Hay lugares donde el apocalípsis ya ha sucedido, lugares que incluso podrían estar viviendo una nueva génesis, lugares ajenos a las aceleradas pulsaciones del mundo, al tiempo y sus formas, a los estruendos de la cotidianidad, a la identidad de las urbes, a los mandatos del progreso, incluso a las esquizofrenias de los Estados. Son espacios olvidados o que se miran apenas de soslayo; donde habitan seres que viven su propio ritmo, cargan su pasado con estoicismo, contemplan su entorno con nostalgia y han despojado sus horizontes de toda metáfora de futuro.
No podríamos decir que en Colombia aquella sea una realidad latente, porque esos lugares no laten, no arrojan síntomas en el enfermo organismo del país. Son más bien como verrugas muy escondidas en la piel, que ni duelen, ni irritan, ni provocan comezón; están simplemente allí, rozando casi lo irreal, desperdigados como granos de polvo inocuo en zonas que alguna vez fueron devastadas por la guerra o por la rapacidad de las corporaciones; son mundos espontáneos que los radares no detectan, ni los georreferenciadores, ni la justicia, ni el dinero, ni la ciencia, ni la autoridad, ni el progreso, ni la religión... Son lugares fantasma con fantasmas, brumosos trozos de sueño o de pesadilla, sigilosas distopías adelantadas a su tiempo.
No hay motivo, entonces, para ir tras esos lugares, pues casi ni existen; tal vez ni seamos bienvenidos en ellos. Puede que quizá nos topemos a alguno un día, por casualidad, y nos perdamos en sus esquinas informes o nos convirtamos en uno de sus espectros o tal vez pasemos de largo, sin notarlos, conmovidos apenas por el frío que emanan sus soledades, igual a las de esas películas que han logrado imaginar o recrear esos hemisferios sin tiempo ni espacio.
Tal es el motivo del anterior exordio: un intento por comenzar a abrirme campo entre la maleza de las letras para llegar al secreto de imágenes que, considero, emulan esos lugares desconocidos, ocultos, invisibles, pero que, sin embargo, en algún lado están, en algún lado respiran; imágenes que parecieran labradas por una misma mano, por un mismo sentir, y que quizá de manera inconsciente han estado fraguando desde la pasada década una forma más universal de contar la realidad del país. Con ello me refiero a la amalgama de imágenes que conforman El vuelco del cangrejo (2010), de Oscar Ruiz Navia; La Sirga (2012) y Sal (2018), de William Vega; La tierra y la sombra (2015), de César Acevedo, y Monos (2019), de Alejandro Landes.
El eco de los conflictos
El periplo inicia con un viajante; lo atrapamos en medio de su camino. Las primeras imágenes del entorno lo van rodeando y sorprendiendo. Arrastra una soledad consigo. No hay nada en él que nos revele de dónde proviene. Es un forastero. Se llama Daniel, en El vuelco del cangrejo; a pesar de su andar lento, hay una cierta determinación en su mirada, igual a la de Alfonso, el caminante de La tierra y la sombra. Ambos saben qué buscan o a quién buscan. A diferencia de Daniel, que por primera vez pisa esos terrenos, Alfonso regresa a su tierra, después de diecisiete años, una ausencia prolongada que lo ha vuelto ajeno, incluso cuando llega a su rancho y le abre la puerta su nieto, desconocido hasta ese momento. Alicia también busca a su familia, la única que le queda, un tío y un primo; ella es la forastera de La Sirga; no llega, la encuentran, desmayada, luego de andar entre páramos y frailejones, entre la niebla. Heraldo, el viajero de Sal, en cambio, va en moto sobre los senderos de arena en torno al desierto. Un accidente lo deja inconsciente en las inmediaciones de un risco; un hombre y una mujer, habitantes del desierto, lo rescatan. A la doctora no la vemos llegar; a ella la tienen encerrada en un hueco, en medio de la selva, el grupo de adolescentes subversivos de Monos; es una secuestrada, pero también es una forastera, y en ella, como en los otros, reside el secreto del mundo exterior, el mundo ajeno a los hemisferios olvidados a los que arribaron.
Ingresamos entonces con el forastero a un mundo sin un tiempo y espacio definidos; contemplamos como ingenuos turistas los escenarios para buscar signos que nos ubiquen en nuestra realidad; queremos, casi necesitamos, encontrar un rincón familiar, confortable, desde donde podamos contemplar sin esfuerzo el devenir de las historias; añoramos oír a alguien pronunciar el nombre del lugar, la vereda, el pueblo, la ciudad o al menos el año; pero no, debemos conformarnos solo con el lenguaje de las imágenes, y vamos entendiendo que no pretenden ellas ubicarnos en el mapa, sino labrarnos una identidad más compleja, impregnada en el aspecto del entorno, en aquellos elementos que hacen de estos lugares un locus eremus que casi invita al ascetismo: una playa sin frutos en su mar, demarcada por basura; la desolación de un lago, acrecentada por la niebla y el barro; un desierto sin límites, rodeado de grutas y un perpetuo silencio; el verdor de un campo, amenazado por la ceniza, el fuego y la voracidad de la caña de azúcar; un campamento y cambuches en medio de una selva impenetrable.
Algo ha sucedido en estos lugares, o sucede aún, que los ha vuelto ajenos al resto del mundo, indiferentes, y nos inoculan su soledad, esa misma soledad que les impide regalarnos un contexto cristalino. Por nuestra condición de colombianos y el lastre del conflicto que arrastramos, buscamos su huella entre las imágenes y las historias, y en efecto encontramos su eco leve entre los resquicios. En La Sirga, por ejemplo, nos sorprende el sigilo del conflicto. Alicia huye precisamente de la violencia, de algún bando armado que incineró su rancho y mató a su padre, y queda en ella el temor de que alcance también el hogar de su tío, donde ha encontrado su espacio, y en efecto la violencia llega, pero de puntillas, sin hacer ruido, materializada en su primo y en el joven barquero que la pretende. No la vemos venir ni marcharse. No deja rastros de sangre. No hay ecos de disparos. No hay gritos desesperados. Solo pistas: un brazo vendado; informes sucesos tras las maleza, sobre el lago, entre la niebla; la fugaz imagen de armas entre un bote; un muñeco de madera. ¿Un paramilitar cazando a un auxiliador de guerrillas?, nos preguntamos. Incluso dudamos de lo que creemos, tanto que pronto lo confundimos con el olvido, con un sueño, los materiales preferidos de la impunidad.
En El vuelco del cangrejo y La tierra y la sombra, el conflicto es de otro talante y está aún latente: la lucha del progreso por ocupar espacios aún esquivos. En la playa resuena la melodía del mundo exterior, un reguetón, uno solo, se repite incesante, como lo es el progreso: una cantilena que amenaza con acallar el canto ancestral, despojar de misterio los ritos. A los lindes melódicos de los parlantes se suman los primeros intentos de edificar una empalizada para separar el espacio colonizado que quiere modernizarse del espacio que quiere conservar su identidad, su magia. El conflicto bélico, en cambio, es apenas un rumor de los televisores, que solitarios arrojan noticias sobre enfrentamientos entre grupos armados, o informativos radiales anunciando secuestros en medio del incesante reguetón.
En La tierra y la sombra la muralla del progreso ya se ha erigido; del pasado, de un pasado mejor, solo queda la casa de Alfonso, que puede apenas entre sus muros contener la amenaza de los cultivos de caña de azúcar en torno y que parecen extenderse como una mala hierba, y lo que no alcanzan lo cubren con su ceniza. El rancho se convierte en un refugio oscuro, de ventanas cerradas, para proteger al menos la vida del fuego del desarrollo. Pero también deja entrever la condición indigna de los corteros de caña, aguardando un pago que no llega, ante la indiferencia de un empresario omnipotente, pero invisible.
Las imágenes operan entonces como anclas que nos aferran al presente de estas historias, nos dejan apenas estrechas rendijas para mirar esos conflictos y su acechanza, porque lo que en verdad domina las escenas es su realidad inmediata: una callada anarquía, el intento de supervivencia de los habitantes y la relación inesperada con el forastero, que trae consigo también una inefable carga.
El tránsito del forastero
El forastero se inmiscuye en esa realidad, se filtra en la cotidianidad de los habitantes. Su pasado está apenas untado en sus cuerpos, en sus atuendos, en sus ojos, en sus objetos…, como breves gotas que quedan en la piel luego de salir del agua. Aquellos lugares vacíos, colmados de ausencia, carentes de identidad, han despojado al forastero de quien es, de quien fue; lo purificaron y le quitaron el hedor de su tiempo y lugar; le contagiaron la soledad; le dejaron tan solo rastros, sordos ecos de lo que ya es lejano, y nos queda a nosotros esa labor de unir los pedazos para intentar armarle un contexto, un ayer, una vida, por ese afán nuestro, tan inútil, de querer ubicar a los personajes en un punto del universo, como si la existencia no estuviera también hecha de sueños sin norte.
Nos quedamos entonces recogiendo las piezas: el cuaderno y la fotografía de Daniel con una mujer, y sus sueños con vestigios tal vez de culpa o desamor o de las dos (El vuelco del cangrejo), parecido al sueño de Alfonso con su caballo, que huye hacia el horizonte, hacia un pasado inalterable (La tierra y la sombra); de un mismo talante onírico son las imágenes de Heraldo, que desde el desierto sueña nadando o recordando un tiempo cuando el agua adornaba su entorno (Sal); en Alicia quedó un místico sonambulismo, un ritual nocturno entre la inconsciencia del sueño de ir hasta el borde del lago y hundir en él una vela encendida, una suerte de catarsis para que, al menos en su memoria, se apague el fuego que consumió su rancho (La sirga); el espejo roto donde la doctora contempla su imagen deformada (Monos). Apenas símbolos, porque estos lugares están regidos por sus propios códigos, códigos incompatibles en cierta medida con las realidades del forastero, y por eso sus objetos y sus acciones se vuelven metáfora y dotan de enigmas su presencia; pero son solo enigmas para nosotros, pues para los habitantes de aquellos espacios el forastero es tan solo un extraño, como muchos otros que habrán pasado; es emisario de un mundo al que no pertenecen y del que no quieren saber.
Esa indiferencia de los habitantes hacia el forastero y su realidad nos oculta el conocimiento sobre lo que acaece en otros hemisferios. No le indagan, no buscan respuestas en él; al contrario, les genera sospecha, los incomoda, pero, aún así, lo acogen con un desdén que puede confundirse con melancolía, porque quizá en secreto agradecen su intromisión, la variación que causan en sus rutinas. En cambio sí buscan dejarle algo, un trozo de la sabiduría que sin querer han cultivado entre sus tierras desoladas y entre el recuerdo de las causas de esa desolación.
Tal es el caso de Cerebro, el líder de la comunidad que habita las inmediaciones de la playa en El vuelco del cangrejo. Le imparte a Daniel una serie de reflexiones sobre el agua y su condición sagrada, sobre cómo los peces comenzaron a escasear y cómo el progreso amenaza con destruir lo poco que les queda. “No se puede construir cemento cerca al mar porque viene y se lo lleva”, dice. De similar sabiduría es Salomón, el habitante del desierto en Sal; apela él también al mar como la panacea y a la sal como el remanente de ese líquido ya inexistente en ese lugar, pero útil ahora al menos para comerciar. “Esta es la cura de todos los males. El mar lo cura todo. Este planeta es pura agua y sal. ¿Sí pilla que todo está lleno de vida? El agua y la sal algo han de hacer, ¿no?”, dice, y agrega más tarde: “Esto antes le pertenecía al mar, pero el agua se secó, y quedó la sal, el tesoro con el que construí mi reino, mi república independiente”. La sabiduría del tío de Alicia, en La Sirga, y de la esposa de Alfonso, en La tierra y la sombra, es de un talante menos oral y más demostrativo. Ambos están aferrados a su tierra; el primero prepara su hostal y aguarda con ingenuidad a los turistas; la segunda elige la soledad antes de abandonar su casa, y su lucha le permite a su rancho ser el único indemne en el medio del campo, a pesar de estar cercado por el fuego. Esa sabiduría, brindada con abnegación, le será quizás útil al forastero en su partida, porque su propósito no es permanecer en aquel lugar; su arribo es apenas un estadio de su camino hacia la continuación de la huida o hacia el regreso. Destino que, por supuesto, nunca conoceremos por estar fuera de las lindes tercas de las imágenes.
La bruma
El aislamiento de esos lugares, su blindaje ante el resto del mundo, esa incomunicación, más las atmósferas sombrías y desoladas, dotan a estas cinco películas de un filtro apocalíptico, y por ende sus historias podrían rozar lo distópico. Aunque estemos acostumbrados a pensar las distopías como esos escenarios imaginarios de un futuro poco halagüeño, dominados por corporaciones o gobiernos omnipotentes, cercados al mismo tiempo por la miseria y una desbordada tecnología, también lo pueden ser aquellos escenarios sin un tiempo específico, azotados por una catástrofe o una guerra contemporánea, donde imperan los remanentes de una civilización o de un pasado mejor, donde las ruinas invitan a una lenta reconstrucción, a guardar una desganada esperanza.
Alicia y su tío reconstruyen y decoran con parsimonia su hostal para en un futuro recibir a hipotéticos turistas; también su pretendiente le muestra el horizonte de la laguna y el páramo, que metaforiza con la grandeza de Dios, y le obsequia una muñeca tallada en madera, que nombra Eva, y más adelante talla el Adán, que, aunque no alcanza a ser entregado, completaría la invitación a, juntos, crear una nueva génesis en medio de la desolación y la incertidumbre. Cerebro convierte en ritual reunir la infinita basura acumulada en la playa para luego convertirla en fuego, en música y en cantos, y, hacia el final, junto con su comunidad, decide enfrentarse al Paisa y su barrera con el propósito de acallar de una vez la amenaza del progreso y su obscena algarabía; defenderse es también una forma de reconstruir. Alfonso, por su lado, limpia una a una las hojas de las plantas en torno a su casa para despojarlas de la ceniza inclemente y organiza el cuarto de trastos, donde residen apeñuscados fragmentos de su pasado.
Esa lenta reconstrucción rima con el andar pausado de los personajes y con un semblante parecido a las ruinas que los rodea; de una lentitud similar son sus diálogos, cortantes y reflexivos, y perdura en ellos también una actitud contemplativa de su entorno, proveniente quizá de una nostalgia del pasado o de una añoranza del futuro, o, más bien, de una persistencia en su presente, una imposibilidad inconsciente de poder escapar de sus fronteras. Lo contemplativo se extiende a nosotros; la imagen nos regala planos prolongados de los paisajes: planos aéreos del desierto, las siluetas de los adolescentes al contraluz del crepúsculo en medio de la selva, la inmensidad del páramo y su fusión en degradé con la laguna, la sobriedad gris o azul de la playa o la imagen del rancho rodeado de fuego y de ceniza.
Lo distópico cobra un cariz más evidente en Sal y en Monos, como si las dos fueran una evolución de las anteriores. En ellas está más desdibujado el contexto espaciotemporal; los resquicios hacia el resto del mundo y su realidad son más estrechos; están más acorazadas la soledad y el distanciamiento. En Sal, no solo el desierto le otorga a la historia esa sensación de aislamiento, sino la poca noción de la existencia de algo diferente alrededor; la película brinda apenas algunas pistas, ecos, de nuevo, de una población cercana regida por un mafioso. Solo de Heraldo se sabe que era un mensajero en un restaurante de comida china. Otros elementos, como la chatarrería donde los objetos desechados han cobrado el valor de lo escaso, el intercambio de estos y otros productos por sal o los piratas que custodian el desierto sugieren una faz apocalíptica, los remanentes de un mundo ya inexistente y que son como arquetipos de una devastación más extendida; y alrededor de todo ello orbita además un místico relato narrado en fragmentos a lo largo de la historia por una mujer china, que apela a un apocalipsis y a una nueva génesis:
Pronto entendemos que aquella voz va dirigida a Heraldo, que es una especie de mesías extraviado, un redentor que solo añora encontrarse con su padre, en medio de una especie de parusía que desconoce, y la voz remata con una suerte de parábola:
Todo queda envuelto en ese misterio, sin una resolución aparente. Solo quienes habitan aquel desierto entienden lo que nosotros apenas podemos contemplar con ignorancia; nos sentimos, sin embargo, constantemente atraídos por la extraña combinación de enigmas, como si atestiguáramos los momentos exactos y primigenios de la creación de una leyenda, de esas condenadas a extenderse por siempre a través de los años y de los siglos.
La distopía de Monos, en cambio, se despoja de misterio y de pretensiones de sabiduría para retroceder hacia el salvajismo. Un sistema desconocido rige los comportamientos del grupo de adolescentes milicianos que custodian a una secuestrada y a una vaca; un emisario de ese sistema llega a impartir instrucciones periódicamente. Parecen ellos apenas el eslabón de una cadena bélica más grande, de un movimiento armado que combate a otro. Imposible identificar los actores de ese conflicto, los bandos y menos las motivaciones; la ausencia de un contexto preciso le otorga a la cadena una cierta infinitud, podemos imaginárnosla tan extensa como queramos, estirada en medio de un apocalipsis o agitándose entre la anarquía trepidante que queda luego de un cataclismo.
Ese sistema hipotético busca mantener un orden entre los individuos que conforman las células, a través de códigos militares y de convivencia, de rangos y de extrañas misiones; sin embargo, en su soledad los adolescentes se enredan en pequeños brotes de anarquía y de locura. Estos se van imponiendo a los frágiles rezagos de civilización hasta que el sistema falla y los jóvenes se revelan y se aferran a su entorno más inmediato: la selva; toman entonces su aspecto, imitan sus sonidos, se cubren con su barro, se envuelven en su maleza, se hunden en sus ríos y están prestos a exterminar a quien contravenga las azarosas y recién conformadas reglas de su instinto. El conflicto entre dos bandos se desdibuja y deviene en un conflicto entre individuos que luchan por un poder indómito, en medio de la selva, ajeno e indiferente a las motivaciones de la organización guerrillera o mercenaria que en un principio los reunió. Aquella actitud espontánea de los adolescentes es acaso representación de mutaciones espontáneas similares en otros eslabones del conflicto de ese mundo desconocido en la película y, por ende, son la representación de una nueva realidad más cercana a la animalidad.
Estas dos películas parecen llevar entonces al extremo lo que las otras tres también habían procurado con menor contundencia: hacer brumosa la identidad del conflicto, y con ello el aspecto preciso del contexto, las coordenadas de los perímetros, los antecedentes de los personajes, las medidas del tiempo. En El vuelco del cangrejo, La sirga y La tierra y la sombra, tenemos, como espectadores de este país, la capacidad de identificar los espacios y acaso el tiempo; además, como se mencionó, las imágenes nos dejan ecos o pistas para que comprendamos de reojo qué ha causado las realidades que se retratan. En Sal y Monos, esa bruma, que comenzara a cuajarse en El vuelco del cangrejo, es ahora más densa y oscura, aunque no se atreve aún a cubrir por completo el puente hacia nuestra realidad.
Los náufragos
Los conflictos tienen sus propios contextos. Cuando nos enteramos o informamos, a través de canales informativos como los medios de comunicación o las redes sociales, sobre los conflictos distantes, cuyas realidades no conocemos con precisión, nos cuesta comprender las motivaciones de los bandos enfrentados, nos quedamos apenas con las categorías, con las etiquetas: grupos revolucionarios o militares, extremistas religiosos o supremacistas de derechas, gobiernos dictatoriales, corporaciones que devastan un territorio o explotan a una población, y caemos, a menudo inconscientemente, en la actitud maniquea de categorizar a los enfrentados. El cine también ha contribuido a encontrarles un lugar a esos actores en el imaginario colectivo; el cine nacional nos ha ayudado a darle relieve a los victimarios, a identificarlos y a ponerles un rostro, una consigna, también a distribuir entre ellos nuestro rencor, según el retrato de las violencias infligidas a las víctimas. Pero en los conflictos hay mucho más que un dolor espontáneo, hay también un eco, un rezago, una cicatriz, el lamento del silencio de lo devastado, el vacío del miedo, el frío de la exclusión, la necesidad de permanecer aparte, la intención de construir otra realidad, otro devenir. Esos dramas de desolación durante o después de un conflicto tienen el mismo tenor en cualquier parte del mundo y en cualquier tiempo, sin importar el contexto, porque apelan a los mismos sentimientos, a la misma condición universal de ser humanos.
Las cinco películas aquí tratadas abrigaron entonces esos dramas humanos y desdibujaron la identidad precisa de los actores del conflicto, para centrarse en los remanentes, en lugares que perdieron hasta su nombre, en esas casi distopías que quedan gravitando solitarias en un territorio, como enclaves invisibles salidos, además, de la órbita del tiempo. No importa ya el nombre del victimario si la desolación de la víctima es la misma. Son ellas otra manera de contar el conflicto. Enfrentan al espectador nacional a otras realidades, apelan más a su sensibilidad y agudeza y lo llevan a atestiguar las secuelas sin una coyuntura de por medio que invoque al espíritu del tiempo, ese que muchas veces opera como un justificador de excesos: “así eran las cosas en ese entonces”. Son historias, en otras palabras, más universales, y con ello hacen más universal y cercana la realidad colombiana, sobre todo la que toca a quienes quedan, a las víctimas invisibles, a los habitantes de los lugares distanciados por los conflictos. Los espectadores de otros países no lidian con un contexto desconocido y ajeno, sino con relatos más afines a su condición humana, más cercanos a su propio entorno.
De ahí el tinte apocalíptico de estas películas, pues los conflictos de antes, de hoy y del futuro arrojan el mismo vacío, provocan el mismo naufragio y la misma sensación de estar a la deriva en medio de una nada. Y los forasteros que arribaron a los lugares de esas cinco historias nos representan también a nosotros, los espectadores: como ellos, cargamos también el contexto, inservible en esos espacios; como ellos a veces también queremos huir; como ellos también nos sentimos extraviados entre las imágenes. Eso suponiendo que no somos algunos de nosotros habitantes de similares distopías.
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