El cine comparte con el hombre esa limitación primordial que es también la de todas las artes: en esta tierra no somos más que testigos de una breve orilla, el escaso rostro, la piel de las cosas, su simple forma. Pero también el cine comparte con el hombre esa iluminación que acaso no entendemos y que descubre en cada rostro el atisbo de una sombra, una sombra que hay detrás de todo, algo que no entendemos muy bien pero que es una especie de sedimento, como una sustancia imprecisa que es el alma que tratan de descubrir los nombres y de explicar las filosofías y los cansancios humanos y que en ocasiones es vislumbrada de un modo sorpresivo, que es la belleza.
En todo hay una voz secreta, un canto de otra parte; todo también nos escucha y nos comparte su existencia y hacia allí tal vez, hacia ese centro de las cosas en donde no hay cosas ni nombres y en donde todo es una simple presencia sin forma ni desarrollo, es a donde nos retorna ese trance superior que lo antecede todo –que antecede al cine y al video– y que no solo es el arte, pero que es, sin duda, el cine de Víctor Gaviria. Cada imagen del cine de Víctor nos sumerge en un agua diáfana que no obnubila al hombre sino que más bien lo envuelve en una mirada tan pura que es como un influjo de pulmones limpios, semejante a la vida simple y perdida, semejante a la imagen lejana que nos antecede, semejante a la caricia en la espalda.
Cada película de Víctor nace de una obsesión, de una nostalgia de amor que siente por sus amigos, aquellas personas que se dejan existir delante de una cámara que los observa con la emoción de ser testigo de algo que es irrepetible –todos los que participan en la película saben que es irrepetible–, de algo que es solitario e incomunicable como una experiencia. Pero luego el tiempo vuelve y surge otra vez, por ejemplo, en esos niños ciegos de Buscando tréboles, que se palpan apasionada pero delicadamente, abandonados a su entrega e inocentes como dos ángeles que se bautizan.
Por eso es tan absurdo que se haya llegado a conocer a Víctor –que se le conozca aún– como un director que abusa de sus temas y que los explota como cualquier falsificador de emociones. Rodrigo D generó más de un malentendido en la conciencia nacional, en las mentes ya obtusas o ya desinformadas que la vieron como una película de sicarios y, es más, como una película que se aprovechaba del doloroso boom por el que pasaba Medellín para ganar dinero o popularidad.
Víctor hace películas con un cariño que quizá sea difícil de entender por alguien que desconfíe del cine y, sobre todo, que desconfíe de la gente. Lo triste es que, por muchas razones, el país en que nos movemos es el país de la desconfianza. Gracias a Dios quedan películas como las de Víctor, que testimonian que sí hubo amor en nuestras vidas, y cómo fue de contradictorio, y cómo fue de reprimido y de vejado hasta ser un amor-odio que se enguyó sus pocas y apuradas tardes, y que se enguyó a sí mismo y a la inteligencia.
De la amistad de la cual surgió Rodrigo D hay tres películas más, todas ellas mediometrajes en video. En Mirar al muerto por favor se ven las mismas personas que más tarde actuarían en el largometraje, porque es un documental sobre los ensayos previos al rodaje, sobre el rodaje y, lo que es de verdad importante, sobre la vida de los actores. El documental está dedicado a John Galvis, quien iba a ser uno de los protagonistas de Rodrigo D y cuyo espíritu llenó toda la película. En una de las primeras imágenes se ve un primer plano del rostro de John, hablando como hablaba, un primer plano que lo ye decir lo que dijo una tarde cualquiera, sobre un señor que llevaba toda una vida trabajando. John se ve asombrado, discretamente asombrado, de esa constancia digna y amable de un señor que con seguridad llevaba toda una vida trabajando. John se asombra, pues demás que el señor lo ha visto crecer y demás que es alguien sacrificado y en quien los solos gestos, la manera de saludar y de encaminar sus consejos, muestran su alma de señor honesto. John se asombra de todo esto, pues en el fondo no ve en la constancia del señor más que una simple constancia digna y amable al vacío. Más tarde, en Rodrigo D, Alfonso (Carlos Mario Restrepo) dice a su tía –que en la vida real era la madre de John Galvis– cuando la visita por la noche –como también hacía John– que él no quiere llevar una “vida de esclavo”... una vida de esclavo como la que se ve que lleva el papá de Rodrigo, una vida deslomada para conseguir un futuro y conseguírselo a los hijos, todo ese sueño de clase media que es el que niegan, o más bien el que negaron John, Carlos Mario, todos, con su vida fugaz y feroz, con sus muertes rapidísimas que ellos llamaban y veían llegar con pavor y esperanza.
Pero si John se asombra es también porque no hay odio en él, y eso lo sorprende. Más bien hay una mirada de desconcierto respetuoso, de cariño inevitable ante el señor abnegado y es más o menos la misma mirada de Víctor hacia el padre de Rodrigo en el largometraje, Ese personaje es quizás el más hermoso de la película, en su soledad de padre viudo y trabajador. Cada secuencia en la que aparece Oscar Hernández, quien es sin lugar a dudas uno de los mejores actores de Colombia, es una demostración de que los verdaderos intereses temáticos de Víctor Gaviria están más allá de una simple moda, mucho más allá de la tentación taquillera y definitivamente aparte de cualquier cosa que no sea el escuchar la vida misma. Víctor escucha y si en su fuero interno comparte mucho de la visión desesperada de los muchachos, nunca llega a tratar de exponer algo así como una tesis o como una posición ideológica. Un poeta no sabe mentir, y las posiciones a favor o en contra, pese a ser inevitables, son una mentira, una mentira que nos mete la realidad que vemos. Son una ceguera. Y Víctor, desde su primera película, comparte todo con sus personajes, menos la ceguera. Sus película son, incluso, como si la cámara fuera uno de los personajes –ya sea un niño ciego o un pistoloco– que abre por primera vez los ojos y lo descubre todo por fin, tal como es: un eterno tantear, un caer al piso, yéndose…
Mirar al muerto por favor también es un documental sobre el cine, sobre la lenta construcción de personajes. Al principio se ven los primeros ensayos de Rodrigo D grabados en video y a medida que pasa el documental se va sintiendo cómo crece la intimidad, cómo se hace mayor el contacto. Ya al final los ensayos no son ese momento un tanto grave y cortado del casting, y la risa del Alacrán es su risa. De modo que es un documental sobre la construcción visual del drama: luego de compartir tiempo y palabras, la cámara se va adentrando en los ojos de sus personajes y así va desplazándose hacia sus temores y sus deseos. En una acción determinada, por ejemplo caminar por la calle, la cámara comienza a deslizarse por la misma trayectoria que lleva el alma de un personaje. Ese moverse con la misma velocidad del espíritu que mira, digamos, una moto que “está botada”, ese situarse en su propia condición de ser humano que duerme todas las noches al lado de una ventana, es lo que de pronto nos tiene ya sumergidos en otra emoción que es la del personaje y al hacerse cómplice de ese modo lo que está haciendo es contar una experiencia: narrar visualmente. Mirar al puerto por favor y Rodrigo D son, entonces, un excelente doblete para apreciar el lento camino hacia la narrativa.
El paseo, un argumento de media hora en video que fue protagonizado por Wilson Blandón, el Alacrán, y Leonardo Fabio Sánchez, el Burrito, podría ubicarse en la misma línea, puesto que es fruto de una fijación que tiene Víctor y que con el tiempo llegará a dar más y mejores frutos: la construcción redonda y concisa de un drama, la emoción, el suspense. Víctor, de alguna forma, es un heredero del cine alemán de los años setenta, pues pertenece a toda una generación que se formó alrededor del Subterráneo, del Instituto Goethe y de las presentaciones que hacía en ambos lugares Luis Alberto Álvarez, presentaciones casi contemporáneas con los estrenos en la patria natal de un cine que era ante todo observación cauta y desdramatizada, en especial en las películas de Wenders y Herzog. La primera película de Víctor es, como él mismo lo dice, una especie de ejercicio herzogiano y, en general, todas sus demás películas comparten una ausencia dramática. Viendo el primer capítulo de Simón el mago, Oscar Campo dijo, –más que todo como un comentario descriptivo– que era un primer capítulo y que sin embargo no prometía nada, no generaba esas preguntas que genera el suspense, como: “¿Qué irá a pasar?” “¿De dónde viene ese personaje?” “¿Qué secreto guardará esa historia” “Sí. Es que todas las películas de Víctor son de pedacitos, son de observación. Es su mayor cualidad y su mayor defecto”, dijo Luis Alberto, a lo que Oscar respondió: “Ajá. Es una visión muy marihuanera de la vida”. Víctor, que escuchaba con atención, soltó una carcajada, porque él se ha hecho la pregunta más de una vez y porque su anciano amor por el cine de terror, su veneración al storyteller Truffaut, tienen mucho que ver con esa capacidad de crear inquietudes que Víctor ama y que busca desde hace tiempo –uno de sus proyectos actuales es el de hacer un largometraje de acción–. Pues bien, El paseo fue ante todo el intento de hacer una especie de película de terror en Medellín, una película de terror cuyo planteamiento inicial, un poco a la manera de Luis Ospina y de Mayolo y de Oscar Campo, decía cosas mucho más importantes que el simple jugueteo de estilo. Si para los caleños eran los indios gorrones los que daban una conexión ancestral entre el canibalismo de las películas amadas –las de Romero, por ejemplo– y el de películas propias –Carne de tu carne, Pura sangre–, para Gaviria, que no es cinéfilo, son los aburraes la conexión ancestral que se hace con la muerte que ronda el Medellín actual. En el cerro El Volador los aburraes hacían entierros hace cientos de años; hoy es uno de los lugares a donde la policía y otros cuerpos de seguridad llevan a dar el paseo, el último viaje…
Esto no es algo que toda la ciudad sabe y que sigue sucediendo ante la indiferencia insegura de la ciudadanía inocente. La película comienza con un diálogo entre dos muertos, el Burrito y el Alacrán, a quienes les han hecho el paseo, seguramente en una desas camionetas “de las Empresas Públicas” que también atraviesan Rodrigo D como una presencia mortal. Luego, dos ciudadanos inocentes, una parejita paisa común y corriente, sube al Volador a dar su propio paseo –la vista de la ciudad es desde allí muy hermosa, pero en la película no se ve– y allí se encuentran los dos espectroprotagonistas, quienes les dan el susto típico del ciudadano inocente de Medellín. Se les aparecen y ya les van a robar el carro cuando sucede el detalles más interesante de la película: espantan a los espantos. Mientras van a hacer el robo, sienten el ruido de la camioneta blanca, la camioneta que, seguro, les ha dado el paseo. Los dos fantasmas salen corriendo asustados. Ahora, si bien esta historia, así contada, refleja mucho de la concepción deprimida pero lúcida y tolerante de Víctor acerca de los problemas de violencia en Medellín –una concepción en la que, de modo insoportable, inexplicable y real, todos somos víctimas y victimarios, inocentes y culpables, y en la que la única solución posible, si es que la hay es la de escuchar sin miedo la amistad del carnicero–, en El paseo la historia si acaso se entiende. Por muchas razones la película resultó un fiasco, si bien un fiasco interesante y por momentos involuntariamente gracioso. La actuación de esa excelente documentalista que es Pilar Mejía es tan mala que conmueve y algo similar se puede decir de sus acompañantes. En cuanto a los fragmentos con los fantasmas, solo la secuencia del atraco de un par de viejos al Burrito parece haberse hecho con calma y coherencia y en el resto del argumental de pronto hay alguna imagen realmente bella, tal vez de la niña que baja entre la hierba de una ladera, que emana un halo de gravedad y extrañeza que podría haber sido el de toda la película si no se hubiera hecho de un modo tan afanado: fue tanta la premura que la escena crucial, la del encuentro de la camioneta con los dos fantasmas que se asustan, no se puedo grabar nunca y se tuvo que solucionar con una elipsis que no dejó satisfecho ni siquiera su director.
Luego de El paseo y con varios de los actores de los actores de Rodrigo D, Víctor grabó un documental para la televisión europea, duro, violento, Yo te tumbo, tú me tumbas, que muestra ya el fondo del abismo. Carlos Mario Restrepo aparece por última vez contando cómo sintió el changonazo que le llenó de huecos la cara y todo el documental gira en torno a ese momento que los muchachos sentían llegar y al que se acercaban con experiencias que cada vez tocaban más el borde, el límite de la vida. Víctor, en alguna crónica, escribió que nunca dijo nada a los muchachos acerca de cambiar, de restablecer la vida para que no fuera muerte. Dijo que era lo menos que puede hacer un amigo, no dar consejo, sino oír. Acerca de esto, pues uno en realidad no sabe qué decir, con qué derecho sugerir vías que, en circunstancias tales, puede intuirse que son vías cerradas. Por otra parte, la vida desbocada que llevaban ellos y muchos otros jóvenes de Medellín, era una vida, en buena parte, optada: era una cuestión también de libre albeldrío, no solo una simple trampa de las circunstancias. En ese sentido, era cuestión de respetar de respetar su elección, sus pensamientos y sus acciones. Pero aquí ya la contradicción que se crea proviene de lo que uno considere amistad. No sé hasta qué punto, porque no alcanzo ni siquiera a imaginarlo, será amistad, o hasta qué punto dejará de ser amistad y comenzará a ser trabajo el ver la auto-destrucción de unos seres humanos. No alcanzo a imaginar el dolor que sentirá Víctor al ver de nuevo Yo te tumbo, tú me tumbas, pero si la sensación es tan desgarradora para uno como espectador…
Víctor, desde hace años –y esto lo sé por crónicas suyas que he leído, por conversaciones con amigos suyos y por algún diálogo con él– tiene una especie de fascinación por lo que él llama “los hombres de acción”. Habla entonces de la “inteligencia del corazón”, de aquella que no está en ningún libro y que es la vida que él observa… y que es la que evoca en sus libros. Kierkegaard, por ejemplo, en Temor y temblor, o el Cortázar de El perseguidor, se van hasta el fondo de esa enloquecedora y vieja disyuntiva que carga cada hombre: la actitud contemplativa y la actitud decisiva. No solo solo Kierkegaard y Cortázar, obvio, somos todos. El primero llama poeta al hombre que contempla y que canta la actitud del héroe, que es el hombre de acción. El segundo ve en el crítico Bruno un hombre de contemplación y en el músico Johny un hombre de acción. En Rodrigo D se ve un poco esta diferencia en la relación de Rodrigo, alguien a quien solo le gusta la música, y sus amigos, que se lanzan a sus cruces no solo en busca de un susto sino en busca de una platica. Un director de cine es una rara mezcla de eso que llamamos hombre de acción y un hombre de contemplación. Imbuido en un estado de contemplación absoluta y rendida, también es la persona que debe moverse en un mundo de finanzas, publicistas y mercaderes, impartiendo también algún orden a ese caos que es un rodaje, dándole algún sentido. Evidentemente que la primera película de Víctor es una demostración de sus faceta contemplativa en su estado más interiorizado y abstracto. El hecho de que fuera un documental, sin embargo, indicaba desde entonces una tendencia hacia la realidad externa. En un camino contrario al de alguien como Glauber Rocha, por ejemplo, Víctor se ha movido de lo interno hacia lo externo. Sus primeros cortometrajes, en súper ocho, son todavía la expresión más pura de un alma todavía transparente, llena de recuerdos y de evocaciones. En El vagón rojo, por ejemplo, el protagonista es un niño tímido al que otros niños preguntan si le comieron la lengua. Más tarde el niño entra en un vagón que, luego de que se ha desembarazado de los otros niños, se convierte en el lugar de sus sueños y sus recuerdos.
Todas esas primeras películas de Víctor las filmaba con su primer grupo de amigos, a los que conoció cuando se ganó el premio del concurso de cine en súper ocho del Subterráneo. En ese sentido era un poco el hobby de un grupo de jóvenes sensibles de clase media. En la segunda película, La lupa del fin del mundo, rodada en el colegio donde Víctor estudió varios años, Luis Alberto Álvarez hizo el sonido. De ella, Víctor, ni nadie, sabe dónde se encuentra. Típico descuido de un hombre de contemplación que no sabe moverse aún muy bien en cosas tan prácticas como archivar o guardar algo con cuidado. De la siguiente, Sueños sobre un mantel vacío, un documental en súper ocho sobre la obra de la pintora Dora Ramírez, su director “recuerda algunas imágenes” y dice que “también debe andar por ahí”. Después vino El vagón rojo, que hizo con Luis Fernando Calderón y que fue la última de esas películas inocentes de los inicios, porque otra, de terror, que comenzaron a hacer, se quedó inconclusa, al igual que una que fue el primer momento de transición: La jirafa del parque, co-dirigida con Gonzalo Mejía y en la que trabajo un complicado equipo de producción compuesto exclusivamente por amigos. Los trastornos que sufrieron todos en el rodaje de La jirafa del parque llevaron a un cambio, una verdadera decisión. Si se quería seguir en cine había que profesionalizarse más. Vinieron entonces sus dos primeros mediometrajes con Focine: Los habitantes de la noche y La vieja guardia y, luego, la fundación de Tiempos modernos, una compañía productora que duraría varios años y con la que Víctor realizaría varias películas, entre ellas –junto con Focine y Foto Club 76– Rodrigo D. Antes de ese largometraje fue la grabación de Que pase el aserrador y la filmación, en un calor insoportable, de un hermosisímo mediometraje de Focine: Los músicos. Y fue entonces cuando llegó ese otro momento de transición, Rodrigo D, con el que Víctor logró, como quería desde el principio, sin saber bien qué se iba a encontrar, salir del mundo relajado y conforme en el que se había iniciado, la placenta de clase media, y entrar a un mundo que él llama de “los hombres de acción”, los que tienen que luchar en la vida y batallar cada día en busca de sustento.
Como se ve, es un camino, el de Víctor, que ha ido conduciendo a diversas cosas concretas en un aprendizaje que aún no termina: el cine argumental y de dramas redondos y bien construidos, el conocimiento de otros mundos, la comunicación, más que la simple expresión, y, de ningún modo como algo aparte, el difícil aprendizaje de una condición indispensable para todo cineasta, sobre todo en nuestro país: la condición de productor. Desde los principios juguetones con los amigos hasta la realidad que es hoy la corporación Ivo Romani, pasando por sus mediometrajes de Focine y por la fructífera etapa de Tiempos modernos, Víctor Gaviria ha sido un hombre en busca de la concreción, de la acción. Lo que me pregunto es quiénes era los hombres de acción en Rodrigo D y en Yo te tumbo, tú me tumbas. Si Víctor dice que hombres de acción son “los que tienen que buscar la comida”, obviamente lo era el padre de Rodrigo, obviamente era Rodrigo, que tenía que buscar cómo hacer su batería, obviamente era Alfonso, que se robaba una moto para poder sacar a su novia cuando quisiera, a donde quisiera y como quisiera; obviamente era Ramón, quien después de los cruces le daba plata al vecino… En últimas parecemos ser todos, porque la acción es el movimiento de la vida. ¿Y si el término de esa acción no es nada más sino la muerte? Es muy difícil hablar desde afuera, por eso mejor me callo y recuerdo aquella imágenes rebosantes de ternura, esas que sí son contemplación y acción puras y ensoñadas y que son el único sentido de tanto esfuerzo, de tanto entusiasmo y de tanto cansancio.
Por la época de Tiempos modernos, Víctor viajó varias veces a Urabá, una región que le encantaba desde hacía tiempo, para hacer documentales para el programa Urabá hoy, patrocinado por Augura. Por lo menos en cuatro de esos documentales –sobre todo en Lo que dañaba a mi hermano era la edad: la historia de Víctor Manuel Zúñiga y en David y Roberto: los polizones de Nueva Colonia–, al igual que en Yo te tumbo, tú me tumbas y en el que hizo a principios de los noventa, Los derechos del niño, que ilustra con pequeñas historias cómo viven varios niños de Medellín sus derechos fundamentales, se puede sentir la emoción de unos encuentros, de unos viajes en el mundo, de unas historias que se escuchan. Son toda una escuela de acercamiento humano, una escuela de comunicación visual, audiovisual.
Pero hay uno en especial que no he mencionado porque es el más insólito, el más silencioso, el más conmovedor. En realidad no es uno, es un pequeño grupo. Hemos visto cómo las películas de Víctor se agrupan en unas cuantas viejas obsesiones: Urabá, la Antioquia rural de La vieja guardia, Los músicos, Que pase el aserrador y Simón el mago; el Medellín juvenil y desesperado que va desde Los habitantes de la noche hasta Yo te tumbo, tú me tumbas; las primeras y lejanas evocaciones filmadas en súper ocho… A ese primer grupo pertenece, desde luego, Buscando tréboles, una peliculita que deja un recuerdo imborrable en quien la ve por vez primera. Víctor la hizo en dos versiones, una en súper ocho y la otra en 35mm. Años después, tras haber acumulado una mayor experiencia y tener equipos más confiables, Víctor regresó al mismo hogar de niños ciegos y grabó imágenes que después montó en un documental de 45 minutos, Los cuentos de campo Valdés, que es algo indescriptible. A finales de los setenta, en una pequeña crónica, Víctor había escrito: “Hace alguno meses, al oriente de la ciudad, conocimos a unos maravillosos niños ciegos de ocho a doce años que son como los chayules. A la cambiante luz del día, contra ella, ellos ven sombras, cuerpos que avanzan, bultos que la luz vagamente contornea”. Y en la misma crónica decía: “Dentro de algunos años, quizás no muchos para verlo, mejor, para oírlo, iremos a ver un cine hecho por jóvenes, poetas desde la punta de los pies a la cabeza, y escucharemos, allí en la pantalla, todo lo que ahora oímos sin prestarle atención: canciones de escuela, ruidos de patio, declaraciones de novios en los barrios…” Y finalizaba: “Algún día, pienso, escucharemos en la pantalla las palabras menores. El ronroneo de los camiones que marchan por la autopista hacia la costa, luces amarillas que avanzan hablándose en voz alta”. Buscando tréboles, Los cuentos de Campo Valdés, son palabras menores escuchadas con cariño, con devoción infinita de alma que escucha, que transmite lo que es infinito, lo que es importante, la alegría esencial que no se borra, el gesto indefenso que nunca se termina.
Texto originalmente publicado en la revista Kinetoscopio; julio - agosto 1994; número 26
Este texto también hace parte del próximo libro de su autor, Régimen de criterios. Cines y cineastas colombianos. El libro, en su versión e-book, ya se puede comprar acá.
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LOS PULMONES LIMPIOS
El cine comparte con el hombre esa limitación primordial que es también la de todas las artes: en esta tierra no somos más que testigos de una breve orilla, el escaso rostro, la piel de las cosas, su simple forma. Pero también el cine comparte con el hombre esa iluminación que acaso no entendemos y que descubre en cada rostro el atisbo de una sombra, una sombra que hay detrás de todo, algo que no entendemos muy bien pero que es una especie de sedimento, como una sustancia imprecisa que es el alma que tratan de descubrir los nombres y de explicar las filosofías y los cansancios humanos y que en ocasiones es vislumbrada de un modo sorpresivo, que es la belleza.
En todo hay una voz secreta, un canto de otra parte; todo también nos escucha y nos comparte su existencia y hacia allí tal vez, hacia ese centro de las cosas en donde no hay cosas ni nombres y en donde todo es una simple presencia sin forma ni desarrollo, es a donde nos retorna ese trance superior que lo antecede todo –que antecede al cine y al video– y que no solo es el arte, pero que es, sin duda, el cine de Víctor Gaviria. Cada imagen del cine de Víctor nos sumerge en un agua diáfana que no obnubila al hombre sino que más bien lo envuelve en una mirada tan pura que es como un influjo de pulmones limpios, semejante a la vida simple y perdida, semejante a la imagen lejana que nos antecede, semejante a la caricia en la espalda.
Cada película de Víctor nace de una obsesión, de una nostalgia de amor que siente por sus amigos, aquellas personas que se dejan existir delante de una cámara que los observa con la emoción de ser testigo de algo que es irrepetible –todos los que participan en la película saben que es irrepetible–, de algo que es solitario e incomunicable como una experiencia. Pero luego el tiempo vuelve y surge otra vez, por ejemplo, en esos niños ciegos de Buscando tréboles, que se palpan apasionada pero delicadamente, abandonados a su entrega e inocentes como dos ángeles que se bautizan.
Por eso es tan absurdo que se haya llegado a conocer a Víctor –que se le conozca aún– como un director que abusa de sus temas y que los explota como cualquier falsificador de emociones. Rodrigo D generó más de un malentendido en la conciencia nacional, en las mentes ya obtusas o ya desinformadas que la vieron como una película de sicarios y, es más, como una película que se aprovechaba del doloroso boom por el que pasaba Medellín para ganar dinero o popularidad.
Víctor hace películas con un cariño que quizá sea difícil de entender por alguien que desconfíe del cine y, sobre todo, que desconfíe de la gente. Lo triste es que, por muchas razones, el país en que nos movemos es el país de la desconfianza. Gracias a Dios quedan películas como las de Víctor, que testimonian que sí hubo amor en nuestras vidas, y cómo fue de contradictorio, y cómo fue de reprimido y de vejado hasta ser un amor-odio que se enguyó sus pocas y apuradas tardes, y que se enguyó a sí mismo y a la inteligencia.
De la amistad de la cual surgió Rodrigo D hay tres películas más, todas ellas mediometrajes en video. En Mirar al muerto por favor se ven las mismas personas que más tarde actuarían en el largometraje, porque es un documental sobre los ensayos previos al rodaje, sobre el rodaje y, lo que es de verdad importante, sobre la vida de los actores. El documental está dedicado a John Galvis, quien iba a ser uno de los protagonistas de Rodrigo D y cuyo espíritu llenó toda la película. En una de las primeras imágenes se ve un primer plano del rostro de John, hablando como hablaba, un primer plano que lo ye decir lo que dijo una tarde cualquiera, sobre un señor que llevaba toda una vida trabajando. John se ve asombrado, discretamente asombrado, de esa constancia digna y amable de un señor que con seguridad llevaba toda una vida trabajando. John se asombra, pues demás que el señor lo ha visto crecer y demás que es alguien sacrificado y en quien los solos gestos, la manera de saludar y de encaminar sus consejos, muestran su alma de señor honesto. John se asombra de todo esto, pues en el fondo no ve en la constancia del señor más que una simple constancia digna y amable al vacío. Más tarde, en Rodrigo D, Alfonso (Carlos Mario Restrepo) dice a su tía –que en la vida real era la madre de John Galvis– cuando la visita por la noche –como también hacía John– que él no quiere llevar una “vida de esclavo”... una vida de esclavo como la que se ve que lleva el papá de Rodrigo, una vida deslomada para conseguir un futuro y conseguírselo a los hijos, todo ese sueño de clase media que es el que niegan, o más bien el que negaron John, Carlos Mario, todos, con su vida fugaz y feroz, con sus muertes rapidísimas que ellos llamaban y veían llegar con pavor y esperanza.
Pero si John se asombra es también porque no hay odio en él, y eso lo sorprende. Más bien hay una mirada de desconcierto respetuoso, de cariño inevitable ante el señor abnegado y es más o menos la misma mirada de Víctor hacia el padre de Rodrigo en el largometraje, Ese personaje es quizás el más hermoso de la película, en su soledad de padre viudo y trabajador. Cada secuencia en la que aparece Oscar Hernández, quien es sin lugar a dudas uno de los mejores actores de Colombia, es una demostración de que los verdaderos intereses temáticos de Víctor Gaviria están más allá de una simple moda, mucho más allá de la tentación taquillera y definitivamente aparte de cualquier cosa que no sea el escuchar la vida misma. Víctor escucha y si en su fuero interno comparte mucho de la visión desesperada de los muchachos, nunca llega a tratar de exponer algo así como una tesis o como una posición ideológica. Un poeta no sabe mentir, y las posiciones a favor o en contra, pese a ser inevitables, son una mentira, una mentira que nos mete la realidad que vemos. Son una ceguera. Y Víctor, desde su primera película, comparte todo con sus personajes, menos la ceguera. Sus película son, incluso, como si la cámara fuera uno de los personajes –ya sea un niño ciego o un pistoloco– que abre por primera vez los ojos y lo descubre todo por fin, tal como es: un eterno tantear, un caer al piso, yéndose…
Mirar al muerto por favor también es un documental sobre el cine, sobre la lenta construcción de personajes. Al principio se ven los primeros ensayos de Rodrigo D grabados en video y a medida que pasa el documental se va sintiendo cómo crece la intimidad, cómo se hace mayor el contacto. Ya al final los ensayos no son ese momento un tanto grave y cortado del casting, y la risa del Alacrán es su risa. De modo que es un documental sobre la construcción visual del drama: luego de compartir tiempo y palabras, la cámara se va adentrando en los ojos de sus personajes y así va desplazándose hacia sus temores y sus deseos. En una acción determinada, por ejemplo caminar por la calle, la cámara comienza a deslizarse por la misma trayectoria que lleva el alma de un personaje. Ese moverse con la misma velocidad del espíritu que mira, digamos, una moto que “está botada”, ese situarse en su propia condición de ser humano que duerme todas las noches al lado de una ventana, es lo que de pronto nos tiene ya sumergidos en otra emoción que es la del personaje y al hacerse cómplice de ese modo lo que está haciendo es contar una experiencia: narrar visualmente. Mirar al puerto por favor y Rodrigo D son, entonces, un excelente doblete para apreciar el lento camino hacia la narrativa.
El paseo, un argumento de media hora en video que fue protagonizado por Wilson Blandón, el Alacrán, y Leonardo Fabio Sánchez, el Burrito, podría ubicarse en la misma línea, puesto que es fruto de una fijación que tiene Víctor y que con el tiempo llegará a dar más y mejores frutos: la construcción redonda y concisa de un drama, la emoción, el suspense. Víctor, de alguna forma, es un heredero del cine alemán de los años setenta, pues pertenece a toda una generación que se formó alrededor del Subterráneo, del Instituto Goethe y de las presentaciones que hacía en ambos lugares Luis Alberto Álvarez, presentaciones casi contemporáneas con los estrenos en la patria natal de un cine que era ante todo observación cauta y desdramatizada, en especial en las películas de Wenders y Herzog. La primera película de Víctor es, como él mismo lo dice, una especie de ejercicio herzogiano y, en general, todas sus demás películas comparten una ausencia dramática. Viendo el primer capítulo de Simón el mago, Oscar Campo dijo, –más que todo como un comentario descriptivo– que era un primer capítulo y que sin embargo no prometía nada, no generaba esas preguntas que genera el suspense, como: “¿Qué irá a pasar?” “¿De dónde viene ese personaje?” “¿Qué secreto guardará esa historia” “Sí. Es que todas las películas de Víctor son de pedacitos, son de observación. Es su mayor cualidad y su mayor defecto”, dijo Luis Alberto, a lo que Oscar respondió: “Ajá. Es una visión muy marihuanera de la vida”. Víctor, que escuchaba con atención, soltó una carcajada, porque él se ha hecho la pregunta más de una vez y porque su anciano amor por el cine de terror, su veneración al storyteller Truffaut, tienen mucho que ver con esa capacidad de crear inquietudes que Víctor ama y que busca desde hace tiempo –uno de sus proyectos actuales es el de hacer un largometraje de acción–. Pues bien, El paseo fue ante todo el intento de hacer una especie de película de terror en Medellín, una película de terror cuyo planteamiento inicial, un poco a la manera de Luis Ospina y de Mayolo y de Oscar Campo, decía cosas mucho más importantes que el simple jugueteo de estilo. Si para los caleños eran los indios gorrones los que daban una conexión ancestral entre el canibalismo de las películas amadas –las de Romero, por ejemplo– y el de películas propias –Carne de tu carne, Pura sangre–, para Gaviria, que no es cinéfilo, son los aburraes la conexión ancestral que se hace con la muerte que ronda el Medellín actual. En el cerro El Volador los aburraes hacían entierros hace cientos de años; hoy es uno de los lugares a donde la policía y otros cuerpos de seguridad llevan a dar el paseo, el último viaje…
Esto no es algo que toda la ciudad sabe y que sigue sucediendo ante la indiferencia insegura de la ciudadanía inocente. La película comienza con un diálogo entre dos muertos, el Burrito y el Alacrán, a quienes les han hecho el paseo, seguramente en una desas camionetas “de las Empresas Públicas” que también atraviesan Rodrigo D como una presencia mortal. Luego, dos ciudadanos inocentes, una parejita paisa común y corriente, sube al Volador a dar su propio paseo –la vista de la ciudad es desde allí muy hermosa, pero en la película no se ve– y allí se encuentran los dos espectroprotagonistas, quienes les dan el susto típico del ciudadano inocente de Medellín. Se les aparecen y ya les van a robar el carro cuando sucede el detalles más interesante de la película: espantan a los espantos. Mientras van a hacer el robo, sienten el ruido de la camioneta blanca, la camioneta que, seguro, les ha dado el paseo. Los dos fantasmas salen corriendo asustados. Ahora, si bien esta historia, así contada, refleja mucho de la concepción deprimida pero lúcida y tolerante de Víctor acerca de los problemas de violencia en Medellín –una concepción en la que, de modo insoportable, inexplicable y real, todos somos víctimas y victimarios, inocentes y culpables, y en la que la única solución posible, si es que la hay es la de escuchar sin miedo la amistad del carnicero–, en El paseo la historia si acaso se entiende. Por muchas razones la película resultó un fiasco, si bien un fiasco interesante y por momentos involuntariamente gracioso. La actuación de esa excelente documentalista que es Pilar Mejía es tan mala que conmueve y algo similar se puede decir de sus acompañantes. En cuanto a los fragmentos con los fantasmas, solo la secuencia del atraco de un par de viejos al Burrito parece haberse hecho con calma y coherencia y en el resto del argumental de pronto hay alguna imagen realmente bella, tal vez de la niña que baja entre la hierba de una ladera, que emana un halo de gravedad y extrañeza que podría haber sido el de toda la película si no se hubiera hecho de un modo tan afanado: fue tanta la premura que la escena crucial, la del encuentro de la camioneta con los dos fantasmas que se asustan, no se puedo grabar nunca y se tuvo que solucionar con una elipsis que no dejó satisfecho ni siquiera su director.
Luego de El paseo y con varios de los actores de los actores de Rodrigo D, Víctor grabó un documental para la televisión europea, duro, violento, Yo te tumbo, tú me tumbas, que muestra ya el fondo del abismo. Carlos Mario Restrepo aparece por última vez contando cómo sintió el changonazo que le llenó de huecos la cara y todo el documental gira en torno a ese momento que los muchachos sentían llegar y al que se acercaban con experiencias que cada vez tocaban más el borde, el límite de la vida. Víctor, en alguna crónica, escribió que nunca dijo nada a los muchachos acerca de cambiar, de restablecer la vida para que no fuera muerte. Dijo que era lo menos que puede hacer un amigo, no dar consejo, sino oír. Acerca de esto, pues uno en realidad no sabe qué decir, con qué derecho sugerir vías que, en circunstancias tales, puede intuirse que son vías cerradas. Por otra parte, la vida desbocada que llevaban ellos y muchos otros jóvenes de Medellín, era una vida, en buena parte, optada: era una cuestión también de libre albeldrío, no solo una simple trampa de las circunstancias. En ese sentido, era cuestión de respetar de respetar su elección, sus pensamientos y sus acciones. Pero aquí ya la contradicción que se crea proviene de lo que uno considere amistad. No sé hasta qué punto, porque no alcanzo ni siquiera a imaginarlo, será amistad, o hasta qué punto dejará de ser amistad y comenzará a ser trabajo el ver la auto-destrucción de unos seres humanos. No alcanzo a imaginar el dolor que sentirá Víctor al ver de nuevo Yo te tumbo, tú me tumbas, pero si la sensación es tan desgarradora para uno como espectador…
Víctor, desde hace años –y esto lo sé por crónicas suyas que he leído, por conversaciones con amigos suyos y por algún diálogo con él– tiene una especie de fascinación por lo que él llama “los hombres de acción”. Habla entonces de la “inteligencia del corazón”, de aquella que no está en ningún libro y que es la vida que él observa… y que es la que evoca en sus libros. Kierkegaard, por ejemplo, en Temor y temblor, o el Cortázar de El perseguidor, se van hasta el fondo de esa enloquecedora y vieja disyuntiva que carga cada hombre: la actitud contemplativa y la actitud decisiva. No solo solo Kierkegaard y Cortázar, obvio, somos todos. El primero llama poeta al hombre que contempla y que canta la actitud del héroe, que es el hombre de acción. El segundo ve en el crítico Bruno un hombre de contemplación y en el músico Johny un hombre de acción. En Rodrigo D se ve un poco esta diferencia en la relación de Rodrigo, alguien a quien solo le gusta la música, y sus amigos, que se lanzan a sus cruces no solo en busca de un susto sino en busca de una platica. Un director de cine es una rara mezcla de eso que llamamos hombre de acción y un hombre de contemplación. Imbuido en un estado de contemplación absoluta y rendida, también es la persona que debe moverse en un mundo de finanzas, publicistas y mercaderes, impartiendo también algún orden a ese caos que es un rodaje, dándole algún sentido. Evidentemente que la primera película de Víctor es una demostración de sus faceta contemplativa en su estado más interiorizado y abstracto. El hecho de que fuera un documental, sin embargo, indicaba desde entonces una tendencia hacia la realidad externa. En un camino contrario al de alguien como Glauber Rocha, por ejemplo, Víctor se ha movido de lo interno hacia lo externo. Sus primeros cortometrajes, en súper ocho, son todavía la expresión más pura de un alma todavía transparente, llena de recuerdos y de evocaciones. En El vagón rojo, por ejemplo, el protagonista es un niño tímido al que otros niños preguntan si le comieron la lengua. Más tarde el niño entra en un vagón que, luego de que se ha desembarazado de los otros niños, se convierte en el lugar de sus sueños y sus recuerdos.
Todas esas primeras películas de Víctor las filmaba con su primer grupo de amigos, a los que conoció cuando se ganó el premio del concurso de cine en súper ocho del Subterráneo. En ese sentido era un poco el hobby de un grupo de jóvenes sensibles de clase media. En la segunda película, La lupa del fin del mundo, rodada en el colegio donde Víctor estudió varios años, Luis Alberto Álvarez hizo el sonido. De ella, Víctor, ni nadie, sabe dónde se encuentra. Típico descuido de un hombre de contemplación que no sabe moverse aún muy bien en cosas tan prácticas como archivar o guardar algo con cuidado. De la siguiente, Sueños sobre un mantel vacío, un documental en súper ocho sobre la obra de la pintora Dora Ramírez, su director “recuerda algunas imágenes” y dice que “también debe andar por ahí”. Después vino El vagón rojo, que hizo con Luis Fernando Calderón y que fue la última de esas películas inocentes de los inicios, porque otra, de terror, que comenzaron a hacer, se quedó inconclusa, al igual que una que fue el primer momento de transición: La jirafa del parque, co-dirigida con Gonzalo Mejía y en la que trabajo un complicado equipo de producción compuesto exclusivamente por amigos. Los trastornos que sufrieron todos en el rodaje de La jirafa del parque llevaron a un cambio, una verdadera decisión. Si se quería seguir en cine había que profesionalizarse más. Vinieron entonces sus dos primeros mediometrajes con Focine: Los habitantes de la noche y La vieja guardia y, luego, la fundación de Tiempos modernos, una compañía productora que duraría varios años y con la que Víctor realizaría varias películas, entre ellas –junto con Focine y Foto Club 76– Rodrigo D. Antes de ese largometraje fue la grabación de Que pase el aserrador y la filmación, en un calor insoportable, de un hermosisímo mediometraje de Focine: Los músicos. Y fue entonces cuando llegó ese otro momento de transición, Rodrigo D, con el que Víctor logró, como quería desde el principio, sin saber bien qué se iba a encontrar, salir del mundo relajado y conforme en el que se había iniciado, la placenta de clase media, y entrar a un mundo que él llama de “los hombres de acción”, los que tienen que luchar en la vida y batallar cada día en busca de sustento.
Como se ve, es un camino, el de Víctor, que ha ido conduciendo a diversas cosas concretas en un aprendizaje que aún no termina: el cine argumental y de dramas redondos y bien construidos, el conocimiento de otros mundos, la comunicación, más que la simple expresión, y, de ningún modo como algo aparte, el difícil aprendizaje de una condición indispensable para todo cineasta, sobre todo en nuestro país: la condición de productor. Desde los principios juguetones con los amigos hasta la realidad que es hoy la corporación Ivo Romani, pasando por sus mediometrajes de Focine y por la fructífera etapa de Tiempos modernos, Víctor Gaviria ha sido un hombre en busca de la concreción, de la acción. Lo que me pregunto es quiénes era los hombres de acción en Rodrigo D y en Yo te tumbo, tú me tumbas. Si Víctor dice que hombres de acción son “los que tienen que buscar la comida”, obviamente lo era el padre de Rodrigo, obviamente era Rodrigo, que tenía que buscar cómo hacer su batería, obviamente era Alfonso, que se robaba una moto para poder sacar a su novia cuando quisiera, a donde quisiera y como quisiera; obviamente era Ramón, quien después de los cruces le daba plata al vecino… En últimas parecemos ser todos, porque la acción es el movimiento de la vida. ¿Y si el término de esa acción no es nada más sino la muerte? Es muy difícil hablar desde afuera, por eso mejor me callo y recuerdo aquella imágenes rebosantes de ternura, esas que sí son contemplación y acción puras y ensoñadas y que son el único sentido de tanto esfuerzo, de tanto entusiasmo y de tanto cansancio.
Por la época de Tiempos modernos, Víctor viajó varias veces a Urabá, una región que le encantaba desde hacía tiempo, para hacer documentales para el programa Urabá hoy, patrocinado por Augura. Por lo menos en cuatro de esos documentales –sobre todo en Lo que dañaba a mi hermano era la edad: la historia de Víctor Manuel Zúñiga y en David y Roberto: los polizones de Nueva Colonia–, al igual que en Yo te tumbo, tú me tumbas y en el que hizo a principios de los noventa, Los derechos del niño, que ilustra con pequeñas historias cómo viven varios niños de Medellín sus derechos fundamentales, se puede sentir la emoción de unos encuentros, de unos viajes en el mundo, de unas historias que se escuchan. Son toda una escuela de acercamiento humano, una escuela de comunicación visual, audiovisual.
Pero hay uno en especial que no he mencionado porque es el más insólito, el más silencioso, el más conmovedor. En realidad no es uno, es un pequeño grupo. Hemos visto cómo las películas de Víctor se agrupan en unas cuantas viejas obsesiones: Urabá, la Antioquia rural de La vieja guardia, Los músicos, Que pase el aserrador y Simón el mago; el Medellín juvenil y desesperado que va desde Los habitantes de la noche hasta Yo te tumbo, tú me tumbas; las primeras y lejanas evocaciones filmadas en súper ocho… A ese primer grupo pertenece, desde luego, Buscando tréboles, una peliculita que deja un recuerdo imborrable en quien la ve por vez primera. Víctor la hizo en dos versiones, una en súper ocho y la otra en 35mm. Años después, tras haber acumulado una mayor experiencia y tener equipos más confiables, Víctor regresó al mismo hogar de niños ciegos y grabó imágenes que después montó en un documental de 45 minutos, Los cuentos de campo Valdés, que es algo indescriptible. A finales de los setenta, en una pequeña crónica, Víctor había escrito: “Hace alguno meses, al oriente de la ciudad, conocimos a unos maravillosos niños ciegos de ocho a doce años que son como los chayules. A la cambiante luz del día, contra ella, ellos ven sombras, cuerpos que avanzan, bultos que la luz vagamente contornea”. Y en la misma crónica decía: “Dentro de algunos años, quizás no muchos para verlo, mejor, para oírlo, iremos a ver un cine hecho por jóvenes, poetas desde la punta de los pies a la cabeza, y escucharemos, allí en la pantalla, todo lo que ahora oímos sin prestarle atención: canciones de escuela, ruidos de patio, declaraciones de novios en los barrios…” Y finalizaba: “Algún día, pienso, escucharemos en la pantalla las palabras menores. El ronroneo de los camiones que marchan por la autopista hacia la costa, luces amarillas que avanzan hablándose en voz alta”. Buscando tréboles, Los cuentos de Campo Valdés, son palabras menores escuchadas con cariño, con devoción infinita de alma que escucha, que transmite lo que es infinito, lo que es importante, la alegría esencial que no se borra, el gesto indefenso que nunca se termina.
Texto originalmente publicado en la revista Kinetoscopio; julio - agosto 1994; número 26
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