Matteo Garrone ha sido uno de los dos directores italianos invitados a formar parte de la más reciente Competencia del Festival de Cine de Cannes. Junto a su noveno largometraje, Dogman, se presentó Lazzaro Felice, de Alice Rohrwacher, cuya producción también cuenta con la participación de Rai Cinema, una de las productoras italianas más importantes en la actualidad y que, de forma constante, ha respaldado los proyectos de estos dos realizadores, quienes en solo una década han cosechado un buen número de reconocimientos para el cine italiano en este Festival. Un hecho que ha podido ser comprobado una vez más en la Ceremonia de Premiación que tuvo lugar el pasado 19 de mayo.
En principio, habrá que anotar que la presencia de Garrone en Cannes no resulta menos que habitual. Después de debutar en la Quincena de Realizadores con su cuarto largometraje de ficción L’Imbalsamatore (2002) y competir dos años después en la sección oficial de la Berlinale con Primo Amore (2004), Garrone ha competido por la Palma de Oro en cuatro ocasiones diferentes, consiguiendo en dos de ellas el Grand Prix y recientemente el Premio de Interpretación Masculina para su nuevo protagonista, el actor y director Marcello Fonte.
En sus obras es usual encontrar una particular tensión entre ficción y realidad, una relación que, con cada título, ha logrado adquirir siempre un nuevo matiz y cuya trayectoria, en principio, podría ser descrita desde una representación cruda y realista como Gomorra (2008), pasando por una extraña y oscura comedia como Reality (2012) hasta llegar a su producción más ambiciosa y angloparlante, The Tale of Tales(2015), en la que recopila una serie de historias y criaturas fantásticas en el tiempo siempre impreciso de los cuentos de hadas. Una filmografía que poco a poco se ha alejado de la influencia de Rossellini y hoy se ve atraída por las imágenes de Fellini.
Sería interesante preguntarse por el verdadero sentido de esta invasión o degradación de la realidad: ¿acaso no podría tratarse de un paulatino repliegue del inoportuno realismo y una apertura a la expresión de los deseos y sueños que constituyen genuinamente a estos personajes? Es cierto que los argumentos de Garrone parten muchas veces de impactantes hechos reales: el asesinato del “enano de la estación Termini” por mano de sus jóvenes amantes; o la confesión literaria de un hombre que torturaba psicológica y físicamente a sus parejas para que alcanzaran un peso y una figura a su juicio ideales, pero más propios de la anorexia; o la investigación sobre un pernicioso ecosistema social que permitió el funcionamiento de una de las organizaciones criminales más peligrosas de Italia. Sin embargo, la ficción aparece como un medio para extraer de aquellas historias su esencia más profunda: el deseo.
A propósito de la presentación de su película Zama en el 58° Festival de Cine de Cartagena de Indias-FICCI, la directora argentina Lucrecia Martel afirmaba en una entrevista con Semana que «quizás la naturaleza del colonizado es convencerse de que hay otro lugar más real que el suyo. Todo lo que lo rodea es insignificante, o imitación de otra cosa, lo real está en otra parte. Cuando ese pensamiento y esos sentimientos se instalan en una persona, ha triunfado la colonización». ¿Acaso no es esto lo que ocurre con frecuencia en el cine de Garrone? Los estadios vitales retratados por sus películas parecen corresponder a un bosquejo, un lugar previo a la vida verdadera de sus personajes, pero estas vidas soñadas toman como modelo, precisamente, una ficción, una mentira: Tony Montana, Scarface, Gran Hermano o la juventud eterna son la expresión de un deseo desenfrenado que es incapaz de observar las consecuencias de sus actos. Un deseo que se ve enfrentado trágicamente con la naturaleza simple del mundo que los rodea y desprecia el dolor que produce a su alrededor. Del mismo modo, cabe señalar la atención que este director dirige a ciertas masculinidades que contradicen la idea del “Hombre” que protagoniza estas ficciones: hombres inestables, débiles, patéticos, afeminados, travestidos, andróginos, rechazados y derrotados, que no son más que el resultado natural de un mundo gobernado por unos pocos reyes que ven en la violencia la ratificación de su poder.
Me aventuro a pensar que este interés de Garrone se justifica por la idiosincrasia de la sociedad napolitana, casi siempre clara protagonista de su filmografía: una sociedad que, por décadas, se puso al servicio de un juego y una guerra de poderes, una mafia con las dinámicas propias de una jerarquía imaginaria y que no reconoce el verdadero valor de la vida de sus miembros, individuos desechables, sustituibles, en quienes se siembra y son contagiados por esta peligrosa moral. La bondad conquistada por la violencia y la maldad parece resumir algunos elementos de su obra y la esencia de su más reciente largometraje.
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LOS REYES
MATTEO GARRONE
Matteo Garrone ha sido uno de los dos directores italianos invitados a formar parte de la más reciente Competencia del Festival de Cine de Cannes. Junto a su noveno largometraje, Dogman, se presentó Lazzaro Felice, de Alice Rohrwacher, cuya producción también cuenta con la participación de Rai Cinema, una de las productoras italianas más importantes en la actualidad y que, de forma constante, ha respaldado los proyectos de estos dos realizadores, quienes en solo una década han cosechado un buen número de reconocimientos para el cine italiano en este Festival. Un hecho que ha podido ser comprobado una vez más en la Ceremonia de Premiación que tuvo lugar el pasado 19 de mayo.
En principio, habrá que anotar que la presencia de Garrone en Cannes no resulta menos que habitual. Después de debutar en la Quincena de Realizadores con su cuarto largometraje de ficción L’Imbalsamatore (2002) y competir dos años después en la sección oficial de la Berlinale con Primo Amore (2004), Garrone ha competido por la Palma de Oro en cuatro ocasiones diferentes, consiguiendo en dos de ellas el Grand Prix y recientemente el Premio de Interpretación Masculina para su nuevo protagonista, el actor y director Marcello Fonte.
En sus obras es usual encontrar una particular tensión entre ficción y realidad, una relación que, con cada título, ha logrado adquirir siempre un nuevo matiz y cuya trayectoria, en principio, podría ser descrita desde una representación cruda y realista como Gomorra (2008), pasando por una extraña y oscura comedia como Reality (2012) hasta llegar a su producción más ambiciosa y angloparlante, The Tale of Tales (2015), en la que recopila una serie de historias y criaturas fantásticas en el tiempo siempre impreciso de los cuentos de hadas. Una filmografía que poco a poco se ha alejado de la influencia de Rossellini y hoy se ve atraída por las imágenes de Fellini.
Sería interesante preguntarse por el verdadero sentido de esta invasión o degradación de la realidad: ¿acaso no podría tratarse de un paulatino repliegue del inoportuno realismo y una apertura a la expresión de los deseos y sueños que constituyen genuinamente a estos personajes? Es cierto que los argumentos de Garrone parten muchas veces de impactantes hechos reales: el asesinato del “enano de la estación Termini” por mano de sus jóvenes amantes; o la confesión literaria de un hombre que torturaba psicológica y físicamente a sus parejas para que alcanzaran un peso y una figura a su juicio ideales, pero más propios de la anorexia; o la investigación sobre un pernicioso ecosistema social que permitió el funcionamiento de una de las organizaciones criminales más peligrosas de Italia. Sin embargo, la ficción aparece como un medio para extraer de aquellas historias su esencia más profunda: el deseo.
A propósito de la presentación de su película Zama en el 58° Festival de Cine de Cartagena de Indias-FICCI, la directora argentina Lucrecia Martel afirmaba en una entrevista con Semana que «quizás la naturaleza del colonizado es convencerse de que hay otro lugar más real que el suyo. Todo lo que lo rodea es insignificante, o imitación de otra cosa, lo real está en otra parte. Cuando ese pensamiento y esos sentimientos se instalan en una persona, ha triunfado la colonización». ¿Acaso no es esto lo que ocurre con frecuencia en el cine de Garrone? Los estadios vitales retratados por sus películas parecen corresponder a un bosquejo, un lugar previo a la vida verdadera de sus personajes, pero estas vidas soñadas toman como modelo, precisamente, una ficción, una mentira: Tony Montana, Scarface, Gran Hermano o la juventud eterna son la expresión de un deseo desenfrenado que es incapaz de observar las consecuencias de sus actos. Un deseo que se ve enfrentado trágicamente con la naturaleza simple del mundo que los rodea y desprecia el dolor que produce a su alrededor. Del mismo modo, cabe señalar la atención que este director dirige a ciertas masculinidades que contradicen la idea del “Hombre” que protagoniza estas ficciones: hombres inestables, débiles, patéticos, afeminados, travestidos, andróginos, rechazados y derrotados, que no son más que el resultado natural de un mundo gobernado por unos pocos reyes que ven en la violencia la ratificación de su poder.
Me aventuro a pensar que este interés de Garrone se justifica por la idiosincrasia de la sociedad napolitana, casi siempre clara protagonista de su filmografía: una sociedad que, por décadas, se puso al servicio de un juego y una guerra de poderes, una mafia con las dinámicas propias de una jerarquía imaginaria y que no reconoce el verdadero valor de la vida de sus miembros, individuos desechables, sustituibles, en quienes se siembra y son contagiados por esta peligrosa moral. La bondad conquistada por la violencia y la maldad parece resumir algunos elementos de su obra y la esencia de su más reciente largometraje.
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