Había sido violada repetidas veces y apuñalada en el vientre. Aún así, tuvo fuerzas para ponerse en pie y caminar sobre la carrilera del tren, en cuyo costado los violadores se apostaban entre la maleza disparando con sus metralletas a sus enemigos vietnamitas que los atacaban desde el otro lado. La mujer, con sus pies descalzos y sus pasos confundidos, pretendía llegar hasta donde sus compatriotas, aún a sabiendas de que debía cruzar en frente de sus asesinos. Su rostro lastimado y suplicante no hizo mella en los gatillos ni ralentizaron las ráfagas que pronto la alcanzaron y se convirtieron en su grito antes de precipitarse al abismo.
“El niño no debería estar viendo eso”, dijo mi madre.
“Es mejor que vaya aprendiendo cómo es la realidad de la vida”, respondió mi padre.
Yo tenía diez años. La película era Pecados de guerra (Casualties of War, 1989), de Brian de Palma. En efecto, el film, y en particular aquella escena, se quedaron conmigo. Fue, digamos, mi primer contacto con la muerte o, mejor, la película me lanzó la mala noticia de que los seres humanos tenemos el poder de acabar con la vida de nuestro prójimo. Pero, además, aquella película marcó también el inicio de mi relación con la muerte a través del cine.
Del descubrimiento a la impotencia
Poco tiempo después, luego de haber aceptado mi condición de mortal, confirmé la irreversibilidad de la muerte, gracias a otro film. Una cosa es saber que vamos a morir y otra que, una vez muramos, ya no hay marcha atrás, como sucede con la muerte de nuestros personajes en el cine. Carlito corría al lado del tren, próximo a arrancar. A solo unos metros estaba la mujer que amaba. Se había escabullido de los hombres que lo iban a matar, mató él mismo unos cuantos y en su bolsillo estaba el boleto que lo alejaría para siempre del mundo gangsteril, en el cual él mismo, en otro tiempo, había sido admirado y respetado. A solo unos pasos estaba ella. Y ahí estaba también Pachanga, su guardaespaldas, junto con “Benny Blanco from the Bronx”, que no dudó en sacar su arma y darle tres disparos a quemarropa, a Carlito, a Carlito Brigante.
He repetido Carlito´s Way (es solo coincidencia que sea también de Brian de Palma) decenas de veces; aún lo hago, y guardo siempre la esperanza de que algo extraordinario pase, que la repetición corresponda a una versión inédita en la que Carlito mata a Benny Blanco en esa penosa escena en la que le perdonó la vida, o que el universo o un dios cinéfilo se haya compadecido del redimido Carlito y le permita alcanzar el tren, llegar a una isla paradisiaca junto con su amada y dejarlos vivir felices para siempre. Pero no, Carlito termina siempre sobre el suelo, agonizando entre los brazos y el llanto de su mujer, y yo quedo impotente aguardando estúpidamente, en renovado duelo, los créditos. Nada ni nadie jamás podrá cambiar el devenir de esa película o de cualquier otra, como en la vida.
La aceptación
Ya en la madurez (nombre que le damos a la resignación) me encontré con otras obras que hicieron más dócil mi relación con la muerte; una manera menos trágica de acogerla, aunque a regañadientes; una forma de aceptar nuestro fin, como con sumisión debemos aceptar el final de una película un domingo por la noche. Así, con Mar adentro (2004), de Alejandro Amenábar, comprendí la necesidad de la presencia de la muerte; con Bailarina en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000), de Lars von Trier, o Dead Man Walking (1995), de Tim Robbins, la dignidad de asumirla, o con 127 horas (2010), de Danny Boyle, la satisfacción de luchar por evadirla.
Pero fue con El sabor de las cerezas (1997), de Abbas Kiarostamí, donde encontré la reconciliación entre la vida y la muerte. Caminamos a veces sobre esa delgada cornisa que divide el querer partir o el conformarse con vivir. Recordamos entonces lo más simple, lo que hace resonar una fibra de nuestros sentidos, como un fruto, y seguimos inclinándonos por la existencia, a pesar de sus demonios. La muerte igual nos llegará, alterará el argumento de nuestra historia, arderá sin compasión el celuloide y la pantalla se apagará para siempre.
Eternidad
Aunque quizá en verdad no se parte para siempre, como me lo dejó entrever otro film. Hace ya algún tiempo decidí celebrar mi cumpleaños, un 30 de abril, en Cinema Paraíso. Eran alrededor de las nueve de la noche. En aquella época, este cinema no era el complejo de salas de hoy; sino una sola, modesta y acogedora. La película escogida para acompañar mi vino fue Enter the Void (2009), de Gaspar Noé, la cual expone –a su estilo– la posibilidad de morir y luego volver a ser, de regresar a nuestro plano una y otra vez.
Disfruto cuando algún hecho de la realidad interfiere por azar con la película que veo. Esto suele suceder más en casa que en una sala de cine, como es el caso de una atmósfera lúgubre cuando se ve una película de terror entre las cobijas. Aquella noche llovía muy fuerte, y el tejado de Cinema Paraíso dejaba filtrar el sonido de la lluvia, que se mezcló de manera armoniosa con el film de Noé. Los colores psicodélicos de la película, la deliciosa angustia que irradiaba, el constante punto de vista en primera persona, la lluvia en el tejado, el vino… me sumergieron en una especie de estado catártico. Esa historia de un joven que muere tras un disparo, para luego sumergirnos en su propio viaje extracorporal en su búsqueda instintiva por regresar a la vida, se me antojó familiar. Sus visiones, su apego a la vida, su compromiso con un ser amado me hicieron sentir como si aquellas escenas ya las hubiera vivido o, mejor, tuve la certeza de que las viviría algún día, cuando muriera. La película terminó. Gaspar satisfizo mis expectativas. Pero supe que algo había cambiado en mí: el presentimiento de que tras mi muerte, como el personaje del film, emprendería un vuelo de regreso, que quizá incluso ya había realizado antes. Me marché entonces saltando charcos, con una esperanza de eternidad en el pecho.
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MI VIDA CON LA MUERTE EN EL CINE
Había sido violada repetidas veces y apuñalada en el vientre. Aún así, tuvo fuerzas para ponerse en pie y caminar sobre la carrilera del tren, en cuyo costado los violadores se apostaban entre la maleza disparando con sus metralletas a sus enemigos vietnamitas que los atacaban desde el otro lado. La mujer, con sus pies descalzos y sus pasos confundidos, pretendía llegar hasta donde sus compatriotas, aún a sabiendas de que debía cruzar en frente de sus asesinos. Su rostro lastimado y suplicante no hizo mella en los gatillos ni ralentizaron las ráfagas que pronto la alcanzaron y se convirtieron en su grito antes de precipitarse al abismo.
“El niño no debería estar viendo eso”, dijo mi madre.
“Es mejor que vaya aprendiendo cómo es la realidad de la vida”, respondió mi padre.
Yo tenía diez años. La película era Pecados de guerra (Casualties of War, 1989), de Brian de Palma. En efecto, el film, y en particular aquella escena, se quedaron conmigo. Fue, digamos, mi primer contacto con la muerte o, mejor, la película me lanzó la mala noticia de que los seres humanos tenemos el poder de acabar con la vida de nuestro prójimo. Pero, además, aquella película marcó también el inicio de mi relación con la muerte a través del cine.
Del descubrimiento a la impotencia
Poco tiempo después, luego de haber aceptado mi condición de mortal, confirmé la irreversibilidad de la muerte, gracias a otro film. Una cosa es saber que vamos a morir y otra que, una vez muramos, ya no hay marcha atrás, como sucede con la muerte de nuestros personajes en el cine. Carlito corría al lado del tren, próximo a arrancar. A solo unos metros estaba la mujer que amaba. Se había escabullido de los hombres que lo iban a matar, mató él mismo unos cuantos y en su bolsillo estaba el boleto que lo alejaría para siempre del mundo gangsteril, en el cual él mismo, en otro tiempo, había sido admirado y respetado. A solo unos pasos estaba ella. Y ahí estaba también Pachanga, su guardaespaldas, junto con “Benny Blanco from the Bronx”, que no dudó en sacar su arma y darle tres disparos a quemarropa, a Carlito, a Carlito Brigante.
He repetido Carlito´s Way (es solo coincidencia que sea también de Brian de Palma) decenas de veces; aún lo hago, y guardo siempre la esperanza de que algo extraordinario pase, que la repetición corresponda a una versión inédita en la que Carlito mata a Benny Blanco en esa penosa escena en la que le perdonó la vida, o que el universo o un dios cinéfilo se haya compadecido del redimido Carlito y le permita alcanzar el tren, llegar a una isla paradisiaca junto con su amada y dejarlos vivir felices para siempre. Pero no, Carlito termina siempre sobre el suelo, agonizando entre los brazos y el llanto de su mujer, y yo quedo impotente aguardando estúpidamente, en renovado duelo, los créditos. Nada ni nadie jamás podrá cambiar el devenir de esa película o de cualquier otra, como en la vida.
La aceptación
Ya en la madurez (nombre que le damos a la resignación) me encontré con otras obras que hicieron más dócil mi relación con la muerte; una manera menos trágica de acogerla, aunque a regañadientes; una forma de aceptar nuestro fin, como con sumisión debemos aceptar el final de una película un domingo por la noche. Así, con Mar adentro (2004), de Alejandro Amenábar, comprendí la necesidad de la presencia de la muerte; con Bailarina en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000), de Lars von Trier, o Dead Man Walking (1995), de Tim Robbins, la dignidad de asumirla, o con 127 horas (2010), de Danny Boyle, la satisfacción de luchar por evadirla.
Pero fue con El sabor de las cerezas (1997), de Abbas Kiarostamí, donde encontré la reconciliación entre la vida y la muerte. Caminamos a veces sobre esa delgada cornisa que divide el querer partir o el conformarse con vivir. Recordamos entonces lo más simple, lo que hace resonar una fibra de nuestros sentidos, como un fruto, y seguimos inclinándonos por la existencia, a pesar de sus demonios. La muerte igual nos llegará, alterará el argumento de nuestra historia, arderá sin compasión el celuloide y la pantalla se apagará para siempre.
Eternidad
Aunque quizá en verdad no se parte para siempre, como me lo dejó entrever otro film. Hace ya algún tiempo decidí celebrar mi cumpleaños, un 30 de abril, en Cinema Paraíso. Eran alrededor de las nueve de la noche. En aquella época, este cinema no era el complejo de salas de hoy; sino una sola, modesta y acogedora. La película escogida para acompañar mi vino fue Enter the Void (2009), de Gaspar Noé, la cual expone –a su estilo– la posibilidad de morir y luego volver a ser, de regresar a nuestro plano una y otra vez.
Disfruto cuando algún hecho de la realidad interfiere por azar con la película que veo. Esto suele suceder más en casa que en una sala de cine, como es el caso de una atmósfera lúgubre cuando se ve una película de terror entre las cobijas. Aquella noche llovía muy fuerte, y el tejado de Cinema Paraíso dejaba filtrar el sonido de la lluvia, que se mezcló de manera armoniosa con el film de Noé. Los colores psicodélicos de la película, la deliciosa angustia que irradiaba, el constante punto de vista en primera persona, la lluvia en el tejado, el vino… me sumergieron en una especie de estado catártico. Esa historia de un joven que muere tras un disparo, para luego sumergirnos en su propio viaje extracorporal en su búsqueda instintiva por regresar a la vida, se me antojó familiar. Sus visiones, su apego a la vida, su compromiso con un ser amado me hicieron sentir como si aquellas escenas ya las hubiera vivido o, mejor, tuve la certeza de que las viviría algún día, cuando muriera. La película terminó. Gaspar satisfizo mis expectativas. Pero supe que algo había cambiado en mí: el presentimiento de que tras mi muerte, como el personaje del film, emprendería un vuelo de regreso, que quizá incluso ya había realizado antes. Me marché entonces saltando charcos, con una esperanza de eternidad en el pecho.
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