Raúl Ruiz, el reconocido –pero, presiento, poco visto hoy– director de cine chileno, autor de más de cincuenta películas, arquitecto de sueños y siempre irreverente, dijo alguna vez que las pulsiones más verdaderas y mejor logradas de una cinematografía nacional no estaban en los directores importantes o consagrados, sino que eran las que yacían en los realizadores de “segunda línea”, en los que se pasean bajo la sombra de los calificados como importantes (primera línea). Ruiz estaba convencido de que el vigor del cine de un país se encontraba ahí y no en otra parte.
Al trasladar esta idea a Colombia, donde tenemos un cinematografía fracturada, edificada sobre historias de decepciones, donde son más los intentos que las materializaciones y donde hay una constante pelea frente a la crisis entre la idea, la forma y el modelo de producción, divisar una primera línea es ya un trabajo difícil, y componer una segunda puede parecer inoficioso o sin sentido. Sin embargo, creamos que el asunto es posible. ¿Dónde buscamos?
El año pasado, en los festivales más importantes del mundo, se vieron cortometrajes colombianos. Empecemos por ahí. A la luz de la afirmación de Ruiz, ¿qué pueden estar diciendo estos trabajos sobre las preocupaciones de un cine nacional?, ¿cómo se está constituyendo un modo de ver el mundo circundante a través de las imágenes y cómo estos cortos están contestando (o reformulando) las preguntas sobre el porvenir de la cinematografía nacional?
Damiana, de Andrés Ramirez; La libertad, de Laura Huertas; La casa del árbol, de Juan Sebastián Quebrada y Tierra mojada, de Juan Sebastián Mesa, por su participación en los grandes certámenes, podrían ser entonces los primeros llamados a convocar esa segunda y silenciosa dinámica del cine colombiano. ¿Cómo podemos dar cuenta de la viveza de nuestro cine en estos cuatro proyectos? Vale anotar que Mesa y Quebrada tienen un largometraje sobre el hombro. Es decir, vuelven al formato corto después de explorar y tener relativo éxito con la larga duración.
Damiana no sucede en un punto concreto. No parece ni el futuro, ni el pasado, es un presente tergiversado, alienado para que la cámara, siempre atenta a la joven protagonista que da nombre al cortometraje, deseosa de saborear el mundo como se le venga en gana, se acerque al espíritu de un grupo de niñas que, como pueden, se construyen un lugar en el mundo.
La película toma un par de riesgos pero deja su confianza en una herencia estética del cine contemporáneo (privilegiando el espacio, los recorridos detrás del personaje y las composiciones asfixiantes para ellos) y por momentos cede a ella. Tiende a construir una atmósfera que, antes que nada, genere una intriga cabal, que funcione como entrada a un mundo oscuro, propenso al caos. Todo quiere sostenerse desde esa esquina: lo esencial es el estilo, la forma de mostrar las capas de Damiana. Este diverso grupo de niñas pasa sus días recitando credos bajo las órdenes de una líder que pinta un mundo, fuera de esa extraña selva en la que ahora viven, lleno de males y corrupción, donde una calle es un círculo del infierno. Nos enteramos de que las niñas tienen familia pero la líder asegura que pararon en ese pantano del trópico porque ellos así lo dictaminaron: “no las quieren”, asegura esa cabecilla, cercana más al carácter de un soberano que al de un paladín. En la película las cosas nunca se aclaran muy bien, lo que orbita alrededor importa mucho menos que lo que sucede dentro de Damiana, aunque habilmente eso que sí importa está velado de la imagen.
Todo el conjunto va edificando un estado emocional, una radiografía a una edad y a las preocupaciones de un espíritu rebelde en un mundo cuadriculado. Sin embargo, en su deseo de prevalecer por el estilo, Damiana se siente repetitiva, queda un sinsabor en la boca, quizás nacido de cómo la película extrema la confusión y se debate entre lo verosímil y lo inverosímil, la forma de filmar y la forma de contar.
La libertad, hecho con el apoyo del laboratorio de “Etnografía sensible” de la Universidad de Harvard, es un trabajo peculiar porque la acción ocurre en realidad en México. A Huertas ya la conocemos por ser una cineasta con un rigor absoluto a la hora de filmar sus personajes: ritmo y encuadre encuentran una unión justa que permite la distancia y el reconocimiento y no anula la sensibilidad. La película está interesada en un oficio en vía de extinción y sucede alrededor de una comunidad, que funciona como un territorio insular, regida por otros valores, donde la libertad tiene un cariz de honestidad mucho más interesante, al menos para Huertas, que es desde ahí donde construye las ideas de pensamiento de su película, que por fuera de esa “isla”.
Este cortometraje va en busca de desmenuzar ese acuerdo tácito que guía las conductas de esa población. Hay entonces diferentes herramientas del documental: el personaje cuenta su vida, la cámara capta las rutinas como son, el modelo observacional, el corte abrupto. Se muestra el detalle confrontado con el proceso, pero con mucho más interés se nos confronta también con el creador, que frente a la cámara narra las urgencias con las que crea y por qué lo hace como lo hace. Es una película sobre artistas, artistas libres.
Tierra Mojada está también ubicado en un punto incierto del territorio nacional. Una pequeña familia indígena vive el último día que tienen para evacuar antes de que empiece la inundación para la creación de una hidroeléctrica. La película evade las confrontaciones y las peripecias de todos los asuntos que acarrea su premisa y se concentra en crear una experiencia sensorial: la imagen y el sonido se comportan como catalizadores de sensaciones que pretenden evidenciar los peligros de las batallas que se libran en nombre del progreso.
Todo orbita alrededor de lo que no vemos, lo peligroso es lo que no se ve. Lo que hace Juan Sebastián Mesa es poner en discusión ciertos temas de importancia política. Lo que pasa es que él hace cine a la inversa de lo que recomendó alguna vez Godard: hace cine político y no políticamente. Hay un dejo de denuncia que termina por opacar algunos aciertos estéticos del cortometraje, sobretodo en la escena donde lo que no habíamos visto hasta el momento deja, por contados segundos, verse. Algo que hay que dejar claro es lo que la película hace con una notable habilidad: cuando la selva entera empieza a entrar en algo así como un mundo de sueño (¡!), donde el relato adquiere un matiz de libertad absoluta, donde dejan de importar los temas y el objeto filmado se convierte en el gran protagonista del asunto, aunque el rojo haya sido quizás una metáfora bastante chillona, la película adquiere vuelo propio. Todo funciona como un abrebocas para intentar filmar la otra cara del progreso, lo que se oculta detrás de sus anuncios, eso que, al no ser filmado, al restringirlo de su forma, puede ser cualquier cosa.
Como en Damiana, Tierra mojada privilegia una manera de construir el relato, una forma que hemos visto, hoy con demasiada regularidad, en el cine contemporáneo: cubrir para mostrar, fragmentar para gritar. No a todos los directores les sale bien ese juego, porque la cuestión no es solo de poner la cámara de manera que lo evidente quede fuera de cuadro sino que se trata de un pensamiento profundo sobre los alcances de las formas de cómo encarar la reducción de un mundo a una imagen y como se puede, con otros caminos, minar esa reducción propia del encuadre.
Otra noción conectada con la forma aparece cuando la película entra por poco tiempo a la casa de los abuelos del niño protagonista, donde se discute el miedo que proporciona el nuevo cambio que se avecina, y en esos planos de los protagonistas humanos nace algo que no termina por sentirse absolutamente orgánico (es un pequeña intuición), aunque se cumple con las formalidades correctas, y quizás sea eso: creer que solo la distancia (el cumplimiento de un acuerdo no dicho) hace que el otro, inmediatamente, adquiera la voz propia y no una impostada. No creo que se deba a un error de consciencia del director, pero eso sí abre la puerta para sentir cierto tufillo a una pretensión dialéctica que lo pone a uno a dudar de otra facultades evidentes de la película. Un ejercicio valioso sería revisar cómo La libertad dispone su mirada y cómo lo hace Tierra Mojada, donde prima el estilo y no esa mirada.
La casa del árbol es el único del cuarteto que sucede en una ciudad: Bogotá, sin embargo, la precisión geográfica no importa, la sentimental sí. Una pareja de jóvenes en un limbo –todavía no son adultos pero tampoco son zagales– se decide a vivir juntos, buscando quizás la promesa de una estabilidad emocional, sólo para descubrir lo que ya sospechamos: el idilio dura poco. La película termina y comienza con una voz en off que permite destacar y guiar, el interés del director por los intercambios entre los enamorados y cómo la lectura de esas conversaciones funciona como evidencia para medir la salud de una relación.
Aparece la primera contradicción, propia del amor: el intercambio (verbal, gestual, sexual), aunque es donde sucede todo el conflicto, es lo que permite que los amantes se unan. La condición del habla es la que salva a esas posibles “parejas mudas”, lo que hace también que en un mismo momento cualquiera de los enamorados sea capaz de pasar de un pico emocional a otro distinto. En la película se siente una escurridiza vitalidad: la combinación de su peso dramático con escenas esencialmente de humor (la aparición de la suegra), la sinceridad que brota, la astuta sencillez de sus movimientos. Una película que se decide por el retrato de la intimidad, que privilegia un tema de temas, pero que logra mostrarse como novedosa e inteligente.
Ahora bien, cómo entonces empezar a dibujar ese terreno de la segunda línea. Es evidente que hacer un llamado a ciertos directores para su conformación es aún prematuro, estamos frente a unos primeros trabajos de gestación de un nuevo aire que podrá insuflar al cine colombiano una mirada más libre y menos huérfana, más briosa y menos, quizás, pretenciosa. Todavía se necesita tiempo para que encuentre su propio ritmo, convoque otras miradas y se disponga su única forma de nacer y crecer.
Hay algo que todavía no tiene nombre, y que no podemos sospechar muy bien qué es, que falta por descubrir/aparecer en el cine nacional. Estos trabajos esbozan virtudes y males de la producción nacional. Entre estos cortometrajes no hay algo que permita decir que el vigor del cine nacional estará en cierto lugar, lo que podrían afirmar es que la tendencia de nuestro cine se va inclinando hacia el de las voces inimitables (falta ver más producción de estos nombres para dar un juicio con contundencia) y no, digamos, al de escuelas de narración o estilo, los directores están haciendo carrera en solitario y agruparlos por intereses comunes es complicado, o para hacerlo hay que hacer una que otra concesión. La consecuencia de esto es la variedad, cosa que aún me reservo para decir si es una gran ventaja o es acaso algo que ancle las películas a la exploración y no en la edificación de carreras de autores.
La segunda línea es todavía un trabajo de cuidado y de una inestabilidad sorpresiva. Quizás sea muy temprano en el camino para establecer estas distinciones y para apuntar con seguridad absoluta dónde reside el vigor del huérfano que más queremos: el cine colombiano.
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LA PREGUNTA POR EL VIGOR
4 cortometrajes colombianos
Raúl Ruiz, el reconocido –pero, presiento, poco visto hoy– director de cine chileno, autor de más de cincuenta películas, arquitecto de sueños y siempre irreverente, dijo alguna vez que las pulsiones más verdaderas y mejor logradas de una cinematografía nacional no estaban en los directores importantes o consagrados, sino que eran las que yacían en los realizadores de “segunda línea”, en los que se pasean bajo la sombra de los calificados como importantes (primera línea). Ruiz estaba convencido de que el vigor del cine de un país se encontraba ahí y no en otra parte.
Al trasladar esta idea a Colombia, donde tenemos un cinematografía fracturada, edificada sobre historias de decepciones, donde son más los intentos que las materializaciones y donde hay una constante pelea frente a la crisis entre la idea, la forma y el modelo de producción, divisar una primera línea es ya un trabajo difícil, y componer una segunda puede parecer inoficioso o sin sentido. Sin embargo, creamos que el asunto es posible. ¿Dónde buscamos?
El año pasado, en los festivales más importantes del mundo, se vieron cortometrajes colombianos. Empecemos por ahí. A la luz de la afirmación de Ruiz, ¿qué pueden estar diciendo estos trabajos sobre las preocupaciones de un cine nacional?, ¿cómo se está constituyendo un modo de ver el mundo circundante a través de las imágenes y cómo estos cortos están contestando (o reformulando) las preguntas sobre el porvenir de la cinematografía nacional?
Damiana, de Andrés Ramirez; La libertad, de Laura Huertas; La casa del árbol, de Juan Sebastián Quebrada y Tierra mojada, de Juan Sebastián Mesa, por su participación en los grandes certámenes, podrían ser entonces los primeros llamados a convocar esa segunda y silenciosa dinámica del cine colombiano. ¿Cómo podemos dar cuenta de la viveza de nuestro cine en estos cuatro proyectos? Vale anotar que Mesa y Quebrada tienen un largometraje sobre el hombro. Es decir, vuelven al formato corto después de explorar y tener relativo éxito con la larga duración.
Damiana no sucede en un punto concreto. No parece ni el futuro, ni el pasado, es un presente tergiversado, alienado para que la cámara, siempre atenta a la joven protagonista que da nombre al cortometraje, deseosa de saborear el mundo como se le venga en gana, se acerque al espíritu de un grupo de niñas que, como pueden, se construyen un lugar en el mundo.
La película toma un par de riesgos pero deja su confianza en una herencia estética del cine contemporáneo (privilegiando el espacio, los recorridos detrás del personaje y las composiciones asfixiantes para ellos) y por momentos cede a ella. Tiende a construir una atmósfera que, antes que nada, genere una intriga cabal, que funcione como entrada a un mundo oscuro, propenso al caos. Todo quiere sostenerse desde esa esquina: lo esencial es el estilo, la forma de mostrar las capas de Damiana. Este diverso grupo de niñas pasa sus días recitando credos bajo las órdenes de una líder que pinta un mundo, fuera de esa extraña selva en la que ahora viven, lleno de males y corrupción, donde una calle es un círculo del infierno. Nos enteramos de que las niñas tienen familia pero la líder asegura que pararon en ese pantano del trópico porque ellos así lo dictaminaron: “no las quieren”, asegura esa cabecilla, cercana más al carácter de un soberano que al de un paladín. En la película las cosas nunca se aclaran muy bien, lo que orbita alrededor importa mucho menos que lo que sucede dentro de Damiana, aunque habilmente eso que sí importa está velado de la imagen.
Todo el conjunto va edificando un estado emocional, una radiografía a una edad y a las preocupaciones de un espíritu rebelde en un mundo cuadriculado. Sin embargo, en su deseo de prevalecer por el estilo, Damiana se siente repetitiva, queda un sinsabor en la boca, quizás nacido de cómo la película extrema la confusión y se debate entre lo verosímil y lo inverosímil, la forma de filmar y la forma de contar.
La libertad, hecho con el apoyo del laboratorio de “Etnografía sensible” de la Universidad de Harvard, es un trabajo peculiar porque la acción ocurre en realidad en México. A Huertas ya la conocemos por ser una cineasta con un rigor absoluto a la hora de filmar sus personajes: ritmo y encuadre encuentran una unión justa que permite la distancia y el reconocimiento y no anula la sensibilidad. La película está interesada en un oficio en vía de extinción y sucede alrededor de una comunidad, que funciona como un territorio insular, regida por otros valores, donde la libertad tiene un cariz de honestidad mucho más interesante, al menos para Huertas, que es desde ahí donde construye las ideas de pensamiento de su película, que por fuera de esa “isla”.
Este cortometraje va en busca de desmenuzar ese acuerdo tácito que guía las conductas de esa población. Hay entonces diferentes herramientas del documental: el personaje cuenta su vida, la cámara capta las rutinas como son, el modelo observacional, el corte abrupto. Se muestra el detalle confrontado con el proceso, pero con mucho más interés se nos confronta también con el creador, que frente a la cámara narra las urgencias con las que crea y por qué lo hace como lo hace. Es una película sobre artistas, artistas libres.
Tierra Mojada está también ubicado en un punto incierto del territorio nacional. Una pequeña familia indígena vive el último día que tienen para evacuar antes de que empiece la inundación para la creación de una hidroeléctrica. La película evade las confrontaciones y las peripecias de todos los asuntos que acarrea su premisa y se concentra en crear una experiencia sensorial: la imagen y el sonido se comportan como catalizadores de sensaciones que pretenden evidenciar los peligros de las batallas que se libran en nombre del progreso.
Todo orbita alrededor de lo que no vemos, lo peligroso es lo que no se ve. Lo que hace Juan Sebastián Mesa es poner en discusión ciertos temas de importancia política. Lo que pasa es que él hace cine a la inversa de lo que recomendó alguna vez Godard: hace cine político y no políticamente. Hay un dejo de denuncia que termina por opacar algunos aciertos estéticos del cortometraje, sobretodo en la escena donde lo que no habíamos visto hasta el momento deja, por contados segundos, verse. Algo que hay que dejar claro es lo que la película hace con una notable habilidad: cuando la selva entera empieza a entrar en algo así como un mundo de sueño (¡!), donde el relato adquiere un matiz de libertad absoluta, donde dejan de importar los temas y el objeto filmado se convierte en el gran protagonista del asunto, aunque el rojo haya sido quizás una metáfora bastante chillona, la película adquiere vuelo propio. Todo funciona como un abrebocas para intentar filmar la otra cara del progreso, lo que se oculta detrás de sus anuncios, eso que, al no ser filmado, al restringirlo de su forma, puede ser cualquier cosa.
Como en Damiana, Tierra mojada privilegia una manera de construir el relato, una forma que hemos visto, hoy con demasiada regularidad, en el cine contemporáneo: cubrir para mostrar, fragmentar para gritar. No a todos los directores les sale bien ese juego, porque la cuestión no es solo de poner la cámara de manera que lo evidente quede fuera de cuadro sino que se trata de un pensamiento profundo sobre los alcances de las formas de cómo encarar la reducción de un mundo a una imagen y como se puede, con otros caminos, minar esa reducción propia del encuadre.
Otra noción conectada con la forma aparece cuando la película entra por poco tiempo a la casa de los abuelos del niño protagonista, donde se discute el miedo que proporciona el nuevo cambio que se avecina, y en esos planos de los protagonistas humanos nace algo que no termina por sentirse absolutamente orgánico (es un pequeña intuición), aunque se cumple con las formalidades correctas, y quizás sea eso: creer que solo la distancia (el cumplimiento de un acuerdo no dicho) hace que el otro, inmediatamente, adquiera la voz propia y no una impostada. No creo que se deba a un error de consciencia del director, pero eso sí abre la puerta para sentir cierto tufillo a una pretensión dialéctica que lo pone a uno a dudar de otra facultades evidentes de la película. Un ejercicio valioso sería revisar cómo La libertad dispone su mirada y cómo lo hace Tierra Mojada, donde prima el estilo y no esa mirada.
La casa del árbol es el único del cuarteto que sucede en una ciudad: Bogotá, sin embargo, la precisión geográfica no importa, la sentimental sí. Una pareja de jóvenes en un limbo –todavía no son adultos pero tampoco son zagales– se decide a vivir juntos, buscando quizás la promesa de una estabilidad emocional, sólo para descubrir lo que ya sospechamos: el idilio dura poco. La película termina y comienza con una voz en off que permite destacar y guiar, el interés del director por los intercambios entre los enamorados y cómo la lectura de esas conversaciones funciona como evidencia para medir la salud de una relación.
Aparece la primera contradicción, propia del amor: el intercambio (verbal, gestual, sexual), aunque es donde sucede todo el conflicto, es lo que permite que los amantes se unan. La condición del habla es la que salva a esas posibles “parejas mudas”, lo que hace también que en un mismo momento cualquiera de los enamorados sea capaz de pasar de un pico emocional a otro distinto. En la película se siente una escurridiza vitalidad: la combinación de su peso dramático con escenas esencialmente de humor (la aparición de la suegra), la sinceridad que brota, la astuta sencillez de sus movimientos. Una película que se decide por el retrato de la intimidad, que privilegia un tema de temas, pero que logra mostrarse como novedosa e inteligente.
Ahora bien, cómo entonces empezar a dibujar ese terreno de la segunda línea. Es evidente que hacer un llamado a ciertos directores para su conformación es aún prematuro, estamos frente a unos primeros trabajos de gestación de un nuevo aire que podrá insuflar al cine colombiano una mirada más libre y menos huérfana, más briosa y menos, quizás, pretenciosa. Todavía se necesita tiempo para que encuentre su propio ritmo, convoque otras miradas y se disponga su única forma de nacer y crecer.
Hay algo que todavía no tiene nombre, y que no podemos sospechar muy bien qué es, que falta por descubrir/aparecer en el cine nacional. Estos trabajos esbozan virtudes y males de la producción nacional. Entre estos cortometrajes no hay algo que permita decir que el vigor del cine nacional estará en cierto lugar, lo que podrían afirmar es que la tendencia de nuestro cine se va inclinando hacia el de las voces inimitables (falta ver más producción de estos nombres para dar un juicio con contundencia) y no, digamos, al de escuelas de narración o estilo, los directores están haciendo carrera en solitario y agruparlos por intereses comunes es complicado, o para hacerlo hay que hacer una que otra concesión. La consecuencia de esto es la variedad, cosa que aún me reservo para decir si es una gran ventaja o es acaso algo que ancle las películas a la exploración y no en la edificación de carreras de autores.
La segunda línea es todavía un trabajo de cuidado y de una inestabilidad sorpresiva. Quizás sea muy temprano en el camino para establecer estas distinciones y para apuntar con seguridad absoluta dónde reside el vigor del huérfano que más queremos: el cine colombiano.
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