Desde el día que conocí a Maribel Verdú me pareció una persona asombrosa. La vi por primera vez en un matrimonio mexicano, exactamente en una plaza de toros, corría el año 2001. Ella, una mujer diez años mayor que yo, estaba a punto de convertirse en cómplice de dos chamacos que sin saber a donde querían ir terminaron encontrándose. Junto a ella conocí los trenes anaranjados y los vochos verdes que circulaban por el D.F., esa ciudad monstruo que encanta. Con ella recorrí las rutas que llevan a las entrañas del viejo México para ver, a través de la ventana, su riqueza cultural y sus tensiones sociales. Con ella estuve en Oaxaca, perdí una parte de mi ingenuidad y aprendí que la vida era un viaje para asombrarnos.
Años más tarde, en el 2006, la volví a ver. En esa oportunidad fue en España y en medio de la guerra. Ella seguía siendo cómplice, ahora de los que luchaban por la libertad en un mundo oscuro donde un brutal militar hacía pensar que no existía esperanza. Aunque aquel militar murió y Maribel se encargó de dejarle claro que nadie lo recordaría, no pudo evitar que la niña Ofelia no pudiera disfrutar la vida por más tiempo. Afortunadamente Guillermo del Toro se aseguró de que Ofelia viviera una corta vida, pero llena de asombro.
El año siguiente la vi nuevamente en Ciudad de México. Ella ya no viajaba, estaba encerrada en un conjunto residencial tan habitual en las ciudades de América Latina. En esta oportunidad dejó de ser cómplice, ahora con valentía se opuso a lo que querían las mayorías, incluidos su hijo y su esposo. Luchó para que la justicia no la privatizaran esos vecinos acostumbrados a privatizarlo todo. Intentó evitar con toda su fuerza la brutalidad que estaba por suceder, y no pudo. Su vida cambió para siempre y la crueldad de nuestra sociedad me hizo perder gran parte de mi ingenuidad, que ya había perdido años antes en Oaxaca.
Luego la vi en Galicia protegiendo a su familia, particularmente a su esposo, de la injusticia que los rodeaba en tiempos de guerra y opresión. Imagino que el dolor que sintió duró muchos años. Sin embargo, en la gran ciudad de Buenos Aires la encontré muy feliz entrado el 2015 junto al dueño de una fabulosa tienda de instrumentos musicales. Gabriel pensaba que debía esconder a su hija para enamorar a Maribel, ya que ella frecuentemente expresaba que no le gustaban los niños. Quizás Maribel decía eso porque olvidó por un momento asombrarse, pero la pequeña Sofía, con su gracia y acento porteño se encargó de enamorarla.
El año pasado la volví a ver un poco más al sur, en la provincia argentina de Chubut. El tiempo ha pasado desde la primera vez que la vi en México, ahora siendo padre, la vida cambia de manera precipitada y siento que pude entender mejor la situación por la que Maribel atravesaba. Ella, madre de Tristán, un niño que se relaciona con el mundo de manera diferente a la mayoría de nosotros, acude a la casa de Beto Bubas, el hombre de las ballenas orcas, con la esperanza de encontrar alguna mejoría para su hijo. Nuevamente Maribel me enseñó que la vida no debe dejar de asombrarnos, esas peculiares y únicas orcas que cazan en la costa de la península de Valdez y se transmiten el conocimiento de generación tras generación ayudaron un poco a Tristán; aunque creo que Beto también tuvo mucho que ver.
La última vez que estuve en el FICCI me la encontré en el Teatro Adolfo Mejía. Maribel venía de Sevilla y junto a Pablo Berger, nos contaron una historia infantil conocida por casi todos, pero magistralmente adaptada a lo hispano y con una fotografía impecable. Lo noté pues para esa época yo empezaba a organizar mi trabajo como fotógrafo y me volvió a regalar un momento aprendizaje sobre la vida y la magia del cine. Gracias a Maribel quien, al enamorarse de América Latina como lo han hecho Joaquín Sabina, Enrique Bunbury y muchas otras personas procedentes de la península ibérica, es capaz de unir el espacio cultural hispanohablante a partir del aprecio, el respeto y el cariño que nos quedan como legado de un proceso histórico y social que no inició con esa intención.
Tal vez por eso no sea una simple casualidad que Maribel Verdú haya nacido en un hospital sobre la Calle Cartagena, esa palabra que viajó desde el Mediterráneo hasta el Caribe para unir dos mundos a través de la toponimia de dos lugares y de las relaciones que se tejieron con el pasar del tiempo. Este año vuelvo al FICCI después de un tiempo sin poder asistir y me alegra saber que ella también estará caminando por las calles de Cartagena. Espero, como muchos, poder encontrarla nuevamente, escucharla, saludarla y agradecerle por todo lo que me ha enseñado a través de la asombrosa capacidad que tiene el cine para facilitar encuentros a través de los puentes que construye (y que no se caen).
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LOS PUENTES QUE CONSTRUYE MARIBEL VERDÚ
Desde el día que conocí a Maribel Verdú me pareció una persona asombrosa. La vi por primera vez en un matrimonio mexicano, exactamente en una plaza de toros, corría el año 2001. Ella, una mujer diez años mayor que yo, estaba a punto de convertirse en cómplice de dos chamacos que sin saber a donde querían ir terminaron encontrándose. Junto a ella conocí los trenes anaranjados y los vochos verdes que circulaban por el D.F., esa ciudad monstruo que encanta. Con ella recorrí las rutas que llevan a las entrañas del viejo México para ver, a través de la ventana, su riqueza cultural y sus tensiones sociales. Con ella estuve en Oaxaca, perdí una parte de mi ingenuidad y aprendí que la vida era un viaje para asombrarnos.
Años más tarde, en el 2006, la volví a ver. En esa oportunidad fue en España y en medio de la guerra. Ella seguía siendo cómplice, ahora de los que luchaban por la libertad en un mundo oscuro donde un brutal militar hacía pensar que no existía esperanza. Aunque aquel militar murió y Maribel se encargó de dejarle claro que nadie lo recordaría, no pudo evitar que la niña Ofelia no pudiera disfrutar la vida por más tiempo. Afortunadamente Guillermo del Toro se aseguró de que Ofelia viviera una corta vida, pero llena de asombro.
El año siguiente la vi nuevamente en Ciudad de México. Ella ya no viajaba, estaba encerrada en un conjunto residencial tan habitual en las ciudades de América Latina. En esta oportunidad dejó de ser cómplice, ahora con valentía se opuso a lo que querían las mayorías, incluidos su hijo y su esposo. Luchó para que la justicia no la privatizaran esos vecinos acostumbrados a privatizarlo todo. Intentó evitar con toda su fuerza la brutalidad que estaba por suceder, y no pudo. Su vida cambió para siempre y la crueldad de nuestra sociedad me hizo perder gran parte de mi ingenuidad, que ya había perdido años antes en Oaxaca.
Luego la vi en Galicia protegiendo a su familia, particularmente a su esposo, de la injusticia que los rodeaba en tiempos de guerra y opresión. Imagino que el dolor que sintió duró muchos años. Sin embargo, en la gran ciudad de Buenos Aires la encontré muy feliz entrado el 2015 junto al dueño de una fabulosa tienda de instrumentos musicales. Gabriel pensaba que debía esconder a su hija para enamorar a Maribel, ya que ella frecuentemente expresaba que no le gustaban los niños. Quizás Maribel decía eso porque olvidó por un momento asombrarse, pero la pequeña Sofía, con su gracia y acento porteño se encargó de enamorarla.
El año pasado la volví a ver un poco más al sur, en la provincia argentina de Chubut. El tiempo ha pasado desde la primera vez que la vi en México, ahora siendo padre, la vida cambia de manera precipitada y siento que pude entender mejor la situación por la que Maribel atravesaba. Ella, madre de Tristán, un niño que se relaciona con el mundo de manera diferente a la mayoría de nosotros, acude a la casa de Beto Bubas, el hombre de las ballenas orcas, con la esperanza de encontrar alguna mejoría para su hijo. Nuevamente Maribel me enseñó que la vida no debe dejar de asombrarnos, esas peculiares y únicas orcas que cazan en la costa de la península de Valdez y se transmiten el conocimiento de generación tras generación ayudaron un poco a Tristán; aunque creo que Beto también tuvo mucho que ver.
La última vez que estuve en el FICCI me la encontré en el Teatro Adolfo Mejía. Maribel venía de Sevilla y junto a Pablo Berger, nos contaron una historia infantil conocida por casi todos, pero magistralmente adaptada a lo hispano y con una fotografía impecable. Lo noté pues para esa época yo empezaba a organizar mi trabajo como fotógrafo y me volvió a regalar un momento aprendizaje sobre la vida y la magia del cine. Gracias a Maribel quien, al enamorarse de América Latina como lo han hecho Joaquín Sabina, Enrique Bunbury y muchas otras personas procedentes de la península ibérica, es capaz de unir el espacio cultural hispanohablante a partir del aprecio, el respeto y el cariño que nos quedan como legado de un proceso histórico y social que no inició con esa intención.
Tal vez por eso no sea una simple casualidad que Maribel Verdú haya nacido en un hospital sobre la Calle Cartagena, esa palabra que viajó desde el Mediterráneo hasta el Caribe para unir dos mundos a través de la toponimia de dos lugares y de las relaciones que se tejieron con el pasar del tiempo. Este año vuelvo al FICCI después de un tiempo sin poder asistir y me alegra saber que ella también estará caminando por las calles de Cartagena. Espero, como muchos, poder encontrarla nuevamente, escucharla, saludarla y agradecerle por todo lo que me ha enseñado a través de la asombrosa capacidad que tiene el cine para facilitar encuentros a través de los puentes que construye (y que no se caen).
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