¿Cómo darle forma a diez años de visibilidades y ausencias en el cine, diez años de esfuerzos elásticos y de consolidaciones de promesas? ¿Será posible? Imaginemos que la década empieza con una transición, el deseo de cambio se materializa (el empuje y el firme deseo de que el cine colombiano fuera [la] realidad, fuera pura confrontación y correspondencia del mundo, llega a una especie de cima: después de Sumas y restas, ¿qué?) y da con la aparición de El vuelco del cangrejo, clave inaugural para una década de dispersión, viaje y huida. Es, por extraño que parezca, una película que recoge lo que dejó Los viajes del viento: el trote hacia el horizonte nuevo y nunca antes visto. Como todas las historias del cine nacional, estos nuevos diez años empiezan configurados por el escape de la tradición. Lo que nadie sospecha es que la tradición es inevitable. Los deseos de pensar el cine en términos de lo incierto, de lo resbaladizo, de todo aquello que es corredizo, fronterizo, lábil, parecían seguir girando sobre el mismo campo de energía. La piel del cine nacional llegaba siempre a sus destinos: ríos, familias, el trabajo, la memoria y la violencia.
Si la disposición cronológica de los años se alinea con la actitud artística de los cineastas nacionales, creamos pues que la década pasada encierra toda ella algo para descubrir, o que ella misma nos regala una forma de lectura. Esos diez años son todo un mundo. El mundo puede ser estudiado en siete días.
A pesar de lo heterogéneo que parece el cine nacional, la posibilidad de encontrarle unas coordenadas dactilares pueden hacer pensar lo contrario.
Día 1. Luz sobre el desastre.
“Tampoco nos convencieron
del desastre; todos
los restos eran de plástico.
Un montaje más del fin del mundo
no engaña
a las hijas del residuo”.
Tania Ganitsky
Cineasta clave: Camilo Restrepo
Momento determinante: El laberinto, la película de Laura Huertas Millán, muestra primero las dos líneas que va a perseguir. El inicio son unos textos breves sobre fondo negro que recuerdan a Evaristo Porras, un narcotraficante que imperializó sus movimientos de coca en el sur. Después, un hombre deambula por la selva. No está perdido. Camina hacia adelante: donde solo hay más árboles. La primera parte de la película es algo así como el levantamiento del deseo de un muerto: la construcción de una mansión que nunca fue. La voz de alguien que recuerda cómo se vivía la cotidianidad de esa casa que iba apoderándose del verde, hoy pura ruina, se escucha mientras vemos la mansión que inspiró el desvarío del narcotraficante. Su deseo de imperio iba a ser apenas posible con el empujón de la arquitectura. Una cosa sobre la otra. Imagen y voz van construyendo ese laberinto. Lo mismo, de manera inversa, se repetirá justo después.
*
En el primer día el mundo se divide en dos: la luz y la oscuridad. El primer acontecimiento de los tiempos fue una separación: un acto de montaje. La aparición de la luz es el gesto pre-visual. Este mundo iba a ser conducido por las capacidades del ojo (el destino del hombre era convertirse en espectador soberano). Es la luz la que deja mirar. Y mirar es siempre explorar y explorar es descubrir. La actitud de la separación es a veces literalidad en estas películas. La torre, el primer omnívoro largometraje de Sebastián Múnera, abre exactamente con ese paso de las tinieblas a la luz. Un hombre camina entre la construcción a medio hacer de un nuevo deprimido en la ciudad de Medellín. El personaje sale de un túnel: la luz lo recibe y él puede ver. Los cineastas del primer día son los cineastas del montaje. Los discípulos de Godard. Aquí nacen todas las películas que desconfían de las imágenes (Mambo Cool, Mariana, La impresión de una guerra, Cuerpos frágiles), hacen de la repetición un mecanismo de defensa (Corta, Interior), o las que crean pensamiento exclusivamente a través de yuxtaponer con precisión quirúrgica las escenas (Sol negro, Jiíbie). Fácilmente pueden atreverse a hacer telarañas y conectar lo que, en un principio, parece imposible. En Pirotecnia, por ejemplo, se tensa hasta los límites la representación de la guerra, la voz extinta de una madre muda, el oficio de un misterioso que se ocupa de las imágenes y el origen del cine nacional. O como en Tropic Pocket: archivos de una película olvidada con fines pedagógicos, videos amateurs del ejército y material propio que documenta un viaje. En silencio, combaten la abyección. Las más de las veces son seducidos por las artes plásticas y en el extranjero (donde usualmente viven) son catalogados como el presente y el futuro del cine.
Día 2. La invención del cielo.
“Entonces ocurrió un segundo milagro: en medio de la planta más bien humilde que hasta entonces yo había sido, comenzó a crecer una flor carnosa, llena de obstinación y osadía: una forma de reaccionar frente al amor que ya no iba a abandonarme nunca”.
Piedad Bonnet, El prestigio de la belleza.
Cineasta clave: Víctor Gaviria
Momento determinante: Salomé (en la película que lleva su nombre) lanzando puños de arena a la estatua inmóvil y férrea de la Virgen del Carmen. La rabia que apenas un año después de la muerte de su padre puede desfogar la deja agotada y, curiosamente, propulsa el milagro que pedía. La llegada de un hombre que funciona, también, como figura de confesor y forma del milagro. Lo que Salomé no había dicho nunca se lo susurra con suavidad amorosa a ese hombre especial. La película clarifica su enigma.
*
Una cosa increíble es el aparente olvido del cine colombiano por el rastro del Paraíso y el misterio de la fe. La supuesta masiva devoción por Dios y sus entidades de la Nación se pierde, en parte, en este cine cojo. Sin embargo, dos hipótesis refutan lo anterior: la existencia de este texto (que en clave del origen lee diez años de cine) y las películas de Laura Mora (Salomé y Matar a Jesús) y Víctor Gaviria (La mujer del animal), cineastas antioqueños. Mora y Gaviria son cineastas católicos. Aventuran sus cines no hacia la persecución de la imagen de lo divino o de momentos alucinantes y místicos, sino que rastrean la posibilidad de la enseñanza de la fe. Si fueran apóstoles, de entre los doce, serían Pedro. Podrían negar a Jesús, pero se convertirían después en pilares fundamentales para la expansión de sus ideas sobre el amor al prójimo (como en efecto los son). Esta facultad de sus cines permite ver sus películas también como parábolas. Sus películas están todas a la espera de Dios.
La mujer del animal, con impulso incorruptible de fidelidad a la realidad, es la primera película de Gaviria que desafía a la muerte (como la religión), lo que igual no significa que el aliento oscuro y monstruoso del fin de la vida no esté por todas partes (la estructura del film es la de la amenaza y el peligro). El infierno en la tierra es lo que vemos mientras corre la película. Y Gaviria nunca ha sido tímido para pensar ese influjo de violencia y mal en la vida de los sujetos. En Matar a Jesús (de título provocativo) ya no es el bien que resiste al mal, sino el bien que enfrenta al mal. Que le ve los ojos. Después de que Paula presencia de manera directa y salvaje la muerte de su padre cae en una espiral de delirio buscando al culpable del homicidio. Un juego con el diablo (la película constantemente –desde el título– juega con ideas bíblicas, además, la acción transcurre en Medellín, una ciudad devota al catolicismo por tradición inquebrantable) y con sus propios límites. En el extenso tobogán sin fondo que sacude su vida se acerca peligrosamente al asesino: lo conoce en su mundo La crónica macabra que proponía el título se convierte en la de una salvación, una redención. Nadie resucita, pero, como en la Biblia, Mora escribe una parábola. Salomé es un relato de amor en clave de crisis de fe propulsada, también, por un padre muerto. La virtud de estos cineastas católicos tiene que ver con una postura sobre el perdón, la paciencia y el martirio. Ambos dicen al final que hay siempre todo un paraíso aún por descubrir.
Día 3. La vasta tierra.
“La entrada a cualquier bosque es una imagen sobrecogedora. Los árboles lo ocultan, son sus guardianes. Todos los árboles poseen ojos y criaturas con ojos que suben y bajan de ellos o que saltan de uno a otro llevando un mensaje secreto”.
John Better, Limbo.
Cineasta clave: William Vega
Momento determinante: Una familia se queda sin nada justo afuera de su casa. Las naturalezas en pugna se los tragan. Hay un incendio y los relámpagos avisan la tormenta. La muerte es la atmósfera de La tierra y la sombra. El protagonista, tan pronto se sabe enfermo se sabe también muerto. Ahí empieza el equilibrio que hace toda la película: ambivalencia del oasis que es ese hogar en medio de la caña (un nuevo jardín, una naturaleza domesticada) que acumula ceniza: protección asediada por la amenaza del futuro. La naturaleza despojada de su carácter de Paraíso (La tierra y la sombra recuerda, fuerte y claro, a la expulsión del Edén). La película es gris y borrosa porque si no es la tierra en partículas diminutas la que se levanta del suelo para fingir ser nube, es la ceniza –el residuo de la naturaliza enfrentada y sacudida por el fuego: polvo negro–. Es probable que uno de los mejores planos de estos diez años sea ese en el que vemos a un abuelo cubrir a su nieto del polvo que suelta la volqueta que los roza con sus corrientes de aire y partículas.
*
Cuando el agua se secó dio paso al firmamento. Donde no había agua, había “tierra”, y donde no había tierra, había “mar”. Aparecieron los campos, los árboles y los frutos que serían después comida para el hombre. Es aquí donde el cine nacional está más cómodo: trabajo duro, naturaleza. El paisaje de fondo. El campo. Siempre la ruralidad ha sido atractiva para los cineastas: en estos diez años de viajes y huidas la naturaleza siempre aparece. Crece donde sea. Persigue a las imágenes. En la naturaleza a) se busca refugio (Amazona, Porfirio, El faro, Apaporis) o b) se encuentra el epicentro tieso de la violencia (Oscuro animal, Violencia, Los abrazos del río). El vuelco del cangrejo y Jardín de amapolas, por ejemplo, están siempre entre las dos cosas. La naturaleza, todo lo que crece de la tierra, es oasis y al mismo tiempo campo de batalla. Refugio y cuartel. Puede ser parcialmente domada (Pájaros de verano, Señorita María, Paisaje indeleble, El abrazo de la serpiente) e infatigablemente libre, suelta. Caos puro. El paisaje sin marco: salvaje, libre, completo: tierra de nadie. Los viajes en el cine nacional tienen dos extremos: el centro de la selva, el mundo verde y a veces virgen del país (El abrazo de la serpiente, Amazona, Don Ca), y también el mar, el final del suelo (Sofía y el terco, Estrella del sur, Retratos en un mar de mentiras, El vuelco del cangrejo, Niña Errante). La naturaleza puede confundirse con el horror. Como campo neutral sirve para todos (La sirga, Sal). Además, la naturaleza será también el paraíso perdido (El abrazo de la serpiente, Pájaros de verano, La tierra y la sombra, La selva inflada).
Día 4. Arriba hay estrellas para contar.
“Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Solo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muebles de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían resistido a las lombardas de William Dampier. Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita”.
Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca.
Cineasta clave: Juan Soto
Momento determinante: Las entrevistas íntimas que le hace Josephine Landertinger a su madre en Home, el país de la ilusión. Aparecen todas con una consciencia reveladora por los resultados del pasado. La película, a través de ese diálogo entre madre e hija, quiere componer dos historias: una vida futura de migraciones y una vida pasada en Colombia. Landertinguer renueva aquella idea que marca con fuego a varios cineastas que versa sobre la posibilidad de que las historias íntimas tejan al gran relato de país. En la voz de la madre la película ausculta las fuerzas de la vida para escribir los momentos determinantes de varias vidas.
*
Cuando hubo estrellas y la noche dejó de ser pura tiniebla, los días y las noches podían empezar a contarse. Contabilizar los días que se viven, los días que pasan y los días que faltan es hacer Historia. Con las estrellas nace la memoria. En este cine, la memoria es una especie de impulso desatado por el registro, por la confrontación con el mundo, por combatir el olvido. Y mucho de espejo (de devoción “realista”) ha tenido el cine colombiano. Y así han querido escribir la historia varias películas (desde Mateo hasta Tantas almas). La fascinación por la historia es fascinación por lo inabarcable. Es todo demasiado grande y fugaz para caber en una película. Hay demasiado por contar. Se trata, también, de pensar las imágenes alrededor de los calendarios de la historia nacional (Siempreviva, Antes del fuego, Un asunto de tierras, La toma, El silencio de los fusiles, Gente de papel). Este enfoque de estrellas y memorias permite varias ramificaciones:
1) Las películas de camino largo: en ellas, la fecha o los hechos precisos se usan apenas como empujón. Estas películas, usualmente, se concentran en fragmentos sentimentales. Buscan la historia en rostros o voces, nunca en grandilocuencias: Noche herida, La selva inflada, Hombres solos, El valle sin sombras.
2) Las películas que hacen del evento o del hecho, generalmente asociado con la violencia, el núcleo duro de sus películas. Se pueden identificar con facilidad porque utilizan noticias o fragmentos de la televisión para penetrar el espacio de la película (la institucionalidad del cine nacional pide refuerzos para la realidad, nexos. Siempre debe haber algo que ejemplifique e ilustre lo que se está hablando. La mejor estrategia ha sido pasar archivos de la televisión en las películas): Alias María, Dos mujeres y una vaca (un despropósito absoluto y de confusión permanente), Todos tus muertos, Desterrada. Pueden encontrarse dentro de esta división otro tipo de películas que hurgan en la idea del supuesto lado b de la historia. Hasta ahora ha sido una práctica industrial únicamente (Roa). También están comprendidas aquí las películas que usan un ambiente preciso de la realidad –con locaciones geográficas determinadas– para crear sus relatos: Silencio en el paraíso, Ella, Las tetas de mi madre, La playa D.C., La sociedad del semáforo.
3) Películas donde la memoria tiene formas menos distinguibles y responde a una o varias maneras de invención. Películas enigmáticas donde los trazos que componen, a grandes rasgos, la memoria (muerte, paso del tiempo, dolor, sufrimiento, felicidad perdida, cuerpos envejecidos y averiados) caminan de formas misteriosas. Nada aquí es demasiado transparente: Parábola del retorno, My way or the Highway, Todo comenzó por el fin, Postales colombianas. Pueden ser retratos del yo herido, del yo en trance, del yo en pedazos: Los fantasmas del Caribe, Amanecer, Después de Norma, Home: el país de la ilusión, Parador húngaro. Y aquí mismo hay un limbo: las películas donde la historia íntima –la narración del yo– es, a veces, inseparable de las memorias de los calendarios. Digamos que hay en pugna una memoria individual y una memoria colectiva. Responden, usualmente, a las narraciones de los hijos de los padres públicos. Así, son también relatos de intercambios generacionales: el cine de Daniela Abad, Pizarro.
Día 5. Imágenes de un sistema fluvial.
Cineasta clave: Nicolás Rincón Gille
Momento determinante: El río como vena del tiempo en El abrazo de la serpiente. El fluir del agua ya no lleva muertos sino el rastro de otras tragedias: la del paraíso perdido (¿otra nueva fundación para las imágenes nacionales?). El agua que corre recupera la memoria de Karamakate. Con el recurso fluvial, Ciro Guerra, como le gusta hacer, pretende escribir la Historia, pensar los años que pasan. Elipsis elegantes y descomunales. Hacer que el tiempo discuta: el pasado y el presente se materializan apenas con el sonido del agua. El abrazo de la serpiente podría ser entonces la película que mejor sabe transformar la tradición (del agua, del río, de la naturaleza). Una reinvención de la memoria, de las estrellas en el cielo. En esos momentos de ritual temporal uno podría pensar en esa frase-dinamita que le adjudicamos a Parménides: “Me es igual donde comience; pues volveré de nuevo allí con el tiempo”. No solo queda bien representada en ese pedazo de sabiduría del mundo la película de Ciro Guerra, también queda encerrado ahí el ciclo de tensión, alteridad y movimiento entre la tradición y los cineastas colombianos. ¿Diez años que podrían trazar un círculo si miramos con atención el fondo de El vuelco del cangrejo y Tantas almas? ¿Todavía el cine se come su propia cola? ¿Es solamente un perro encarnizado en el trazo de los círculos que hace su cuerpo en el aire mientras con fuerza busca su cola peluda?
*
En la tierra, el mar y cielo nacieron animales. Nada iba a estar vacío en el amplio mundo. Poco a poco todo se fue llenando: los ríos, el firmamento y el hogar de las nubes. Aunque los animales están en buena parte de los títulos de las películas (El abrazo de la serpiente, La defensa del dragón, Pájaros de verano, Mariposas verdes, Monos, Oscuro animal, La mujer del animal, El vuelco del cangrejo, El elefante desaparecido, Persiguiendo al dragón, El susurro del jaguar, entre otras) son apenas acompañantes de los hombres (“Al hombre se le confía el dominio del mundo”, eso lo tiene claro el cine nacional). Son pocas las veces donde el animal representa una pieza inamovible de un universo (apenas La puecca, el cortometraje de David Aguilera). Como los animales sirven para nombrar a las personas: la gente aquí puede ser gallina, perro, perra, mariposa, mariquita, grilla, pato, rata, lagarto, avispa, zorra, lora, tortuga, sapa, es desde ese lugar que podemos leer la obsesión animal del cine colombiano. Un traslado semántico apenas cotidiano.
Generalmente recordamos a los animales porque mueren: el cerdo que explota en Los colores de la montaña; el animal que usan para alimentar a casi una multitud en el cruento capítulo de Violencia; los gallos que se matan uno al otro (en modo metáfora torpe sobre la violencia y las masacres) en Todos tus muertos; la vaca (Shakira) en Monos. El perro en Gente de bien podría ser algo así como una excepción: su muerte conduce no solo al final de la película sino que en el protagonista se configura un cambio: será otro después de ese día. O también los encontramos desde un lado místico y críptico, como el caballo en La tierra y la sombra.
En los ríos aparecen animales. El mundo empieza con un río. El cine colombiano también. El río es el sistema fluvial cinematográfico por antonomasia. La década acaba con otro relato clave del río: Tantas almas. El río es, a su vez, vertedero. Es decir, es una paradoja: donde nace la vida y donde luego se la devuelve inerte. El río transporta muertos (Los abrazos del río, El silencio del río, Todos tus muertos). El río es furia: las aguas de los ríos corren sin freno (Apaporis, El abrazo de la serpiente, Monos, Nacimiento, El sabor que nos queda). Si quisiéramos podríamos decir que el cine nacional es un cine fluvial.
Día 6. El hogar no es tierra de milagros.
“¡Malditas madres! Primero lo encartan a uno con la existencia y después se mueren, sumándole así a la carga que no pedimos un dolor que tampoco”.
Fernando Vallejo, Entre fantasmas.
“Tendría que hacerme otras ideas políticas, sociales y antropológicas, religiosas, porque no puede uno seguir pensando igual sobre el mundo y todo lo del mundo, ni sobre el cielo y todo lo del cielo, después de quedar sin familia y hallarse solo; los demás, con su vida, con su no muerte, no pueden ser mirados con los mismos ojos”.
José Libardo Porras, Lucky.
Cineasta clave: Lina Rodríguez
Momento determinante: La conducta de la hermana de Rodri (Leticia Gomez) al final de la película: en medio de una apasionante cantaleta, apenas ve la torta llegar todo su rictus cambia. El giro de una gran actriz. El final de esa secuencia demuestra que en el cine de Lolli es un privilegio familiar discutir hasta el hartazgo. Después, es como si nada hubiera ocurrido. La familia es ese lugar para una gritería, al menos según Rodri, sin demasiadas consecuencias. Un espacio seguro para la voz sin freno.
*
Después de los animales: el hombre, bendecido, aparece en el mundo. Su misión también fue la de poblarlo. El poder que se le otorgó sobre la naturaleza es ilusorio. Si iba a tener poder era sobre otros hombres. Y apareció así la familia: lugar de mandatos, de protección, de tensiones insostenibles. Como sabemos, sin familias no habría cine colombiano. Dijimos más arriba que las memorias familiares sostienen toda una clase de películas que se pregunta por esos vínculos extraños entre los secretos, el poder, la muerte y la memoria. Aquí, los cineastas de la familia, usualmente menos calurosos, se proponen denunciarla, revelar su carácter de prisión y delitos. La primera tensión, entonces, es entre padre e hijos (Los nadie, Adiós entusiasmo, Niña errante, Sin mover los labios, Los silencios, Porfirio, Litigante, En el taller, Epifanía). Y esa lucha se duplica entre nuestros cineastas: los que creen en la familia y los que no. El primer bando lo lidera la gran Lina Rodríguez: aunque sus películas siguen con carácter muy minucioso esas tensiones untuosas y confusas, la familia es un lugar de apoyo, de retorno, de cariños simples. Sus familias son el corazón de sus películas. Por el otro lado está Franco Lolli, cineasta de familias problemáticas, estériles, heridas, ominosas de tanto en tanto (aunque, miradas con lupa, sus películas, al final, insisten en la posibilidad amigable y paroxística de la familia: Rodri termina con un festejo armonioso de su cumpleaños; Gente de bien parece caminar hacia un perdón y una confidencia –la estrechez de un vínculo–; en Litigante, el abrazo final entre madre e hijo mirando las luces de la ciudad es la entrada al arrepentimiento y al dolor, lo que le da a la película una cierta forma de endecha. Puede ser que, en últimas, Lolli no sea quien más odie a las familias pero sí quien más y mejor insiste en lo paradójico de esa institución a veces demente). En Litigante, el problema no es el cáncer, es la gritería del núcleo familiar, la insostenibilidad aparente de ese cariño ciego. En Matar a Jesús es un poderoso vínculo amoroso el que refuerza las decisiones de puro vértigo de la protagonista. Los nadie es la crónica de un escape: un grupo de jóvenes está decidido a dejar los tentáculos paradójicos del hogar. Los días de la ballena es un relato de imitación: la hija de la película quiere ser igual que su madre, para eso decide batallar contra la imposición de una prohibición injusta. En Amazona, el viaje disfrazado de juicio y rendición de cuentas termina siendo la posibilidad para la maternidad. En La tierra y la sombra se quema todo menos esa idea de familia, a pesar de su reconfiguración drástica y penumbrosa. En Tierra en la lengua, de familia caótica y más o menos violenta, la reunión de sus miembros tiene como objetivo la muerte premeditada del patriarca. El núcleo duro del cine nacional son estos lazos. La familia se puede narrar desde la orfandad (Los silencios, Matar a Jesús, Niña errante) y desde el puro cariño (Mañana a esta hora, Señoritas, Chocó). La familia, sea por rebeldía, por muertes súbitas, por asfixia, catapulta las narraciones.
Día 7. Imposible descansar.
Cineasta clave: Iván D. Gaona
Momento(s) determinante(s): Cada vez que un personaje en el cine de Iván D. Gaona se sienta a escuchar música es como si el mundo se parara. Nadie en ese universo hace esa actividad a medio hacer. Es de tiempo completo. La música, en sus películas, puede parar el ritmo de la rutina, el flujo diabólico del “ganarse la vida”.
*
El último día es el día del descanso. Y en Colombia no existe el placer del descanso. Siempre trabajando, los personajes del cine nacional no encuentran mucho tiempo para el ocio. La obsesión con la idea del trabajo persigue también a este cine. El ocio se reemplaza por el vagabundeo de los viajes (¿Qué hace Daniel en La Barra? Puro derrotero existencial. Se ha convertido en algo así como una brújula averiada). La posibilidad de ver pasar el tiempo sin hacer nada es apenas un privilegio generacional: son los jóvenes los que pueden no tener obligaciones. Y no tener esas obligaciones tradicionales los aparta, los vuelve rebeldes. La división es clara: la urgencia del trabajo te la pide el paso silencioso y generalmente apresurado entre la juventud y la adultez. Aparece, en el 2012, una película clave para entender esta tensión, Edificio Royal, de Iván Wild. Incluso en el día de descanso de la ciudad entera aparece la necesidad de tener que hacer mil cosas. Aunque quieran, nadie va a poder descansar dentro de ese edificio a punto de caerse.
Hay, de todas maneras, una especie de cineasta del ocio. Es Iván D. Gaona. Como ubica su trabajo absolutamente apartado de las ideas de la ciudad, los personajes, podríamos decir, habitan otro tiempo. Sus películas (casi siempre atadas a la responsabilidad de un oficio y al abandono de esa responsabilidad) exponen otra manera de apropiarse del tiempo y del mundo. En Naranjas se prefiere la aventura de arrancar un carro (para partir lejos, para adueñarse de la velocidad del tiempo de otra forma) a la rutina de la recolección, la venta y el aguante. En Completo, la atmósfera es laboral. Sin embargo, el germen narrativo es la oportunidad de salir a disfrutar la ciudad. La oferta para pasar una tarde de enamorados (entrada activa del “ocio” y la felicidad). Pariente, universo musical, permite que sus personajes atiendan a las letras de las canciones. Entre los billares y las tabernas, la música atraviesa las emociones de los sujetos. Pariente podría leerse, precisamente, como la interrupción del ocio. Mientras avanza la película los personajes van teniendo cada vez más cosas por hacer. Yo no puede darse, como pasaba al comienzo, toda una conversación sobre el contenido de las canciones que tanto oyen.
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SIETE DÍAS DE CINE
El cine colombiano de la década pasada
¿Cómo darle forma a diez años de visibilidades y ausencias en el cine, diez años de esfuerzos elásticos y de consolidaciones de promesas? ¿Será posible? Imaginemos que la década empieza con una transición, el deseo de cambio se materializa (el empuje y el firme deseo de que el cine colombiano fuera [la] realidad, fuera pura confrontación y correspondencia del mundo, llega a una especie de cima: después de Sumas y restas, ¿qué?) y da con la aparición de El vuelco del cangrejo, clave inaugural para una década de dispersión, viaje y huida. Es, por extraño que parezca, una película que recoge lo que dejó Los viajes del viento: el trote hacia el horizonte nuevo y nunca antes visto. Como todas las historias del cine nacional, estos nuevos diez años empiezan configurados por el escape de la tradición. Lo que nadie sospecha es que la tradición es inevitable. Los deseos de pensar el cine en términos de lo incierto, de lo resbaladizo, de todo aquello que es corredizo, fronterizo, lábil, parecían seguir girando sobre el mismo campo de energía. La piel del cine nacional llegaba siempre a sus destinos: ríos, familias, el trabajo, la memoria y la violencia.
Si la disposición cronológica de los años se alinea con la actitud artística de los cineastas nacionales, creamos pues que la década pasada encierra toda ella algo para descubrir, o que ella misma nos regala una forma de lectura. Esos diez años son todo un mundo. El mundo puede ser estudiado en siete días.
A pesar de lo heterogéneo que parece el cine nacional, la posibilidad de encontrarle unas coordenadas dactilares pueden hacer pensar lo contrario.
Día 1. Luz sobre el desastre.
“Tampoco nos convencieron
del desastre; todos
los restos eran de plástico.
Un montaje más del fin del mundo
no engaña
a las hijas del residuo”.
Tania Ganitsky
Cineasta clave: Camilo Restrepo
Momento determinante: El laberinto, la película de Laura Huertas Millán, muestra primero las dos líneas que va a perseguir. El inicio son unos textos breves sobre fondo negro que recuerdan a Evaristo Porras, un narcotraficante que imperializó sus movimientos de coca en el sur. Después, un hombre deambula por la selva. No está perdido. Camina hacia adelante: donde solo hay más árboles. La primera parte de la película es algo así como el levantamiento del deseo de un muerto: la construcción de una mansión que nunca fue. La voz de alguien que recuerda cómo se vivía la cotidianidad de esa casa que iba apoderándose del verde, hoy pura ruina, se escucha mientras vemos la mansión que inspiró el desvarío del narcotraficante. Su deseo de imperio iba a ser apenas posible con el empujón de la arquitectura. Una cosa sobre la otra. Imagen y voz van construyendo ese laberinto. Lo mismo, de manera inversa, se repetirá justo después.
*
En el primer día el mundo se divide en dos: la luz y la oscuridad. El primer acontecimiento de los tiempos fue una separación: un acto de montaje. La aparición de la luz es el gesto pre-visual. Este mundo iba a ser conducido por las capacidades del ojo (el destino del hombre era convertirse en espectador soberano). Es la luz la que deja mirar. Y mirar es siempre explorar y explorar es descubrir. La actitud de la separación es a veces literalidad en estas películas. La torre, el primer omnívoro largometraje de Sebastián Múnera, abre exactamente con ese paso de las tinieblas a la luz. Un hombre camina entre la construcción a medio hacer de un nuevo deprimido en la ciudad de Medellín. El personaje sale de un túnel: la luz lo recibe y él puede ver. Los cineastas del primer día son los cineastas del montaje. Los discípulos de Godard. Aquí nacen todas las películas que desconfían de las imágenes (Mambo Cool, Mariana, La impresión de una guerra, Cuerpos frágiles), hacen de la repetición un mecanismo de defensa (Corta, Interior), o las que crean pensamiento exclusivamente a través de yuxtaponer con precisión quirúrgica las escenas (Sol negro, Jiíbie). Fácilmente pueden atreverse a hacer telarañas y conectar lo que, en un principio, parece imposible. En Pirotecnia, por ejemplo, se tensa hasta los límites la representación de la guerra, la voz extinta de una madre muda, el oficio de un misterioso que se ocupa de las imágenes y el origen del cine nacional. O como en Tropic Pocket: archivos de una película olvidada con fines pedagógicos, videos amateurs del ejército y material propio que documenta un viaje. En silencio, combaten la abyección. Las más de las veces son seducidos por las artes plásticas y en el extranjero (donde usualmente viven) son catalogados como el presente y el futuro del cine.
Día 2. La invención del cielo.
“Entonces ocurrió un segundo milagro: en medio de la planta más bien humilde que hasta entonces yo había sido, comenzó a crecer una flor carnosa, llena de obstinación y osadía: una forma de reaccionar frente al amor que ya no iba a abandonarme nunca”.
Piedad Bonnet, El prestigio de la belleza.
Cineasta clave: Víctor Gaviria
Momento determinante: Salomé (en la película que lleva su nombre) lanzando puños de arena a la estatua inmóvil y férrea de la Virgen del Carmen. La rabia que apenas un año después de la muerte de su padre puede desfogar la deja agotada y, curiosamente, propulsa el milagro que pedía. La llegada de un hombre que funciona, también, como figura de confesor y forma del milagro. Lo que Salomé no había dicho nunca se lo susurra con suavidad amorosa a ese hombre especial. La película clarifica su enigma.
*
Una cosa increíble es el aparente olvido del cine colombiano por el rastro del Paraíso y el misterio de la fe. La supuesta masiva devoción por Dios y sus entidades de la Nación se pierde, en parte, en este cine cojo. Sin embargo, dos hipótesis refutan lo anterior: la existencia de este texto (que en clave del origen lee diez años de cine) y las películas de Laura Mora (Salomé y Matar a Jesús) y Víctor Gaviria (La mujer del animal), cineastas antioqueños. Mora y Gaviria son cineastas católicos. Aventuran sus cines no hacia la persecución de la imagen de lo divino o de momentos alucinantes y místicos, sino que rastrean la posibilidad de la enseñanza de la fe. Si fueran apóstoles, de entre los doce, serían Pedro. Podrían negar a Jesús, pero se convertirían después en pilares fundamentales para la expansión de sus ideas sobre el amor al prójimo (como en efecto los son). Esta facultad de sus cines permite ver sus películas también como parábolas. Sus películas están todas a la espera de Dios.
La mujer del animal, con impulso incorruptible de fidelidad a la realidad, es la primera película de Gaviria que desafía a la muerte (como la religión), lo que igual no significa que el aliento oscuro y monstruoso del fin de la vida no esté por todas partes (la estructura del film es la de la amenaza y el peligro). El infierno en la tierra es lo que vemos mientras corre la película. Y Gaviria nunca ha sido tímido para pensar ese influjo de violencia y mal en la vida de los sujetos. En Matar a Jesús (de título provocativo) ya no es el bien que resiste al mal, sino el bien que enfrenta al mal. Que le ve los ojos. Después de que Paula presencia de manera directa y salvaje la muerte de su padre cae en una espiral de delirio buscando al culpable del homicidio. Un juego con el diablo (la película constantemente –desde el título– juega con ideas bíblicas, además, la acción transcurre en Medellín, una ciudad devota al catolicismo por tradición inquebrantable) y con sus propios límites. En el extenso tobogán sin fondo que sacude su vida se acerca peligrosamente al asesino: lo conoce en su mundo La crónica macabra que proponía el título se convierte en la de una salvación, una redención. Nadie resucita, pero, como en la Biblia, Mora escribe una parábola. Salomé es un relato de amor en clave de crisis de fe propulsada, también, por un padre muerto. La virtud de estos cineastas católicos tiene que ver con una postura sobre el perdón, la paciencia y el martirio. Ambos dicen al final que hay siempre todo un paraíso aún por descubrir.
Día 3. La vasta tierra.
“La entrada a cualquier bosque es una imagen sobrecogedora. Los árboles lo ocultan, son sus guardianes. Todos los árboles poseen ojos y criaturas con ojos que suben y bajan de ellos o que saltan de uno a otro llevando un mensaje secreto”.
John Better, Limbo.
Cineasta clave: William Vega
Momento determinante: Una familia se queda sin nada justo afuera de su casa. Las naturalezas en pugna se los tragan. Hay un incendio y los relámpagos avisan la tormenta. La muerte es la atmósfera de La tierra y la sombra. El protagonista, tan pronto se sabe enfermo se sabe también muerto. Ahí empieza el equilibrio que hace toda la película: ambivalencia del oasis que es ese hogar en medio de la caña (un nuevo jardín, una naturaleza domesticada) que acumula ceniza: protección asediada por la amenaza del futuro. La naturaleza despojada de su carácter de Paraíso (La tierra y la sombra recuerda, fuerte y claro, a la expulsión del Edén). La película es gris y borrosa porque si no es la tierra en partículas diminutas la que se levanta del suelo para fingir ser nube, es la ceniza –el residuo de la naturaliza enfrentada y sacudida por el fuego: polvo negro–. Es probable que uno de los mejores planos de estos diez años sea ese en el que vemos a un abuelo cubrir a su nieto del polvo que suelta la volqueta que los roza con sus corrientes de aire y partículas.
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Cuando el agua se secó dio paso al firmamento. Donde no había agua, había “tierra”, y donde no había tierra, había “mar”. Aparecieron los campos, los árboles y los frutos que serían después comida para el hombre. Es aquí donde el cine nacional está más cómodo: trabajo duro, naturaleza. El paisaje de fondo. El campo. Siempre la ruralidad ha sido atractiva para los cineastas: en estos diez años de viajes y huidas la naturaleza siempre aparece. Crece donde sea. Persigue a las imágenes. En la naturaleza a) se busca refugio (Amazona, Porfirio, El faro, Apaporis) o b) se encuentra el epicentro tieso de la violencia (Oscuro animal, Violencia, Los abrazos del río). El vuelco del cangrejo y Jardín de amapolas, por ejemplo, están siempre entre las dos cosas. La naturaleza, todo lo que crece de la tierra, es oasis y al mismo tiempo campo de batalla. Refugio y cuartel. Puede ser parcialmente domada (Pájaros de verano, Señorita María, Paisaje indeleble, El abrazo de la serpiente) e infatigablemente libre, suelta. Caos puro. El paisaje sin marco: salvaje, libre, completo: tierra de nadie. Los viajes en el cine nacional tienen dos extremos: el centro de la selva, el mundo verde y a veces virgen del país (El abrazo de la serpiente, Amazona, Don Ca), y también el mar, el final del suelo (Sofía y el terco, Estrella del sur, Retratos en un mar de mentiras, El vuelco del cangrejo, Niña Errante). La naturaleza puede confundirse con el horror. Como campo neutral sirve para todos (La sirga, Sal). Además, la naturaleza será también el paraíso perdido (El abrazo de la serpiente, Pájaros de verano, La tierra y la sombra, La selva inflada).
Día 4. Arriba hay estrellas para contar.
“Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Solo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muebles de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían resistido a las lombardas de William Dampier. Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita”.
Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca.
Cineasta clave: Juan Soto
Momento determinante: Las entrevistas íntimas que le hace Josephine Landertinger a su madre en Home, el país de la ilusión. Aparecen todas con una consciencia reveladora por los resultados del pasado. La película, a través de ese diálogo entre madre e hija, quiere componer dos historias: una vida futura de migraciones y una vida pasada en Colombia. Landertinguer renueva aquella idea que marca con fuego a varios cineastas que versa sobre la posibilidad de que las historias íntimas tejan al gran relato de país. En la voz de la madre la película ausculta las fuerzas de la vida para escribir los momentos determinantes de varias vidas.
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Cuando hubo estrellas y la noche dejó de ser pura tiniebla, los días y las noches podían empezar a contarse. Contabilizar los días que se viven, los días que pasan y los días que faltan es hacer Historia. Con las estrellas nace la memoria. En este cine, la memoria es una especie de impulso desatado por el registro, por la confrontación con el mundo, por combatir el olvido. Y mucho de espejo (de devoción “realista”) ha tenido el cine colombiano. Y así han querido escribir la historia varias películas (desde Mateo hasta Tantas almas). La fascinación por la historia es fascinación por lo inabarcable. Es todo demasiado grande y fugaz para caber en una película. Hay demasiado por contar. Se trata, también, de pensar las imágenes alrededor de los calendarios de la historia nacional (Siempreviva, Antes del fuego, Un asunto de tierras, La toma, El silencio de los fusiles, Gente de papel). Este enfoque de estrellas y memorias permite varias ramificaciones:
1) Las películas de camino largo: en ellas, la fecha o los hechos precisos se usan apenas como empujón. Estas películas, usualmente, se concentran en fragmentos sentimentales. Buscan la historia en rostros o voces, nunca en grandilocuencias: Noche herida, La selva inflada, Hombres solos, El valle sin sombras.
2) Las películas que hacen del evento o del hecho, generalmente asociado con la violencia, el núcleo duro de sus películas. Se pueden identificar con facilidad porque utilizan noticias o fragmentos de la televisión para penetrar el espacio de la película (la institucionalidad del cine nacional pide refuerzos para la realidad, nexos. Siempre debe haber algo que ejemplifique e ilustre lo que se está hablando. La mejor estrategia ha sido pasar archivos de la televisión en las películas): Alias María, Dos mujeres y una vaca (un despropósito absoluto y de confusión permanente), Todos tus muertos, Desterrada. Pueden encontrarse dentro de esta división otro tipo de películas que hurgan en la idea del supuesto lado b de la historia. Hasta ahora ha sido una práctica industrial únicamente (Roa). También están comprendidas aquí las películas que usan un ambiente preciso de la realidad –con locaciones geográficas determinadas– para crear sus relatos: Silencio en el paraíso, Ella, Las tetas de mi madre, La playa D.C., La sociedad del semáforo.
3) Películas donde la memoria tiene formas menos distinguibles y responde a una o varias maneras de invención. Películas enigmáticas donde los trazos que componen, a grandes rasgos, la memoria (muerte, paso del tiempo, dolor, sufrimiento, felicidad perdida, cuerpos envejecidos y averiados) caminan de formas misteriosas. Nada aquí es demasiado transparente: Parábola del retorno, My way or the Highway, Todo comenzó por el fin, Postales colombianas. Pueden ser retratos del yo herido, del yo en trance, del yo en pedazos: Los fantasmas del Caribe, Amanecer, Después de Norma, Home: el país de la ilusión, Parador húngaro. Y aquí mismo hay un limbo: las películas donde la historia íntima –la narración del yo– es, a veces, inseparable de las memorias de los calendarios. Digamos que hay en pugna una memoria individual y una memoria colectiva. Responden, usualmente, a las narraciones de los hijos de los padres públicos. Así, son también relatos de intercambios generacionales: el cine de Daniela Abad, Pizarro.
Día 5. Imágenes de un sistema fluvial.
Cineasta clave: Nicolás Rincón Gille
Momento determinante: El río como vena del tiempo en El abrazo de la serpiente. El fluir del agua ya no lleva muertos sino el rastro de otras tragedias: la del paraíso perdido (¿otra nueva fundación para las imágenes nacionales?). El agua que corre recupera la memoria de Karamakate. Con el recurso fluvial, Ciro Guerra, como le gusta hacer, pretende escribir la Historia, pensar los años que pasan. Elipsis elegantes y descomunales. Hacer que el tiempo discuta: el pasado y el presente se materializan apenas con el sonido del agua. El abrazo de la serpiente podría ser entonces la película que mejor sabe transformar la tradición (del agua, del río, de la naturaleza). Una reinvención de la memoria, de las estrellas en el cielo. En esos momentos de ritual temporal uno podría pensar en esa frase-dinamita que le adjudicamos a Parménides: “Me es igual donde comience; pues volveré de nuevo allí con el tiempo”. No solo queda bien representada en ese pedazo de sabiduría del mundo la película de Ciro Guerra, también queda encerrado ahí el ciclo de tensión, alteridad y movimiento entre la tradición y los cineastas colombianos. ¿Diez años que podrían trazar un círculo si miramos con atención el fondo de El vuelco del cangrejo y Tantas almas? ¿Todavía el cine se come su propia cola? ¿Es solamente un perro encarnizado en el trazo de los círculos que hace su cuerpo en el aire mientras con fuerza busca su cola peluda?
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En la tierra, el mar y cielo nacieron animales. Nada iba a estar vacío en el amplio mundo. Poco a poco todo se fue llenando: los ríos, el firmamento y el hogar de las nubes. Aunque los animales están en buena parte de los títulos de las películas (El abrazo de la serpiente, La defensa del dragón, Pájaros de verano, Mariposas verdes, Monos, Oscuro animal, La mujer del animal, El vuelco del cangrejo, El elefante desaparecido, Persiguiendo al dragón, El susurro del jaguar, entre otras) son apenas acompañantes de los hombres (“Al hombre se le confía el dominio del mundo”, eso lo tiene claro el cine nacional). Son pocas las veces donde el animal representa una pieza inamovible de un universo (apenas La puecca, el cortometraje de David Aguilera). Como los animales sirven para nombrar a las personas: la gente aquí puede ser gallina, perro, perra, mariposa, mariquita, grilla, pato, rata, lagarto, avispa, zorra, lora, tortuga, sapa, es desde ese lugar que podemos leer la obsesión animal del cine colombiano. Un traslado semántico apenas cotidiano.
Generalmente recordamos a los animales porque mueren: el cerdo que explota en Los colores de la montaña; el animal que usan para alimentar a casi una multitud en el cruento capítulo de Violencia; los gallos que se matan uno al otro (en modo metáfora torpe sobre la violencia y las masacres) en Todos tus muertos; la vaca (Shakira) en Monos. El perro en Gente de bien podría ser algo así como una excepción: su muerte conduce no solo al final de la película sino que en el protagonista se configura un cambio: será otro después de ese día. O también los encontramos desde un lado místico y críptico, como el caballo en La tierra y la sombra.
En los ríos aparecen animales. El mundo empieza con un río. El cine colombiano también. El río es el sistema fluvial cinematográfico por antonomasia. La década acaba con otro relato clave del río: Tantas almas. El río es, a su vez, vertedero. Es decir, es una paradoja: donde nace la vida y donde luego se la devuelve inerte. El río transporta muertos (Los abrazos del río, El silencio del río, Todos tus muertos). El río es furia: las aguas de los ríos corren sin freno (Apaporis, El abrazo de la serpiente, Monos, Nacimiento, El sabor que nos queda). Si quisiéramos podríamos decir que el cine nacional es un cine fluvial.
Día 6. El hogar no es tierra de milagros.
“¡Malditas madres! Primero lo encartan a uno con la existencia y después se mueren, sumándole así a la carga que no pedimos un dolor que tampoco”.
Fernando Vallejo, Entre fantasmas.
“Tendría que hacerme otras ideas políticas, sociales y antropológicas, religiosas, porque no puede uno seguir pensando igual sobre el mundo y todo lo del mundo, ni sobre el cielo y todo lo del cielo, después de quedar sin familia y hallarse solo; los demás, con su vida, con su no muerte, no pueden ser mirados con los mismos ojos”.
José Libardo Porras, Lucky.
Cineasta clave: Lina Rodríguez
Momento determinante: La conducta de la hermana de Rodri (Leticia Gomez) al final de la película: en medio de una apasionante cantaleta, apenas ve la torta llegar todo su rictus cambia. El giro de una gran actriz. El final de esa secuencia demuestra que en el cine de Lolli es un privilegio familiar discutir hasta el hartazgo. Después, es como si nada hubiera ocurrido. La familia es ese lugar para una gritería, al menos según Rodri, sin demasiadas consecuencias. Un espacio seguro para la voz sin freno.
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Después de los animales: el hombre, bendecido, aparece en el mundo. Su misión también fue la de poblarlo. El poder que se le otorgó sobre la naturaleza es ilusorio. Si iba a tener poder era sobre otros hombres. Y apareció así la familia: lugar de mandatos, de protección, de tensiones insostenibles. Como sabemos, sin familias no habría cine colombiano. Dijimos más arriba que las memorias familiares sostienen toda una clase de películas que se pregunta por esos vínculos extraños entre los secretos, el poder, la muerte y la memoria. Aquí, los cineastas de la familia, usualmente menos calurosos, se proponen denunciarla, revelar su carácter de prisión y delitos. La primera tensión, entonces, es entre padre e hijos (Los nadie, Adiós entusiasmo, Niña errante, Sin mover los labios, Los silencios, Porfirio, Litigante, En el taller, Epifanía). Y esa lucha se duplica entre nuestros cineastas: los que creen en la familia y los que no. El primer bando lo lidera la gran Lina Rodríguez: aunque sus películas siguen con carácter muy minucioso esas tensiones untuosas y confusas, la familia es un lugar de apoyo, de retorno, de cariños simples. Sus familias son el corazón de sus películas. Por el otro lado está Franco Lolli, cineasta de familias problemáticas, estériles, heridas, ominosas de tanto en tanto (aunque, miradas con lupa, sus películas, al final, insisten en la posibilidad amigable y paroxística de la familia: Rodri termina con un festejo armonioso de su cumpleaños; Gente de bien parece caminar hacia un perdón y una confidencia –la estrechez de un vínculo–; en Litigante, el abrazo final entre madre e hijo mirando las luces de la ciudad es la entrada al arrepentimiento y al dolor, lo que le da a la película una cierta forma de endecha. Puede ser que, en últimas, Lolli no sea quien más odie a las familias pero sí quien más y mejor insiste en lo paradójico de esa institución a veces demente). En Litigante, el problema no es el cáncer, es la gritería del núcleo familiar, la insostenibilidad aparente de ese cariño ciego. En Matar a Jesús es un poderoso vínculo amoroso el que refuerza las decisiones de puro vértigo de la protagonista. Los nadie es la crónica de un escape: un grupo de jóvenes está decidido a dejar los tentáculos paradójicos del hogar. Los días de la ballena es un relato de imitación: la hija de la película quiere ser igual que su madre, para eso decide batallar contra la imposición de una prohibición injusta. En Amazona, el viaje disfrazado de juicio y rendición de cuentas termina siendo la posibilidad para la maternidad. En La tierra y la sombra se quema todo menos esa idea de familia, a pesar de su reconfiguración drástica y penumbrosa. En Tierra en la lengua, de familia caótica y más o menos violenta, la reunión de sus miembros tiene como objetivo la muerte premeditada del patriarca. El núcleo duro del cine nacional son estos lazos. La familia se puede narrar desde la orfandad (Los silencios, Matar a Jesús, Niña errante) y desde el puro cariño (Mañana a esta hora, Señoritas, Chocó). La familia, sea por rebeldía, por muertes súbitas, por asfixia, catapulta las narraciones.
Día 7. Imposible descansar.
Cineasta clave: Iván D. Gaona
Momento(s) determinante(s): Cada vez que un personaje en el cine de Iván D. Gaona se sienta a escuchar música es como si el mundo se parara. Nadie en ese universo hace esa actividad a medio hacer. Es de tiempo completo. La música, en sus películas, puede parar el ritmo de la rutina, el flujo diabólico del “ganarse la vida”.
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El último día es el día del descanso. Y en Colombia no existe el placer del descanso. Siempre trabajando, los personajes del cine nacional no encuentran mucho tiempo para el ocio. La obsesión con la idea del trabajo persigue también a este cine. El ocio se reemplaza por el vagabundeo de los viajes (¿Qué hace Daniel en La Barra? Puro derrotero existencial. Se ha convertido en algo así como una brújula averiada). La posibilidad de ver pasar el tiempo sin hacer nada es apenas un privilegio generacional: son los jóvenes los que pueden no tener obligaciones. Y no tener esas obligaciones tradicionales los aparta, los vuelve rebeldes. La división es clara: la urgencia del trabajo te la pide el paso silencioso y generalmente apresurado entre la juventud y la adultez. Aparece, en el 2012, una película clave para entender esta tensión, Edificio Royal, de Iván Wild. Incluso en el día de descanso de la ciudad entera aparece la necesidad de tener que hacer mil cosas. Aunque quieran, nadie va a poder descansar dentro de ese edificio a punto de caerse.
Hay, de todas maneras, una especie de cineasta del ocio. Es Iván D. Gaona. Como ubica su trabajo absolutamente apartado de las ideas de la ciudad, los personajes, podríamos decir, habitan otro tiempo. Sus películas (casi siempre atadas a la responsabilidad de un oficio y al abandono de esa responsabilidad) exponen otra manera de apropiarse del tiempo y del mundo. En Naranjas se prefiere la aventura de arrancar un carro (para partir lejos, para adueñarse de la velocidad del tiempo de otra forma) a la rutina de la recolección, la venta y el aguante. En Completo, la atmósfera es laboral. Sin embargo, el germen narrativo es la oportunidad de salir a disfrutar la ciudad. La oferta para pasar una tarde de enamorados (entrada activa del “ocio” y la felicidad). Pariente, universo musical, permite que sus personajes atiendan a las letras de las canciones. Entre los billares y las tabernas, la música atraviesa las emociones de los sujetos. Pariente podría leerse, precisamente, como la interrupción del ocio. Mientras avanza la película los personajes van teniendo cada vez más cosas por hacer. Yo no puede darse, como pasaba al comienzo, toda una conversación sobre el contenido de las canciones que tanto oyen.
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