¿Es posible una terapia que permita que dejemos de ser humanos, que se lleve nuestra humanidad, que castre nuestra esencia?, ¿una que permita que dejemos de sentir lo que sentimos o dejar de ser lo que somos? Cualquiera en sus cabales diría que no; sin embargo, las terapias de “conversión homosexual” que apuntan directamente a todo lo mencionado existen aún en el mundo, por más absurdo que nos parezca, y no solo en países subdesarrollados, como podríamos fácilmente pensar.
Casualmente, en la misma línea temática del film que nos ocupa, recientemente se estrenó en Colombia Corazón Borrado (Boy Erased, 2018), que trata directamente este tópico en una sociedad aparentemente desarrollada. Su protagonista, Gerrard Conley, un joven de 16 años, descubre que sus preferencias sexuales son más afines a personas de su mismo sexo, lo que genera en su padre, un pastor bautista ultraconservador y radical, una confrontación no prevista, cuya solución más obvia es que sea exterminada. Por esta razón, el hijo es enviado con la connivencia de sus padres a un tratamiento como los antes mencionados, con las consiguientes consecuencias que pueden inferirse de una práctica que pareciera sacada de un libro de ficción del siglo XVI.
Con una similitud, solamente temática, subyacente a esta cinta, encontramos a Temblores (2019), segundo largometraje del director guatemalteco Jayro Bustamante y segunda parte de la planeada trilogía que él comenzara en 2015 con la multipremiada Ixcanul (2015). Pablo, un hombre con una vida perfecta –de acuerdo con los cánones de la sociedad que habita–, exitoso laboral y económicamente, casado y con dos hijos, es descubierto en una relación (que podría parecer tardía) con otro hombre. Su esposa y sus padres, más que interesados en conocer las motivaciones de Pablo, entran en el pánico que corroe cuando el statu quo es amenazado. Allí no hay cabida para explorar intenciones ni empatizar, ni muchos menos solidarizarse con el otro. En este juego, lo único importante es salir indemne y que la fachada permanezca intacta.
Discusiones religiosas aparte, la comunidad de Pablo, al igual que en Corazón Borrado, se “solidariza” con él y con su familia y lo remiten a un tratamiento de probada efectividad de conversión de homosexuales. La temática que el director quiso enfatizar en Ixcanul, acerca de la falta de poder, de convicción para defender la propia vida y de agallas para sublevarse contra la zona de confort, queda ampliamente corroborada en Temblores. En la primera, María busca cambiar de vida y no seguir pesadamente los pasos de su madre, y en la segunda, Pablo busca vivir el amor de una forma que lo hiciera realmente feliz. Pero aunque desde la distancia pueda parecernos una actitud pusilánime y conformista, sería importante hacer el ejercicio de imaginarnos a qué tanto estaríamos dispuestos a renunciar para crear una disrupción en nuestras vidas, si esto implicara partir de cero, alejados, además, de todos los seres a quienes amamos.
Temblores e Ixcanul son reflexiones no solo acerca de la represión que se vive en un país como Guatemala –que bien podría ser cualquiera de Latinoamérica–, sino acerca de la humanidad. Es un zoom a la podredumbre de la sociedad, una que discrimina, que castra, que corrompe, que no le basta con bajarle el volumen a la diferencia, sino que, por el contrario, busca exterminar y amoldar a nuestros caprichos y parámetros las mentalidades de los más vulnerables, quizá porque no podemos soportar la incertidumbre que esto nos produce o quizá porque el cáncer de la ignorancia, que es el que nos mina como sociedad, valida la estrechez de nuestra mente.
¿Cómo podemos soportar el bochorno de darnos cuenta de que ante nuestras narices ocurren aberraciones de este talante y que nuestra vida se encuentra ahí, inamovible, estable e incorruptible? ¿En qué momento llegó nuestra intolerancia hasta los niveles impensables de validar y aceptar en nuestro circunspecto universo solo a quienes son y piensan igual que nosotros? Se ve cada vez más lejano el día en que podamos mirarnos todos a los ojos como iguales sin tratar de transformar en humanoides hechos en serie a quienes nuestros parámetros identifican como marginados por poseer estándares diferentes a los nuestros. Ojalá que aquellos pocos que aceptan genuinamente el contraste y la divergencia puedan redimir a la humanidad y mutar esta profunda desesperanza que nos agobia.
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SOBRE CÓMO EXTERMINAR LA DIFERENCIA
Temblores (2019), de Jayro Bustamante
¿Es posible una terapia que permita que dejemos de ser humanos, que se lleve nuestra humanidad, que castre nuestra esencia?, ¿una que permita que dejemos de sentir lo que sentimos o dejar de ser lo que somos? Cualquiera en sus cabales diría que no; sin embargo, las terapias de “conversión homosexual” que apuntan directamente a todo lo mencionado existen aún en el mundo, por más absurdo que nos parezca, y no solo en países subdesarrollados, como podríamos fácilmente pensar.
Casualmente, en la misma línea temática del film que nos ocupa, recientemente se estrenó en Colombia Corazón Borrado (Boy Erased, 2018), que trata directamente este tópico en una sociedad aparentemente desarrollada. Su protagonista, Gerrard Conley, un joven de 16 años, descubre que sus preferencias sexuales son más afines a personas de su mismo sexo, lo que genera en su padre, un pastor bautista ultraconservador y radical, una confrontación no prevista, cuya solución más obvia es que sea exterminada. Por esta razón, el hijo es enviado con la connivencia de sus padres a un tratamiento como los antes mencionados, con las consiguientes consecuencias que pueden inferirse de una práctica que pareciera sacada de un libro de ficción del siglo XVI.
Con una similitud, solamente temática, subyacente a esta cinta, encontramos a Temblores (2019), segundo largometraje del director guatemalteco Jayro Bustamante y segunda parte de la planeada trilogía que él comenzara en 2015 con la multipremiada Ixcanul (2015). Pablo, un hombre con una vida perfecta –de acuerdo con los cánones de la sociedad que habita–, exitoso laboral y económicamente, casado y con dos hijos, es descubierto en una relación (que podría parecer tardía) con otro hombre. Su esposa y sus padres, más que interesados en conocer las motivaciones de Pablo, entran en el pánico que corroe cuando el statu quo es amenazado. Allí no hay cabida para explorar intenciones ni empatizar, ni muchos menos solidarizarse con el otro. En este juego, lo único importante es salir indemne y que la fachada permanezca intacta.
Discusiones religiosas aparte, la comunidad de Pablo, al igual que en Corazón Borrado, se “solidariza” con él y con su familia y lo remiten a un tratamiento de probada efectividad de conversión de homosexuales. La temática que el director quiso enfatizar en Ixcanul, acerca de la falta de poder, de convicción para defender la propia vida y de agallas para sublevarse contra la zona de confort, queda ampliamente corroborada en Temblores. En la primera, María busca cambiar de vida y no seguir pesadamente los pasos de su madre, y en la segunda, Pablo busca vivir el amor de una forma que lo hiciera realmente feliz. Pero aunque desde la distancia pueda parecernos una actitud pusilánime y conformista, sería importante hacer el ejercicio de imaginarnos a qué tanto estaríamos dispuestos a renunciar para crear una disrupción en nuestras vidas, si esto implicara partir de cero, alejados, además, de todos los seres a quienes amamos.
Temblores e Ixcanul son reflexiones no solo acerca de la represión que se vive en un país como Guatemala –que bien podría ser cualquiera de Latinoamérica–, sino acerca de la humanidad. Es un zoom a la podredumbre de la sociedad, una que discrimina, que castra, que corrompe, que no le basta con bajarle el volumen a la diferencia, sino que, por el contrario, busca exterminar y amoldar a nuestros caprichos y parámetros las mentalidades de los más vulnerables, quizá porque no podemos soportar la incertidumbre que esto nos produce o quizá porque el cáncer de la ignorancia, que es el que nos mina como sociedad, valida la estrechez de nuestra mente.
¿Cómo podemos soportar el bochorno de darnos cuenta de que ante nuestras narices ocurren aberraciones de este talante y que nuestra vida se encuentra ahí, inamovible, estable e incorruptible? ¿En qué momento llegó nuestra intolerancia hasta los niveles impensables de validar y aceptar en nuestro circunspecto universo solo a quienes son y piensan igual que nosotros? Se ve cada vez más lejano el día en que podamos mirarnos todos a los ojos como iguales sin tratar de transformar en humanoides hechos en serie a quienes nuestros parámetros identifican como marginados por poseer estándares diferentes a los nuestros. Ojalá que aquellos pocos que aceptan genuinamente el contraste y la divergencia puedan redimir a la humanidad y mutar esta profunda desesperanza que nos agobia.
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