¿Es la muerte el fin de la vida?, ¿o se puede estar muerto aun estando vivo?, son preguntas que requerirían un estudio completo para responderse o que podrían sonar incluso demasiado cliché. Sin embargo, aparecen de pronto directores como el ruso Andrey Zvyagintsev para desafiar todas las respuestas factibles a estas preguntas, llevándolas a extremos insospechados. Para él no existen los límites para la muerte en vida, lo que podamos imaginar en nuestras pequeñas burbujas, se estremece ante el infinito abanico de posibilidades que nos ofrece el ruso de la miseria humana, del hombre llevado al límite, de seres más muertos que vivos que respiran ya acaso por costumbre. La visión de este director sobre nuestra especie pocas veces emerge de la luz; su ojo crítico está puesto en la degradación, en los antivalores, en la ausencia de ética, en el abandono y en la supremacía del yo. Zvyagintsev no se apiada, para él el ser humano es decadente y capaz de todo cuando aun hay algo que perder. La teoría de que “el hombre es un lobo para el hombre”, de Thomas Hobbes, pareciera ser la premisa primordial de su punto de vista. No hay vuelta atrás, no hay esperanza, no hay redención; si la hacemos, la pagamos de una u otra manera, o la vida se encargará de cobrárnoslo día a día y lentamente hasta el final, o hasta que, estando tan muertos en vida, la propia muerte pierda relevancia.
Andrey Zvyagintsev tiene cinco largometrajes y se ha alzado con múltiples galardones obtenidos en los grandes festivales alrededor del mundo, pero su forma de abordar los personajes y las historias son de una sinceridad tal, que es poco probable que sea en obtener premios donde radique su búsqueda. Su mirada dista mucho de ser complaciente o de apelar a la sensiblería del espectador. Su abordaje es directo, sincero, escueto y sin contemplaciones. La evocación de la muerte en toda su inmensidad y significados, atraviesa naturalmente toda su obra, impregnándola de un sentido, que sin duda alguna, le pone el sello a su filmografía: En El Regreso (Vozvrashchenie, 2003), el padre que se encuentra de forma tardía con sus dos hijos –para quienes el progenitor siempre ha sido una incógnita–, es un ser tan espectral y misterioso como la misma muerte. En Elena (2011), donde una esposa abnegada llegará al extremo de la cordura para defender a quienes ama, de nuevo acecha la muerte, pero aferrarse a ella sea quizás la mejor opción. Sin embargo, es probable que sean los personajes principales de Leviatán (Leviafan, 2014) y Sin Amor (Nelyubov, 2017) los que mejor encarnan y representan la vastedad del vacío que Zvyagintsev ha querido representar. En Sin Amor, un niño de 12 años escapa de su hogar luego de escuchar una discusión entre sus padres acerca de quién cuidará de él tras el inminente divorcio, haciéndonos partícipes de la destrucción mutua de dos seres para quienes su hijo es un episodio al margen, que solo logra afectar el bienestar propio. En cambio, en Leviatán, es en Lilya, la esposa del protagonista, en quien parecen confluir todos los personajes de este autor, haciéndonos testigos de lo que es la completa y absoluta infelicidad. Lilya –la tremenda actriz rusa Elena Lyadova- es uno de los personajes más elocuentes de las películas de este director en cuanto a lo que busca transmitirnos; un ser que, sin estar muerto, nada le queda adentro, un espectro sin motivación alguna, llena de nada, vacía, sin felicidad, que vive el día a día solamente esperando el final. Y por si aún faltara algo para enfatizar su punto de vista, el autor termina de llenar sus filmes con una impecable fotografía. Zvyagintsev gusta profundamente (y lo hace con exquisita maestría) de las tomas panorámicas de paisajes que exacerban la sensación de vaciedad, de que ante tanto somos demasiado poco, pero que, sobre todo, tenemos la arrogancia de creernos algo. El comenzar o el terminar los filmes con estas tomas no es azar, siempre hay un objetivo, y está claro.
Sería injusto decir que ya no hay obras maestras en el cine, aunque podría afirmarse que sus apariciones son cada vez más inusuales, sin embargo, en este director casi que cada film se convierte en una joya digna de apreciar, de re ver y de analizar. Particularmente Leviatán y Sin Amor son dos cintas que cumplen muchos parámetros para permanecer en la historia por largo tiempo, siendo ambas una buena representación de los códigos que caracterizan rigurosamente la obra de Zvyagintsev, quien después de darnos fugaces esperanzas nos las liquida completamente, dejándonos devastados y sin ilusión. Cada película de este director podría ser un tratado filosófico o un ensayo completo en sí mismo, con toda la complejidad que esto pueda revestir, no solo por la hondura y la profundidad de lo que se cuenta –nos develan tanto del ser humano–, sino por la fotografía, la dirección, las actuaciones y la visión del director acerca de Rusia, pues aunque los temas de sus filmes terminan siendo bastante universales, es irremediable que permitan vislumbrar una mirada crítica sobre su país.
No es claro si las películas del director ruso son exactamente una invitación a revisar las honduras de nuestra psique, o un llamado a revisar en qué nos hemos convertido, o si simplemente no haya ninguna pretensión intrínseca más allá de mostrar lo que para él significa el ser humano, pero sea cual fuere el objetivo, suponiendo que hubiera alguno, la profundidad de sus historias es de tal magnitud que sus películas se quedan en la memoria tras largo tiempo de haberlas visto. No se puede salir indemne después de ver su obra. El abordaje y el entendimiento superlativo de las honduras de la especie humana son tan profundos que es inevitable sentirse frente a un trabajo imprescindible, donde cada pieza encaja perfectamente en la que sigue, con tal laboriosidad que la realización de un nuevo film es siempre necesaria para seguir completando el engranaje. Zvyagintsev es un descubrimiento maravilloso para un cinéfilo, pues es el encuentro con un verdadero maestro de este arte y con un brillante y necesario artesano de la naturaleza humana.
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TAN PROFUNDO COMO LA MUERTE MISMA
Las películas de Andrey Zvyagintsev
¿Es la muerte el fin de la vida?, ¿o se puede estar muerto aun estando vivo?, son preguntas que requerirían un estudio completo para responderse o que podrían sonar incluso demasiado cliché. Sin embargo, aparecen de pronto directores como el ruso Andrey Zvyagintsev para desafiar todas las respuestas factibles a estas preguntas, llevándolas a extremos insospechados. Para él no existen los límites para la muerte en vida, lo que podamos imaginar en nuestras pequeñas burbujas, se estremece ante el infinito abanico de posibilidades que nos ofrece el ruso de la miseria humana, del hombre llevado al límite, de seres más muertos que vivos que respiran ya acaso por costumbre. La visión de este director sobre nuestra especie pocas veces emerge de la luz; su ojo crítico está puesto en la degradación, en los antivalores, en la ausencia de ética, en el abandono y en la supremacía del yo. Zvyagintsev no se apiada, para él el ser humano es decadente y capaz de todo cuando aun hay algo que perder. La teoría de que “el hombre es un lobo para el hombre”, de Thomas Hobbes, pareciera ser la premisa primordial de su punto de vista. No hay vuelta atrás, no hay esperanza, no hay redención; si la hacemos, la pagamos de una u otra manera, o la vida se encargará de cobrárnoslo día a día y lentamente hasta el final, o hasta que, estando tan muertos en vida, la propia muerte pierda relevancia.
Andrey Zvyagintsev tiene cinco largometrajes y se ha alzado con múltiples galardones obtenidos en los grandes festivales alrededor del mundo, pero su forma de abordar los personajes y las historias son de una sinceridad tal, que es poco probable que sea en obtener premios donde radique su búsqueda. Su mirada dista mucho de ser complaciente o de apelar a la sensiblería del espectador. Su abordaje es directo, sincero, escueto y sin contemplaciones. La evocación de la muerte en toda su inmensidad y significados, atraviesa naturalmente toda su obra, impregnándola de un sentido, que sin duda alguna, le pone el sello a su filmografía: En El Regreso (Vozvrashchenie, 2003), el padre que se encuentra de forma tardía con sus dos hijos –para quienes el progenitor siempre ha sido una incógnita–, es un ser tan espectral y misterioso como la misma muerte. En Elena (2011), donde una esposa abnegada llegará al extremo de la cordura para defender a quienes ama, de nuevo acecha la muerte, pero aferrarse a ella sea quizás la mejor opción. Sin embargo, es probable que sean los personajes principales de Leviatán (Leviafan, 2014) y Sin Amor (Nelyubov, 2017) los que mejor encarnan y representan la vastedad del vacío que Zvyagintsev ha querido representar. En Sin Amor, un niño de 12 años escapa de su hogar luego de escuchar una discusión entre sus padres acerca de quién cuidará de él tras el inminente divorcio, haciéndonos partícipes de la destrucción mutua de dos seres para quienes su hijo es un episodio al margen, que solo logra afectar el bienestar propio. En cambio, en Leviatán, es en Lilya, la esposa del protagonista, en quien parecen confluir todos los personajes de este autor, haciéndonos testigos de lo que es la completa y absoluta infelicidad. Lilya –la tremenda actriz rusa Elena Lyadova- es uno de los personajes más elocuentes de las películas de este director en cuanto a lo que busca transmitirnos; un ser que, sin estar muerto, nada le queda adentro, un espectro sin motivación alguna, llena de nada, vacía, sin felicidad, que vive el día a día solamente esperando el final. Y por si aún faltara algo para enfatizar su punto de vista, el autor termina de llenar sus filmes con una impecable fotografía. Zvyagintsev gusta profundamente (y lo hace con exquisita maestría) de las tomas panorámicas de paisajes que exacerban la sensación de vaciedad, de que ante tanto somos demasiado poco, pero que, sobre todo, tenemos la arrogancia de creernos algo. El comenzar o el terminar los filmes con estas tomas no es azar, siempre hay un objetivo, y está claro.
Sería injusto decir que ya no hay obras maestras en el cine, aunque podría afirmarse que sus apariciones son cada vez más inusuales, sin embargo, en este director casi que cada film se convierte en una joya digna de apreciar, de re ver y de analizar. Particularmente Leviatán y Sin Amor son dos cintas que cumplen muchos parámetros para permanecer en la historia por largo tiempo, siendo ambas una buena representación de los códigos que caracterizan rigurosamente la obra de Zvyagintsev, quien después de darnos fugaces esperanzas nos las liquida completamente, dejándonos devastados y sin ilusión. Cada película de este director podría ser un tratado filosófico o un ensayo completo en sí mismo, con toda la complejidad que esto pueda revestir, no solo por la hondura y la profundidad de lo que se cuenta –nos develan tanto del ser humano–, sino por la fotografía, la dirección, las actuaciones y la visión del director acerca de Rusia, pues aunque los temas de sus filmes terminan siendo bastante universales, es irremediable que permitan vislumbrar una mirada crítica sobre su país.
No es claro si las películas del director ruso son exactamente una invitación a revisar las honduras de nuestra psique, o un llamado a revisar en qué nos hemos convertido, o si simplemente no haya ninguna pretensión intrínseca más allá de mostrar lo que para él significa el ser humano, pero sea cual fuere el objetivo, suponiendo que hubiera alguno, la profundidad de sus historias es de tal magnitud que sus películas se quedan en la memoria tras largo tiempo de haberlas visto. No se puede salir indemne después de ver su obra. El abordaje y el entendimiento superlativo de las honduras de la especie humana son tan profundos que es inevitable sentirse frente a un trabajo imprescindible, donde cada pieza encaja perfectamente en la que sigue, con tal laboriosidad que la realización de un nuevo film es siempre necesaria para seguir completando el engranaje. Zvyagintsev es un descubrimiento maravilloso para un cinéfilo, pues es el encuentro con un verdadero maestro de este arte y con un brillante y necesario artesano de la naturaleza humana.
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