Enfrentarse por once días seguidos a alrededor de cuatro o cinco películas diarias tiene que tener un efecto contraproducente para enfrentar la realidad. Quizás por eso los cinéfilos terminamos convirtiéndonos, probablemente a nuestro pesar, en seres huraños, misteriosos, propensos a sonrojarnos en cada encuentro sorpresivo o no planeado. Durante esos once días, la ciudad de Berlín y sus maravillosas salas de cine alojan al primer gran evento cinematográfico del año, hay entonces afiches por todas partes, osos rojos decoran las calles, fotógrafos en cada esquina y, si se camina con calma y atención, se podrá descubrir a cualquier gran celebridad o cualquier personalidad del cine caminando por ese ácido frío de Berlín. De la “gloriosa” Berlinale se ha dicho mucho sobre su, para muchos, decadente calidad.
Sin embargo, el evento sigue siendo un ventarrón de cine, donde se siente que hay un ambiente dispuesto a discutir las películas y, sobre todo, a comprarlas. El frío funciona para sentirse acogido con mayor rapidez por las salas de cine pero no asegura que, como espectadores, nos queramos quedar sentados a la merced de los directores y sus, muchas veces, absurdos pensamientos. Pero bueno, así funciona: de sala en sala vamos buscando algo que nos emocione, una imagen que se nos quede en la cabeza, películas que nos dejen ver las obsesiones de los directores por sus temas y sus personajes, porque es desde ese grado de obsesión que se genera la química, la conexión, la curiosidad. Los más obsesionados nos agradan más.
Sucedía que era la primera vez que ponía pie en la capital alemana y al mismo tiempo era mi primera vez en uno de esos festivales clase A, que se venden tan importantes, tan glamurosos, tan esenciales. De esos tres adjetivos no sé cuál seguiré usando para describir la Berlinale, pero digamos que de todos algo se siente. Estaba yo entonces frente a once días para tratar de ver la mayor cantidad de películas. Sabía que había que verlo todo. Una tarea evidentemente compleja si no se tiene ese don de la ubicuidad. El Festival, que roza con lo inabarcable, está dividido en cuatro grandes secciones: la competencia, el espacio para las películas “titanes”, donde se juntan los grandes con las promesas, es la más importante, la más publicitada y en últimas la que debe ser analizada con más juicio para dictaminar el estado de salud del Festival; luego está Forum, el espacio para las propuestas más atrevidas, para películas más pequeñas con intereses más profundos en violentar las fronteras del cine; Generation, una competencia de films que se concentran en narrar el periodo de tránsito entre las edades formativas: de la niñez a la juventud. Es, estrictamente, una recopilación de películas que se preguntan por el crecer; luego está Panorama, una agrupación rarísima de películas de todo el mundo, no obedece a una estructura temática.
Lo que pretendo hacer en estas líneas, entonces, es tratar de revisar las películas de la competencia que lograron cuajar cualquier tipo de sentimiento/impresión en mí (desde pasión hasta resentimiento, o sea que hablaremos de lo bueno y lo malo) para, quizás, buscar la esencia del cine por la que está apostando la Berlinale y también para tratar de, a través de estas letras, auscultar el estado del Festival. Hay, eso sí, que hablar de esa coyuntura política por la que pasa el Festival: se enfrenta a ser un evento quizás demasiado inmediato en el comienzo de los calendarios cinematográficos, por lo que luchar para tener las películas que se desea es una estrategia que no sólo obedece a las intenciones del equipo programador sino a otras más que rinden cuentas a otros factores; se está también viendo el final de una “época”: el contrato del actual director, Dieter Kosslick, se acaba después de dar vida a la versión 69, luego, se supone, habrá nuevo viento. Y las cosas parecen estar bien divididas: durante el Festival circuló una carta abierta firmada por personalidades del cine alemán pidiendo la no renovación de ese contrato, pero también afuera, en ese demoledor frío, de las proyecciones de las películas se veía a alegres alemanes con pancartas que pedían que el hoy director se quedara como jefe máximo del rumbo de la Berlinale.
Ahora sí, hablemos del cine visto: la competencia principal se sintió un poco floja, pero quizás esa sensación obedece a que las películas se pudieron haber programado en mejor orden. Parece ser que, como prensa, vimos las tres más malas en el mismo día, o sea que todo lo insípido del Festival nos lo tragamos de un tirón y eso, claro, no se perdona: que una tanda sea tan mala desalienta hasta el que más fe carga.
Figlia mia, de Laura Bispuri
LAS PELÍCULAS
La mejor película fue, sin dudas, ese éxodo-músical-sin-música-viaje-a-lo-oscuro-de-los- corazones que entregó Lav Díaz en la competencia. The Season Of The Devil es una película que, con calma y siendo minuciosa en su seguimiento narrativo, hace que lleguen a la superficie los horrores de una época oscura en Filipinas. Con un maravilloso voz en off al inicio nos adentramos a un viaje que es homenaje a esos seres que fueron despojados de todas las cosas, que les dejaron un cuerpo vacío. Lav Díaz los filma y esos seres se convierten en faros de sentimientos, sujetos llenos de emociones que enfrentan la tragedia con altura. Es la película de una lucha, una lucha que, tiempo después, sospechamos que no para en ninguna parte del mundo. Todos los temas de cabecera del cine que se pregunta por las historias del pasado y por el profundo cuestionamiento de los relatos oficiales están presentes en la película, donde Díaz encuentra la distancia perfecta para encarar sus personajes, para revisarlos, sentirlos y entenderlos. El cine de Díaz tiene una extraña particularidad y es eso de que también implica un esfuerzo físico absoluto. Estar cuatro horas o más en la misma silla, siendo “controlado” por el mismo director y su mismo puñado de personajes exige una resistencia física importante y separar su cine de ese pedido es imposible. Otra película que sorprende por su excelente forma de abarcar la destrucción de las cosas es la ópera prima de Marcelo Martinessi, Las herederas, un relato de seres que van en picada pero, que en las cosas o en los momentos menos inesperados, alzan vuelo, vuelven a encontrarse. La película de Martinessi es un recorrido por esas intríngulis de lo que separa a una clase de otra, de los abismos que generan los secretos y de lo difícil que es relacionarse con el otro.
Uno de los títulos más esperados era Transit, lo más reciente del alemán Christian Petzold. Una reformulación a las tensiones acumuladas en el continente europeo por la crisis migratoria. En clave de suspenso se va construyendo un relato fascinante que termina por ser una excelente exposición de lo pasional. Vemos que, entre el fango, nacen las flores. Es, en cualquier caso, una película que incorpora varios tonos, que toma unos riesgos particulares para expandir el presente. Habrá que darle una revisión sin los afanes del Festival para observar con lupa esas intenciones de combinar el deseo de un hombre por una mujer, que en principio lo que cree otra persona, con la dinámica política de gente que huye, sin quererlo, de un lugar a otro. El tránsito del que habla Petzold quizás esté más cercano a esos movimientos que ocurren dentro de los humanos: una realización o un momento particular hace que ciertas capas en el interior se muevan, que haya tránsito. No en vano, el asunto clave de importancia narrativa en la película aparece cuando un hombre decide pasarse por otro, un tránsito de una vida a otra. Ese proceso de viaje, por supuesto, está lleno de obstáculos y grietas que en la película resuenan con poder. Otro momento grande que se esperaba del Festival era el estreno de lo más reciente de Alonso Ruizpalacios, que hace un años nos sorpendrió (y nos iluminó) con esa maravillosa película que es Güeros. En la Berlinale presentó Museo, protagonizada por Gael García Bernal y de nuevo con Leonardo Ortizgris e Ilse Salas. La película utiliza la fascinante historia de dos inermes y al parecer inofensivos estudiantes de veterinaria que robaron las piezas más importantes del Museo de antropología de la ciudad de México en 1985. Ruizpalacios hace una vuelta imaginativa a lo que pudo suceder después del robo. La película nos deja pensando en lo que se va construyendo como la firma “Ruizpalacios”: un cine juguetón, plácido e imaginativo, lleno de referencias a los grandes clásicos (acá me atrevo a decir que incluso hay una escena que homenajea directamente a las secuencias de sexo en My Own Private Idaho) donde todo busca el denuedo por las emociones. En el cine de Ruizpalacios todo gira alrededor de hacer visible y extensible en las imágenes el estado interior de los personajes, por eso sus movimientos de cámara, sus formas de cambiar la luz y el juego con la “autoconciencia” nunca son inocentes. El sentido del ritmo es también vital, como lo fue en Güeros, en Museo (ambas películas comparten un hilo narrativo de viaje, donde un personaje conoce a un ídolo que tuvo solo para darse cuenta que la realidad lo ha afectado también. En Güeros era un músico, en Museo es una veterana actriz porno) cada secuencia lleva un ritmo particular que pretende encontrar la esencia, no solo de cada momento, sino de los ires y venires de sus personajes. El cine de Ruizpalacios encuentra también esos pequeños anclajes de sus habitantes a un mundo mejor, una sensación (en Museo es una pintura que después se vuelve un momento real) o una intensa conexión con algo que les permite continuar, con cierto juicio, el rumbo propuesto. La película juega entonces con eso, haciendo un uso simpático, apropiado, que se siente vivo y especial, de los recursos del cine más libre de la nueva ola francesa con las características impresas en los personajes de su cine, que pueden ser resumidas, más o menos, en algo así como las facultades que usa un pájaro que quiere salir de su jaula.
Había también otros títulos con más virtudes estimables: Isle of dogs, de Wes Anderson; Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot, de Gus Van Sant; Fliglia Mia, de Laura Bispuri, un retrato (demasiado cercano al cine de Alice Rohrwacher) sobre la sangre, las raíces, las herencias y los símbolos que construyen nuestra vidas –por los que son responsable nuestros padres–; Pig, de Mani Haghighi, que tenía la mejor premisa de las películas vistas: en Irán un misterioso asesina está cortando la cabeza de todos los cineastas. Uno de ellos, que se cree el mejor, no ha tenido ni un rasguño. La película se arma en tono de comedia y cae estrepitosamente cuando pretende entrar, con determinaciones absolutas sobre “los problemas del mundo”, en lo “serio”. Con esas películas la cosa no hubiera estado cercana al desastre y la salud del Festival podría estar en buen estado. El problema brota cuando aparecen las cosas sin sentido: la última película de Benoît Jacquot responde a ese interrogante imaginario de qué pasaría cuando un director quiere jugar a ser otro, a jugar con los registros de otro director, la respuesta es desastre. Jacquot parte de un relato frívolo y sin brío para hacer algo que roza con la vergüenza. No cualquiera puede hacer de las tensiones de poder que se mezclan con lo erótico un cuento de altura y de buen despliegue del lenguaje cinematográfico. Jacquot quiere entrar en los zapatos de Ozon y no puede. Le queda una película sin pies y cabeza. Sin embargo, y esto sorprende, Eva no fue la peor película del Festival. Cédric Kahn, en quien confiábamos, llegó con ánimos de convertirnos a todos al catolicismo. Su película es sobre un joven perdido, sin horizonte y con pulsiones “equivocadas”, que llega a una casa donde se vive como novicios para encontrar, una vez más, el rumbo correcto. En medio del camino, a nuestro protagonista se le mete en la cabeza que quiere convertirse en sacerdote y bueno, todo lo que después sucede, al tragarse, aporrea el esófago. Difícil decir si es un panfleto o un verdadero intento de pregunta por lo espiritual. Me quedo con lo primero. Para tratar de ilustrar el desastre les cuento que hay una escena donde una monja golpea al protagonista porque intuye que cuando reza no lo hace con el corazón… Luego está ese irresponsable film, Utøya 22. juli, que pretende hacer de la tragedia y del terrorismo un paquete de sensaciones “fuertes”, que sea lo más parecido posible a un videojuego y donde, claro, haya un héroe que sea sacrificado al final, porque, pensarán los guionistas, la vida sigue siendo muy cruel y el terrorismo muy malo. Además de eso, hay unos tres films que lo único que generan es el aburrimiento absoluto y entender por qué motivos participaron en la carrera por el Oso de oro es una tarea absurda. Uno se acerca a la publicidad del deterioro (3 Days in Quiberon), uno más pretende encarar los problemas políticos de las clases pero cae estrepitosamente haciendo que un tweet de algún pensante se disfrute más que la película (The Real Estate), y el otro (My Brother’s Name Is Robert and He Is an Idiot), del que había esperanzas, es una disertación filosófica, comentada por dos sujetos repelentes, filmada sin mucho compromiso, quizás a la carrera.
PREMIOS Y RESULTADOS DE SALUD
Sobre la que ganó el premio mayor no tengo mucho para decir, me ubico del lado de los que sienten ese reconocimiento como una tragedia y me uno a la voz del escándalo. A Touch Me Not la encontré vacía, que se hacía dueña de un estandarte sobre la necesidad de sentirnos cómodos con nuestro cuerpos que me parece que hoy, las cosas como están, es una frase de cajón dispuesta para los publicistas más desesperados. La película, en su intento de legitimar cuerpos, los reduce, los hace toscos, impenetrables, raros, los condena. No basta con poner personajes excéntricos a que hablen sobre las cosas que los excitan o con “dinamitar” la ficción (la directora se pone frente a la cámara y empieza a hacer preguntas y todo se vuelve el típico juego de entre menos entiendas mejor la tienes que pasar). Es una película-humo. Pronto la habremos olvidado por completo. Mejor cine sí había. Ahora pensar por las apuestas que hace la Berlinale: difícil esclarecer qué cine defiende el Festival y si hay deseos de permitir riesgos. Quizás se siente muy cómodo porque tiene una sección reservada para películas que presionan otros botones. Sin embargo, lo interesante sería ver más de esas películas en la sección principal. En el botín fuerte se asistió a una pluralidad intensa de miradas con resultados quizás no muy motivantes, con zancadas torpes. Es difícil también mirar, sin algo de tiempo que pase, sin que las películas encuentren el canal después del Festival para llegar a otros públicos y otras latitudes, y pretender apuntar juicios sobre el conjunto es difícil. Lo que es evidente es que hubo películas que exponen las fortunas del cine y hoy y también hubo de las que muestran muy claramente los grandes problemas por lo que pasa el cine en términos de finura creativa.
Aquí puede ver algunas de las películas en competición de la Berlinale 2018:
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TODO CABE, BERLINALE 2018
Enfrentarse por once días seguidos a alrededor de cuatro o cinco películas diarias tiene que tener un efecto contraproducente para enfrentar la realidad. Quizás por eso los cinéfilos terminamos convirtiéndonos, probablemente a nuestro pesar, en seres huraños, misteriosos, propensos a sonrojarnos en cada encuentro sorpresivo o no planeado. Durante esos once días, la ciudad de Berlín y sus maravillosas salas de cine alojan al primer gran evento cinematográfico del año, hay entonces afiches por todas partes, osos rojos decoran las calles, fotógrafos en cada esquina y, si se camina con calma y atención, se podrá descubrir a cualquier gran celebridad o cualquier personalidad del cine caminando por ese ácido frío de Berlín. De la “gloriosa” Berlinale se ha dicho mucho sobre su, para muchos, decadente calidad.
Sin embargo, el evento sigue siendo un ventarrón de cine, donde se siente que hay un ambiente dispuesto a discutir las películas y, sobre todo, a comprarlas. El frío funciona para sentirse acogido con mayor rapidez por las salas de cine pero no asegura que, como espectadores, nos queramos quedar sentados a la merced de los directores y sus, muchas veces, absurdos pensamientos. Pero bueno, así funciona: de sala en sala vamos buscando algo que nos emocione, una imagen que se nos quede en la cabeza, películas que nos dejen ver las obsesiones de los directores por sus temas y sus personajes, porque es desde ese grado de obsesión que se genera la química, la conexión, la curiosidad. Los más obsesionados nos agradan más.
Sucedía que era la primera vez que ponía pie en la capital alemana y al mismo tiempo era mi primera vez en uno de esos festivales clase A, que se venden tan importantes, tan glamurosos, tan esenciales. De esos tres adjetivos no sé cuál seguiré usando para describir la Berlinale, pero digamos que de todos algo se siente. Estaba yo entonces frente a once días para tratar de ver la mayor cantidad de películas. Sabía que había que verlo todo. Una tarea evidentemente compleja si no se tiene ese don de la ubicuidad. El Festival, que roza con lo inabarcable, está dividido en cuatro grandes secciones: la competencia, el espacio para las películas “titanes”, donde se juntan los grandes con las promesas, es la más importante, la más publicitada y en últimas la que debe ser analizada con más juicio para dictaminar el estado de salud del Festival; luego está Forum, el espacio para las propuestas más atrevidas, para películas más pequeñas con intereses más profundos en violentar las fronteras del cine; Generation, una competencia de films que se concentran en narrar el periodo de tránsito entre las edades formativas: de la niñez a la juventud. Es, estrictamente, una recopilación de películas que se preguntan por el crecer; luego está Panorama, una agrupación rarísima de películas de todo el mundo, no obedece a una estructura temática.
Lo que pretendo hacer en estas líneas, entonces, es tratar de revisar las películas de la competencia que lograron cuajar cualquier tipo de sentimiento/impresión en mí (desde pasión hasta resentimiento, o sea que hablaremos de lo bueno y lo malo) para, quizás, buscar la esencia del cine por la que está apostando la Berlinale y también para tratar de, a través de estas letras, auscultar el estado del Festival. Hay, eso sí, que hablar de esa coyuntura política por la que pasa el Festival: se enfrenta a ser un evento quizás demasiado inmediato en el comienzo de los calendarios cinematográficos, por lo que luchar para tener las películas que se desea es una estrategia que no sólo obedece a las intenciones del equipo programador sino a otras más que rinden cuentas a otros factores; se está también viendo el final de una “época”: el contrato del actual director, Dieter Kosslick, se acaba después de dar vida a la versión 69, luego, se supone, habrá nuevo viento. Y las cosas parecen estar bien divididas: durante el Festival circuló una carta abierta firmada por personalidades del cine alemán pidiendo la no renovación de ese contrato, pero también afuera, en ese demoledor frío, de las proyecciones de las películas se veía a alegres alemanes con pancartas que pedían que el hoy director se quedara como jefe máximo del rumbo de la Berlinale.
Ahora sí, hablemos del cine visto: la competencia principal se sintió un poco floja, pero quizás esa sensación obedece a que las películas se pudieron haber programado en mejor orden. Parece ser que, como prensa, vimos las tres más malas en el mismo día, o sea que todo lo insípido del Festival nos lo tragamos de un tirón y eso, claro, no se perdona: que una tanda sea tan mala desalienta hasta el que más fe carga.
Figlia mia, de Laura Bispuri
LAS PELÍCULAS
La mejor película fue, sin dudas, ese éxodo-músical-sin-música-viaje-a-lo-oscuro-de-los- corazones que entregó Lav Díaz en la competencia. The Season Of The Devil es una película que, con calma y siendo minuciosa en su seguimiento narrativo, hace que lleguen a la superficie los horrores de una época oscura en Filipinas. Con un maravilloso voz en off al inicio nos adentramos a un viaje que es homenaje a esos seres que fueron despojados de todas las cosas, que les dejaron un cuerpo vacío. Lav Díaz los filma y esos seres se convierten en faros de sentimientos, sujetos llenos de emociones que enfrentan la tragedia con altura. Es la película de una lucha, una lucha que, tiempo después, sospechamos que no para en ninguna parte del mundo. Todos los temas de cabecera del cine que se pregunta por las historias del pasado y por el profundo cuestionamiento de los relatos oficiales están presentes en la película, donde Díaz encuentra la distancia perfecta para encarar sus personajes, para revisarlos, sentirlos y entenderlos. El cine de Díaz tiene una extraña particularidad y es eso de que también implica un esfuerzo físico absoluto. Estar cuatro horas o más en la misma silla, siendo “controlado” por el mismo director y su mismo puñado de personajes exige una resistencia física importante y separar su cine de ese pedido es imposible. Otra película que sorprende por su excelente forma de abarcar la destrucción de las cosas es la ópera prima de Marcelo Martinessi, Las herederas, un relato de seres que van en picada pero, que en las cosas o en los momentos menos inesperados, alzan vuelo, vuelven a encontrarse. La película de Martinessi es un recorrido por esas intríngulis de lo que separa a una clase de otra, de los abismos que generan los secretos y de lo difícil que es relacionarse con el otro.
Uno de los títulos más esperados era Transit, lo más reciente del alemán Christian Petzold. Una reformulación a las tensiones acumuladas en el continente europeo por la crisis migratoria. En clave de suspenso se va construyendo un relato fascinante que termina por ser una excelente exposición de lo pasional. Vemos que, entre el fango, nacen las flores. Es, en cualquier caso, una película que incorpora varios tonos, que toma unos riesgos particulares para expandir el presente. Habrá que darle una revisión sin los afanes del Festival para observar con lupa esas intenciones de combinar el deseo de un hombre por una mujer, que en principio lo que cree otra persona, con la dinámica política de gente que huye, sin quererlo, de un lugar a otro. El tránsito del que habla Petzold quizás esté más cercano a esos movimientos que ocurren dentro de los humanos: una realización o un momento particular hace que ciertas capas en el interior se muevan, que haya tránsito. No en vano, el asunto clave de importancia narrativa en la película aparece cuando un hombre decide pasarse por otro, un tránsito de una vida a otra. Ese proceso de viaje, por supuesto, está lleno de obstáculos y grietas que en la película resuenan con poder. Otro momento grande que se esperaba del Festival era el estreno de lo más reciente de Alonso Ruizpalacios, que hace un años nos sorpendrió (y nos iluminó) con esa maravillosa película que es Güeros. En la Berlinale presentó Museo, protagonizada por Gael García Bernal y de nuevo con Leonardo Ortizgris e Ilse Salas. La película utiliza la fascinante historia de dos inermes y al parecer inofensivos estudiantes de veterinaria que robaron las piezas más importantes del Museo de antropología de la ciudad de México en 1985. Ruizpalacios hace una vuelta imaginativa a lo que pudo suceder después del robo. La película nos deja pensando en lo que se va construyendo como la firma “Ruizpalacios”: un cine juguetón, plácido e imaginativo, lleno de referencias a los grandes clásicos (acá me atrevo a decir que incluso hay una escena que homenajea directamente a las secuencias de sexo en My Own Private Idaho) donde todo busca el denuedo por las emociones. En el cine de Ruizpalacios todo gira alrededor de hacer visible y extensible en las imágenes el estado interior de los personajes, por eso sus movimientos de cámara, sus formas de cambiar la luz y el juego con la “autoconciencia” nunca son inocentes. El sentido del ritmo es también vital, como lo fue en Güeros, en Museo (ambas películas comparten un hilo narrativo de viaje, donde un personaje conoce a un ídolo que tuvo solo para darse cuenta que la realidad lo ha afectado también. En Güeros era un músico, en Museo es una veterana actriz porno) cada secuencia lleva un ritmo particular que pretende encontrar la esencia, no solo de cada momento, sino de los ires y venires de sus personajes. El cine de Ruizpalacios encuentra también esos pequeños anclajes de sus habitantes a un mundo mejor, una sensación (en Museo es una pintura que después se vuelve un momento real) o una intensa conexión con algo que les permite continuar, con cierto juicio, el rumbo propuesto. La película juega entonces con eso, haciendo un uso simpático, apropiado, que se siente vivo y especial, de los recursos del cine más libre de la nueva ola francesa con las características impresas en los personajes de su cine, que pueden ser resumidas, más o menos, en algo así como las facultades que usa un pájaro que quiere salir de su jaula.
Había también otros títulos con más virtudes estimables: Isle of dogs, de Wes Anderson; Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot, de Gus Van Sant; Fliglia Mia, de Laura Bispuri, un retrato (demasiado cercano al cine de Alice Rohrwacher) sobre la sangre, las raíces, las herencias y los símbolos que construyen nuestra vidas –por los que son responsable nuestros padres–; Pig, de Mani Haghighi, que tenía la mejor premisa de las películas vistas: en Irán un misterioso asesina está cortando la cabeza de todos los cineastas. Uno de ellos, que se cree el mejor, no ha tenido ni un rasguño. La película se arma en tono de comedia y cae estrepitosamente cuando pretende entrar, con determinaciones absolutas sobre “los problemas del mundo”, en lo “serio”. Con esas películas la cosa no hubiera estado cercana al desastre y la salud del Festival podría estar en buen estado. El problema brota cuando aparecen las cosas sin sentido: la última película de Benoît Jacquot responde a ese interrogante imaginario de qué pasaría cuando un director quiere jugar a ser otro, a jugar con los registros de otro director, la respuesta es desastre. Jacquot parte de un relato frívolo y sin brío para hacer algo que roza con la vergüenza. No cualquiera puede hacer de las tensiones de poder que se mezclan con lo erótico un cuento de altura y de buen despliegue del lenguaje cinematográfico. Jacquot quiere entrar en los zapatos de Ozon y no puede. Le queda una película sin pies y cabeza. Sin embargo, y esto sorprende, Eva no fue la peor película del Festival. Cédric Kahn, en quien confiábamos, llegó con ánimos de convertirnos a todos al catolicismo. Su película es sobre un joven perdido, sin horizonte y con pulsiones “equivocadas”, que llega a una casa donde se vive como novicios para encontrar, una vez más, el rumbo correcto. En medio del camino, a nuestro protagonista se le mete en la cabeza que quiere convertirse en sacerdote y bueno, todo lo que después sucede, al tragarse, aporrea el esófago. Difícil decir si es un panfleto o un verdadero intento de pregunta por lo espiritual. Me quedo con lo primero. Para tratar de ilustrar el desastre les cuento que hay una escena donde una monja golpea al protagonista porque intuye que cuando reza no lo hace con el corazón… Luego está ese irresponsable film, Utøya 22. juli, que pretende hacer de la tragedia y del terrorismo un paquete de sensaciones “fuertes”, que sea lo más parecido posible a un videojuego y donde, claro, haya un héroe que sea sacrificado al final, porque, pensarán los guionistas, la vida sigue siendo muy cruel y el terrorismo muy malo. Además de eso, hay unos tres films que lo único que generan es el aburrimiento absoluto y entender por qué motivos participaron en la carrera por el Oso de oro es una tarea absurda. Uno se acerca a la publicidad del deterioro (3 Days in Quiberon), uno más pretende encarar los problemas políticos de las clases pero cae estrepitosamente haciendo que un tweet de algún pensante se disfrute más que la película (The Real Estate), y el otro (My Brother’s Name Is Robert and He Is an Idiot), del que había esperanzas, es una disertación filosófica, comentada por dos sujetos repelentes, filmada sin mucho compromiso, quizás a la carrera.
PREMIOS Y RESULTADOS DE SALUD
Sobre la que ganó el premio mayor no tengo mucho para decir, me ubico del lado de los que sienten ese reconocimiento como una tragedia y me uno a la voz del escándalo. A Touch Me Not la encontré vacía, que se hacía dueña de un estandarte sobre la necesidad de sentirnos cómodos con nuestro cuerpos que me parece que hoy, las cosas como están, es una frase de cajón dispuesta para los publicistas más desesperados. La película, en su intento de legitimar cuerpos, los reduce, los hace toscos, impenetrables, raros, los condena. No basta con poner personajes excéntricos a que hablen sobre las cosas que los excitan o con “dinamitar” la ficción (la directora se pone frente a la cámara y empieza a hacer preguntas y todo se vuelve el típico juego de entre menos entiendas mejor la tienes que pasar). Es una película-humo. Pronto la habremos olvidado por completo. Mejor cine sí había. Ahora pensar por las apuestas que hace la Berlinale: difícil esclarecer qué cine defiende el Festival y si hay deseos de permitir riesgos. Quizás se siente muy cómodo porque tiene una sección reservada para películas que presionan otros botones. Sin embargo, lo interesante sería ver más de esas películas en la sección principal. En el botín fuerte se asistió a una pluralidad intensa de miradas con resultados quizás no muy motivantes, con zancadas torpes. Es difícil también mirar, sin algo de tiempo que pase, sin que las películas encuentren el canal después del Festival para llegar a otros públicos y otras latitudes, y pretender apuntar juicios sobre el conjunto es difícil. Lo que es evidente es que hubo películas que exponen las fortunas del cine y hoy y también hubo de las que muestran muy claramente los grandes problemas por lo que pasa el cine en términos de finura creativa.
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