Por un rato sobrevoló la sensación de que una década nunca había sido interrumpida tan abruptamente. Como si el virus, que carga en su nombre el lastre de su último año —el final encarnado en un cuerpo microscópico— fuera también el verdugo que terminó por socavar los remanentes del siglo XX, razón por la cual muchos se atrevieron a decir que solo hasta ahora comenzaba el nuevo milenio. Un final drástico, súbito, magno, masivo para toda una época.
El 27 de marzo, en el albor de la catástrofe, una canción nos vino cantar el final. Bob Dylan lanza Murder most foul, tema monumental que reconstruye la muerte magna de JFK y que en ese momento se sintió como una misa de réquiem para todo un siglo de acervo cultural. Pero eso fue hace meses y ahora resulta injusto asumir la hermosa canción de Dylan como un engranaje más de esa narrativa del fin que nos fue impuesta. Me reprocho el haber escrito sobre ella en esa tónica mediática que no pude reconocer en su momento como una falsa dramaturgia. ¿Acaso el mismo Dylan no esboza la sospecha hacia el final de la primera estrofa?: “What is the truth, and where did it go?”. Hoy que no queda más que el cansancio de un fin que nunca llega, la rutinaria constatación de que todo seguirá igual, pienso en esa canción para esbozar la presente lista. Y es que Murder most foul es en sí misma una lista. Los nombres propios que parecen definir el panorama cultural y afectivo de Dylan son conjugados en su poesía para redactar el bosquejo de una lista de reproducción que bien podría sonar al unísono, como una segunda capa de sonoridades e imágenes que la canción construye.
Así es que, haciendo eco de ese final nunca ocurrido, o de la ilusión del final que nos dan las fechas, o de esa solemnidad de la que no podemos escapar cada vez que un año se transforma en otro, se redacta esta lista que no es más que un repaso caprichoso, desordenado, sin jerarquías, por apuntes que hablan de algunas películas o momentos del cine colombiano que definieron mi labor de espectador en estos años.
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Un naufragio en tierra firme. Sus náufragos sin nombre anclados en el desierto, teatro de la ruina. Mariana (2017) de Chris Gude ofrece un relato de la bonanza marimbera de La Guajira como un suceso que reencarna en el presente. Contrapunto al relato glorificante, melodramático y nostálgico de Pájaros de Verano (2018).
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La pregunta sobre cómo hacer que la gente vaya más a las salas a ver cine colombiano parece no desfallecer. Problema sin resolver del que me vine a enterar en los primeros días de la escuela de cine hace ya más de diez años, y que los “profesionales de la industria” nos resistimos a reformular. Como una maldición que no comprendo del todo y que siempre retorna, tuve que responder a la pregunta durante un encuentro virtual junto a otros realizadores con motivo de la proyección de nuestros cortos, seguramente la primera ocurrida en la pandemia para muchos de nosotros. Así que en el marco de un festival que tuvo que cancelar su versión presencial debido al aislamiento obligatorio, la pregunta sobre las salas pareció inocua y casi un mal chiste. Una de las respuestas me parece que estuvo a tono con tal gracia: “Hay que hacer buenas películas”.
En ese momento pensé en Somos calentura (2018) y en Jorge Navas, su director, volcando su frustración en una publicación en Facebook debido al fracaso en taquilla de la película. A pesar de tener un “nicho de mercado” —uno de esos términos terroríficos con los que se supone que toca aprender a jugar— bastante definido por ser una película sobre la cultura Hip-Hop, de tener un cómodo presupuesto con el que fue posible construir esa estética propia del cine de acción que tanto se consume en el país, de ofrecer un relato de la violencia en clave de cine de género, lo que podría considerarse como una “buena película” bajo los estándares convencionales no alcanzó el número de espectadores requerido por Cine Colombia, compañía distribuidora de la película que decidió retirarla de muchas salas en su primera semana. En decisiones como esta por parte de la principal distribuidora de cine del país se pone de manifiesto una despiadada lógica de mercado que algunos realizadores, embriagados por los acuerdos que permiten hacer la película, no parecen dominar, lo que los lleva a invocar una fe injustificada en el espectador.
A propósito, yo mismo no logré articular una respuesta clara al problema. Sin embargo, días después pensé en Cine Tonalá, sala independiente de vital importancia para la cinefilia de Bogotá que no pudo resistir los embates de la pandemia y el aislamiento. Pensé que, ante la inminencia de lo ocurrido este año, es fundamental garantizar el nacimiento y la permanencia de proyectos independientes, salas de cine que puedan asumir el riesgo de exhibir títulos poco conocidos y estar a la altura de un público cada vez más diverso. Salas que sean parte de la geografía cotidiana y que —en el caso de Bogotá, por lo menos— no se concentren en el centro de la ciudad. Un circuito de salas y espacios que permitan diversificar el acceso a un cine tan arriesgado y precario como el nuestro y que se plantee la posibilidad de financiarse con impuestos a las plataformas de streaming. Pero también pensé en lo importante que es saber medir el éxito de las películas más allá del número de espectadores conseguidos en salas, en reconocer las limitaciones de la industria que hemos malogrado, en la renuncia a comprometer nuestra mirada a las lógicas del mercado. También caí en cuenta que respondiendo a esa pregunta me sentí como en los días de la escuela de cine, como en un examen de clase producción. Ese tipo de preguntas corchadoras y cerradas al diálogo con las que uno se encuentra en estos eventos y que me recuerdan que, incluso en lo más mínimo, de un realizador siempre se espera que sepa jugar el juego según las reglas.
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En oposición al régimen de las salas comerciales siempre es importante reconocer el poder de las curadurías en los procesos de distribución de las películas. En 2014, Mutokino, productora fundada por el director y montajista Felipe Guerrero, lanzó su ala de distribución con una serie de programas que representaron el estreno en salas de algunas de las películas más arriesgadas del cine colombiano de la década. El más ambicioso de esos programas fue sin duda Fórum, selección de estrenos nacionales que se presentó en septiembre de 2018 en Bogotá, Medellín y Cali:
“En este programa nos interesa el status de forastero, foráneo —raíces ambas de la palabra fórum—, que para nosotros tiene que ver con imágenes que buscan un lugar y vacilan entre mapas desvaídos generando territorios nuevos. Nos interesa el cine que no está enmarcado en un croquis conocido sino más bien un cine mutante, difuso. En esta particularidad los autores que forman parte de este programa comparten el desapego por narrar desde un punto fijo. Persiguen la idea de abandonar el centro y encontrar comodidad en las orillas desde donde generan películas esquivas, sin raíz, de imperfecta soltura, que fracturan lo real e inauguran lo visible”
Un formato de distribución que pone en práctica una labor de montaje y de creación cinematográfica que permite una lectura de las películas como elementos de un panorama común. La apertura a una forma de ver las obras como elementos vivos, como entes que dialogan, como argumentos de un relato. Esa labor de montaje que es la curaduría, permitió ver estas películas “mutantes” y periféricas, estos nuevos autores afincados en la orilla (Martín Mejía, Camila Rodríguez, Chris Gude, Camilo Restrepo y Sebastián Múnera), dialogar con obras que en el pasado han esbozado esa mirada fuera de campo, ese forastero que el programa en cuestión esbozaba, más específicamente con la forma en que Marta Rodríguez y Jorge Silva enfocaron su cámara hacia la periferia de la ciudad en Chircales (1972).
Cabe decir que estas formas alternativas de distribución, provistas de una mirada propia de los curadores, serán retomadas por compañías como DOCCO y Distrito Pacifico, así como en el surgimiento de la beca de curaduría de la Cinemateca de Bogotá.
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El cuerpo rotundo, la espera árida: Porfirio (2011) de Alejandro Landes.
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La monotonía de los funcionarios hecha dramaturgia. Personajes sin habla. Pura acción, pura mecánica. Y a pesar de todos surge en ellos el llanto, la masturbación, el súbito entusiasmo, la interrupción de la tarea impuesta, el fulgor del sueño perdido. Una imagen desaparecida funde la realidad en pesadilla: La torre (2018) de Sebastián Múnera.
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12/11/2019 (Tomado de mi perfil en Facebook)
El FICCALI, que acabó ayer, ha expuesto el panorama de un año cinematográfico atravesado por la enfermedad. Desde Todo comenzó por el fin (2015), película con la que se dio apertura al festival, no hubo jornada en que la enfermedad del padre no estuviera presente en la programación —como si desde la cicatriz de Luis Ospina se desplegaran muchas otras dolencias, enfermedades y lechos de muerte—. (…) Luego se proyectó Pirotecnia (2019), documental de ensayo en el que Federico Atehortúa encuentra puentes improbables entre las implicaciones del proceso de representar la guerra en Colombia, las mentiras u opacidades de la imagen y un súbito mutismo de su madre que termina por socavar las relaciones de su familia (…) En Dopamina (2019) Natalia Almario parte del reciente diagnóstico de Parkinson de su padre para reflexionar sobre las dinámicas de su familia, las múltiples formas de militancia política de sus miembros, así como su propia homosexualidad. En Lázaro (2019) José Alejandro González filma el paulatino desvanecimiento de su padre enfermo de Alzheimer revelando la intimidad familiar durante la enfermedad. Lo propio hace Jorge Botero en Después de Norma (2019), no solo al construir un retrato íntimo de su madre, a quien una enfermedad muscular la ha sumido en el mutismo, sino al registrar lo que el duelo de su muerte suscita años después en su familia. Lechos de muerte y dolencias que suscitan la urgencia de filmar y que alimentan la creación. Los males del cuerpo paterno como posibles manifestaciones de una cultura enferma que muere con ellos. Enfermedades que actúan como germen del diálogo y de la confrontación con la tradición familiar.
*
El modo de la primera persona, figura con la que se narró gran parte del documental colombiano de la última década, vio su más radical exploración en Parábola del retorno (2016) de Juan Soto. La voz sin rostro que se lanza al enfrentamiento con el padre (como hacen los cineastas citados en el apartado anterior), o al encuentro con la intimidad vedada de la familia (como hace Daniela Abad en los documentales sobre sus abuelos), o que se esboza para generar un diálogo imposible con los muertos (como lo hace María José Pizarro en la película de Simón Hernández), o que se erige como comentario que atraviesa las imágenes (como lo hacen Camilo Restrepo, Juan Carlos Arias o Claudia Salamanca en sus ensayos), se materializa en la película de Soto como una encarnación. Un ejercicio de recrear la voz de quien no está, de imaginar el encuentro imposible, de narrar el retorno asumiendo la ficción como una forma de hacer memoria, de esbozar un retrato del desaparecido desde la carencia, su primera persona encarnada en una voz que aparece escrita en pantalla. La posibilidad arrebatada de volver, de dar el saludo y las gracias como lo hace la voz que habla en el poema de Barba Jacob del cual toma el título la película: “Dejadme entrar, señores… ¡por Dios!”. Ese mismo año (2016), Colombia le dijo no al acuerdo de paz con las FARC. La puerta parece cerrarse una vez más.
*
Eso que habita en el silencio,en lo que no se dice, o en lo que se dice para ocultar algo más. Eso que habita en la rutina de la transacción diaria. Eso con lo que cargan los cuerpos al moverse. Esa otra sombra a la que nos habituamos: Violencia (2015) de Jorge Forero.
*
La familia como un cuerpo desmembrado, confinada en la geografía de sus encierros. Madres presentes en su ausencia: Mañana a esta hora (2016) de Lina Rodríguez y Adiós entusiasmo (2017) de Vladimir Durán.
*
El laberinto (2018), de Laura Huertas Millán. Por qué el título de esta película. Me asalta la duda al no poder escribir alguna otra cosa sobre ella. El laberinto no solo está en el transitar por la selva y sus ruinas. Se despliega en el salto entre los pasillos de la mansión del melodrama y los del bosque húmedo del Amazonas. Entre la luna que se escapa de cuadro y el avión privado que despega. Es el archivo que estalla en el montaje junto al registro propio. El laberinto es la imagen.
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UNA DÉCADA EN APUNTES
Por un rato sobrevoló la sensación de que una década nunca había sido interrumpida tan abruptamente. Como si el virus, que carga en su nombre el lastre de su último año —el final encarnado en un cuerpo microscópico— fuera también el verdugo que terminó por socavar los remanentes del siglo XX, razón por la cual muchos se atrevieron a decir que solo hasta ahora comenzaba el nuevo milenio. Un final drástico, súbito, magno, masivo para toda una época.
El 27 de marzo, en el albor de la catástrofe, una canción nos vino cantar el final. Bob Dylan lanza Murder most foul, tema monumental que reconstruye la muerte magna de JFK y que en ese momento se sintió como una misa de réquiem para todo un siglo de acervo cultural. Pero eso fue hace meses y ahora resulta injusto asumir la hermosa canción de Dylan como un engranaje más de esa narrativa del fin que nos fue impuesta. Me reprocho el haber escrito sobre ella en esa tónica mediática que no pude reconocer en su momento como una falsa dramaturgia. ¿Acaso el mismo Dylan no esboza la sospecha hacia el final de la primera estrofa?: “What is the truth, and where did it go?”. Hoy que no queda más que el cansancio de un fin que nunca llega, la rutinaria constatación de que todo seguirá igual, pienso en esa canción para esbozar la presente lista. Y es que Murder most foul es en sí misma una lista. Los nombres propios que parecen definir el panorama cultural y afectivo de Dylan son conjugados en su poesía para redactar el bosquejo de una lista de reproducción que bien podría sonar al unísono, como una segunda capa de sonoridades e imágenes que la canción construye.
Así es que, haciendo eco de ese final nunca ocurrido, o de la ilusión del final que nos dan las fechas, o de esa solemnidad de la que no podemos escapar cada vez que un año se transforma en otro, se redacta esta lista que no es más que un repaso caprichoso, desordenado, sin jerarquías, por apuntes que hablan de algunas películas o momentos del cine colombiano que definieron mi labor de espectador en estos años.
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Un naufragio en tierra firme. Sus náufragos sin nombre anclados en el desierto, teatro de la ruina. Mariana (2017) de Chris Gude ofrece un relato de la bonanza marimbera de La Guajira como un suceso que reencarna en el presente. Contrapunto al relato glorificante, melodramático y nostálgico de Pájaros de Verano (2018).
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La pregunta sobre cómo hacer que la gente vaya más a las salas a ver cine colombiano parece no desfallecer. Problema sin resolver del que me vine a enterar en los primeros días de la escuela de cine hace ya más de diez años, y que los “profesionales de la industria” nos resistimos a reformular. Como una maldición que no comprendo del todo y que siempre retorna, tuve que responder a la pregunta durante un encuentro virtual junto a otros realizadores con motivo de la proyección de nuestros cortos, seguramente la primera ocurrida en la pandemia para muchos de nosotros. Así que en el marco de un festival que tuvo que cancelar su versión presencial debido al aislamiento obligatorio, la pregunta sobre las salas pareció inocua y casi un mal chiste. Una de las respuestas me parece que estuvo a tono con tal gracia: “Hay que hacer buenas películas”.
En ese momento pensé en Somos calentura (2018) y en Jorge Navas, su director, volcando su frustración en una publicación en Facebook debido al fracaso en taquilla de la película. A pesar de tener un “nicho de mercado” —uno de esos términos terroríficos con los que se supone que toca aprender a jugar— bastante definido por ser una película sobre la cultura Hip-Hop, de tener un cómodo presupuesto con el que fue posible construir esa estética propia del cine de acción que tanto se consume en el país, de ofrecer un relato de la violencia en clave de cine de género, lo que podría considerarse como una “buena película” bajo los estándares convencionales no alcanzó el número de espectadores requerido por Cine Colombia, compañía distribuidora de la película que decidió retirarla de muchas salas en su primera semana. En decisiones como esta por parte de la principal distribuidora de cine del país se pone de manifiesto una despiadada lógica de mercado que algunos realizadores, embriagados por los acuerdos que permiten hacer la película, no parecen dominar, lo que los lleva a invocar una fe injustificada en el espectador.
A propósito, yo mismo no logré articular una respuesta clara al problema. Sin embargo, días después pensé en Cine Tonalá, sala independiente de vital importancia para la cinefilia de Bogotá que no pudo resistir los embates de la pandemia y el aislamiento. Pensé que, ante la inminencia de lo ocurrido este año, es fundamental garantizar el nacimiento y la permanencia de proyectos independientes, salas de cine que puedan asumir el riesgo de exhibir títulos poco conocidos y estar a la altura de un público cada vez más diverso. Salas que sean parte de la geografía cotidiana y que —en el caso de Bogotá, por lo menos— no se concentren en el centro de la ciudad. Un circuito de salas y espacios que permitan diversificar el acceso a un cine tan arriesgado y precario como el nuestro y que se plantee la posibilidad de financiarse con impuestos a las plataformas de streaming. Pero también pensé en lo importante que es saber medir el éxito de las películas más allá del número de espectadores conseguidos en salas, en reconocer las limitaciones de la industria que hemos malogrado, en la renuncia a comprometer nuestra mirada a las lógicas del mercado. También caí en cuenta que respondiendo a esa pregunta me sentí como en los días de la escuela de cine, como en un examen de clase producción. Ese tipo de preguntas corchadoras y cerradas al diálogo con las que uno se encuentra en estos eventos y que me recuerdan que, incluso en lo más mínimo, de un realizador siempre se espera que sepa jugar el juego según las reglas.
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En oposición al régimen de las salas comerciales siempre es importante reconocer el poder de las curadurías en los procesos de distribución de las películas. En 2014, Mutokino, productora fundada por el director y montajista Felipe Guerrero, lanzó su ala de distribución con una serie de programas que representaron el estreno en salas de algunas de las películas más arriesgadas del cine colombiano de la década. El más ambicioso de esos programas fue sin duda Fórum, selección de estrenos nacionales que se presentó en septiembre de 2018 en Bogotá, Medellín y Cali:
“En este programa nos interesa el status de forastero, foráneo —raíces ambas de la palabra fórum—, que para nosotros tiene que ver con imágenes que buscan un lugar y vacilan entre mapas desvaídos generando territorios nuevos. Nos interesa el cine que no está enmarcado en un croquis conocido sino más bien un cine mutante, difuso. En esta particularidad los autores que forman parte de este programa comparten el desapego por narrar desde un punto fijo. Persiguen la idea de abandonar el centro y encontrar comodidad en las orillas desde donde generan películas esquivas, sin raíz, de imperfecta soltura, que fracturan lo real e inauguran lo visible”
Un formato de distribución que pone en práctica una labor de montaje y de creación cinematográfica que permite una lectura de las películas como elementos de un panorama común. La apertura a una forma de ver las obras como elementos vivos, como entes que dialogan, como argumentos de un relato. Esa labor de montaje que es la curaduría, permitió ver estas películas “mutantes” y periféricas, estos nuevos autores afincados en la orilla (Martín Mejía, Camila Rodríguez, Chris Gude, Camilo Restrepo y Sebastián Múnera), dialogar con obras que en el pasado han esbozado esa mirada fuera de campo, ese forastero que el programa en cuestión esbozaba, más específicamente con la forma en que Marta Rodríguez y Jorge Silva enfocaron su cámara hacia la periferia de la ciudad en Chircales (1972).
Cabe decir que estas formas alternativas de distribución, provistas de una mirada propia de los curadores, serán retomadas por compañías como DOCCO y Distrito Pacifico, así como en el surgimiento de la beca de curaduría de la Cinemateca de Bogotá.
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El cuerpo rotundo, la espera árida: Porfirio (2011) de Alejandro Landes.
*
La monotonía de los funcionarios hecha dramaturgia. Personajes sin habla. Pura acción, pura mecánica. Y a pesar de todos surge en ellos el llanto, la masturbación, el súbito entusiasmo, la interrupción de la tarea impuesta, el fulgor del sueño perdido. Una imagen desaparecida funde la realidad en pesadilla: La torre (2018) de Sebastián Múnera.
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12/11/2019 (Tomado de mi perfil en Facebook)
El FICCALI, que acabó ayer, ha expuesto el panorama de un año cinematográfico atravesado por la enfermedad. Desde Todo comenzó por el fin (2015), película con la que se dio apertura al festival, no hubo jornada en que la enfermedad del padre no estuviera presente en la programación —como si desde la cicatriz de Luis Ospina se desplegaran muchas otras dolencias, enfermedades y lechos de muerte—. (…) Luego se proyectó Pirotecnia (2019), documental de ensayo en el que Federico Atehortúa encuentra puentes improbables entre las implicaciones del proceso de representar la guerra en Colombia, las mentiras u opacidades de la imagen y un súbito mutismo de su madre que termina por socavar las relaciones de su familia (…) En Dopamina (2019) Natalia Almario parte del reciente diagnóstico de Parkinson de su padre para reflexionar sobre las dinámicas de su familia, las múltiples formas de militancia política de sus miembros, así como su propia homosexualidad. En Lázaro (2019) José Alejandro González filma el paulatino desvanecimiento de su padre enfermo de Alzheimer revelando la intimidad familiar durante la enfermedad. Lo propio hace Jorge Botero en Después de Norma (2019), no solo al construir un retrato íntimo de su madre, a quien una enfermedad muscular la ha sumido en el mutismo, sino al registrar lo que el duelo de su muerte suscita años después en su familia. Lechos de muerte y dolencias que suscitan la urgencia de filmar y que alimentan la creación. Los males del cuerpo paterno como posibles manifestaciones de una cultura enferma que muere con ellos. Enfermedades que actúan como germen del diálogo y de la confrontación con la tradición familiar.
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El modo de la primera persona, figura con la que se narró gran parte del documental colombiano de la última década, vio su más radical exploración en Parábola del retorno (2016) de Juan Soto. La voz sin rostro que se lanza al enfrentamiento con el padre (como hacen los cineastas citados en el apartado anterior), o al encuentro con la intimidad vedada de la familia (como hace Daniela Abad en los documentales sobre sus abuelos), o que se esboza para generar un diálogo imposible con los muertos (como lo hace María José Pizarro en la película de Simón Hernández), o que se erige como comentario que atraviesa las imágenes (como lo hacen Camilo Restrepo, Juan Carlos Arias o Claudia Salamanca en sus ensayos), se materializa en la película de Soto como una encarnación. Un ejercicio de recrear la voz de quien no está, de imaginar el encuentro imposible, de narrar el retorno asumiendo la ficción como una forma de hacer memoria, de esbozar un retrato del desaparecido desde la carencia, su primera persona encarnada en una voz que aparece escrita en pantalla. La posibilidad arrebatada de volver, de dar el saludo y las gracias como lo hace la voz que habla en el poema de Barba Jacob del cual toma el título la película: “Dejadme entrar, señores… ¡por Dios!”. Ese mismo año (2016), Colombia le dijo no al acuerdo de paz con las FARC. La puerta parece cerrarse una vez más.
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Eso que habita en el silencio, en lo que no se dice, o en lo que se dice para ocultar algo más. Eso que habita en la rutina de la transacción diaria. Eso con lo que cargan los cuerpos al moverse. Esa otra sombra a la que nos habituamos: Violencia (2015) de Jorge Forero.
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La familia como un cuerpo desmembrado, confinada en la geografía de sus encierros. Madres presentes en su ausencia: Mañana a esta hora (2016) de Lina Rodríguez y Adiós entusiasmo (2017) de Vladimir Durán.
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El laberinto (2018), de Laura Huertas Millán. Por qué el título de esta película. Me asalta la duda al no poder escribir alguna otra cosa sobre ella. El laberinto no solo está en el transitar por la selva y sus ruinas. Se despliega en el salto entre los pasillos de la mansión del melodrama y los del bosque húmedo del Amazonas. Entre la luna que se escapa de cuadro y el avión privado que despega. Es el archivo que estalla en el montaje junto al registro propio. El laberinto es la imagen.
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