As boas maneiras, de Juliana Rojas y Marco Dutra (2017)
Un género es una perspectiva de lectura y el juego de As boas maneiras reside ahí porque, una vez impuesto el marco (el género fantástico como se conoce tradicionalmente en el cine, aquel que se ha encargado de narrar los monstruos), no hace otra cosa que atentar contra él, lo que nos lleva a ver la película corrida de lugar, permitiendo, entre otras cosas, la posibilidad de conexiones inesperadas, nuevos sentidos, nuevas maneras de ver y de pensar lo que hay detrás de la muy “simple” estructura de la película.
El film está estructurado en dos grandes partes. Ambas muy distintas. La primera, concentrada aparentemente en las diferencias sociales de un Brasil convulsionado (la película comienza con una mujer buscando una niñera para su hijo a punto de nacer, pero una que también limpie y cocine), y en las formas “correctas” (las buenas maneras) de proceder frente a la vida, está dedicada a la espera. Ambos personajes esperan a que nazca un bebé, que, sin salir del útero, ya ocasiona un choque en la cotidianidad del apartamento de Ana, la mujer embarazada, la patrona. Esa primera parte propone un juego (parece que todo en esta película es un juego, pero recordemos que no hay actividad más placentera que jugar, desde pequeños lo sabemos) de difuminación de roles. Los rótulos de empleada y empleadora desaparecen y, en su lugar, aparecen los de la mujer amante, la mujer madre, dispuestos para ser intercambiados en cualquier momento. El final de este pedazo, que permite un pequeño coqueteo (el primero pero no el único) con el género musical, acaba con una irrupción, y esa irrupción, que funciona como un reclamo (¡quiero salir de aquí ya!), trae una destrucción, una terminación.
Ocho años después volvemos a la vida de Clara, la sobreviviente, ahora madre del niño, Joel, que se hospedó en el útero de Ana. Una parte mucho más entregada al género, pero, al mismo tiempo, más rebelde contra él. Esa disposición de la historia y de los pequeños detalles que sobrepasan la inicial ternura (y posible identificación) que uno tenga con los personajes, sobretodo con Joel (un niño que no puede comer carne, aunque intuye quererla; que no puede salir con total confianza por las noches; que cree estar viviendo una mentira), empiezan a adquirir un matiz que sobrepasa la literalidad. ¿Es de verdad esta película sobre un pequeño hombre lobo?
En algunas partes he leído, y también he oído a colegas, proclamar que la primera parte es la que en mejor estado encuentran. Yo, por el contrario, admiro más la segunda, donde el terreno de la destrucción se hace más visible y, sobre todo, porque la película empieza a orbitar con más seguridad y determinación sobre la idea del hombre que no se entiende así mismo.
La película, entonces, parece partir de una idea atractiva y desoladora al mismo tiempo: todo lo que nos rodea es un campo de batalla. Afuera estamos todos propensos a tener que luchar y quizás a encontrarnos con nuestro peor enemigo: nosotros mismos. Tal vez lo que más sorprenda es ese ingenio vital con que se convierte en una película de doble naturaleza: se precipita a la destrucción de algo, generalmente esos pequeños mundos, gestos, posturas y, al mismo tiempo, emerge de ahí llena de furia, reclamando esas pequeñas desapariciones. Una película de contrastes. De peleas de valores: construcción v.s. destrucción; limpieza v.s. suciedad; viejo v.s. moderno; luna v.s. sol; seguro v.s. inseguro.
La posición de combate a la que hago alusión en el título de este texto tiene que ver con la ternura, no solo con estar dispuesto a atacar (hablo del último plano del film) sino con, y es aquí donde está esa cosa hermosa que la película nos permite pensar, la entrega, con saberse, también, amado. Amo, y como amo, seré amado. Ahí hay una revolución.
Sé que la película se ha pasado dos veces en Colombia, en el marco del Festival de cine de Cartagena y en un ciclo de cine brasileño que hizo este año la Cinemateca en Bogotá, después de las proyecciones es siempre posible medir el poco entusiasmo que produce la película en la gente. Yo, que salía eufórico de la sala, me encontraba con amigos, colegas, compañeros, al borde de la desilusión, el desinterés y, en los mejores casos, la extrañeza. No hacía sino pensar en eso. ¿Cómo es posible que sea tan radicalmente distinto lo que nos llega de la película? No tengo respuesta, no sé a qué conclusión llegar, pero sí tuve un pequeño pensamiento que no me deja en paz: Entre un cine correcto, íntegro, equilibrado y uno desconcertante, ambiguo, impulsivo, elijamos siempre el segundo.
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UNA POSICIÓN DE COMBATE
As boas maneiras, de Juliana Rojas y Marco Dutra (2017)
Un género es una perspectiva de lectura y el juego de As boas maneiras reside ahí porque, una vez impuesto el marco (el género fantástico como se conoce tradicionalmente en el cine, aquel que se ha encargado de narrar los monstruos), no hace otra cosa que atentar contra él, lo que nos lleva a ver la película corrida de lugar, permitiendo, entre otras cosas, la posibilidad de conexiones inesperadas, nuevos sentidos, nuevas maneras de ver y de pensar lo que hay detrás de la muy “simple” estructura de la película.
El film está estructurado en dos grandes partes. Ambas muy distintas. La primera, concentrada aparentemente en las diferencias sociales de un Brasil convulsionado (la película comienza con una mujer buscando una niñera para su hijo a punto de nacer, pero una que también limpie y cocine), y en las formas “correctas” (las buenas maneras) de proceder frente a la vida, está dedicada a la espera. Ambos personajes esperan a que nazca un bebé, que, sin salir del útero, ya ocasiona un choque en la cotidianidad del apartamento de Ana, la mujer embarazada, la patrona. Esa primera parte propone un juego (parece que todo en esta película es un juego, pero recordemos que no hay actividad más placentera que jugar, desde pequeños lo sabemos) de difuminación de roles. Los rótulos de empleada y empleadora desaparecen y, en su lugar, aparecen los de la mujer amante, la mujer madre, dispuestos para ser intercambiados en cualquier momento. El final de este pedazo, que permite un pequeño coqueteo (el primero pero no el único) con el género musical, acaba con una irrupción, y esa irrupción, que funciona como un reclamo (¡quiero salir de aquí ya!), trae una destrucción, una terminación.
Ocho años después volvemos a la vida de Clara, la sobreviviente, ahora madre del niño, Joel, que se hospedó en el útero de Ana. Una parte mucho más entregada al género, pero, al mismo tiempo, más rebelde contra él. Esa disposición de la historia y de los pequeños detalles que sobrepasan la inicial ternura (y posible identificación) que uno tenga con los personajes, sobretodo con Joel (un niño que no puede comer carne, aunque intuye quererla; que no puede salir con total confianza por las noches; que cree estar viviendo una mentira), empiezan a adquirir un matiz que sobrepasa la literalidad. ¿Es de verdad esta película sobre un pequeño hombre lobo?
En algunas partes he leído, y también he oído a colegas, proclamar que la primera parte es la que en mejor estado encuentran. Yo, por el contrario, admiro más la segunda, donde el terreno de la destrucción se hace más visible y, sobre todo, porque la película empieza a orbitar con más seguridad y determinación sobre la idea del hombre que no se entiende así mismo.
La película, entonces, parece partir de una idea atractiva y desoladora al mismo tiempo: todo lo que nos rodea es un campo de batalla. Afuera estamos todos propensos a tener que luchar y quizás a encontrarnos con nuestro peor enemigo: nosotros mismos. Tal vez lo que más sorprenda es ese ingenio vital con que se convierte en una película de doble naturaleza: se precipita a la destrucción de algo, generalmente esos pequeños mundos, gestos, posturas y, al mismo tiempo, emerge de ahí llena de furia, reclamando esas pequeñas desapariciones. Una película de contrastes. De peleas de valores: construcción v.s. destrucción; limpieza v.s. suciedad; viejo v.s. moderno; luna v.s. sol; seguro v.s. inseguro.
La posición de combate a la que hago alusión en el título de este texto tiene que ver con la ternura, no solo con estar dispuesto a atacar (hablo del último plano del film) sino con, y es aquí donde está esa cosa hermosa que la película nos permite pensar, la entrega, con saberse, también, amado. Amo, y como amo, seré amado. Ahí hay una revolución.
Sé que la película se ha pasado dos veces en Colombia, en el marco del Festival de cine de Cartagena y en un ciclo de cine brasileño que hizo este año la Cinemateca en Bogotá, después de las proyecciones es siempre posible medir el poco entusiasmo que produce la película en la gente. Yo, que salía eufórico de la sala, me encontraba con amigos, colegas, compañeros, al borde de la desilusión, el desinterés y, en los mejores casos, la extrañeza. No hacía sino pensar en eso. ¿Cómo es posible que sea tan radicalmente distinto lo que nos llega de la película? No tengo respuesta, no sé a qué conclusión llegar, pero sí tuve un pequeño pensamiento que no me deja en paz: Entre un cine correcto, íntegro, equilibrado y uno desconcertante, ambiguo, impulsivo, elijamos siempre el segundo.
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