La edición del 59 Festival de Cine de Cartagena ha anunciado este año un compromiso por cuestionar y mirar con lupa, entre su curaduría, la migración y el mestizaje. Para eso ha inventado una nueva (entre tantas) categoría llamada, precisamente, Migración y mestizaje. Adicionalmente, ha insistido en que este año es una celebración de la América mestiza. Se concluye entonces que se quiere mirar con interés y actitud de análisis los procesos que hacen mover a la gente.
Este número de la revista se alinea, bajo nuestras propias condiciones, por esa idea del movimiento. Al Festival ya lúcidamente se le ha reprochado un desajuste ideológico: esa propuesta de pedirle a las películas nacionalidad legal de algún país para configurarlas y saber dónde ponerlas no concuerda muy bien con el espíritu de pensar esas fronteras (que es bien sabido que en el cine no existen. Está el país Cine y no hay más. Punto aparte). De eso no nos ocuparemos acá. En cambio, sí haremos una especie de experimento: examinaremos al azar algunos títulos de la programación para pensarlos a la luz de esa propuesta temática y, al mismo tiempo, con una muestra mínima, tratar de llegar a alguna conclusión sobre el cine que se verá durante este FICCI.
La primera: Alone at My Wedding (Seule à mon mariage, 2018), de Marta Bergman, que pertenece a la sección Migración y mestizaje. La película sigue a una mujer rumana que busca un marido extranjero (se afilia a una agencia que se lo promete) para obtener una vida mejor. Quiere irse de su país a como dé lugar. En ese camino mentirá sobre su hija (la niega como Pablo negó a Jesús); cambiará su apariencia (la película comienza así); mirará de largo. La película no es (tan) ciega y filma también ese dolor y esa larga ausencia que llegan con todas esas concesiones a las que se somete la protagonista, casi siempre con una ambigüedad sospechosa. A veces uno cree que se nos quiere hacer ver que esta mujer es medio boba: exageración en las barreras lingüísticas, sorpresa exagerada por el funcionamiento del primer mundo… La sospecha se amplía cuando uno siente un tufillo pedagógico en cada escena. Cuando consiga su marido por internet esta protagonista dejará –sin avisar– a su hija con la abuela (su madre), una cantante folclórica venida a menos.
Es un remolino de temas: maternidad, precariedad, amor impuesto, sacrificio, migración. Una película trágica sobre la tragedia. También coquetea –peligrosamente– con la idea de una vida mejor: para vivir dignamente hay que migrar sí o sí; la migración solucionará todos los líos. Con su llegada a Bélgica, donde su nuevo marido, el ambiente es todo enrarecido y cada vez que hay escenas de esa nueva pareja en su recién configurada intimidad, por el tono de la película y su hincapié en una especie de encierro y vértigo, uno va temiendo lo peor. Nada de eso sucede. La película se decanta por ese sufrimiento materno: la relación de una madre y una hija por sobre todas las cosas. Una especie de redención previsible.
El sexo es medio un problema. Con palabras demasiado discursivas, el nuevo marido afirma –ella no entenderá todo– que no la ve como objeto y que pueden esperar. Aquel marido solo tiene sexo con ella después de que sus amigos le expresan que es hermosa. Solo después de decirle “Todos los hombres gustan de tí” es capaz de hacerle el amor. Mejor dicho, un premio. La película seguirá con todas las herramientas a las que nos tiene acostumbrados hoy cierto cine “culto” (¿y hablado en francés?), sueños y visiones incluidas (cosa que recuerda al Gimp de Farber: “En cuanto el cineasta moderno nota que su película ha tomado un rumbo demasiado convencional y se está olvidando del arte, le basta con darle un golpecito al Gimp y —¡admírense!— imágenes, curiosas, exóticas y además «psíquicas» centellean ante el público, animando las cosas en el momento crucial”), el sufrimiento inaudito de esta mujer.
Sabe medio llevar la historia de la madre y su bebé pero se pierde en lo del cambio de país. Justamente lo de la migración parece una añadidura folclórica. Y lo que es el pecado más grande: es medio aburrida, a pesar del esfuerzo por la música de hacernos creer que estamos frente a una película llena de truculenta acción.
FICCI 55
Luego Eastern Memories (G. J. Ramstedtin maailma, 2018), de Martti Kaartinen y Niklas Kullström, también de la misma sección. Esta sí que es medio ofensiva para uno como espectador, mientras se está viendo uno se convence de que esto pertenece es a National Geographic o a cualquier canal similar y no a un festival de cine (la televisión 1; el cine 0). Tiene un comienzo interesante que pone sobre la mesa la esencia del film: la inacabable e inagotable batalla entre lo viejo y lo nuevo. La película se concentra en los viajes del filólogo finlandés G. J. Ramstedt por Mongolia y Asia Central en los siglos XIX y XX. Escuchamos la lectura de extractos de sus diarios mientras lo que vemos son los mismos lugares que menciona pero en el siglo XXI. Aparece el primer dron y los planos de vista tipo helicóptero y ya sabemos que lo peor está por llegar. Se debería prohibir el uso del dron en el cine. La película se revela entonces como una operación torpe y rudimentaria. Ahora sí, un film pedagógico: esto pasó acá en tal año y esto otro allá y en ese otro año. Datos, datos y datos. Una lección de la Historia de Mongolia, Finlandia, Rusia y Japón. La aburrición se acumula. Bochornoso. Entre MTv y NatGeo. Música horrorosa incluida.
En el papel (cómo se describe el procedimiento de comparar) podría recordar otro film visto también en Cartagena hace unos años, Cartas da guerra (2016), de Ivo M. Ferreira. ¡Qué lejos la una de la otra! Eastern Memories es abrumadora porque uno no deja de pensar: quien hizo esto tiene que estar ciego y sordo. Todo es desaprovechado. Es tanta su devoción a la televisión que incluso hay unos fundidos a negros cuya única explicación es la inminente aparición de un comercial.
Luego, una escena donde una nieta le pregunta a su abuelo: ¿Cuántos edificios había? ¿Cuántos habitantes? ¿Cuántas fábricas? La ceguera de esta dupla que dirige ya es apabullante. Leer un libro de Historia sería más provechoso. Se sospecha que solo hay pasajes para ganar tiempo y acumular la hora del largometraje. La película clarifica a la perfección la diferencia entre un gesto artístico y un gesto científico. Aquí solo se encuentran de los últimos. ¡Qué lejos se ve el cine!
El tema otra vez se impone. La película –el relato de los diarios de Ramstedt– va avanzando hasta que su vida se ve principalmente adjudicada a ayudar al recién liberado Estado de Finlandia. Como un colibrí, esa voz va picando por allí y por allá (para estar a ritmo con el Festival) revelando –solamente– su importante posición entre ese tejido diplomático. Es torpe y es insípida. Parecida incluso a esos caballos que hace años solía ver camino al colegio: con los ojos tapados para que no miraran a los lados y no se asustaran con lo que pasara por sus lados. Todo en la película es tan transparente que impide la creación de lo que importa en películas “parecidas”: la proliferación de ideas que, aparentemente, se van alejando del tema (otra vez esa palabra) de la película. Por acá no hay ramas por donde pasearse. La posibilidad de cualquier pensamiento por fuera de la interminable lectura de los datos resbala. No hay nada detrás de la cámara dispuesto a pensar y formular ideas. Nada va más allá de la simple enunciación. Este tipo de películas no se ven, se padecen.
Por otro lado, no sé si mejorando o empeorando, está El ombligo de Guie’dani, película mexicana imposible de no emparentar con Roma porque, en esencia, son variaciones de la misma historia. Este título hace parte de Ficciones de acá.
Una mujer indígena y su hija deben partir a la ciudad de México porque la madre ha conseguido un trabajo como interna en una casa –demasiado ampulosa, para que la idea quede bien clarita–. Es también una película doble: un viaje dentro del mismo país (y los aprendizajes que trae consigo: las distancias entre individuos, las clases) y una relación entre mamá e hija pre adolescente. Una mezcla de cosas con el propósito de “diagnosticar” a México. La conclusión es la materialización de una división: siempre hay paredes, rejas, clases, arribas y abajos. Incluso cubiertos distintos. Una denuncia demasiado evidente. Lo que mejor hace la película es revelar sin reflectores las pistas de una violencia ordinaria. Común y silenciosa. De todos los días. Una violencia que cala más hondo en la adolescencia (se cuenta con menos herramientas para hacerle frente). Las cosas interesantes (la pregunta por el lugar en el mundo y la diferencia de universos –una batalla entre lo ampuloso y la precariedad–) se van al traste por una mirada más o menos condescendiente del asunto. De una ingenuidad suprema. Tan obvia que cansa. Es, una vez más, el triunfo del tema. La forma, lo vamos intuyendo, está quedando en el olvido. Esa solemnidad que se ve acá y una especie de miradas raras (entre personajes y de la cámara a ellos) delata un retroceso.
Y para terminar una cosa horrible: The Mercy of the Jungle (La Miséricorde de la jungle, 2018), de Joel Karekezi, que empieza con un intertítulo que dice “Las verdaderas víctimas”. No es la primera escena y la película ya se adjudica una verdad. No hemos visto la primera imagen y ya sabemos que está demasiado convencida de sí misma. Y vuelve el tema otra vez: un film sobre las guerras en El congo a través de las vivencias de dos soldados que, estilo road movie, son forzados a convertirse en mejores amigos. Ya nos queda claro: la Historia, esa H mayúscula, pesará más que cualquier otra cosa. Aquí vuelve a repetir la música absurda. Sensibilera. Una de esas películas que uno descifra pasados los diez minutos de rigor: un viaje, dos hombres enfrentados a la misma cosa, historias similares pero con puntos imposibles de converger, aprenderá algo el uno del otro. El objetivo es el mismo: sobrevivir. Despliegue de una forma precisa y probaba, basta con cambiar el escenario y la naturaleza de algunos hechos.
¿Y adivinen qué? ¡Alucinaciones incluidas! Además de su ambigüedad ideológica y el raro tratamiento que se le da a la idea de diferencia (entre ellos mismos, entre el bando enemigo), esta película, lujosa y cosmética, pone en tela de juicio el criterio del festival para pensar su tema central: no basta con creer que la migración se descifra en las películas exóticas que, de forma transparente y literal, bordeen el tema.
Ñapa: cámara lenta para filmar gente con armas. Asesinatos crudos –que se confunden con las ganas de ser “realistas”– en plano fijo. La película insiste en acostumbrarnos a la violencia, no a pensarla. No lo duden: esto es un bodrio.
Las posibles conclusiones no están sino llenas de temor. Esta pequeña muestra –sin ninguna película buena–, films demasiado confiados en su tema y las tragedias que encierran, no habla bien del Festival y su hoja de ruta. Tampoco es buen augurio. El temor más grande es que la mitad de la selección sea para pasarla de largo y nadie nos avise.
Qué triste sería ir a sentarnos frente a un cine más o menos superficial, disfrutado hasta el cansancio por esa especie de espectador que goza más de sentirse halagado que del cine, es decir, qué horror que nos toque ahora someternos a un cine configurado para aquel que está más interesado en comprobarse inteligente que en ver una película inteligente.
Lo que está claro es que a Cartagena ha vuelto la dictadura del tema: ese cine importante (también lujoso) que se regocija en haber escogido un tema de altísima calidad, de profundidad humana ejemplar y de buena conciencia. Recemos para que las excepciones sean varias y en Cartagena nos esperen buenas películas por descubrir.
FICCI 56
FICCI 57
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¿EL REGRESO DEL TEMA?
La edición del 59 Festival de Cine de Cartagena ha anunciado este año un compromiso por cuestionar y mirar con lupa, entre su curaduría, la migración y el mestizaje. Para eso ha inventado una nueva (entre tantas) categoría llamada, precisamente, Migración y mestizaje. Adicionalmente, ha insistido en que este año es una celebración de la América mestiza. Se concluye entonces que se quiere mirar con interés y actitud de análisis los procesos que hacen mover a la gente.
Este número de la revista se alinea, bajo nuestras propias condiciones, por esa idea del movimiento. Al Festival ya lúcidamente se le ha reprochado un desajuste ideológico: esa propuesta de pedirle a las películas nacionalidad legal de algún país para configurarlas y saber dónde ponerlas no concuerda muy bien con el espíritu de pensar esas fronteras (que es bien sabido que en el cine no existen. Está el país Cine y no hay más. Punto aparte). De eso no nos ocuparemos acá. En cambio, sí haremos una especie de experimento: examinaremos al azar algunos títulos de la programación para pensarlos a la luz de esa propuesta temática y, al mismo tiempo, con una muestra mínima, tratar de llegar a alguna conclusión sobre el cine que se verá durante este FICCI.
La primera: Alone at My Wedding (Seule à mon mariage, 2018), de Marta Bergman, que pertenece a la sección Migración y mestizaje. La película sigue a una mujer rumana que busca un marido extranjero (se afilia a una agencia que se lo promete) para obtener una vida mejor. Quiere irse de su país a como dé lugar. En ese camino mentirá sobre su hija (la niega como Pablo negó a Jesús); cambiará su apariencia (la película comienza así); mirará de largo. La película no es (tan) ciega y filma también ese dolor y esa larga ausencia que llegan con todas esas concesiones a las que se somete la protagonista, casi siempre con una ambigüedad sospechosa. A veces uno cree que se nos quiere hacer ver que esta mujer es medio boba: exageración en las barreras lingüísticas, sorpresa exagerada por el funcionamiento del primer mundo… La sospecha se amplía cuando uno siente un tufillo pedagógico en cada escena. Cuando consiga su marido por internet esta protagonista dejará –sin avisar– a su hija con la abuela (su madre), una cantante folclórica venida a menos.
Es un remolino de temas: maternidad, precariedad, amor impuesto, sacrificio, migración. Una película trágica sobre la tragedia. También coquetea –peligrosamente– con la idea de una vida mejor: para vivir dignamente hay que migrar sí o sí; la migración solucionará todos los líos. Con su llegada a Bélgica, donde su nuevo marido, el ambiente es todo enrarecido y cada vez que hay escenas de esa nueva pareja en su recién configurada intimidad, por el tono de la película y su hincapié en una especie de encierro y vértigo, uno va temiendo lo peor. Nada de eso sucede. La película se decanta por ese sufrimiento materno: la relación de una madre y una hija por sobre todas las cosas. Una especie de redención previsible.
El sexo es medio un problema. Con palabras demasiado discursivas, el nuevo marido afirma –ella no entenderá todo– que no la ve como objeto y que pueden esperar. Aquel marido solo tiene sexo con ella después de que sus amigos le expresan que es hermosa. Solo después de decirle “Todos los hombres gustan de tí” es capaz de hacerle el amor. Mejor dicho, un premio. La película seguirá con todas las herramientas a las que nos tiene acostumbrados hoy cierto cine “culto” (¿y hablado en francés?), sueños y visiones incluidas (cosa que recuerda al Gimp de Farber: “En cuanto el cineasta moderno nota que su película ha tomado un rumbo demasiado convencional y se está olvidando del arte, le basta con darle un golpecito al Gimp y —¡admírense!— imágenes, curiosas, exóticas y además «psíquicas» centellean ante el público, animando las cosas en el momento crucial”), el sufrimiento inaudito de esta mujer.
Sabe medio llevar la historia de la madre y su bebé pero se pierde en lo del cambio de país. Justamente lo de la migración parece una añadidura folclórica. Y lo que es el pecado más grande: es medio aburrida, a pesar del esfuerzo por la música de hacernos creer que estamos frente a una película llena de truculenta acción.
FICCI 55
Luego Eastern Memories (G. J. Ramstedtin maailma, 2018), de Martti Kaartinen y Niklas Kullström, también de la misma sección. Esta sí que es medio ofensiva para uno como espectador, mientras se está viendo uno se convence de que esto pertenece es a National Geographic o a cualquier canal similar y no a un festival de cine (la televisión 1; el cine 0). Tiene un comienzo interesante que pone sobre la mesa la esencia del film: la inacabable e inagotable batalla entre lo viejo y lo nuevo. La película se concentra en los viajes del filólogo finlandés G. J. Ramstedt por Mongolia y Asia Central en los siglos XIX y XX. Escuchamos la lectura de extractos de sus diarios mientras lo que vemos son los mismos lugares que menciona pero en el siglo XXI. Aparece el primer dron y los planos de vista tipo helicóptero y ya sabemos que lo peor está por llegar. Se debería prohibir el uso del dron en el cine. La película se revela entonces como una operación torpe y rudimentaria. Ahora sí, un film pedagógico: esto pasó acá en tal año y esto otro allá y en ese otro año. Datos, datos y datos. Una lección de la Historia de Mongolia, Finlandia, Rusia y Japón. La aburrición se acumula. Bochornoso. Entre MTv y NatGeo. Música horrorosa incluida.
En el papel (cómo se describe el procedimiento de comparar) podría recordar otro film visto también en Cartagena hace unos años, Cartas da guerra (2016), de Ivo M. Ferreira. ¡Qué lejos la una de la otra! Eastern Memories es abrumadora porque uno no deja de pensar: quien hizo esto tiene que estar ciego y sordo. Todo es desaprovechado. Es tanta su devoción a la televisión que incluso hay unos fundidos a negros cuya única explicación es la inminente aparición de un comercial.
Luego, una escena donde una nieta le pregunta a su abuelo: ¿Cuántos edificios había? ¿Cuántos habitantes? ¿Cuántas fábricas? La ceguera de esta dupla que dirige ya es apabullante. Leer un libro de Historia sería más provechoso. Se sospecha que solo hay pasajes para ganar tiempo y acumular la hora del largometraje. La película clarifica a la perfección la diferencia entre un gesto artístico y un gesto científico. Aquí solo se encuentran de los últimos. ¡Qué lejos se ve el cine!
El tema otra vez se impone. La película –el relato de los diarios de Ramstedt– va avanzando hasta que su vida se ve principalmente adjudicada a ayudar al recién liberado Estado de Finlandia. Como un colibrí, esa voz va picando por allí y por allá (para estar a ritmo con el Festival) revelando –solamente– su importante posición entre ese tejido diplomático. Es torpe y es insípida. Parecida incluso a esos caballos que hace años solía ver camino al colegio: con los ojos tapados para que no miraran a los lados y no se asustaran con lo que pasara por sus lados. Todo en la película es tan transparente que impide la creación de lo que importa en películas “parecidas”: la proliferación de ideas que, aparentemente, se van alejando del tema (otra vez esa palabra) de la película. Por acá no hay ramas por donde pasearse. La posibilidad de cualquier pensamiento por fuera de la interminable lectura de los datos resbala. No hay nada detrás de la cámara dispuesto a pensar y formular ideas. Nada va más allá de la simple enunciación. Este tipo de películas no se ven, se padecen.
Por otro lado, no sé si mejorando o empeorando, está El ombligo de Guie’dani, película mexicana imposible de no emparentar con Roma porque, en esencia, son variaciones de la misma historia. Este título hace parte de Ficciones de acá.
Una mujer indígena y su hija deben partir a la ciudad de México porque la madre ha conseguido un trabajo como interna en una casa –demasiado ampulosa, para que la idea quede bien clarita–. Es también una película doble: un viaje dentro del mismo país (y los aprendizajes que trae consigo: las distancias entre individuos, las clases) y una relación entre mamá e hija pre adolescente. Una mezcla de cosas con el propósito de “diagnosticar” a México. La conclusión es la materialización de una división: siempre hay paredes, rejas, clases, arribas y abajos. Incluso cubiertos distintos. Una denuncia demasiado evidente. Lo que mejor hace la película es revelar sin reflectores las pistas de una violencia ordinaria. Común y silenciosa. De todos los días. Una violencia que cala más hondo en la adolescencia (se cuenta con menos herramientas para hacerle frente). Las cosas interesantes (la pregunta por el lugar en el mundo y la diferencia de universos –una batalla entre lo ampuloso y la precariedad–) se van al traste por una mirada más o menos condescendiente del asunto. De una ingenuidad suprema. Tan obvia que cansa. Es, una vez más, el triunfo del tema. La forma, lo vamos intuyendo, está quedando en el olvido. Esa solemnidad que se ve acá y una especie de miradas raras (entre personajes y de la cámara a ellos) delata un retroceso.
Y para terminar una cosa horrible: The Mercy of the Jungle (La Miséricorde de la jungle, 2018), de Joel Karekezi, que empieza con un intertítulo que dice “Las verdaderas víctimas”. No es la primera escena y la película ya se adjudica una verdad. No hemos visto la primera imagen y ya sabemos que está demasiado convencida de sí misma. Y vuelve el tema otra vez: un film sobre las guerras en El congo a través de las vivencias de dos soldados que, estilo road movie, son forzados a convertirse en mejores amigos. Ya nos queda claro: la Historia, esa H mayúscula, pesará más que cualquier otra cosa. Aquí vuelve a repetir la música absurda. Sensibilera. Una de esas películas que uno descifra pasados los diez minutos de rigor: un viaje, dos hombres enfrentados a la misma cosa, historias similares pero con puntos imposibles de converger, aprenderá algo el uno del otro. El objetivo es el mismo: sobrevivir. Despliegue de una forma precisa y probaba, basta con cambiar el escenario y la naturaleza de algunos hechos.
¿Y adivinen qué? ¡Alucinaciones incluidas! Además de su ambigüedad ideológica y el raro tratamiento que se le da a la idea de diferencia (entre ellos mismos, entre el bando enemigo), esta película, lujosa y cosmética, pone en tela de juicio el criterio del festival para pensar su tema central: no basta con creer que la migración se descifra en las películas exóticas que, de forma transparente y literal, bordeen el tema.
Ñapa: cámara lenta para filmar gente con armas. Asesinatos crudos –que se confunden con las ganas de ser “realistas”– en plano fijo. La película insiste en acostumbrarnos a la violencia, no a pensarla. No lo duden: esto es un bodrio.
Las posibles conclusiones no están sino llenas de temor. Esta pequeña muestra –sin ninguna película buena–, films demasiado confiados en su tema y las tragedias que encierran, no habla bien del Festival y su hoja de ruta. Tampoco es buen augurio. El temor más grande es que la mitad de la selección sea para pasarla de largo y nadie nos avise.
Qué triste sería ir a sentarnos frente a un cine más o menos superficial, disfrutado hasta el cansancio por esa especie de espectador que goza más de sentirse halagado que del cine, es decir, qué horror que nos toque ahora someternos a un cine configurado para aquel que está más interesado en comprobarse inteligente que en ver una película inteligente.
Lo que está claro es que a Cartagena ha vuelto la dictadura del tema: ese cine importante (también lujoso) que se regocija en haber escogido un tema de altísima calidad, de profundidad humana ejemplar y de buena conciencia. Recemos para que las excepciones sean varias y en Cartagena nos esperen buenas películas por descubrir.
FICCI 56
FICCI 57
Textos sobre otras películas del FICCI en la revista:
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